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El discurso de Lucas no se limita a los consejos sobre cómo convencer a los usuarios indígenas de utilizar los beneficios del Estado, sino también se refiere al uso del sistema sanitario:

—Ustedes tienen un modelo de salud muy parecido a lo que hoy promueve la autoridad sanitaria, un modelo de comunidad, ¿qué significa? ¿alguien lo sabe? [Espera la respuesta de las asistentes, pero nadie toma la palabra]. Significa que el rol de las familias y de la comunidad es fundamental para la salud de todos29 (…). Ustedes como facilitadoras tienen que preguntarse: ¿qué puedo hacer para mejorar la salud de mi comunidad?

—¡Hervir el agua!, responde una anciana que trabaja como partera en zonas rurales.

—Exactamente, es muy sencillo, responde Lucas. Por eso hay que enseñar a los demás, acompañar a la gente, ayudarlos a tener una mejor salud y a retomar las cosas buenas de la cultura aymara; sobre todo ustedes, que son jóvenes, tienen que retomar esa herencia que tiene su cultura (…). Yo, que soy matrón, ¿podría hacer este trabajo?, pregunta.

—Sí, lo puede hacer cualquiera, responde un facilitador de Enquelga, haciendo estallar la risa del público.

—No, responde Lucas, no podría hacerlo, porque son ustedes que tienen esa sabiduría de haber vivido en comunidad, que nos pueden enseñar tantas cosas, son ustedes más allá de los títulos profesionales, quienes tienen aquí una oportunidad de desarrollo profesional, ¡aprovéchenlo!

Lucas insiste en la importancia de no olvidar la especificidad de su rol dentro de los servicios biomédicos. Sin embargo, es evidente que dicha particularidad no es acogida por la audiencia, a quienes parece que “cualquiera” puede hacer este trabajo. “Las cosas buenas de la cultura aymara”, que Lucas homologa con el modelo de comunidad, no parecen tan particulares a las facilitadoras que, guiadas por el ejemplo del inicio, no entienden qué podría haber de particular en el convencer a los ancianos a utilizar las muletas, a no perder la cita con el especialista o a entender dónde está el servicio de traumatología. La ambigüedad del rol de las facilitadoras es evidente también para Marina, la antropóloga directora del programa, que durante la presentación de Lucas precisa la importancia de no confundir el rol de estas personas con el de la OIRS, oficina de información, reclamos y sugerencias, implantado en los servicios de todo el país. Sin embargo, a pesar de este esfuerzo de distinción, Hilda y Manuel, facilitadores del Hospital de Arica, narran su trabajo justo en estos términos. Como relata Hilda:

Vivía en Caquena, un día vine a Arica y por aquí alguien me contó que buscaban gente aymara para trabajar en el hospital. Fui a la entrevista y me encontré con gente de la ciudad, yo estaba sucia, mal vestida y no tenía tanto estudio, por eso pensaba que nunca me iban a elegir. Luego tuve la sorpresa que me llamaron, la persona que me llamó me dijo que buscaban a alguien realmente indígena y que por eso me habían elegido (…). Decidí venirme a la ciudad y dejar los animales con la familia, ¡cambié las llamas por la oficina, jeje! Al comienzo no teníamos nada, no entendíamos mucho qué había que hacer, ahora me dieron un computador y así podemos ir anotando para ayudar a las personas con las pastillas, las recetas y las horas con los médicos. No fue fácil al principio, pero ahora trabajamos bien, ayudamos a la gente a venir al hospital30.

Manuel, en cambio, llegó hace poco al programa en Arica. Está sentado en el escritorio que se ubica en el hall de ingreso del Hospital Juan Noé de Arica. Mientras hablamos, pasan personas a preguntar diversas informaciones: dónde realizar los exámenes, cómo pedir una nueva hora, se quejan de las horas que pasan esperando y de las cirugías que no se realizan nunca. Manuel trata de dar respuestas, pero se siente incómodo y agobiado de pedir siempre que la gente sea paciente, que espere:

Lo que nosotros realmente hacemos aquí es acompañar la burocracia de los médicos. Es verdad que la relación con los equipos es buena, pero es buena porque no nos relacionamos, apenas nos conocen, a veces alguno pasa y saluda o no te hace hacer la cola para pedir una hora o hacer una consulta, pero nada más, ¿qué otra cosa se podría pedir?31.

La compañía invisible que dan los facilitadores dentro de los servicios hospitalarios a los pacientes aymaras, refleja el rol que los sujetos indígenas han asumido dentro del equipo del pespi. Como afirma Felipe:

Nuestro rol como indígenas aquí dentro y el mío en particular como asesor cultural, es el de acompañar los procesos que hacen los expertos y dar una opinión sobre las decisiones que se toman, trabajar junto a los yatires, q’illires, usuyires, ayudar a las organizaciones de médicos tradicionales para asistirlos en la organización de actividades, campañas para recoger fondos, postular proyectos, etcétera32.

Del mismo modo Mariluz, directora del servicio de salud de Arica durante los meses de campo, expresa la esperanza de que a través de las figuras indígenas del programa:

Sea más fácil, como la palabra misma lo indica, la compenetración de la cultura indígena en los procesos científicos, queremos hacerles más fácil moverse dentro de las estructuras que hemos desarrollado. La interculturalidad significa que ellos se integren a nosotros y nosotros a ellos33.

En la integración recíproca deseada por Mariluz, existe una base de travestimiento en la que resuena el eco de un proyecto civilizatorio primordial que se establece en torno a las poblaciones colonizadas, que también está presente en el discurso de Lucas: capacitarlos, acompañarlos, ayudarlos, convencerlos, enseñarles, instruirles respecto a los beneficios de lo que Lee (citado en Van der Geest, 1985: 65) llama la “superioridad estructural de la biomedicina”. La mediación que deben realizar estos jóvenes hombres y mujeres, se traduce en un acompañamiento en el que no se trata tanto de mediar entre dos sistemas médicos diversos (Alarcón et al., 2003), sino más bien de una verdadera estrategia de domesticación de cuerpos e imaginarios, de lograr que los indígenas finalmente y en los albores del siglo XXI, entren en el proyecto civilizatorio del Estado. Sin embargo, en este proceso de domesticación, los facilitadores ponen en acto sus propias subjetividades, sus propios proyectos migratorios que, como sucedió a Hilda, se transforman a partir de la solicitud del hospital de buscar una mujer “verdaderamente indígena”, y decide asumirla a pesar de que se presente sucia y mal vestida. Del mismo modo, como sucede con las jóvenes facilitadoras a las que se dirige Lucas, que son invitadas a aprender “las cosas buenas de la cultura aymara”, recordando que, a pesar de la falta de títulos universitarios, pueden tener un rol dentro del campo médico: integrar dentro de sus límites a las personas que solas, desprovistas de esa buena compañía, no logran entrar al campo biomédico.

Medicinas indígenas como recursos de bajo costo

Aquella dramática experiencia me movió seriamente el piso.

La interculturalidad en ese momento me pareció un recurso esnob de antropólogos a la caza de recursos de moda (...). La interculturalidad estará bien para un hospital sueco, pero aquí tenemos que pelear hasta la última jeringa. ¿Todo se reduce fundamentalmente a una cuestión económica? Era lo que añorábamos entonces, un reparto equitativo de la riqueza del país. De nuevo la pobreza, el dolor y la muerte laceraban mi rostro en medio de muecas esperpénticas al tiempo que quebraban mis seguridades teóricas y metodológicas.

(Fernández Juárez, 2006: 10)


Fig. 3. Encuentro entre médicos tradicionales y la asociación Suma Qamaña Taki.

Julián, el líder aymara que realiza la pawa en el curso de capacitación de facilitadores interculturales en Iquique, recuerda que la primera vez que realizó una acción intercultural fue cuando su sobrina se quemó con agua caliente y terminó hospitalizada. En esa ocasión, la curaron con diversos tratamientos que, sin embargo, parecían insuficientes para ayudarla a cicatrizar. Frente a esta situación, la familia empezó a pensar en las alternativas que podría ofrecer la medicina tradicional y supieron de “una señora de Alto Hospicio”, famosa por sus curaciones. En fin, los parientes pidieron al hospital autorizar a que la señora fuera a atender a la niña mientras estaba internada, pero el personal a cargo se negó. En consecuencia, la familia decidió sacar a la niña a escondidas del hospital para llevarla a la casa de la q’illire, donde la señora le colocó emplastos que, según Julián, fueron eficientes y dieron óptimos resultados en pocos días. Una vez terminado el proceso, la familia decidió llevar a la niña al hospital: “Aunque nos retaron, al menos no nos denunciaron. Con esta interculturalidad nos ahorramos al menos la mitad de lo que nos habría salido seguir con la niña hospitalizada”34.

La medicina tradicional ha sido varias veces interpretada como una alternativa de bajo costo, que es usada principalmente por las clases populares para suplir los vacíos dejados por la falta de acceso a servicios de salud, transformándose en varios países en verdaderos sustitutos de emergencia frente a las desastrosas condiciones sanitarias en las que, a menudo, se encuentran los países en vías de desarrollo (Schirripa y Vulpani, 2000; Bartoli, 2005). Sin duda, en la propuesta que en los años ochenta motivó la promoción de la medicina tradicional a partir de la declaración de Alma Ata (OMS, 1978), subyace también esta mirada que encuentra en los servicios de médicos tradicionales, curanderos, parteras, etcétera, un recurso humano local, presente en el territorio, capaz de hacerse cargo de poblaciones históricamente renuentes a aceptar el proyecto biomédico occidental. De la medicina tradicional interesaría, por lo tanto, solo su capacidad de sustituir la acción de la medicina occidental en los territorios en los que esta no logra aún afirmarse (Piazza, 2007). Sin embargo, reflexiones contemporáneas en antropología médica han demostrado cómo esta interpretación sobre el uso y la relación que las medicinas tradicionales establecen con la biomedicina resulte reduccionista, en tanto parte de dos supuestos discutibles: a) que la medicina tradicional sea siempre una alternativa “económica” y, por lo mismo, cercana a las clases populares; b) que los itinerarios terapéuticos de los sujetos privilegien territorios cercanos en lugar de favorecer desplazamientos considerables en búsqueda de salud. Estos supuestos, a la luz de datos recogidos en contextos heterogéneos, resultan evidentemente insuficientes. Por una parte, múltiples investigaciones (Beneduce, 2010a; Schirripa y Vulpiani, 2000; Luedke y West, 2006) constatan la cantidad de recursos que las familias de distintos puntos del planeta ponen a disposición para adquirir los servicios de agentes tradicionales de salud. Por otra, tanto en situaciones transnacionales como locales, la búsqueda de alternativas terapéuticas traza itinerarios cuya extensión trasciende fronteras nacionales, siendo cada vez más común la creación de formas de atención basadas en intercambios que pueden, incluso, realizarse en continentes diversos (Beneduce, 2004; Nathan, 1990, 2003; Grandsard, 2009; Luedke y West, 2006; Carreño, 2013; Contreras et al., 2017).

La complejidad develada por los estudios de los últimos decenios respecto a las transformaciones y la vitalidad de las medicinas tradicionales, ha puesto en discusión la hipótesis que sostiene que se trata solo de recursos locales de bajo costo. Esta constatación no resta importancia a la dimensión económica que está envuelta en el ejercicio de estas prácticas y que, como hemos visto, trasciende su importancia también a las decisiones que se toman en el campo de la salud intercultural. En el caso chileno, esta dimensión es particularmente concluyente, dadas las enormes desigualdades que existen en el acceso a los servicios biomédicos entre las diversas clases sociales y en la calidad de los servicios que se prestan en distintos territorios (Frenz, 2006). De hecho, son estas mismas desigualdades las que impulsan la creación del campo intercultural. La presencia de enfermedades infecciosas –la mayor parte de ellas prevenible y asociada a la pobreza– en los perfiles epidemiológicos de los pueblos indígenas (Pedrero y Oyarce, 2006), dio lugar a las primeras iniciativas del pespi en la zona andina, dedicadas específicamente a la prevención, detección y tratamiento de la tuberculosis. Esta enfermedad, si bien se había considerado erradicada en Chile, desde los años noventa aparece constantemente asociada a la población aymara, dada su prevalencia en zonas rurales y urbanas de las regiones de frontera, especialmente entre personas que se autoadscriben a dicho pueblo35. Frente a esta realidad, el pespi de Arica tuvo la iniciativa de asociar personas aymaras de la ciudad de Arica con la idea de promover educación sanitaria y detectar la condición entre personas que no se habían realizado los test diagnósticos, para poder así iniciar un tratamiento. El grupo que se forma se llama Sumaqamaña Taqi, que significa “buen vivir”, en referencia al concepto de salud propio del mundo aymara (Carreño, 2021). Desde su fundación, sus miembros se han dedicado al trabajo territorial en los distintos barrios de Arica, buscando alcanzar a la población aymara, tanto a los residentes en zonas aymaras como a los migrantes estacionales provenientes de las zonas rurales. Su actividad consiste principalmente en visitar a las familias, pacientes y potenciales víctimas de la enfermedad, tratando de contrastar los estereotipos y tabúes que abundan en torno a la tuberculosis, especialmente en cuanto históricamente ha sido considerada una condición propia de los pobres, asociada a la pobreza y falta de civilidad (Sontag, 2012).

Andrés es el presidente de la asociación. Originario de Socoroma, se considera un aymara urbano que desde joven estuvo implicado en lo que él llama “la lucha de nuestros hermanos aymaras”36. Como dirigente indígena y participante del pespi, Andrés es particularmente crítico de las políticas interculturales de la posdictadura. En el curso de algunas reuniones con la asociación, surgen conversaciones sobre las elecciones que en el año 2010 pusieron fin a dos décadas de gobiernos de la Concertación, relevando que, a su parecer, la llegada de la democracia no ha traído los cambios que esperaban para el mundo indígena. En sus discursos, Andrés acusa la indolencia de los diversos gobiernos que, sin embargo, no hace más que fortalecer su convicción de seguir trabajando por su gente. De hecho, todos los domingos él y su pareja Silvia, acompañados de otros miembros de la asociación, recorren los barrios marginales de Arica, ofreciendo información sobre las características de la TBC, los tratamientos y las formas de diagnóstico que se ofrecen en la atención primaria. En estas visitas, la dimensión económica implicada no solo en las condiciones en que la enfermedad surge y lleva su ciclo, sino también en la asunción de voluntarios indígenas, que gratuitamente promueven los beneficios de la atención biomédica de una enfermedad infecciosa en los barrios más pobres de Arica, resulta evidente. Los miembros de Suma Qamañataqi son conscientes de esta situación y denuncian abiertamente cuánto el Estado ahorra a través de sus servicios voluntarios. De hecho, durante un viaje a Bolivia realizado con el objetivo de observar el proceso de legalización de la medicina tradicional que se llevó a cabo en dicho país (Burman, 2011), los miembros de la asociación encuentran algunos amawtas37 implicados en el proceso para conversar sobre estos temas. La dimensión económica de la labor tanto de la asociación como de los amawtas surge espontáneamente en las palabras de Andrés:

¡Nosotros nos ocupamos de los más pobres, de los que nadie quiere ver, de los que se enferman de tuberculosis que mira qué casualidad, son aymaras! (…) andamos tapándole los hoyos al Estado, porque ellos no llegan a los aymaras, nos dejan morir.

Silvia agrega:

Mi abuelita murió de tuberculosis y por eso yo decidí colaborar con esta asociación, nosotros no tenemos nada, somos personas simples y a veces nos desprecian por hablar de esta enfermedad terrible, nos cierran la puerta en la cara porque da vergüenza hablar de tuberculosis, yo con esto me di cuenta de que la enfermedad está presente todavía, que hay gente enferma y que es paria de esta sociedad38.

Los amawtas bolivianos, implicados en un proceso de reconocimiento de las medicinas tradicionales muy diferente a los programas interculturales chilenos (Fernández Juárez, 2006; Ramírez Hita, 2005, 2011), escuchan con curiosidad los testimonios de Silvia y Andrés. Les preguntan dónde están sus yatires y qué hacen para tratar la enfermedad, a lo que Andrés responde que los yatires ya no existen en Chile como en Bolivia, que fueron eliminados con el proceso de chilenización, por lo que él mismo pide consejos de tratamiento: “Yo alguna vez escuché que los abuelos utilizaban piel de perro negro para la tuberculosis”.

Los amawtas asienten y señalan que son procedimientos secretos, que no deben ser divulgados entre personas no aymaras que podrían ponerlos en conflicto con ecologistas y otros grupos q’aras que suelen apoyarlos en otras iniciativas. La dimensión económica y política que emerge de esta discusión sobre la presencia y el tratamiento de la tuberculosis en Chile, se entreteje con los planos históricos y territoriales que van surgiendo en el curso de las conversaciones con los amawtas. Durante el viaje que realizamos juntos, en el que vamos encontrando distintas figuras clave del proceso boliviano que he conocido en ocasiones anteriores, aymaras chilenos y bolivianos discuten estrategias para unir los procesos transnacionales de reconocimiento de las medicinas tradicionales, imaginándolo como un proceso panandino, en el que cada miembro de la conversación recuerda sus vínculos con los territorios sagrados pertenecientes a los confines. Hablamos de la frontera entre Chile y Bolivia y de los lugares fundacionales de la mitología andina (Gisbert, 2001: 3-44; Manuelez, 1983), asociados también a su terapéutica: el Lago Chungará, el Tata Sabaya en el límite con Curahuara de Carangas, el volcán Sajama, etcétera.

De esta manera, el viaje a Bolivia que realizó Sumaqamaña Taqi da cuenta de la insuficiencia de una lectura apresurada que podría hacerlos parecer como una asociación de voluntarios más, utilizada como recurso de bajo costo por el Estado para realizar actividades de promoción de salud, en la medida en que entre sus acciones se contempla también la recreación de un imaginario panandino de la salud, un proceso en el que las subjetividades de sus propios miembros se ponen también en juego. Como indica Lucy, otra mujer miembro de Sumaqamaña Taqi, mientras esperamos en la aduana de regreso:

Yo antes de participar de este viaje estaba muy triste, tenía problemas con mi familia y me sentía mal, pensando que no tenía nada especial, ninguna raíz, nada a lo que sentirme unida. Ahora en cambio siento que soy aymara y estoy orgullosa, porque somos una cultura milenaria y todo lo que han dicho los amawtas para mí es inspirador39.

La obstinación de los Sumaqamaña de seguir adelante a pesar de los pocos recursos con que cuentan para realizar sus actividades y la consciencia de servir solo para “tapar los hoyos” dejados por los servicios que no llegan a la población más necesitada, se explica, en parte, por la posibilidad de pensarse como una comunidad a partir del trabajo que hacen en torno a la tuberculosis. Restablecer lazos con el mundo de origen, a menudo negado y descalificado, implica recorrer su historia y sus territorios, reconocer en la “vulnerabilidad” frente a una condición de salud, las condiciones históricas y políticas que la conforman. De esta manera, los integrantes de la asociación, con la excusa de la enfermedad, se interrogan sobre su propia pertenencia étnica, sobre sus historias familiares, sobre los territorios que habitan y sobre la presencia de saberes y prácticas médicas no oficiales en sus propias historias de vida.

Carmen, otra de las mujeres que se embarca en el viaje a Bolivia, pocos días después de nuestro regreso me llama telefónicamente para contarme un sueño: “soñé con mi abuela, que ella me recordaba cómo llamar el animu y dónde buscar las yerbas que sirven para lo que tiene mi nieto”40. El amawta encontrado en Bolivia, de hecho, había visto en las manos de Carmen la señal presente entre quienes están autorizados a curar. Carmen tenía miedo de aceptar aquel don y de ello hablamos largamente durante el viaje. Desde entonces, sueña regularmente con su abuela y sus consejos sobre cómo sanar.

Así, si bien los Sumaqamaña Taki son un grupo que, a decir de las voces más críticas del pespi, ha sido vilipendiado y ha visto negado los recursos necesarios para su acción, asumiendo responsabilidades sanitarias que corresponden al Estado; los escasos financiamientos que reciben son usados en actividades que, en lugar de fortalecer el enfoque biomédico de la tuberculosis, constituyen iniciativas políticas en la medida en que transforman las subjetividades de sus miembros y sus propios vínculos con la memoria. La presencia de la TBC entre los indígenas urbanos que semanalmente son visitados por los miembros de la asociación, se transforma en una oportunidad para conversar sobre su propia condición étnica e histórica, sobre sus recursos terapéuticos, logrando por lo tanto visibilizar la condición política que subyace en los índices de prevalencia de enfermedades infecciosas vinculadas a la pobreza, levantados por la epidemiología cultural de los pueblos indígenas de Chile (Pedrero y Oyarce, 2006).

Igualmente, la falta de seriedad que demuestran las instituciones sanitarias chilenas ante los agentes indígenas de salud, se encuentra también en todos los conflictos que emergen durante el trabajo de campo en las iniciativas relacionadas con el pespi. Así como algunos indígenas urbanos han decidido dedicar su tiempo al trabajo con la tuberculosis, otras agrupaciones rurales han aceptado participar de las rondas médicas rurales, visitas realizadas a los pueblos del altiplano por equipos de salud que son parte de los programas de salud rural desarrollados en Chile desde los años 60 (Peña, 2008). Estas asociaciones, una de la comuna de Putre y otra de General Lagos, han tenido diversos problemas con el financiamiento y la disponibilidad de recursos para sus desplazamientos, la compra de yerbas medicinales y el ejercicio de las actividades programadas como parte del pespi. Q’illires, yatires y usuyires abandonan sus trabajos agrícolas, de pastoreo o de cuidado, para enrolarse en la empresa intercultural que les propone el Estado. Estas dificultades reflejan los valores diferenciados asignados a las prácticas indígenas y las de la medicina convencional, que son evidenciadas en la justificación que tiene que dar Felipe, el asesor cultural del programa, en una ocasión en que nos encontramos realizando las rondas médicas en General Lagos. Volviendo con los médicos tradicionales que realizan atenciones a los mismos usuarios de la ronda médica, cuya sede era Visviri, sin haber comido nada durante el día, nos encontramos con la siguiente sorpresa:

Lo siento, pero el presupuesto no contempla alojamiento ni comida, lo único que habían preparado las señoras que cocinan ya lo comieron los médicos y la gente del servicio que vinieron a acompañar la reunión intercultural de mañana, nos tendremos que arreglar así no más41.

Felipe está evidentemente contrariado por la noticia que acaban de darnos y todos nos miramos con desilusión dado el hambre y el cansancio que nos aquejan. Teodoro, yatire que nos acompaña, responde riendo:

Qué le vamos a hacer, no es ni la primera ni la última vez que nos falta el pan, ya hemos dormido tantas noches con hambre que una más no es nada.

Finalmente, mientras compartimos pan seco con mantequilla comprados en el único negocio de Visviri, Felipe me comenta diciendo:

Lo siento mucho, es obvio que el presupuesto para los médicos no puede faltar, tampoco para los que vienen a la reunión, la gente del municipio, pero para los médicos tradicionales sí, así es siempre con nosotros.

Estas escenas se repiten en cada una de las rondas médicas que he acompañado en Putre y General Lagos. La falta de espacios, alojamientos, comidas, etcétera, es considerada natural tanto para los mismos terapeutas indígenas, que saben que tienen que “arreglárselas”, como para los equipos de salud, que no hacen referencia alguna a las evidentes diferencias que existen en las condiciones de hospitalidad y de trabajo en zonas aisladas que se ofrecen a los grupos de trabajadores. No obstante, durante las reuniones se dirigen a ellos como los “colegas aymaras”.


Fig. 4. Rondas médicas en General Lagos con participación de terapeutas indígenas.


Fig. 5. Atenciones domiciliarias ronda médica.

Rosa, partera del programa Parto aymara Uta sanjamsuña del Hospital de Arica, que se ha vuelto emblemático dentro de las iniciativas del pespi42 y del que hablan a menudo las autoridades gubernamentales, se refiere a su trabajo destacando la cantidad de obligaciones que debe asumir dentro el programa, a pesar de los bajos salarios:

Yo siempre ando viajando por trabajo, la cárcel, el hospital y el consultorio con las mujeres embarazadas. Trabajo de lunes a domingo y a veces no queda ni tiempo para mis cosas, también piden que uno sea rápida, pero ¿cómo va a ser rápido sanar?, con los pacientes uno habla, toma el té, va al Agro, así no más va a poder conocer la persona, sino cómo (…), a veces no más me aburro y quisiera dejar, pero luego ya digo me gusta, hace tanta, tanta falta y la gente necesita43.

Una vez más, el trabajo de Rosa suple las diversas deficiencias de un sistema en el que “tantos, tantos necesitan” y, sin embargo, la partera tiene múltiples dificultades para poder ejercitar su rol. En el programa Uta sanjamsuña, por ejemplo, varias veces no la han dejado entrar al hospital o a los servicios de ginecología en los que trabaja: “No entienden cómo una persona como yo tenga derecho a entrar en una sala de parto”.

Rafael, antropólogo director del pespi en Arica, confirma las aseveraciones de Rosa, relatando cómo habitualmente tienen problemas con el equipo del hospital:

Los mismos funcionarios de mejor jerarquía, que a veces pueden incluso ser aymaras también, le piden a la señora Rosa que presente tarjetas de identificación para entrar al hospital, alguna vez incluso la han echado. Es como si pensaran ¿qué hace una paisana aquí?, es muy humillante44.

Ni Rosa ni los médicos tradicionales de General Lagos se sorprenden de todas estas prácticas en las que resulta evidente el valor diferenciado que tienen los trabajos en un campo que se presumiría libre de discriminaciones. En este sentido, la cuestión económica vinculada a los presupuestos que se dan para las políticas interculturales, más que una prueba del uso de los recursos terapéuticos indígenas como mano de obra económica, es más bien la continuidad histórica, en términos económicos, de las relaciones que han naturalizado la subalternidad de estos sujetos, acostumbrados a domesticar el hambre y el cansancio aun desde la primera infancia (Platt, 2002). La misma Marisa, directora primigenia del programa, explica su salida de él por estas razones:

Se volvió escandaloso que yo pidiera un auto para ellos, para que pudieran viajar al altiplano, escandaloso que yo tuviera fondos para el programa, para arrendar una casa, para comprar sus materiales, que no estuviéramos dispuestos a ceder el presupuesto a otros programas. Se llegó al punto en el que en el servicio ya nadie soportaba que se gastara toda esa plata, destinada a salud, en sus cosas de charlatanes. Yo no toleré esa situación y por eso me fui y ahora ves cómo están las cosas, fueron eliminando una tras otra todas nuestras conquistas.

El escándalo que denuncia Marisa, representado por la introducción de los indígenas dentro de las redes propias de los órganos públicos, demuestra, citando a Appadurai (1991), cuán compleja es “la vida social de los objetos”, los artefactos permitidos y prohibidos en la distribución material del campo médico-intercultural. Al parecer, los programas sanitarios para indígenas promueven el consumo de objetos emblemáticos de la interculturalidad: “aguayos” para las pawa y las camas de atención de parto, hierbas medicinales, trípticos diseñados con personas de piel oscura, personal indígena que ayuda a pacientes indígenas a orientarse dentro de un hospital, etcétera. Sin embargo, cuando estos mismos indígenas superan la frontera que vigila la justa distribución de los objetos en el orden intercultural, aspirando acceder a objetos considerados típicamente biomédicos, como la ambulancia, el ambulatorio, el viático, el bono por trabajo en zona aislada, sucede algo escandaloso: se comente una injuria insoportable contra el orden natural de las cosas. El escándalo proviene justamente del gesto de superar los confines del campo médico intercultural. ¿Por qué deberían los agentes de salud indígenas acceder a aquellos objetos considerados exclusivos de quienes han alcanzado un estatus y un poder particular dentro del campo médico?

No podemos extendernos demasiado respecto a la circulación de los objetos en el espacio terapéutico. Sin embargo, el abordaje que la antropología médica ha hecho de la integración de los grupos indígenas a los servicios biomédicos, a menudo descuida el lugar que tienen los objetos y el consumo, también, en la experiencia de salud. Esta, como cualquier experiencia social, es atravesada por circuitos de materialidades que cargan significados que definen dicha experiencia. La interpretación del uso de los agentes médicos indígenas como mera mano de obra de bajo costo, reduce la posibilidad de observar los circuitos en los que los objetos y el consumo se mueven en este campo o, más bien, siguiendo a Kopytoff (1991), nos priva de observar la biografía de estas materialidades: las relaciones sociales que se crean en torno a los intercambios permitidos y prohibidos de ciertos objetos. Esta perspectiva permitiría decir algo más sobre las tácticas de utilización de los espacios interculturales por parte de los distintos actores que entran en escena. Sin duda, la antropología del consumo (Douglas y Isherwood, 1990) y las perspectivas contemporáneas sobre la cultura material (Miller, 1998) han develado cuánto se pierde en el racionalismo económico que considera el mundo de las cosas como un mundo de objetos inertes, mudos, como si los seres humanos no creáramos relaciones vivas, afectivas e implicadas con y a través de los objetos. Desde esta perspectiva, entender la vida material de las cosas permite sumergirse en un mundo de vínculos entre personas, lenguajes, afectos, deseos y miedos, un mundo en el que también emergen las discriminaciones históricas que distribuyen el tipo de objetualidad permitida al mundo indígena.

860,87 ₽
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9789563573121
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