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Читать книгу: «Episodios Nacionales: De Cartago a Sagunto», страница 10

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– ¡Ah, no sabía…! – exclamé requiriendo mi gabán y sombrero.

– ¿Pero no sabe que llegó anoche el General? ¡Pues poco ruido que hicieron las tropas al distribuirse en sus alojamientos! ¿Nada oyó usted? Claro… ha dormido entre tarde y noche diez y ocho horas seguidas…

Las últimas palabras de la buena señora fueron para decirme que estábamos en el valle de Luyando, y que corría la segunda quincena de Abril. Inmediatamente salí con el ayudante, que me llevó por la carretera, sorteando baches y montones de grava. A un lado y otro vi soldados que ocupaban caseríos y tiendas de campaña. En corto tiempo llegamos a un grupo de casas, entre las cuales se destacaba una con gran portalada señorial guarnecida de escudos. La muchedumbre de oficiales que vi al entrar, me indicó que aquél era el alojamiento del Teniente General Dorregaray. Subimos al primer piso, y el ayudante me metió en una estancia que parecía biblioteca, con alta estantería de nogal bruñido por el tiempo.

Retirose el ayudante, después de decirme que esperase un momento, y a los diez minutos de estar allí vi aparecer al caudillo carlista don Antonio Dorregaray, cuyo semblante conocía yo por los retratos que en aquella época prodigaban los periódicos ilustrados. Era un hombre fornido, membrudo, de negra y espesa barba partida, despejada frente y expresivos ojos. Desde el primer momento advertí en él cierta benevolencia mezclada de curiosidad. Hízome sentar frente a sí, junto a una mesa donde vi números de El Cuartel Real, una escribanía de cobre con plumas de ave mojadas de tinta, y algunos pliegos sueltos a medio escribir. Presidía la estancia un retrato litográfico de Carlos VII, montado en brioso corcel de flotantes crines, que lanzaba por narices y boca los vahos espumosos de su fogosidad.

XVII

Inició el General nuestro coloquio con estas palabras corteses: «Días ha que deseaba yo hablar un rato con usted. Antes de tratar de los papeles que se le recogieron al ser detenido, debo decirle que han llegado a mí referencias de su persona. Por Carlos Calderón, a quien usted conoce, sé que es usted historiador de nota».

– De afición no más, mi General – respondí con modestia. – Mientras llega el caso de examinar los hechos históricos, me dedico a estudiar los caracteres que los producen. Al venir aquí me traje el bosquejo de la figura militar de V. E., y si quiere le daré una muestra de la escrupulosa fidelidad con que hago mis investigaciones.

– Suprima tratamientos y siga.

– Nació usted en Ceuta en 1823, y a los doce años ingresó como Cadete de Infantería en el Ejército de don Carlos María Isidro. Tenía usted el empleo de Subteniente cuando se acogió al Convenio de Vergara, pasando a prestar servicio activo en el Ejército Nacional. Con el mismo grado de Alférez guerreó usted a las órdenes de Oraa y Espartero para someter a los carlistas que aún asolaban el Maestrazgo. Se batió usted en el sitio de Castellote y en la toma de Morella… El 48 y 49, siendo ya Teniente, operó usted contra la facción Montemolinista que se organizó en las Provincias Vascongadas, y por sus méritos le hicieron Capitán. En Julio del 54 se adhirió usted al movimiento de Vicálvaro, a las órdenes del General don Leopoldo O’Donnell, y ascendió a Comandante. Dos años después se le condecoró con la Cruz de San Fernando de primera clase por su animosa conducta en las turbulencias que ocurrieron en Madrid. El 59 fue usted a la guerra de África en el Batallón de Alcántara, uno de los que componían la brigada de vanguardia del Primer Cuerpo, mandado por el General Echagüe. Tomó usted parte en las más lucidas acciones de aquella guerra, y el 9 de Enero del 60 se le dio, a petición suya, el mando de las fuerzas de presidiarios armados. En 4 de Mayo se le nombró ayudante de campo del General de la división en la que servía, y en este puesto logró usted el grado de Teniente Coronel.

– ¡Oh, qué hermosa guerra! – exclamó Dorregaray, dilatando su espíritu en remembranzas placenteras. – ¡El Serrallo, Castillejos, Montenegrón, Tetuán!… Siga, siga.

– Después de la guerra de África hizo usted servicio de guarnición en diferentes poblaciones, demostrando siempre sus grandes conocimientos en Táctica, Ordenanza y Ciencia militar. Poseía usted, además de la Cruz de San Fernando concedida en 1856, la de San Hermenegildo, que le fue otorgada el 58, y otra de San Fernando de primera clase, que se le dio por su bravo comportamiento en la batalla de Wad-Ras. El 62 se le impuso el hábito de la militar orden de Santiago… Vea usted, mi General, qué bien enterado estoy de los méritos y servicios del Teniente Coronel don Antonio Dorregaray hasta que, en los últimos meses del 68, sus ideas le llevaron a ingresar de nuevo en el Ejército absolutista.

– Está muy bien, señor mío – dijo Dorregaray, reforzando los conceptos con expresivas cabezadas. – Si completa usted el estudio de las personas con el examen imparcial de los hechos, será usted un historiador digno de tal nombre.

– Me falta decir que conozco y trato a muchos distinguidísimos militares que fueron y son amigos de usted: los hermanos Pieltain, Primo de Rivera (Rafael y Fernando), Martínez Campos, Pavía y Alburquerque, Nandín y Moya, ayudantes de Prim, Echagüe, Zabala, y algunos paisanos ilustres como el Marqués de Beramendi, el Barón de Benifayó…

– Bien, basta ya – dijo el caudillo realista cual sin quisiera apartar de sus ojos una nube de tristeza. – Tengo mis afectos repartidos en uno y otro campo… Pero dejemos esto, y vamos al asunto que motiva nuestra conferencia. Los papeles de usted… ese extraño nombramiento de Delegado Secreto para someter por el soborno a los jefes carlistas, paréceme monstruosamente falso por la enormidad del intento, y verosímil por la perfección de la escritura. Conozco muy bien la firma de García Ruiz, que conmigo se ha carteado más de una vez; las firmas de Echegaray y del Director del Tesoro también me son conocidas, y por tanto…

Hube de interrumpir al caudillo, anticipándole mi sincera y leal explicación de aquellos farandulescos papeluchos. Eran un bromazo que me dio al salir de Madrid el más sutil calígrafo que existe en estos reinos. A la objeción lógica que vi apuntar en los labios de mi sagaz interlocutor, me adelanté diciéndole: «Naturalmente, se asombra usted de que yo, conociendo la falsedad de estos papeles, los haya traído conmigo al pasar del campo liberal al campo absolutista. Comprenderá usted mi torpeza cuando se entere de que padezco desvaríos mentales, que alteran temporalmente mi fiel apreciación de las cosas, y cuando de añadidura sepa que salí de Madrid bajo la sugestión insana de una mujer histérica, antojadiza y atrabiliaria, que me hacía ver lo blanco negro…».

– Ya, ya. ¿Hembra tenemos? ¡Malo, malo! – exclamó don Antonio, conteniendo la risa y sacando del bolsillo del pecho los documentos de autos. – Entre los papeles del señor don Proteo Liviano hay un plieguecillo, escrito con lápiz en letra de mujer bastante garabatosa, que dice así: Pesquemos primero a los pájaros gordos. A Dorregaray 50.000 duros. … A Cástor Andéchaga 25.000… etc.

– Me parece que con ese ridículo apunte de la dama estrambótica que me acompañaba queda bien clara mi inocencia, y donde digo inocencia ponga usted tontería o flaqueza mental.

Antes de que me lo preguntase le di cuenta de mis amores con Chilivistra, del endiablado carácter de ésta, no bien conocido hasta que juntos emprendimos el viaje, de las querellas y ruidosas trifulcas que nos separaron, largándose ella con mil demonios a no sé dónde y cayendo yo en horrible cautiverio por más de dos meses, del cual me sacó la magnanimidad del hombre generoso en cuya presencia estaba.

«Por lo que aquí hemos hablado – dijo Dorregaray, – y por los nuevos informes que de usted me dio esta madrugada Carlos Calderón al partir para Miravalles, queda usted indultado, señor don Proteo».

En este punto se levantó, y rompiendo en cuatro pedazos los mágicos documentos que me acreditaban como corruptor de caudillos facciosos en el campo inmenso de la fantasía, los arrojó en el suelo con ademán desabrido… Creyéndome libre le pedí licencia para retirarme. Pero él, deteniéndome con un gesto, me indicó que aún faltaba algún rabito por desollar hasta poner término a nuestra entrevista.

«Ya sabe usted – me dijo – que hemos puesto sitio a Bilbao. Esta plaza tan importante no tardará en ser nuestra. Ahora no se nos escapa como se nos escapó en los famosos días de Luchana… Sabrá usted también que Serrano y Concha embarcaron en Santander para Castro Urdiales, y piensan atacarnos por las líneas de Somorrostro».

– Es la primera noticia que tengo de eso, mi General. Soy un pequeño historiador que ignora la Historia viva que le rodea.

– ¿Y tampoco sabe usted que con Serrano y Concha vienen Primo de Rivera, Martínez Campos, Tassara, Echagüe y otros amigos míos…?

– ¡Qué he de saber, pobre de mí, si me han tenido ustedes más de dos meses encerrado en Yurre y en Luyano!

– Pues si está usted a obscuras de todo lo que pueda interesarme – dijo Dorregaray un tanto malhumorado, – quédese en libertad y tome la dirección que más le convenga.

– Considere, mi General, que adonde quiera que vaya tendré que pasar por entre tropas carlistas, y si éstas han de volver a encarcelarme prefiero que sea usted el que disponga de mi suerte, llevándome consigo.

– Me refiero yo, señor Liviano – indicó don Antonio con un dejo de socarronería, – que usted, hombre un tanto alocado y de imaginación que tira siempre a los desvaríos, querrá irse con los suyos, que a estas horas andarán por los vericuetos de Somorrostro. Yo le daré un caballejo, unas alforjas con víveres y salvoconductos para que vaya usted hasta Valmaseda, franqueándose de las tropas de Cástor Andéchaga o Lizárraga, únicas que puede usted encontrar en ese camino. Desde Valmaseda póngase usted en manos de la Providencia y de sus santos tutelares para llegar a donde estén los suyos, a quienes tengo por tan alocados y fantasiosos como usted. Dios se la depare buena… Otra cosa: si se tropieza usted con Arsenio Martínez Campos dígale que le espero… donde él verá. Adiós, amigo.

Con todo rendimiento me despedí de aquel hombre que tan gallarda y generosamente se había portado conmigo. Para colmo de bondad cumplió al instante su oferta, proporcionándome un caballo con alforjas a la grupa. En ellas, junto con los víveres, acomodé mi ropa, desembarazándome del estorbo de la maleta. El mismo ayudante que me llevó a presencia del General, me entregó dos salvoconductos, en cuyas márgenes había trazado Dorregaray expresivas líneas recomendándome a Lizárraga y Andéchaga. Ganoso de aprovechar el tiempo despedime de mis buenos guardianes, y entre alborozado y medroso partí hacia el valle de Llanteno, dirección que me indicaron como la más fácil para llegar a Valmaseda.

No quiero entreteneros con pormenores de mi caminata, en la cual nada de particular me ocurrió. Al otro día, cerca de Santa Coloma, encontré tropas de Andéchaga. Hablé con el veterano cabecilla, que me acogió hidalgamente, invitándome a seguir en su compañía. Así lo hice, y en el lugar de Antuñano, el guerrillero me indicó la ruta más breve para llegar a Valmaseda, donde quizás encontraría tropas e Lizárraga. Mi jaco, que era una buena pieza, me llevó en algunas horas a la capital de las Encartaciones, donde tuve la suerte de no topar con la facción de Lizárraga y sí con un buen almuerzo caliente que me restauró de cuerpo y espíritu. Eran las diez de la mañana de un día de Abril, cuyo número estaría seguramente en los almanaques, pero no en mi flaca memoria.

Después de dar a mi valiente rocín el descanso y pienso que se le debían, me lancé a la ventura por un camino que a mi parecer al encuentro de Serrano y Concha me llevaba. La Providencia iba conmigo. ¿Iría también invisible mi excelsa Madre? Dígolo porque unos aldeanos, a quienes pregunté si me había equivocado en el camino de Múzquiz, me respondieron: «Va bien, señor; tuerza por la carretera que encontrará pronto a mano derecha, y todo seguido llegará, si le dejan los cristinos que andan por esos montes».

Seguí la indicada ruta, y al meterme en las encañadas de una sierra (que según después supe se llama de Saldoja) me vi sorprendido por una turbamulta de soldados carlistas a pie y a caballo, que en veloz retirada venían hacia Valmaseda. Eran sin duda los vencidos en un reciente combate. Sus caras atristadas, su andar presuroso, las inflexiones de su lenguaje vasco, que unidas al ademán resultaban inteligibles, me revelaron que iban en humillante fuga. Algunos me injuriaron, en otros advertí una hostilidad nada tranquilizadora. Tuve miedo de que, por lo menos, me quitaran el jaco, ya que no descargasen en mi propia persona la rabia de su vencimiento…

Cuando pasaban los últimos de la dispersa manada, mi buena suerte me deparó a la derecha del camino una venta o parador. Picando espuelas a ella me fui, con ánimo de guarecerme por si venía nuevo tropel de guerreros desmandados. En la venta sólo había dos mujeres, las cuales, a mis primeras palabras en demanda de hospitalidad me contestaron en purísimo castellano y con acento muy cortés. Eran de Castro Urdiales, hija y madre, y estaban solas porque los dos hombres de casa habían tenido que ir con sus carros, llevados a la fuerza, a portear víveres y municiones en un convoy de Mendiri.

«¡Ay, señor! – me dijo la más joven. – Desde ayer, por todo el terreno de aquí a Somorrostro, en los altos de Las Muñecas y en la parte de Montellano, no han cesado los tiros de fusil y los zambombazos de la Artillería. Todavía hay para rato y no se sabe quién lleva las de perder. Ha venido de Madrid, según dicen, un General que llaman el de la Concha con otros tales. El Serrano parece que ahora va por delante. ¡Menudas trapatiestas vamos a tener, señor!».

La vieja, que con mirada de águila exploraba las lejanías, saltó diciendo: «Me paiz que al carlista le zurran la badana. Hacia aquí vienen algunos más huyendo de la quema. Por la encañada de allá abajo veo un montón de ellos, espavoridos, que corren buscando la vuelta de Güeñes. Señor; si es usted moro de paz, puede guarecerse en el pajar hasta que pase esta tremolina. Comida no tenemos, como no sea un poco de cecina que asaremos en las brasas. Vino sí lo hay, y no faltan cerezas en aguardiente».

Cuando esto decía la buena mujer, arreció de un modo espantable el tiroteo, y distinguíamos el humazo de los disparos como blancos vellones que surgían incesantemente en los términos remotos. Quedeme en relativa tranquilidad al abrigo del ventorro, y al amparo de aquellas tal vez encantadas princesas, que así curaban de mi rocino como de mi humilde persona. Todo aquel día duró el estampido de las lejanas batallas. La ventera más joven me señaló diferentes puntos de donde venía ruido de volcanes en erupción, entre ellos unos picachos que a mano derecha y a larga distancia se parecían, donde el humo de la pólvora formaba espesa nube.

Relacionando días después aquella visión con lo que en el campo liberal me contaron, vine a comprender que mi ventera me había señalado, sin saberlo, el formidable paso del General Concha por los desfiladeros de Las Muñecas. Como he dicho, todo el día siguió el tremendo chocar de ambos ejércitos, y durante la noche, agazapado en el pajar, oí distintamente el zumbido aterrador de los carlistas en retirada por los caminos y veredas colindantes.

El día siguiente amaneció cerrado de nieblas. Desde muy temprano empezó el fuego de fusilería y cañón. Salí de mi escondite, advirtiendo que el ruido bélico se extendía marcadamente hacia mi derecha. Nada se veía. Pedí a la mesonera anciana noticia de los lugares que la niebla blanquecina en aquella dirección ocultaba, y me dijo: «Lo más cerca por ese lado es Avellaneda; luego sigue Galdames de Suso y de Yuso; después Abanto, y al cabo Portugalete».

Arreció el rumor de batalla conforme avanzaba el día. Por la tarde llegaron al parador dos viejos, con la noticia de que los carlistas habían sido destrozados y de que el Ejército Cristino también tenía muchas bajas… Horas después vimos que por una loma distante pasaban de izquierda a derecha tropas que parecían liberales. No pudiendo contener mi curiosidad impaciente enjaecé mi caballo, y despidiéndome de las bondadosas mujeres, me lancé a buen trote en la ruta que me pareció conducente al lugar de Avellaneda… Antes de anochecer me encontré cerca de los míos. Alegría retozona inundó mi alma. Metiéndome entre ellos reconocí el Regimiento número 38,León.

XVIII

Al instante me puse al habla con los soldados que consideraba como mi familia política y militar. Entre los oficiales reconocí a un joven Teniente, sobrino de don Romualdo Palacios, el cual me dijo que las divisiones de Letona y Martínez Campos estaban ya cerca de Portugalete, pues las líneas carlistas habían sido forzadas y el enemigo, poniendo pies en polvorosa, dejaba libre el camino de Bilbao. Descansamos algunas horas en Avellaneda, y al salir de madrugada con el mismo Regimiento, vi el suelo, a un lado y otro del camino, sembrado de cadáveres. A las cuatro horas de marcha oí de nuevo fuego lejano. Dijéronme que hacia Galdames de Suso se estaban batiendo todavía. Encontramos tropas que creo eran de la retaguardia de Martínez Campos. Muchos hombres se ocupaban en enterrar muertos. Era un espanto, un horror. ¿Y esto para qué? ¿Qué finalidad tenían aquellos cruentos combates, con sacrificio de tantas vidas generosas? Luego os diré, lectores de mi alma, las ideas que empezaron a bullir en mi mente al presenciar la pavorosa escena.

Entre los oficiales que dirigían los enterramientos encontré a Palazuelos, aquel Teniente que en Miranda facilitó mi viaje a Vitoria con la enfadosa Chilivistra. Abrazándome me dijo: «De Puerto Rico he pasado a Saboyanúmero 6, y aquí me tiene usted, en la División de Martínez Campos». Aquella misma tarde, pasado Abanto, Palazuelos y dos oficiales más, despachando juntos y aprisa un ligero tente-en-pie, me hicieron una descripción sintética de las bravas acciones que franquearon el paso hacia la ría de Bilbao. Contáronme la muerte de Andéchaga y el audaz movimiento del Marqués del Duero por la cumbre de Las Muñecas, que envolvió al enemigo atacándole de flanco hasta ponerle en dispersión presurosa.

Según el relato de aquellos amigos, las pérdidas nuestras habían sido dolorosas. Mucho más lo fueron las de los carlistas. Los cadáveres eran como jalones que marcaban el paso de la Historia en aquellos trágicos días… Amaneció el 1.º de Mayo, día feliz en concepto de los liberales. Colocado yo en un altozano próximo al lugar de Cabreces, viendo a nuestro Ejército en el término de aquella jornada truculenta, lancé al aire vago y a los vapores de la tierra ensangrentada pensamientos que si entonces tenían algo de profético, luego se resolvieron en una apreciación clara y justa de la hispana vida. Sin duda me inspiraba la Madre, cuyo aliento fecundo penetró en mi cerebro; sin duda la Madre augusta me sugirió después el criterio clarísimo con que, andando el tiempo, he podido juzgar los sucesos que entonces vi… Escribo estas líneas cuando el paso de los años y de provechosas experiencias me ha dado toda la claridad necesaria para iluminar el 2 de Mayo de 1874.

Ved aquí lo que pensaba y pienso: liberales y carlistas se desgarraron cruel y despiadadamente por dos ideales que luego han venido a ser uno solo. ¿Cabe mayor imbecilidad de una parte y otra? Los liberales derramaban a torrentes su sangre y la sangre enemiga sin sospechar que entronizaban lo mismo que querían combatir. Los carlistas se dejaban matar estoicamente, ignorando que sus ideas, derrotadas en aquella memorable fecha, reverdecerían luego con más fuerza de la que ellos, aun victoriosos, les hubieran dado.

El 2 de Mayo, la suerte me deparó el honor de acompañar al General Concha cuando en un vaporcito entró por la ría de Bilbao hasta llegar al casco de la ciudad, recién liberada de un sofocante asedio. No puedo describir el júbilo del vecindario. Era una locura, un delirio. Las aclamaciones abrasaban el aire, infundiendo en las almas el fuego de una nueva vida. Bilbao creía que inauguraba una era de grandeza nacional, de cultura, de emancipación del pensamiento, de todo cuanto podían dar de sí la pujanza mental y la nativa riqueza de aquel pueblo. Al recordar hoy los sublimes momentos de aquel día, ayes de gozo, alaridos de esperanza, me parece que oigo burlona carcajada del Destino. Sí, sí; porque la Restauración primero, la Regencia después, se dieron prisa a importar el jesuitismo y a fomentarlo hasta que se hiciera dueño de la heroica Villa. Con él vino la irrupción frailuna y monjil, gobernó el Papa, y las leyes teñidas de barniz democrático fueron y son una farsa irrisoria.

Los desdichados carlistas, que entonces lloraron su retirada, vinieron luego a instalarse sin rebozo en la ciudad opulenta, y a dar en ella carta de naturaleza a las ideas sombrías que no pudieron imponer con las armas. Pero si el hierro vizcaíno ha servido para forjar las cadenas que cercan la vida de un pueblo llamado a influir derechamente en la reconstrucción de España, también las almas oprimidas recibieron del acero la dureza y temple con que han de romper algún día el asedio moral que les ha puesto la barbarie… Hablando de esto no hace mucho, la excelsa Madre me dijo: «Tito del alma: aquellas peleas que viste el 74 fueron juego y travesuras de chicos mal criados».

Pasados los ruidosos alegrones del 2 y 3 de Mayo en la invicta Villa, me instalé en Portugalete, acomodándome en la propia casa donde se alojaban el Teniente Palazuelos y otros amigos de Saboya y Ciudad Rodrigo. En aquel período de descanso menudearon las comilonas en diferentes sitios próximos a la ría, pues ya se sabe que donde hay bilbaínos no pueden faltar las alegres cuchipandas campestres. En una de éstas me contaron (no respondo de la veracidad) que los Generales afectos a la dominación borbónica propusieron a Concha la proclamación del Príncipe Alfonso, como el mejor entretenimiento para pasar el rato. Mala cara puso el General en Jefe al oír tal despropósito, y aun se dijo que reprendió ásperamente a los que con tanta prisa querían atropellar los acontecimientos…

El 13 de Mayo, bien presente tengo la fecha, emprendimos la marcha… El General Concha, con noble ardimiento, quería llevar la guerra a lo que él llamaba el corazón del carlismo, Navarra… Acompañando a los de Saboyame puse en camino, montado en el trotón que me dio Dorregaray. Mi cabalgadura, con el largo descanso y los buenos piensos, iba tomando trazas de corcel brioso y era la envidia de mis amigos. Éstos, con graciosa burla, le pusieron el nombre de Babieca. Por la misma ruta que yo había traído fuimos con otros muchos Regimientos y Batallones hasta Valmaseda, donde pernoctamos. Al día siguiente recorríamos el Valle de Mena hasta Bercedo y Medina de Pomar.

No describiré los movimientos de la numerosa hueste que llevaba consigo don Manuel de la Concha… Sólo diré que de Medina de Pomar marchamos a Villasante y desde allí seguimos por el Valle de Tobalina, orilla izquierda del Ebro, en dirección de Sobrón. Interpretando mal el pensamiento de nuestro General pensé que nos llevaba a Miranda. Pero no fue así. Desde Puentelarrá fuimos a Salinas de Añana; allí supe que Concha, al frente de una división, había entrado en Orduña, donde impuso un fuerte tributo, volando después la fábrica de pólvora. El 18 de Mayo, se reunieron en Nanclares las diferentes fuerzas de aquel Ejército. El 19 estábamos todos en la capital de Álava.

En los cinco o seis días que pasé en Vitoria ocurrieron acontecimientos históricos de extraordinaria importancia, y me apresuro a referir el que estimo de mayor interés: mi repentino encuentro con la destornillada mujer a quien los Anales de Clíodieron el claro nombre de Chilivistra. Iba yo por la calle de la Zapatería, abstraído en vagos pensamientos, cuando un siseo que no podía confundir con ninguna otra expresión humana me obligó a detenerme. Era ella, ¡Dios!… Hacia mí vino presurosa, alargando los brazos como para estrecharme en ellos. ¿Qué había de hacer yo? Dejarme abrazar, dejarme besuquear, recibiendo en el rostro su saliva y sus lágrimas, y oír estas lastimeras voces entremezcladas de amargor y dulzura:

«¡Ay, Tito de mi vida, lo que habrás sufrido!… Cuéntame… ¿Has estado preso en el campo carlista?… Culpa mía fue tu desgracia… ¡Perdóname!… Muy mal me porté contigo, lo reconozco… ¡Ay; cuando te cuente yo mis infortunios verás a qué pruebas tan duras me ha sometido el Señor!… ¡Oh, qué dicha tenerte a mi lado!… Hace días que no ceso de pedir a la Virgen Santísima me conceda el favor inefable de recobrarte… La Virgen me ha oído… y aquí estás… aquí te tengo… Dime tú ahora: ¿has venido con ese Concha?…».

Los atropellados conceptos de Silvestra no tuvieron fin hasta que accedí a llevarla conmigo, colgada de mi brazo, por las calles curvas de la ciudad vieja. Observé en Chilivistra una desdichada transformación de la persona en lo tocante a la vestimenta y aliño del rostro. Venía mal trajeada, el cabello en desorden, ojerosa, revelando el descuido de las artes de tocador con que acicalar y componer solía su faz bella. Lo primero que me dijo al sosegar su ánimo fue que acababa de salir del convento de las Brígidas, donde había permanecido tres semanas en durísimos ejercicios espirituales, con toda la severidad de ayunos y mortificaciones y el sin fin de rezos que le fueron impuestos por su confesor. La causa de estos rigores me refirió en seguida con la tranquilidad propia de un alma cristiana. Había sufrido tan áspera penitencia para limpiar su alma de los pecados más graves a que nos induce la humana flaqueza.

«¡Ay, Tito adorado! – prosiguió parándose frente a los pórticos de la Colegiata de Santa María. – Entremos en la casa del Altísimo y en ella te contaré… Quiero que seas mi segundo confesor…».

En la cavidad obscura del templo, Silvestra me guiaba como lazarillo, pues mis ojos deslumbrados por la luz solar nada veían. Ella, como rata de iglesia, iba fácilmente de una parte a otra en el recinto tenebroso. Nos sentamos en un lustroso banco bajo el coro. En el fondo de la nave y en alguna capilla distinguí macilentas luces, que con el tintineo de campanillas me indicaron que había misa en algunos altares. Como Chilivistra había oído ya tres, puso más atención en mi persona que en el Santo Sacrificio.

«Te contaré mis ansias – me dijo con susurro, – sin ocultarte los horrendos pecados que me han traído a esta tribulación. Todo lo sabrás. No quiero tener secretos para mi Tito, que es bueno, indulgente, y sabe perdonar… – 2 Pues verás: estuve unos días en Durango, otros en Elanchove, donde me ocurrieron cosas que hoy tengo por secundarias y te las contaré después. Vamos a lo principal, vamos a lo gordo. De mi tierra me vine aquí, atraída por la amistad de mis parientes los Baraonas, y al mes de estar en Vitoria haciendo vida de recogimiento y devoción, conocí a un sujeto que dio en acosarme y perseguirme con requerimientos amorosos. En todas las casas conocidas, así los Romarates como los Trapinedos y los Prestameros, me lo encontraba. Es un hombre que ya pasó de la juventud y aún no está en la madurez de la vida, muy pulcro y atildado, de trato finísimo y palabra dulce y sonora, como nacido en el riñón de Castilla, Ávila, patria de Santa Teresa de Jesús».

– Y ese señor tan finústico – dije yo, poco interesado en aquella historia, – ¿será también místico y extático como su paisana?

– No te diré que sea místico – prosiguió Chilivistra, – pero de palabritas devotas y de lindas frases tocantes a la Santa Religión, y aun a la misma Teología, se valió el muy tuno para cortejarme… No te rías… El buen señor estaba desatinado por mi frialdad y resistencia. Me esperaba en la calle, y andando junto a mí, en voz baja me decía cosas… ¡Ay, Tito, qué cosas!… La verdad… tiene el hombre una imaginación, una labia, un modo de expresarse que… vamos… Yo, muerta de vergüenza, callaba y me ponía muy colorada… Una tarde me llevó a la Florida y nos internamos en los paseos más reservados.

– Vaya, mujer, acaba pronto. ¡Tantos rodeos para venir a parar en…!

– Si el hombre se hubiera mantenido en el terreno del amor puro, o como quien dice platónico, menos mal. Pero buscaba el melindre, quería llevarme a la deshonestidad, al desenfreno, a la impureza… Una noche, paseándonos por la Plaza, sentía yo mucha sed porque había comido bacalao asado… Llevome a una Cervecería para que refrescáramos… ¡Ay, perdóneme Dios el mal pensamiento!… Yo creo que aquel hombre me echó en la copa de cerveza una droga endiablada, incitativa ycalórica, que me trastornó por completo.

– En fin, que…

– Sí, hijo, sí… ¡Qué desgracia, ay!… Como él es viudo y vive solo, iba yo a su casa… De este desvarío, que fue sin duda obra del Enemigo Malo, resultó para mí el bochorno que puedes imaginarte… Todo el pueblo se enteró. Los Baraorias, los Trapinedos, los Prestameros, los Romarates… ¡ay!… me dieron de lado… Ahora que conoces mi mal, Tito mío, te diré lo que ha de causarte admiración y espanto. Aquel hombre que me arrastró al pecado con maleficio y artes corruptoras es… ¡asómbrate, Tito!… es el Administrador de Rentas de Vitoria.

Antes que compadecer a Chilivistra sentime inclinado a reírme de su simplicidad. Mi estupor subió de punto cuando me dijo, cambiando el tono patético por el que familiarmente usamos en los negocios: «Comprenderás que con Eulogio Mentirola, que así se llama el asaltador de mi virtud, hablé de tu Delegación Secreta, y más de una vez me dijo que tiene orden de pagar los libramientos y espera que tú vayas a cobrarlos. Ya lo sabes. Si quieres, yo te llevaré a su casa o a su oficina, identificaré tu persona y…».

Para mi sayo me dije: «Esta mujer está loca rematada y lo mejor que puedes hacer, Tito, es poner tierra por medio». Y en alta voz proseguí: «Pero tú, después que el confesor te sacó de ese oprobio y con la penitencia y los ejercicios espirituales en las Brígidas has restaurado tu pureza, ¿vuelves a caer en las garras del espíritu maligno?».

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
260 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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