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Читать книгу: «Un tripulante llamado Murphy », страница 7

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Capítulo 7
Tomando contacto con la
costa italiana

El día siguiente era lunes y salimos de Mónaco a las 9:45 h, un poco tarde para nuestras costumbres porque tuvimos que hacer la compra. El pronóstico no era preocupante y pensábamos hacer una etapa larga. Al pasar frente a la gasolinera Tomás nos hizo un gesto girando la mano arriba y abajo, con los dedos abiertos, y señalando afuera del puerto, como diciendo que menuda dónde nos íbamos a meter. Nada más salir había un Oeste de fuerza 5 con olas de 2 metros, de las que no te permiten el tuteo, lo que nos aconsejó izar solo el génova, y con esa vela y la orza levantada (porque todo venía por la popa) entramos en Italia a 6 nudos, con puntas de hasta 9,6 cuando cogíamos una de las olas en surf. Antes habíamos cruzado por delante de los puertos de Mónaco, alejándonos de la costa para no entrar en un rectángulo prohibido frente al helipuerto. Desde el mar vimos el impresionante edifico del Museo Oceanográfico, un símbolo del Principado y que se ve desde muy lejos mar adentro. Su fachada está construida sobre la costa acorazada, con los dos primeros pisos amoldándose al perfil de las rocas del acantilado, y con dos impresionantes columnas que salen casi del nivel del mar y parecen sostener toda la estructura. Una imagen única e inolvidable.

El problema vino cuando a media mañana empezaron a emitir los de Cross Med un boletín meteorológico especial cada 15 minutos anunciando vientos borrascosos de fuerza 8 a mitad del día. Tuvimos un “déjà vu” porque es lo mismo que nos pasó una semana antes. Nuestra moral sufrió el mismo bajón que el barómetro, pero no quisimos arriesgarnos y decidimos acortar la etapa quedándonos en San Remo. Murphy: 6, Corto Maltés: 7. Por otra parte nos apetecía conocer esta ciudad italiana. Cambiamos la Guía Imray francesa por la italiana porque ese día cambiábamos de país, lo que siempre es una novedad positiva en las rutinas ya que te hace consciente del avance en la navegación hacia tu destino.

A las 11:58 h un velero emitió por la radio un mayday pidiendo ayuda por una vía de agua. Enseguida contestaron de Cross Med y después de establecer su posición, las personas a bordo y el tipo de emergencia, le pidieron por dos veces que confirmara que pedía ayuda y que estaba solicitando asistencia. Y después también por dos veces le dijeron que el servicio era de pago, que si se daba por enterado y a pesar eso seguía solicitando la ayuda. ¡En qué mundo vivimos! Naturalmente dijo que sí (¡una vía de agua con previsión de fuerza 8!), normalmente esos rescates los cubre el seguro, pero nos pareció indignante esa pregunta cuando los mayday se emiten cuando consideras que está en peligro alguna vida humana a bordo.

A las 12:50 h pasábamos el Capo Nero (43º 47,70’ N; 7º 44,28’ E) el anterior al puerto de San Remo, y ya se distinguía nuestra ciudad de destino por la multitud de megayates fondeados a su entrada. San Remo forma parte del rosario de destinos de la jet en esta costa. Nuestra entrada fue curiosa porque justo cuando nos faltaba solo una milla y media para llegar el viento roló 180 grados (empezó a soplar del este) lo que nos obligó a quitar el génova y seguir a motor, y empezó primero a llover y después a granizar (¡a finales de mayo!). Estábamos ya en la llamada Costa de Liguria o Riviera Italiana, cuya orientación Nordeste y con Los Alpes a pocos kilómetros tierra adentro la protege del mistral. Tanto es así que en los siguientes días nos acostumbramos a oír pronósticos de viento del Oeste de fuerza 9 en Córcega (no protegida por la costa del Continente) cuando en nuestra zona de navegación, solo 40 millas más al Norte, pronosticaban solo fuerza 3 o 4. Aquí el que teníamos que temer era el Suroeste (que llaman “Libecchio”) que alcanza fuerza 5 a 8 con facilidad y provoca mares confusos y suele traer nubarrones y chubascos (lo contrario del mistral, que trae cielos despejados) y que dura de uno a cuatro días, y en menor medida la “tramontana”, que en Italia llaman así al Nordeste cuando es canalizado por Los Alpes hacia el mar, y que dura de uno a dos días. Pero en teoría el viento predominante en verano debería ser la brisa marina, que soplaría del mar hacia la costa permitiéndote tranquilas navegaciones con el viento por el través.

En Italia llaman “marina” a cualquier cosa, y a veces son simples escolleras para los barcos locales sin ningún servicio, más tarde conoceríamos alguna de estas. Por suerte el puerto de San Remo (43º 48,92’ N; 7º 42,28’ E) es un auténtico puerto bien protegido y en su interior tiene dos marinas, el Porto Comunale entrando a babor y la Marina Porto Sole, privada, a estribor. Bajo la granizada nos amarramos en el muelle de la primera capitanía que encontramos, que resultó ser la de Porto Sole. Un marinero nos ayudó a amarrar y esperamos a que escampase la granizada para ir a las oficinas. Era nuestro primer puerto italiano y todo nos resultaba nuevo. Yo estaba preocupado porque después de salir de Santander había leído en la Guía Imray que los papeles del seguro debían ir acompañados de una traducción oficial al italiano, que las autoridades podían retener el barco en puerto hasta que la presentase, y yo no la tenía. Resultó ser una información incorrecta, por lo menos en nuestro caso, pues en ningún puerto de Italia, donde estuvimos navegando un mes, nos la pidieron. Es más, todos hablaban inglés, y en cuanto notaban por tu acento que no eras italiano empezaban a hablarte en inglés. Me pasé todo el viaje repitiéndoles que me hablasen en italiano, que lo comprendo mejor que el inglés. Aunque nos habían dicho que las marinas eran más baratas que en Francia fue todo lo contrario, 27 euros en un pueblito en vez de 11 el día anterior en Mónaco.

Los “ormeggiatori” (en singular “ormeggiatore”) son los marineros-amarradores que te ayudan a amarrar en los puertos italianos. “Ayudarte a amarrar” en nuestro pequeño barco es un eufemismo, pues su pírrica ayuda consiste en darte en la mano unas amarras que puedes coger del agua con el bichero, pero así justifican su trabajo. Hablaré mucho de ellos en los siguientes capítulos. Los de San Remo nos dirigieron al fondo de la primera dársena después de decir que les costaba encontrar sitio para un barco tan pequeño, así que nos metieron en un espacio mucho mayor. Se desplazaban por el puerto de dos en dos en un vehículo eléctrico. Amarramos de proa al muelle en un sitio por donde pasaba un carril bici que recorría toda la marina. Al fondo de la misma estaban las tiendas de náutica, donde compramos el pabellón de cortesía italiano, y los aseos. Curiosamente en Italia los edificios de aseos suelen ser de libre acceso (no tienen tarjeta ni cerradura con clave) y aun así están bastante limpios y cuidados. Al hablarles sobre nuestros futuros destinos, entre otros la Isla Gallinara, uno de los “ormeggiatori” que la conocía me estuvo dando detalles de ella, y ya que nos enrollamos me hizo el favor de guardarme los frigolines en el congelador de su cuarto de guardia. Luego, con la ropa de aguas, fuimos a visitar el pueblo.

En mi opinión, y puedo estar equivocado, San Remo tiene una fama que no se merece. Antes de la Segunda Guerra Mundial fue refugio de ricos y famosos, y en el casino se ganaban y perdían grandes sumas. Pero ahora ha sucumbido al turismo de masas y hasta el casino (que es municipal) ha perdido su purpurina y se entra a él sin chaqueta ni corbata. Mantiene, por supuesto, las antiguas villas y los elegantes hoteles como vestigio de lo que fue. Además del casino, con mucho menos glamour que el de Mónaco, tiene la catedral de San Siro, un mercado de flores y un santuario en lo alto de una colina, el de Nostra Signora della Costa. A este se llega por una larga calle con tramos de escaleras, atravesando la “Città Vecchia” (la ciudad vieja) con el suelo empedrado y bajo arcos medievales que unen las casas de ambos lados de la calle. La colina tiene 110 metros de desnivel y nos los hicimos con las minibicis, aunque echando pie a tierra en numerosas ocasiones porque nos faltaba fuelle o porque llegábamos a tramos de escaleras. Desde la plaza delante del santuario, y especialmente desde un balcón en voladizo, se veía todo el pueblo y abajo el puerto y la Riviera francesa e italiana. El santuario tiene unas esculturas de mármol impresionantes rodeando el altar, pero me sorprendió que de las 12, dos eran de una mujer que había cortado la cabeza a un tío. La bajada la hicimos por la carretera a toda velocidad. Luego recorrimos un carril bici sobre el trazado de un antiguo tren, que estaba rodeado de cactus con higos chumbos. Algunos de los cactus los había decorado un autor anónimo con algo parecido a los emoticonos. Además de lo mencionado, San Remo tiene los consabidos megayates y poco más.


Al volver al barco vimos amarrado en el muelle, fuera de la marina, a un velero con bandera de Malta. Como luego nos cruzamos con una pareja de policías de la Guardia Costiera aproveché para salir de dudas sobre la posibilidad de amarrar en los muelles sin entrar en las marinas, y ello dirigiéndome a la mejor fuente de información posible. Después de explicarles que éramos españoles en tránsito y que en España se suele poder hacer, nos dijeron que todos los puertos italianos tienen que tener una “banquina di tránsito” o muelle de paso, que es gratuito tres días, pero que en la realidad muchos puertos no lo cumplen. Para utilizarla hay que dirigirse a la capitanía por la radio, donde suelen pedirte que les lleves los papeles del barco para controlar a quienes pasan, no suelen tener agua ni luz y, por supuesto, es gratuita. A partir de entonces siempre preguntábamos por la “banquina di tránsito” antes de entrar en la marina, y en los puertos que la tenían intentamos utilizarla con mayor o menor fortuna, como ya contaré.

Ya a bordo aproveché para algunos bricolajes y para instalar la bandera de cortesía italiana. Serré el extremo del grifo del fregadero, que de origen traía una punta para regular el flujo. No la había usado nunca en todos estos años pero alargaba innecesariamente el extremo del grifo, dificultando el meter los cacharros grandes debajo para fregar. La operación de fimosis finalizó sin incidentes y quedó mucho mejor. Luego, aprovechando el buen wifi de la marina, hablamos con todos nuestros familiares que en mi caso estaban en Australia, en Madrid y en Santander. Casi un milagro de la tecnología, poder hablar con ellos desde una marina perdida en Italia, viéndonos la cara por Skype y encima gratis. El que lo inventó merece haberse hecho millonario. Finalmente prestamos atención al pronóstico meteorológico para el día siguiente. Allí en Italia es muy gracioso porque parece un bingo. Han dividido su costa en 13 zonas de navegación (estábamos en la primera, el Mare di Ligure) y luego han numerado estas zonas así como la dirección y fuerza del viento, la altura de las olas, el estado del cielo, la visibilidad y la precipitación y de cada zona emiten el pronóstico para 4 franjas horarias. Una voz sintética, un sonido equidistante de todas las vocales, empieza a cantar números y números sin parar, y lo mejor es copiarlos sin rechistar y luego sentarte a pensar lo que ha dicho. Pronto en Italia me hice una plantilla para anotarlo todo. El resumen era que habría vientos variables por la mañana, estableciéndose del Sur al avanzar el día, lo que nos vendría muy bien para seguir nuestra derrota porque debíamos ir hacia el Nordeste (nos iba a venir el viento por la aleta, un rumbo perfecto). Por la noche, después del día invernal que habíamos padecido, volvió a hacer un frío tremendo, con 12 ºC en la camareta, y yo me desperté varias veces con la nariz amoratada y los dedos que se me empezaban a dormir. El año anterior en Bretaña a lo más que habíamos llegado por la noche fue a 14 ºC y entonces me quejaba del frío, y nunca pensé que en el Mediterráneo fuera peor. Pero así es la vida y ese verano me tocó sufrirlo en carne propia.

Después de tanta bellaquería para llegar hasta San Remo, el día siguiente salimos para una etapa larga intentando compensar lo que perdimos el día anterior. Nuestro objetivo sería llegar hasta Savona, a 50 millas náuticas. Cuando salimos a las 8:24 h ya hacía un calor agobiante, algo increíble cómo podía cambiar tanto la temperatura en tan poco tiempo. El aire estaba tan limpio y despejado que se veían en el horizonte, a estribor, como difuminadas por un tul las montañas de Córcega, ¡a 90 millas! Al principio el viento no acudió a nuestra cita, pero a media mañana salió la brisa anunciada del Sur que se entabló en fuerza 4-5 y nos permitió navegar casi todo el día con la mayor y el espí, bajo un sol como el as de oros. A la hora de comer dejamos por babor la isla Gallinara (44º 1,52’ N; 8º 13,56’ E) a la que queríamos haber entrado el día anterior, pero ya no estaba en nuestros planes detenernos en ella y la vimos desde lejos. Nacho se la perdió pero yo tuve la suerte de poder ver su puertecito de cerca en la navegación de vuelta. El perfil de la isla recuerda a una tortuga, desde luego a una gallina no se parece.

Por la tarde el pronóstico radiado daba vientos del Oeste de fuerza 7 en el Mar de Liguria, pero debía ser en altamar, porque donde estábamos nosotros, cerca de la costa, precisamente a esa hora nos quedamos con las velas colgando flojamente y tuvimos que volver al motor. Era como si a Eolo se le hubiera estropeado la maquinaria. Entonces ya llevábamos 10 horas de navegación y lo malo del cansancio es que te termina por dar igual todo. Los párpados se te ponen pesados y por supuesto no miras las arrugas de la vela ni te preocupas del trimado perfecto, eso lo hacen los regatistas en competiciones de 2 o 3 horas. Te limitas a ver pasar el tiempo y soñar con cómo será el sitio que vas a conocer, lo que vas a cenar y la ducha calentita. Pero ocurrió algo que nos espabiló a la fuerza. A las 18 h nos dimos cuenta de que el plotter se había quedado en blanco. Murphy: 7, Corto Maltés: 7. Después de muchas comprobaciones llegué a la conclusión de que el cartucho que tenía de Italia finalizaba justo en la mitad del Mar de Liguria, donde estábamos, cuando yo creía que abarcaba toda Italia. El plotter es un aparato con la cartografía electrónica que consta de un programa base, el que lee e interpreta las cartas, y unos cartuchos que se venden aparte, abarcando distintas zonas geográficas. Si te falta el cartucho de la zona donde estás, el plotter no tiene nada que leer y la pantalla no da información alguna. Total, que estábamos sin cartografía en mitad del mar. Menos mal que Nacho llevaba el Navionics (el mismo programa informático y con las cartas correctas) en su tablet y nos defendimos con ella. Los próximos días estarían marcados por las gestiones para conseguir el cartucho con la cartografía electrónica que me faltaba, por desgracia con dificultades y sorpresas añadidas que os iré contando.

A eso de las 20 h entramos en Savona (44º 19,03’ N; 8º 30,25’ E) después de hacernos 50 millas en 12 horas. Es un gran puerto comercial (el 5º de Italia) con una dársena pequeña para pesqueros y tres para barcos deportivos. La ciudad se reconoce de lejos por los mercantes atracados y los altos edificios. También por las chimeneas y los depósitos del puerto industrial de Vado Ligure, dos millas más al Oeste. Su rompeolas es tan largo que cuando hay temporales del Sur las olas rebotan en él y crean una zona de mar confusa en la que es peligroso navegar. No era el caso ese día para nosotros. Dentro del enorme puerto hay tres marinas deportivas, Molo Miramare, Santa Lucía y Darsena Vecchia, esta última situada detrás de un puente rulante que tiene sus horas fijas de apertura, pero que además abre a demanda. Pero nosotros íbamos decididos a probar la “banquina di tránsito” tal y como nos había informado la guardia costera en San Remo. Llamamos por la radio a la capitanía preguntando por ella y nos remitieron descaradamente a las marinas de Savona diciéndonos que les llamáramos por el canal 9, como si en ese puerto no hubiera “banquina di tránsito”. No me sorprendió porque la Guía Imray dice literalmente de esta situación:

“Todos los puertos públicos (Porto Comunale) deben por ley permitirte amarrar en la sección pública del muelle (“banquina di tránsito”) gratuitamente durante 24 horas –nota: la guardia costera a mí me dijo 3 días–. Pero en la práctica esto no ocurre a menudo... En general no lo esperes y no intentes argumentarlo. Posiblemente no mejore tu situación con el argumento y puedes encontrarte sin tener dónde meterte, incluso si finalmente decides pagar”.

Y acaba el párrafo dirigiéndote al apartado “ormeggiatori” donde dice:

“Muchos de los puertos en Italia tienen una sección del muelle o una dársena gestionada en cooperativa por “ormeggiatori” que te cobran una tasa por atracar. La cooperativa alquila el muelle o la dársena y eso hace el negocio legal... Sin embargo algunos autodenominados “ormeggiatori” no lo han alquilado y, en palabras de un amigo italiano, son simples “pequeños mafiosos”... Los autodenominados “ormeggiatori” usualmente controlan todo el plano de agua de distintas maneras, y si te niegas a pagar la tasa de atraque (a menudo negociable) puedes terminar simplemente pagando más por el agua. Incluso peor, pueden tener amigos en la policía portuaria que entonces vienen a molestarte”.


Como era muy tarde y confiando en nuestra estrella y en lo que nos dijo la guardia costera de San Remo, nos metimos por nuestra cuenta a explorar el puerto. Fuimos sorprendidos gratamente por una zona que no describe ninguna guía de las que llevábamos a bordo, que era un barrio de esos en que las casitas están al borde del agua y cada una con su barco amarrado enfrente del portal y debajo de su ventanas (44º 18,84’ N; 8º 29,43’ E). Solo que en vez de ser un barrio lujoso, las casitas parecían sacadas de un concurso de humildad, porque todas eran preciosas pero como si no quisieran sobresalir de sus vecinas. Eran de solo dos pisos, la planta baja, casi a ras del agua, con pinta de dedicarse a talleres y bricolaje, y la alta a vivienda. Los barcos eran algunos de pesca y algunos de vela. Poco a poco fuimos alcanzando el fondo del puerto, y preguntando a los pescadores cuál era la “banquina di tránsito” terminamos dando con ella. Y allí nos quedamos, justo antes del puente rulante que daba acceso a la Darsena Vecchia. Además con la suerte de que tenía torre de luz (no de agua) lo que nos permitió, a aquella hora tan tardía, hacer la cena y cenar con la luz de la bombilla, y conectar la nevera. Ese día el combate entre la improvisación española e italiana se saldó con 1-0 a favor de España, y el combate entre Murphy y Corto Maltés: con 7-8 a favor del último. Más adelante en otros puertos nos ganarían los italianos, ya veréis. Por si fuera poco estaba en pleno centro urbano, justo a los pies de la Torre León Pancaldo. Era un marinero de Savona que acompañó a Juan Sebastián Elcano en la primera vuelta al mundo, en 1520. Es una torre sencilla, de piedra, de base cuadrada de unos seis metros de lado y veintitrés de alto, con un reloj de hierro forjado y una virgen en la cumbre, Nostra Signora della Misericordia. Las paredes son lisas hasta una cornisa modestamente decorada en su tercio superior. La torre está situada en la calle principal, la Via Paleocapa, y se la considera el símbolo de la ciudad. Al principio formaba parte de la muralla defensiva, teniendo a su cargo la defensa de la entrada por el puerto, pero cuando se destruyó esta la torre quedó aislada, como está ahora. Nos pareció extraordinario dedicársela a uno que solo barre pero que se jugó la vida en aquella aventura que demostró que el mundo no era plano.


Ese día no pudimos hacer más por lo tarde que era. Dormimos fenomenal desde un crepúsculo al otro al fondo de aquella dársena tan protegida, aunque un poco temerosos de que apareciera algún guardamuelles y nos hicieran cambiarnos a media noche. Pero no fue así, por allí no apareció nadie a preguntarnos. Las gestiones las hicimos el día siguiente por la mañana. Nos levantamos temprano y antes de las 9 h ya nos había dado tiempo a recorrer las dos tiendas de electrónica marina de la ciudad para comprobar que ninguna de ellas tenía el cartucho con la cartografía que necesitábamos. Todo lo bueno que dije en San Remo de los ingenieros que diseñaron el Skype tenía que decirlo ahora, en malo, de los que diseñan aparatos electrónicos con pocos años de obsolescencia y te condenan a no encontrar repuestos. Porque el problema era que mi plotter, al parecer, ya era viejo (con menos de 10 años) y el tipo de cartuchos que necesitaba ya no se fabricaba. Con un poco de suerte, tirando a un gran milagro, podría encontrar algún resto en los almacenes de alguna tienda pero rebuscando mucho, y desde luego no de una forma inmediata. Lo que, estando fuera de casa y en un país extranjero, era una misión imposible. Además me hablaron de un precio que rondaba los 200 euros el cartucho con solo las costas de Italia. Tendría que seguir buscándolo y conseguirlo antes de que Nacho se volviera a España con su tablet. Me dieron los teléfonos de cuatro tiendas de electrónica marina en Génova por si hacíamos escala allí, pero esa mañana volvimos a bordo con el pulgar hacia abajo.

Ya en el Corto Maltés me planteé la alternativa de descargarme la aplicación de Navionics en el móvil. Es el mismo programa de navegación que tenía en el plotter y el que tenía Nacho en su tablet, con el inconveniente de que la pantalla es más pequeña y de que el móvil no es estanco ni está pensado para resistir el ambiente marino. A cambio es mucho más barato (treinta y tantos euros con la cartografía de toda Europa). Cuando ya estaba decidido no solo no me aparecía la citada aplicación en Play Store sino que el móvil se me quedó bloqueado con la pantalla en blanco y así estuvo todo el día, hasta que me lo resolvió mi hijo Pablo por Internet desde Australia esa noche. Lo que me quedó claro es que el móvil no es un instrumento seguro para los programas de navegación. Imaginaos ese fallo entrando a un puerto con niebla. Y por si fuera poco mi sobrina Alicia tuvo un problema médico imprevisto y me comunicó que no podría navegar conmigo ese verano, cuando contaba con ella para el Canal de Midi y la etapa de Las Landas, que ya habíamos hecho juntos en otra ocasión. Imaginarme solo descendiendo por Las Landas con ese barquito no era precisamente un pensamiento para salir flotando, la verdad. Si no puedes entrar en Arcachon son unas 180 millas a hacer de una sola tirada, y además con mal tiempo, que suele ser precisamente la causa de no poder entrar en Arcachon. Muchas malas noticias en Savona. En aquel puerto la única baja la constituyó mi tranquilidad. Murphy: 8, Corto Maltés: 8.

Volviendo a nuestro periplo, salimos de Savona a las 9 h con la intención de atajar el Golfo de Génova en horizontal, hacia el Este. No teníamos ningún interés especial en entrar en Génova. Pero nada más salir de Savona nos encontramos un viento del Este que pronosticaba bordos interminables para avanzar en contra de la dirección de donde venía, y además el cielo estaba todo cubierto de color ceniza. En los primeros bordos comprobamos que cuando nos amurábamos a babor para alejarnos de la costa en realidad hacíamos rumbo al Sur (¡!). Además el viento era tan flojo que a vela no sacábamos del pobre Corto Maltés más de dos nudos, o sea que tuvimos que ayudarnos con el fueraborda. Muy a nuestro pesar tuvimos que cambiar de destino e intentar llegar a Génova, que al estar justo al fondo del golfo nos pedía un rumbo hacia el Nordeste en vez de hacia el Este, y así hacer ruta sin tantos bordos. Pues así transcurrió la mañana, con la suerte de que cerca del mediodía el viento empezó a rolar hacia el Sureste y a refrescar, pudiendo llegar a Génova en un solo y largo bordo amurados a estribor y en el que pudimos finalmente apagar el motor. La aproximación a Génova fue desesperante, pues tuvimos que recorrer las ocho millas que tiene su fachada marítima y sus muelles de rompeolas ciñendo, hasta encontrar la entrada a los puertos deportivos que era, mira tú qué casualidad, justo la más alejada. Además cortamos el dispositivo de separación de tráfico del puerto cruzándonos con varios mercantes, lo que siempre añade estrés a una recalada. Un “dispositivo de separación de tráfico” es como una autopista virtual, definida por puntos de GPS, donde los mercantes deben circular por el carril “de la derecha” como si fuera una autopista y no salirse de él. Los hay en todos los puntos conflictivos de la costa y en la entrada a muchos puertos. Aunque los veleros pequeños podemos navegar por fuera del dispositivo, al cruzarlo hay que hacerlo en perpendicular y a toda velocidad, para no interrumpir el tráfico de los mercantes, o sea, lo mismo que hace un peatón para cruzar una carretera.

Llegamos a Génova (44º 23,32’ N; 8º 56,60’ E) a eso de las 16 h. La ciudad divide el golfo de Génova en dos partes, la Riviera di Ponente hacia el Oeste y la Riviera di Levante hacia el Este. Desde altamar se la reconoce por el largo muelle de protección (como dije, más de 8 millas) los altos edificios, los depósitos del puerto petrolero situado en mitad del muelle y, a veces, por la nube de contaminación que la cubre como un paraguas. También por los aviones que entran y salen del aeropuerto Cristoforo Colombo (o sea, Cristóbal Colón, que fue genovés) sobrevolando una parte del citado muelle de protección a cuya altura está prohibida la navegación por dentro de la escollera. Junto con el de Marsella es el puerto más importante del Mediterráneo: por tráfico de mercancías, movimiento de pasajeros y amplitud de estructuras. Además curiosamente los dos tienen una organización similar: una enorme escollera paralela a la costa (la de Marsella “solo” mide 4 millas) que protege de los embates del mar a un gran número de puertos interiores. El principal peligro del de Génova, aparte del gran tráfico de mercantes, es que, como en Savona, la enorme escollera que protege los puertos hace rebotar las olas cuando sopla fuerte del mar hacia tierra, creando una mar confusa que se deja sentir hasta una milla o más mar adentro. Además hay oleoductos y plataformas flotantes de conducción frente al puerto petrolero, pero bien señalizados.

Nosotros entramos a la protección de la escollera por su boca más al Este, donde se sitúan sus puertos deportivos, que son cinco (Marina Fiera di Genova, Marina Abruzzi, Porto Vecchio, Molo Vecchio y Porto Antico). El puerto es enorme, y nada más entrar a estribor vimos lo que quedaba del Costa Concordia, el enorme barco de pasajeros que naufragó junto a la isla italiana de Giglio (que esperábamos visitar) en 2012. Estaba allí en trabajos de desguace, aún pegado a la estructura con la que se reflotó y que estaban desguazando conjuntamente. Como curiosidad para los supersticiosos, el día de su botadura la botella de champán no se rompió y la tradición naval considera esto de mala suerte. En el accidente fallecieron 32 personas y el coste de su reflotación ascendió a 600 millones de euros. Pronto lo dejamos a popa y seguimos avanzando hacia el fondo del puerto, intentando llegar a los pantalanes que quedasen más cerca del centro de la ciudad. Así llegamos al Porto Antico, con el que contactamos por la radio para pedir plaza. Es el último de la dársena y se le reconoce por un mercante enorme, de color azul, que está allí de forma permanente reconvertido en acuarium. Desde el Corto Maltés veíamos a los delfines saltar en la piscina que tiene en la cubierta, y parecía que estaban bailando encima del barco. Es el acuario más grande de Italia y el segundo en la Unión Europea, tras el de Valencia, y fue construido para la Expo de 1992 en que se conmemoró el 500 aniversario del descubrimiento de América (Colón era genovés).


Salió a recibirnos un marinero en una Zodiac y nos encaminó al pantalán asignado, donde amarramos a las 16:34 h. La marina fue de las caras (30 euros) pero muy bien dotada de servicios. Los aseos fueron de los mejores del viaje, tenían espejos de cuerpo entero y secadora para el pelo, y a su entrada había lavadoras y secadoras y una máquina de cubitos de hielo gratuitos. Tenía wifi aunque se cogía mal en los pantalanes y había que acercarse a las oficinas. Entre el edificio de la marina y la propia ciudad habían construido unas casas encima de una de las dársenas del puerto, y los barcos que amarraban allí estaban como en el semisótano de las viviendas y siempre protegidos de la intemperie. Era como tener el barco en una plaza de garaje cubierta. A cambio estaban muy cerca de los transeúntes y expuestos a bromitas y gamberradas. Todo el entorno del Porto Antico había sido transformado en un centro comercial por el arquitecto italiano Renzo Piano, el que construyó el Centro Botín en Santander. También es obra suya el acuarium que vimos al entrar.

Por la tarde el cielo panzaburro se despejó dejando solo unas pocas nubes plumosas, y visitamos Génova bajo un sol de justicia. Pero antes llamamos a las cuatro tiendas de electrónica marina que nos habían dado en Savona con el resultado de que ninguna de ellas tenía el cartucho que necesitábamos. Salimos a ver la ciudad deprimidos y con la sensación de que nos había mirado un tuerto. Cerca de nuestra marina había un barco de madera como un galeón, con un mascarón de proa impresionante del rey Neptuno. Era precisamente el barco “Neptuno”, que se había construido para la película “Piratas”, una cómica de aventuras dirigida por Roman Polański y estrenada en 1986. Ahora era una especie de museo que se podía visitar. Vimos la catedral de San Lorenzo con su impresionante fachada de franjas de mármol blancas y negras y sus tres portales góticos adornados con esculturas. También la Galería Mazzini, el Palacio Ducal y el centro histórico, y todo ello bajo un sol inmisericorde. Nos llamó la atención la marabunta de motos que circulaban por Génova, con aparcamientos específicos como nunca habíamos visto, donde cabían no ya cientos, sino miles de motos. Y también nos sorprendió un submarino militar que se podía visitar, y al que habían dado un toque informal instalando sobre su cubierta de proa un enorme dinosaurio. No sabemos si una forma de quitar seriedad a su profesión o de atraer el público infantil para que se fuera familiarizando con su maquinaria guerrera.

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592 стр. 55 иллюстраций
ISBN:
9788416848768
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