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Читать книгу: «Un tripulante llamado Murphy », страница 4

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Dedicamos el día a conocer las dos islas. Lo primero que hicimos fue recorrer el curioso muro que las une bautizado inicialmente como “Dique Berry” y posteriormente, en 1831, como “Dique de Frioul”. Tiene más de 300 metros de largo y a su entrada hay esta advertencia apocalíptica:

“Atención peatones. Están ustedes sobre el Dique Berry. Esta obra marítima no está concebida para los peatones. Sigan el itinerario previsto a este efecto. Toda persona que recorra el dique lo hace bajo su entera responsabilidad”.

Supusimos que aunque ese día el mar estaba tranquilo, con los temporales las olas podrían rebasar el dique y hacerlo peligroso. Aunque es bastante alto (7 metros sobre el agua) su fachada que se enfrenta a las olas da al Oeste, justo el peor sector de viento en esta costa y en algunos temporales las olas pueden superar esa altura. Se construyó entre 1822 y 1824, bajo el reinado de Luis XVIII y se bautizó así en recuerdo del Duque de Berry, heredero del trono y asesinado en 1820. El dique transformó en un auténtico puerto de refugio lo que antes era un mero fondeadero desde la época romana. Su origen está en la epidemia de fiebre amarilla que asolaba España en 1820. El miedo invadió Marsella ante el recuerdo de la epidemia de peste negra que, un siglo antes, había reducido su población a la mitad. Ante la amplitud de la catástrofe, el antiguo puerto de cuarentena, que era simplemente el fondeadero de la Isla de Pomègues, era insuficiente. Cuando estuvimos nosotros no había ningún peligro y la gente paseaba por encima del dique tanto andando como en bici.

Después fuimos a recorrer las islas en las bicis. No tienen carreteras asfaltadas sino pistas y senderos. Durante muchos años han sido posiciones defensivas avanzadas y por eso están sembradas de restos de fuertes militares, baterías, puestos de observación, etc. En la Segunda Guerra Mundial estuvieron ocupadas por los alemanes, quienes construyeron nuevas fortificaciones que se distinguen por ser ya de hormigón. Las construyeron con mano de obra de marselleses reclutados a la fuerza por los invasores. Los aliados bombardearon masivamente las islas para destruir esas fortificaciones que les impedían el avance sobre Marsella, y por todas partes se distinguen los agujeros de las bombas. Tras la guerra siguieron siendo terreno militar y su entrada estando prohibida, hasta que en 1975 el puerto militar se transformó en puerto deportivo y se autorizó a crear un pequeño núcleo urbano alrededor, y en 1995 la isla entera se cedió a la comuna de Marsella. No se admiten los coches e incluso las bicis tienen limitaciones, que conocimos posteriormente.


Por la mañana recorrimos la de Ratonneau, al Norte. Estaba plagada de gaviotas patiamarillas. Al parecer se han censado más de 8.000 parejas y ya son, como en otros lugares, un problema pues degradan la flora y compiten con otras especies, desplazándolas. Son la misma especie que anida en Santander, pero en Ratonneau ya tenían a los pollitos crecidos, mientras que en Santander salen de los huevos, blandos como un edredón, a primeros de junio. Ratonneau tiene más restos militares (ruinas de cuarteles, baterías defensivas, santabárbaras o polvorines, búnkeres, nidos de ametralladoras, etc.) que Pomègues. Algunos fuertes son ahora de propiedad particular, y después de dar un largo rodeo para llegar a ellos te encontrabas un cartel que prohibía su entrada. Vimos las ruinas del hospital Carolina, donde se hacía la cuarentena de la fiebre amarilla, que estaban restaurando. En el patio había una especie de tarima o escenario porque allí se celebra cada año un festival de música. Finalmente, en Ratonneau se encuentra el pueblecito habitado y los pocos comercios, bares y restaurantes. No hay plazas hoteleras ni está permitido el camping, o sea que si no vives allí la única forma de pernoctar es llegando en velero.

En una plaza nos sorprendió un intercambiador de libros con forma de rinoceronte, obra de un escultor que ha realizado otros muchos intercambiadores con forma de animales que iríamos viendo en este viaje en otros puertos. Es Jean Michel Rubio, de la compañía Art Book Collectif, y como siempre la justificación de la obra está sujeta a mucha subjetividad. También ha realizado una enorme jirafa en Marsella, un toro y una enorme concha en Port Saint-Louis du Rhône, que veríamos a la vuelta, y otras. Por lo demás Frioul no tiene servicios públicos, policía, escuela, médico, etc., y los pocos habitantes deben ir a Marsella para cualquier necesidad. Eso crea un cierto resentimiento contra el Continente, y en 1997 el propietario del fuerte Brégantin, en la punta más occidental de Ratonneau, y algunos amigos fundaron la República Libre de Frioul, una pantomima que nombró su propio presidente, editó su propia moneda y hasta solicitó la entrada en la ONU.

Por la tarde salimos con las bicis para recorrer la de Pomègues, al Sur, pero en una de las primeras curvas nos alcanzó la Guardia de la reserva para decirnos que esta segunda isla no está permitido recorrerla en bici. Nos lo dijo una guardia jovencita y muy amable, ágil como un gamo, que se quedó a comprobar que dejábamos las bicis en el pueblo y volvíamos andando. La prohibición hubiera sido innecesaria, porque las pistas de Pomègues son más abruptas y con el suelo peor que las de Ratonneau y era muy difícil pedalear por ellas. Como en Ratonneau, nos sentó mal que algunos de los monumentos en ruinas no se pudieran entrar a ver, pero no te lo avisaban desde el principio del camino con lo que te dabas la paliza para nada. Visitamos el puerto de cuarentena original, el que se usaba antes de construir la escollera de unión de las dos islas. Todavía se ven las muescas que habían hecho en las rocas para amarrar las cadenas de los barcos y usar la propia roca como noray. Una obra de cantería impresionante. En la ensenada se ha instalado una granja de cultivo marino, la única actividad económica de la isla aparte del turismo. Aun así quedaba espacio para fondear y como da al Este, protegida del mistral, había varios veleros. Por otra parte en todo el perímetro de la isla hay bonitas calas y buenos fondeaderos, más que en su vecina del Norte.

Las dos islas nos encantaron, aunque están despobladas de vegetación como si las hubieran rociado con el agente naranja, y cuando más tarde conocimos las demás de la fachada mediterránea de Francia, que fueron muchas, Frioul cayó en desgracia en nuestro recuerdo porque las demás la superaron. Tienen un paisaje muy seco porque, curiosamente, llueve mucho menos que en Marsella, y la poca vegetación que hay es de arbustos bajos y leñosos. De hecho el archipiélago es uno de los sitios más secos de Francia. Los pinos que hay se podrían contar con los dedos de las manos y tienen unas formas retorcidas e inclinadas, forzado su crecimiento por la fuerza del mistral. Están habitadas principalmente por aves marinas, y como mamíferos solo por conejos, ratas y gatos introducidos por el hombre. Sus fondos marinos son praderas de posidonia y, más profundamente, barreras de coral. En algunos sitios sigue habiendo caballitos de mar, y en tierra una especie de lagartija de costumbres nocturnas, el Phyllodactyle d’Europe, que está en peligro de extinción. El futuro de Frioul es incierto, pues los promotores quieren convertirla en un paraíso insular para gente de monedero abultado mientras que el estado quiere preservarla como espacio natural, y desde 2012 forma parte del Parque Nacional Les Calanques, que protege las preciosas calas al Este de Marsella que conoceríamos a la vuelta, y el propio archipiélago.

En el terreno práctico, seguía haciendo un calor impresionante por el día, y en las excursiones a pie o en bici por aquellos parajes agrestes se nos quedaba la garganta seca como el desierto de Tinduf. En Frioul estrenamos el ventilador eléctrico que llevábamos para utilizar en las marinas, cuando estuviéramos conectados a la electricidad del pantalán. En las horas de canícula era un alivio. Pero por la noche volvía a refrescar y teníamos que dormir con toda la ropa de invierno y hasta con el maridillo dentro del saco. A mí me recordaba mucho nuestra navegación a Bretaña del año anterior, donde se daba esa misma diferencia brutal entre el día y la noche y por la mañana teníamos que despertarnos de dos cosas, del sueño y del entumecimiento. Pero no me lo esperaba en el Mediterráneo. Dormimos tranquilamente pensando continuar el día siguiente la ruta de las islas.

Capítulo 4
Islas Embiez y Porquerolles

El día siguiente seguía soplando del Oeste pero sin la intensidad de temporal y salimos de Frioul a las 8:30 h. Antes pasamos por las oficinas a recoger los frigolines. Al comentar con Rudi los detalles de nuestras siguientes escalas previstas me regaló la Guide Méditerranée 2016, una guía con los puertos franceses del Mediterráneo, las características luminosas de todos sus faros y el RIPAM (Reglamento Internacional para Prevenir los Abordajes en el Mar) que al parecer es obligatorio llevar a bordo al navegar en Francia. Aunque ya teníamos a bordo la Guía Imray como portulano, la que me dio tenía más detalles y se lo agradecí. Posteriormente me sería de mucha utilidad.

Desde el principio tuvimos una brisa moderada del Oeste, de fuerza 4, y el cielo despejado de un horizonte al otro. Pusimos el espí y el génova atangonado en orejas de burro, haciendo así todo el camino. Al poco de salir decidimos atravesar el archipiélago de las islas Riou y adyacentes, todas deshabitadas, para ver la cala Monasterio (43º 10,74’ N; 5º 23,08’ E) de la que teníamos muy buenas referencias. La cala nos decepcionó, pero no así los despeñaderos rocosos de Riou. Estaban llenos de Zodiac de submarinistas. Toda la costa estaba sin urbanizar y muy salvaje. Pasamos por el estrecho entre la Isla Riou y el islote Le Grand Congloue (43º 10,50’ N; 5º 23,94’ E) entre paredes rocosas de 50 metros de alto. Aunque su anchura es de menos de 200 metros la profundidad no nos generaba ninguna preocupación, pues tiene 26 metros. Lo que sí nos preocupó un poco es que íbamos a 4 nudos y con el espí izado, una vela que en caso de que algo salga mal se tarda mucho en corregir o arriar. Solo notamos que en el estrecho la mole de la isla Riou nos desventó, perdimos velocidad y la vela hacía algunos raros, pero sin trascendencia. Al socaire de la isla había otras tres barcas de submarinistas, se ve que este archipiélago es el lugar de buceo de los marselleses.

Como el día estaba tranquilo y casi sin olas, a media mañana aprovechamos para desarmar e intentar arreglar la neverita, que había dado su última bocanada unos días antes. Después de desarmarla entera llegamos a la conclusión de que no era un fallo de los cables eléctricos, lo único que hubiéramos podido reparar a bordo, sino de la CPU, para lo que el manual recomendaba dirigirse a los servicios técnicos de la compañía. Como no podíamos hacerlo navegando, tendríamos que comprar otra, lo que era pena porque aún estaba en garantía. Eso nos obligaba a cargar con la estropeada estorbando a bordo durante tres meses, para poder hacer efectiva la garantía al volver a Santander. La estibamos al fondo de la cama de popa y allí pasó todo el viaje, aunque en varias ocasiones estuve a punto de tirarla a un contenedor.

A eso de las 14 h, después de comer, el viento del Oeste roló al Sur con lo que quitamos el génova y seguimos solo con el espí amurados a estribor. Más tarde cayó del todo, el avance disminuyó a un mero arrastre y tuvimos que usar el motor. Aunque era pronto no nos apetecía seguir haciendo camino a motor y esta vez no íbamos apresurados, así que miramos en la Guía Imray los puertos que teníamos al alcance y decidimos entrar en el de la Isla Embiez. No teníamos ninguna referencia de ella. Es más, llevábamos como bibliografía importante una serie de reportajes de la revista Voiles et Voiliers sobre las islas de Francia, que habían recorrido en un trimarán de unos 8 metros, publicados en sucesivos números del año 2012, y la Isla Embiez ni la mencionaban. Tampoco la habíamos visto en los catálogos y ni siquiera sabíamos que estaba allí, pues está muy cerca de la costa y en los mapas de pequeña escala no se ve que sea una isla. Habíamos salido de Frioul sin destino fijo y fue dejarnos el viento desamparados lo que encaminó nuestra proa a Embiez. Y como pasa muchas veces, esa escala sin pretensión y tan aleatoria fue uno de los sitios más bonitos y una de las sorpresas de este viaje. Murphy: 5, Corto Maltés: 4. Tanto que volvimos a visitarla en la navegación de vuelta, contra nuestra costumbre de recalar en puertos diferentes para intentar conocer los más posibles.

A la altura de Embiez empieza la conocida como Costa Azul, aunque distintas guías turísticas nombran así a zonas diferentes, buscando ampliarla para ensanchar también sus beneficios. La isla se encuentra casi pegada a tierra (un estrecho de 125 metros muy poco profundo) al Oeste del Cabo Sicié, un enorme promontorio que se adentra unos 10 kilómetros en el mar y donde el viento siempre se acelera. Está rodeada de bajos fondos y arrecifes pero bien señalizados con marcas cardinales, así como de islotes entre los cuales no se puede navegar. La única excepción es entre el islote Grand Rouveau y Embiez. Está situado 70 metros al Oeste de Embiez, separados por un estrecho plagado de escollos pero que deja un paso navegable con 3 metros de calado, y que debe seguirse utilizando una demora (la boya cardinal Norte llamada La Casserlane al 20º) y solo con el mar tranquilo o conociendo bien el paso. Nosotros no lo utilizamos ni a la ida ni a la vuelta por su peligrosidad. Llegamos a Saint Pierre des Embiez (43º 4,76’ N; 5º 47,15’ E), el puerto de la isla, rodeando por fuera todos los islotes y escollos para no arriesgarnos. Está situado al Nordeste de la isla y por lo tanto perfectamente protegido del mistral, y de hecho era utilizado ya como refugio natural por los griegos y los romanos. Nosotros entramos a las 15:15 h de un día de pleno verano. En total habían sido 27 millas en unas 7 horas.

Nos atendió en capitanía una chica muy amable y simpática, con los dientes blancos como las rompientes, que hablaba algo de español, porque había vivido en España y en dos países de Sudamérica. Nos comentó que no recordaba ningún barco español en su isla, aunque sí rusos y holandeses (¡!). Nos explicó algunas peculiaridades del puerto. Al ser una isla privada aceptas un reglamento de régimen interior y en caso de no cumplirlo pueden echarte. Está prohibido fumar y hacer fuego en toda la isla, con excepción del pequeño núcleo habitado cercano al puerto. No se permite el camping, el ruido, la recogida de especímenes biológicos ni la circulación de coches o motos (aquí las carreteras son un poco mejores que en Frioul). La circulación de bicis está reglamentada y en algunas zonas de la isla no se permite entrar ni siquiera en bici. Hay que recoger las deyecciones de los perros, para lo cual daban bolsas en la capitanía. Y reúne todas las acreditaciones de puerto limpio y ecológico, con recogida selectiva de todo tipo de residuos y bomba de aceite de sentinas, aguas negras, pirotecnia caducada, etc., habiendo conseguido el galardón “Bandera Azul” de la Unión Europea. Además ahorraban agua al máximo y en los pantalanes no había mangueras, para no dilapidarla lavando el barco. Por si fuera poco tenía lavandería para la ropa. Después de explicarnos todo y darnos un folleto con los detalles, nos hizo el favor de llamar a dos puertos de los que íbamos a visitar los próximos días para ver si en la tienda náutica de Accastillage Diffusion tenían la nevera que necesitábamos, y como en el segundo la tenían, les pidió que nos la apartaran. Era en Sainte-Maxime, donde nos esperarían con ella el jueves, dos días después.

Por la tarde fuimos a recorrer la isla en bici. Aunque es privada se puede visitar entera. La adquirió en 1958 Paul Ricard, el de la bebida de aperitivo que es muy famosa en Francia, junto con la isla Bendor, más al Norte y que visitaríamos a la vuelta, con la intención de hacer en ellas unos complejos turísticos de veraneo. Al final le gustaron tanto que las hizo reserva natural. En nuestro viaje de vuelta estuvimos retenidos dos días en Embiez por el mistral, la conocimos aún mejor y por eso más adelante contaré más cosas de la isla. En toda ella, y la recorrimos entera, solo hay un trenecito de carretera para visitas guiadas, algún coche eléctrico de los servicios, y una roulotte enorme de los años 50 que es una hamburguesería, pero que no circula. Lo demás todo son bicis. Además tiene viñedos y fabrican su propio vino local, que se envasa en la misma isla. También una Fundación Oceanográfica que desde 1966 comparte un museo y acuarium con unos laboratorios de investigación de la ecología marina local, donde vimos un curioso y sencillo barquito para estudios de los fondos marinos, con una caseta bajo el agua. En su costa Este Embiez está separada del Continente por una zona de poco fondo (la laguna de Brusc, 43º 4,40’ N; 5º 47,38’ E) donde el mar ha sido cerrado por un arrecife de posidonia, y allí se ha hecho una especie de estanque poco profundo, entre 20 y 100 cm, plano como el discurso de un diputado, donde se estudia la fauna marina, el cultivo de peces en granjas y los contaminantes. Yo no conocía los arrecifes de posidonia. Al parecer el alga va creciendo hacia la superficie, y en su base las raíces se van endureciendo como los dedos de un anciano, asfixiándose por la basa y los sedimentos, y muriendo, y elevando el fondo hasta hacer una pared en el mar poco profundo. En aquellas aguas someras había mucha gente bañándose y en piraguas y colchonetas.


Recorrimos todo el perímetro de la isla por una senda costera ilustrada con paneles informativos relativos a temas de historia, geología, botánica o zoología. En su extremo Sur se conservaba un antiguo faro de los que se encendían con una fogata, y habían dejado, como curiosidad, un almacén lleno de yerba seca como se tenía antiguamente, para disponer siempre de combustible a mano si había que encender el “faro” rápidamente. De noche se utilizaba la luz de la hoguera y de día el humo de la paja humedecida. En las inmediaciones estaba la tumba de Ricard y la de su mujer, en la cima de un acantilado sesenta metros sobre el mar, muy rústica pues era una simple laja de piedra con sus fechas y un acúmulo circular de piedras alrededor de un montículo con su enterramiento. Paul falleció en noviembre de 1997 y su último deseo fue ser enterrado allí. En uno de los rincones del camino costero nos sorprendió el detalle de una inscripción hecha con ramas en el suelo, donde un enamorado anónimo le deseaba feliz aniversario a una tal “Van” (¿Vanesa?). Dormimos a pierna suelta en aquel puerto tan protegido, en mi caso un poco triste pues recibí la noticia de que había fallecido Lituca, una querida vecina de muchos años, ya décadas, a la que dejé muy enferma en Santander y por desgracia se confirmó lo peor.

Por la mañana esperamos a ver si por casualidad en la tienda de Accastillage Diffusion de Embiez tenían la neverita, ya que la habíamos visto en el catálogo de esta franquicia pero el día anterior había sido martes, y justo los martes cerraban por la tarde. La apertura del comercio era a las 9:10 h. Nos sorprendió esa hora tan rara pero lo comprendimos cuando a eso de las 9 h estábamos en capitanía consultando la meteorología y vimos llegar el primer ferri desde el continente. Al abrirse sus puertas descendió una marabunta de personas, por lo menos cien, y todas apresuradamente se dispersaron por el poblado. Eran los trabajadores de los comercios, que en su mayoría viven en el Continente y venían a la isla en el primer ferri. Como llegaba a puerto a las 9, se daban 10 minutos de margen para llegar a sus tiendas y poder abrir. La hora de cierre era similar, diez minutos antes del último ferri. Descendió también un camión lleno de provisiones y distintos artículos para las tiendas de la isla, que no se movió del muelle de desembarco y hasta allí venían los responsables de cada comercio, con su vehículo eléctrico, a recoger lo que les correspondía.

A las 9:30 h salimos de Embiez resignados a una etapa a motor, por el pronóstico de vientos escuálidos del Oeste, y por suerte no acertaron. Por supuesto volvimos a rodear todos los escollos e islotes por fuera. A eso de las 11 h vimos en la base del acantilado del Cabo Sicié un edificio curiosísimo, pues estaba construido cerca del mar, con forma de búnker pero la fachada acristalada, y en una excavación hecha en la roca con forma de semicírculo (43º 2,92’ N; 5º 51,06’ E). Lo más sorprendente es que tenía un aparcamiento en el que se alineaban varios coches, pero por más que miramos con los prismáticos no vimos una carretera o camino que accediera al edificio. Luego nos enteramos que es una estación depuradora y supusimos que por el mismo túnel que se había excavado en la mole del cabo para pasar las tuberías se habría excavado una carretera para los vehículos de servicio.

A media mañana el viento refrescó, y con el espí y la mayor hicimos casi toda la etapa a unos 4 o 5 nudos bajo un sol sublime como para bendecirnos. Una gozada de navegación. En total 23 millas en unas 6 horas para llegar a la isla de Porquerolles. Y no nos aburrimos. En primer lugar aprovechamos para algunos bricolajes, especialmente hacer un soporte para el taburete plegable de la cocina (el que me salva la espalda, porque me permite cocinar y fregar con la espalda recta) en el mamparo del baño. Hasta entonces lo llevábamos amarrado bajo la escalera de entrada a la camareta y se trababa con la escota de la mayor, que normalmente llevamos escurrida por el tambucho de entrada. También cambiamos el cabo que tensa el aparejillo del backstay, que estaba desgastado en su zona de paso por las poleas. Pero lo más divertido fue todo el proceso de preparación de una explosión submarina, retransmitido por la radio VHF entre las 13:30 y las 14:30 h más o menos. Ya os dije que a los militares franceses les encanta disparar al mar. Aunque encontrarse en mitad de un campo de tiro militar en el mar debe ser más difícil que hacer un as de guía con una serpiente, eso nos pasó yendo a Porquerolles. Íbamos tan tranquilos cuando empezaron a emitir por la radio un aviso de que iban a hacer una explosión submarina. Al dar las coordenadas vimos que era cerquísima de por donde navegábamos nosotros. Ante la duda de haber entendido bien llamé a Cross Med, el equivalente a Salvamento Marítimo en España, para confirmarlo. Ellos no quisieron comprometerse y me dijeron que llamase a La Dioné, el barco de guerra encargado de la explosión. No hizo falta porque toda nuestra conversación fue por el canal 16 ya que no me pasaron a otro, y me llamó a mí el capitán del barco de guerra para decirme la posición y que había que salir de la zona en menos de media hora y no acercarse a más de 700 metros. Como ya estábamos fuera de ese perímetro y alejándonos no nos preocupamos mucho, aunque nos sorprendió ver a otros barcos que se cruzaban con nosotros en dirección a la zona de la explosión, e iban tan tranquilos. Seguramente no llevaban la radio conectada, como es obligatorio. El caso es que poco después vimos emerger a nuestra popa un submarino, y aparecer por nuestro estribor una patrullera sobrevolada por un helicóptero. ¡Qué susto! Volvimos a comprobar la posición y efectivamente estábamos ya fuera de su zona, pero suponemos que ambos, y sobre todo el helicóptero, estaban confirmando que el perímetro estaba despejado. A la hora exacta, y después de varios avisos de que la explosión era inminente, hicieron una cuenta atrás por la radio, 6, 5, 4, 3, 2, 1 y... No vimos nada. ¡Vaya chasco! Nacho tenía la GoPro preparada y yo los prismáticos, pero nada. ¿Se les mojaría la carga?

Además de estas emociones también vimos y grabamos un pez luna, y mantuvimos una especie de regata con un velero de 42 pies que primero nos adelantaba gastándonos bromas y diciendo que nos esperaban en Porquerolles para invitarnos a ron. Pero entonces pusimos el espí y les adelantamos nosotros, y ya no nos despegamos de ellos hasta Porquerolles. También dedicamos un tiempo a distintas gestiones telefónicas para encontrar una nevera nueva si fuera posible antes de Sainte-Maxime, donde seguro nos la reservaban, ya que no teníamos la garantía de poder llegar a ese puerto en la fecha comprometida debido al anuncio de mistral que luego comentaré. Pasamos de largo por la rada y el puerto de Toulon (43º 5,25’ N; 5º 55,32’ E) a babor nada más pasar el Cabo Sicié, porque no nos suelen gustar las grandes ciudades y pensamos que no pintábamos nada en ese fortín, la segunda base naval militar francesa después de Brest. De común acuerdo Nacho y yo preferimos continuar y conocer la isla de Porquerolles. Pasamos por el Sur de la península de Giens (43º 1,67’ N; 6º 8,01’ E). Inicialmente esta península con forma de mazo era una isla, la quinta del archipiélago de las Hyères, pero un istmo arenoso que ahora mide 4 kilómetros la fue uniendo al Continente. Este istmo está a su vez dividido en dos en dirección Norte-Sur por un mar interior que ahora se usa para obtener sal. Desde lejos la península sigue viéndose como una isla, pues el istmo arenoso está casi al nivel del mar mientras que la antigua isla es rocosa y elevada. En 1811 un fuerte temporal volvió a convertirla en isla al deshacer parcialmente el istmo, y durante un tiempo el mar volvió a pasar entre la isla y el Continente, pero volvió a consolidarse y a ser una península. Actualmente la costa Este de la península es de uso turístico y residencial, con varios puertecitos, mientras que la costa Oeste es de uso militar y acceso restringido.

Llegamos a Porquerolles a las 15:30 h en plena forma. Es una isla situada al Sur de la citada península de Giens, y la principal de las cuatro que ahora constituyen el archipiélago de las Hyères. Las otras son Bagaud (en la que está prohibido desembarcar) y Port-Cros y Levant, que visitaríamos a la vuelta. Todas son rocosas y elevadas y se distinguen bien desde la lejanía. Siempre fueron difíciles de defender y por eso víctimas de ataques de piratas y corsarios, y no terminaban de prosperar. Por eso en el siglo XVI se les concedió el estatus de Marquesado, con exenciones fiscales que no fueron suficientes para que despegara su economía. Finalmente, para atraer habitantes y mano de obra, se les concedió el privilegio de que los criminales obtuvieran asilo e inmunidad mientras se quedasen a vivir en las islas. La mayoría se hicieron ciudadanos honestos. El privilegio se abolió en el siglo XVII y ahora viven sobre todo del turismo. Son reserva natural y en una gran parte de las aguas de su perímetro está limitada la navegación, la entrada de barcos de más de 35 metros de eslora o con motor, el fondeo, la pesca, en algunas hasta el baño, etc. Además una parte de la isla de Levant es militar, como comentaré en la visita que hicimos a la vuelta.

Porquerolles es la más grande del archipiélago, y de hecho a veces se conoce como “Porquerolles” a todo el archipiélago en lugar de “Islas Hyères” como debe ser. Su puerto está situado en una ensenada en su costa norte (43º 0,24’ N; 6º 11,85’ E). El pueblo fue construido en 1820 por los militares que entonces usaban la isla. Como en todas las islas el agua es un bien escaso y empezamos a encontrar en las torres de agua del pantalán un sistema que limitaba el tiempo de uso de la manguera, en este caso un botón verde. También en las duchas, que eran con una ficha o “jeton” de un euro y medio que duraba solo cuatro minutos. A los cuatro minutos se paraba y si no habías terminado tenías que salir a la calle enjabonado. Había que calcular bien.


Esa tarde recorrimos toda la isla con las minibicis por senderos como los del año anterior en las islas de Bretaña, más hechos para todoterrenos que para bicis, conociendo sitios preciosos. Tiene forma de arco o media luna y mide 7,5 kilómetros de largo por 2 de ancho, y su punto más alto mide 142 metros. La isla fue ocupada por diversos países de la región y tiene restos celtas, griegos y romanos, así como mosaicos y zonas pavimentadas que atestiguan su presencia. En la Edad Media fue ocupada por monjes y ascetas, como otras de las islas Hyères. Los pillajes de los piratas fueron comunes entre los siglos XII y XVI, hasta que en 1579 el rey Enrique III de Francia la compró e instaló una guarnición. Luego fue propiedad de varias familias que la adquirieron sucesivamente. Durante el período napoleónico se reforzaron las construcciones defensivas para proteger la entrada de Toulon de los ataque británicos, y son las que pudimos ir visitando en nuestro recorrido. Más tarde la isla fue comprada por una compañía que buscaba modernizarla y construyó una central eléctrica, represas, depósitos de agua que aún se conservan como pequeños lagos, y otras infraestructuras, pero su mala gestión provocó la crisis de la sociedad en 1912. Finalmente en 1971 el Estado francés se encargó de su gestión y la incluyó en el Parque Nacional de Port-Cros, la isla vecina, que es como permanece en la actualidad.

La costa Norte es arenosa y abundan las playas rodeadas por bosques de pinos y plantas aromáticas. En ella se encuentran el puerto y las playas de Notre Dame, La Courtade, y Plage d’Argent. En cambio la costa Sur es acantilada, destacando la cerrada bahía de Langoustier y la “calanque de l’Oustaou-de-Diou” (la Casa de Dios) que fue llamada así por ser el único refugio de la costa Sur en caso de tormenta. Subimos al Fuerte de Santa Agatha (4º 59,99’ N; 6º 12,36’ E) del siglo XVI, en lo alto de una colina desde la que se tenía una vista privilegiada sobre el puerto y una gran parte de la isla. Estaba medio en ruinas pero alguna de sus partes, las mejor conservadas, tenían aspecto de ser viviendas u oficinas, pues estaban cerradas y tenían portero automático. Había carteles advirtiendo de la presencia de nidos de Avispa Asiática, una especie invasiva detectada en Francia en 2006 y que está avanzando por su territorio 60 km cada año. Se distingue por su menor tamaño (3 cm) su cuerpo negro y sus patas amarillas. No es más peligrosa que las demás avispas, pero puede desplazar a las autóctonas y causar pérdidas en los criaderos de abejas. Una Avispa Asiática es capaz de capturar a una abeja, matarla, separar el tórax del resto del cuerpo, hacer con él una pelotilla y llevarlo a su colonia para alimentar a las larvas. Y eso puede hacerlo con varias abejas cada día. En el cartel informaban de la forma de los nidos, que son ovales, de aspecto acartonado, con un gran orificio lateral y situados en las partes más altas de los árboles, para que se pudiera informar a las autoridades. Es curioso porque decía que se anotase la posición GPS, algo inaudito hace pocos años pero que ya es posible gracias a los móviles. También recomendaba, lógicamente, no perturbarlas ni arrojar piedras u objetos contra el nido. Además vimos el faro, un molino construido en el siglo XVIII y la iglesia de 1850.

399
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592 стр. 55 иллюстраций
ISBN:
9788416848768
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