Читать книгу: «Almas andariegas», страница 5

Шрифт:

Al observar los objetos y servicios a los que las personas con las que he trabajado acceden, los que pierden y los que desean, es posible comprender que los costos asociados al campo médico intercultural no se miden solo desde una racionalidad económica que busca restringir el presupuesto al mínimo posible, sino que más bien se definen en términos políticos y simbólicos. Por ello, cuando la agrupación Sumaqamaña Taki decide comprar con su presupuesto “medicinas naturales” de todo tipo en los mercados de Bolivia para ofrecer a sus usuarios en Chile, así como en viajes en búsqueda de líderes espirituales que sostienen el Gobierno de Morales, o cuando los médicos indígenas de General Lagos solicitan acceso a box, tarjetas de identificación o incluso a delantales y estetoscopios, fenómeno por lo demás común a otras medicinas indígenas del mundo (Fassin, 1992: 210; Beneduce, 2010a), los mecanismos miméticos que caracterizan a la llamada medicina tradicional extienden sus efectos sobre el orden de los objetos y a los significados que los vinculan. Más que una dicotomía entre medicina para los pobres y medicina para los ricos, la utilización y circulación de las mercancías que se observan en el campo médico-intercultural es el reflejo de una verdadera lucha por la movilización de los significados asociados a las materialidades propias del mundo sanitario, una lucha que parece querer poner en juego nada menos que la conservación misma del orden “natural” de las cosas.

Doctores invisibles

“Disculpe, tengo cosas que hacer, pasé solo un ratito a saludar”. Quien se justifica es el único médico que vino a la reunión de Iquique con las facilitadoras interculturales. Marina, la directora, con voz ofuscada responde: “está bien, doctor, pero por favor llévese este tríptico y por favor lo lea , es importante”. El ambiente queda en silencio y, sin más comentarios, Marina retoma el hilo de su presentación de Power Point. Del mismo modo, Lucas se excusa por la ausencia de varias autoridades del servicio de salud que, luego del saludo de la pawa realizada por Julián, se retiran silenciosamente del encuentro45.

La ausencia de las autoridades, representadas tanto por médicos como por altos mandos de los servicios de salud, en las iniciativas interculturales, es considerada algo normal. Durante el trabajo de campo encuentro pocos médicos, a excepción de los psiquiatras, que atienden en los servicios de salud mental comunitaria. Sin embargo, su ausencia física se compensa con su presencia evidente en ciertos espacios de toma de decisiones, constatando la tendencia a la conservación de la estructura del campo sostenida por Bourdieu. El trabajo de facilitadores dentro de los hospitales, el trabajo de los miembros de Sumaqamañana Taki, son de alguna manera una prolongación del trabajo del personal biomédico, en tanto son los mismos actores indígenas quienes caracterizan su trabajo como un “acompañamiento a la burocracia de los médicos”, o a la promoción de “un discurso extranjero” sobre la enfermedad. Si bien son invisibles en reuniones y ceremonias, sus palabras, sus prescripciones o la contundencia de sus decisiones son parte del discurso de los mismos indígenas que, sin embargo, se resisten a vestir el traje de simples portadores de la voz biomédica.

Los mecanismos de acción de la hegemonía con los cuales varios autores han descrito el actuar del sistema biomédico (Menéndez, 1981, 1982, 1988a, 2002)46, se afirman en los espacios en los cuales los doctores se muestran ausentes, como si la salud intercultural fuera algo que implicara exclusivamente al mundo indígena, un campo que, al límite, roza el actuar de los operadores técnicos. Sin embargo, esta ausencia encarnada en el saludo del doctor que escapa apurado de la capacitación, contrasta con momentos en que la autoridad médica emerge para definir el funcionamiento del poder en el campo de la salud: para decidir quién realmente tendrá la autoridad del espacio de atención del parto, para definir quién podrá o no tratar la herida de una niña quemada cuya familia quiere sacar del campo biomédico. De esta manera, la tendencia a conservar el funcionamiento de la estructura es más evidente en aquellos intersticios donde lo que se juega es la verdad misma de los discursos de la ciencia y sus consecuencias sobre las relaciones de poder dentro del campo47.

Las palabras de Mariluz, directora del Servicio de Salud de Arica, al respecto son elocuentes:

Ellos [los indígenas] saben muchas cosas, pueden curar el dolor de estómago, el dolor de cabeza, prevenir el malestar con sus agüitas, pero no pueden hacer una cirugía valvular aórtica ni tratar el síndrome de intestino irritable. Hay que ser conscientes de estos límites48.

Evidentemente, los espacios del cuerpo que se dejan expuestos a la acción de los agentes tradicionales son espacios liminales, aquellos dominados por aspectos ligados a la prevención y el alivio del dolor, a la acción de la familia y la comunidad, motivo por el cual, y no sin una cierta ingenuidad, la acción de los terapeutas es concebida como naturalmente cercana al modelo de salud basado en la comunidad. En este intento por relegar la práctica terapéutica indígena a la intimidad de las familias, a las prácticas preventivas o paliativas, es evidente la intención de alejar a este tipo de sujetos de la objetividad de los órganos, que es evidenciada por la autoridad sanitaria al referirse a las cirugías que menciona. Es esta objetividad de los órganos, del cuerpo en cuanto materia, la que ha posicionado a la biomedicina a lo largo de la historia en un lugar de superioridad estructural (Foucault, 1998), en la que resuena la superioridad moral que se pretende dar al proyecto de los estados nacionales.

Si bien la fuerza biológica de la verdad médica se basa en la comprensión de los cuerpos como materia muda, inerte y universal, el trabajo histórico de Foucault (1998) y Vigarello (2006) ha develado los mecanismos por medio de los cuales la objetividad de la ciencia se construye. La fuerza de los discursos de verdad propios de la ciencia proviene, según Foucault (2004), de la posibilidad de alejar la discontinuidad propia del discurso. Así, la voluntad de verdad, que en este caso es representada por el discurso biomédico, depende de la anulación o la reducción de la legitimidad de los discursos que no se adecúen a sus preceptos. Por lo mismo, el sentido de verdad que encierran ciertos discursos no se vincula tanto con su relación con la realidad como con el poder que encierran. Por ejemplo, al hacer referencia con palabras de uso técnico –cirugía vascular aórtica– a un territorio en el cual los indígenas nunca podrán entrar.

De esta manera, los límites establecidos en el campo intercultural adquieren un estatus de verdad que, siguiendo el razonamiento de Foucault, es “riqueza, fecundidad, fuerza dulce e insidiosamente universal”. A causa de su encanto, ignoramos la voluntad de verdad como “una máquina prodigiosa destinada a excluir” (Foucault, 2004: 9), y aquello que es excluido no tan solo en los discursos que muestran su discontinuidad interna, sino también en la diversidad de actores que, invadiendo este nuevo campo, pueden poner en juego el deseo y el poder. Otra situación vivida durante una ronda médica de General Lagos revela lo que quisiera aquí plantear como los “excesos del uso del poder de la ciencia” para justificar la reproducción de desigualdades y violencias históricas que, escondidas bajo el tupido velo de la naturaleza, biologizan la subalternidad de una población específica.

Vamos camino a uno de los últimos poblados a visitar, según el recorrido trazado por el servicio de salud para la comuna de General Lagos. Llueve y vamos muy apretados en la parte de atrás de la ambulancia. Alejandro, facilitador intercultural; Teodoro, yatire, e Ismael, q’illire, me acompañan entre camillas y cajas con fármacos. Mientras viajamos, nos damos cuenta de que algo no funciona bien en el camino, el terreno está fangoso y el vehículo no avanza. Los integrantes de la asociación bajan rápidamente a ayudar al conductor de la ambulancia. La situación me recuerda una escena similar sucedida días antes, pero en un viaje en el que militares aceptaron acercarme al pueblo de Chujlluta en uno de sus vehículos. Aquella vez, los jóvenes soldados bajaron rápidamente a ayudar bajo la lluvia. En este caso, con la misma naturalidad Teodoro, Alejandro e Ismael bajan a cumplir el mismo rol. Empapados, suben explicando lo que ha pasado: los ríos se han salido con las lluvias altiplánicas y el vehículo tiene dificultades al pasar por el terreno, pero con el arreglo que le han hecho deberíamos poder llegar a los pueblos que faltan. Se habla de las lluvias, de cuánto hacían falta y cómo habían empezado a preocuparse por la falta de agua. Teodoro está contento, pues solo días antes ha hecho en su pueblo el ritual de la wilancha para llamar la lluvia y este parece haber funcionado. De repente, nos detenemos y oímos la conversación del médico que va de copiloto y el conductor de la ambulancia: “No se puede seguir así, hay mucho barro, volvamos a Arica (…). La situación es objetivamente intolerable, yo asumo las consecuencias”49. La decisión se toma sin pedir la opinión de nadie más y sin siquiera consultar a los terapeutas indígenas que conocen bien el terreno. Enojados por tener que regresar sin haber cumplido el objetivo de atender a los pacientes más alejados del sector, comentan con irritación: “Ellos no conocen aquí, claro que habríamos llegado, ¡si esto es una ambulancia!, aquí nos movemos con cualquier cosa, basta un poquito de voluntad (…). Siempre es así, tienen miedo del altiplano”50.

Nos separamos, nos dejan en Visviri, mientras el vehículo vuelve a Arica. Los servicios médicos concluyen así sus prestaciones en General Lagos, sin haber llegado a tres pueblos del altiplano aymara, que deberán esperar veinte días antes de volver a ver pasar la asistencia biomédica ofrecida por el Estado.

En la suspensión de la ronda médica a causa de la opinión del joven médico impresionado por el estado de los caminos en el altiplano aymara, resuena la extensión de un tipo de hegemonía alcanzada a través de los discursos de verdad de la biomedicina, que esta vez se dirigen a la evaluación del territorio indígena. Este juicio “objetivo” sobre las posibilidades de realizar las prestaciones sanitarias reproduce las relaciones históricas de poder que están en la base no solo de comprender el altiplano aymara como un territorio peligroso, aislado y deshabitado, sino también de naturalizar el hecho de no incorporar la voz de los antiguos habitantes del territorio en la discusión y, al mismo tiempo, disponer de su asistencia inmediata para arreglar el vehículo, a pesar de que se trate de un trabajo “sucio”, habitualmente relegado a quien se presenta en condición subalterna. Al mismo tiempo, en la decisión tomada por el médico y seguida automáticamente por todo el resto del equipo, poco parecen importar la reproducción de desigualdades en el acceso a los servicios de salud características de las zonas rurales, así como tampoco el gasto de recursos –humanos y físicos– que se produce toda vez que las rondas no se cumplen. De este modo, los números que más tarde se generan sobre las condiciones de salud de poblaciones aisladas como estas, muchas veces no tienen en cuenta las bases sobre las que se toman decisiones que inciden en la accesibilidad geográfica a la salud (Lazo y Carreño, 2020) y que, a su vez, son parte de un reconocido vínculo entre violencia estructural y enfermedad (Farmer, 2005: 29-50; Bourgoise, 2010), entre exclusión espacial y salud (Gutiérrez, 2009). En la pretendida objetividad del peligro del paisaje aymara, sobre la cual se toma la decisión, resuenan las palabras de Fanon (2000), quien recordaba, analizando el contenido de los test diagnósticos aplicados a la población magrebí, que bajo la idea de objetividad a menudo la ciencia oculta discursos que repercuten contra los más débiles. Evidentemente, como en cualquier forma de hegemonía, existe una imposibilidad de dominio y sumisión total (Gramsci, 1975). De hecho, en esa ocasión, mis compañeros de viaje retomaron el tema de la ronda, comentando cuán a menudo los habitantes de la comuna de General Lagos, una de las más pobres del país, son testigos de este tipo de episodios, en los que la ronda médica no llega con los servicios prometidos, a pesar de que la esperen en sedes que se encuentran a varios kilómetros de sus propias casas51.

Por cuanto impredecible, la presencia del Estado es considerada casi un milagro. Durante los días posteriores al día en que la ronda se realizó, los pacientes que esperaban bajarán a Arica con sus propios medios o viajarán a Bolivia en búsqueda de un yatire o médico. Mandarán a decir a alguien que necesitan una partera o, si la situación fuera muy grave, asistirán la enfermedad con sus propios medios: “Tanto en estos lados hace siglos que nos arreglamos así, si el médico viene es un milagro”52. La tranquila reacción de los agentes de salud, así como la naturalidad con que se asume el regreso de la ronda médica, parece hablar de la historicidad inscrita en estas arbitrariedades de los servicios del Estado que, no obstante todo el discurso intercultural, no es capaz de garantizar derechos fundamentales como el del acceso a la salud en todo su territorio. Sin embargo, la respuesta serena de los indígenas deja la impresión de que existe también cierto orgullo entre ellos por la capacidad de vivir en los márgenes del Estado y sus milagros, por la fuerza y la firmeza de los cuerpos indígenas que, a diferencia de los cuerpos no indígenas, son capaces de resistir no solo las dificultades de vivir en estas latitudes, sino también de obviar el uso de aquellas instituciones poscoloniales, cuya presencia pertenece al horizonte de la arbitrariedad, de lo ambiguo e incierto:

En el origen de la colonización hay un acto inaugural inscrito dentro de una jurisdicción específica: aquella de la arbitrariedad. Tal acto consiste no solo en el decretar sin límites, sino también en el poder desvincularse de los límites de la realidad misma (…). En sí, colonizar es un acto gratuito por excelencia, colonizar significa también desarrollar una subjetividad sin límites. Es por ello que la colonia es un universo de subjetividades ilimitadas, un acto que se asemeja a un milagro. Frente a su soberanía, ninguna ley, ninguna decisión exterior tiene eficacia. En la economía del milagro, nada es inalcanzable, irrealizable, no hay límites a lo posible. Como acto milagroso, el colonialismo libera al conquistador de las prisiones del derecho, de la razón, de la duda, del tiempo, de la mesura. Así, haber sido colonizados significa, en un cierto sentido, haber vivido en las proximidades de la muerte (Mbembe, 2008: 220, traducción propia).

Exclusiones

Numerosos estudios de la antropología médica contemporánea se han inspirado en preceptos que, desde la década de los ochenta, han propuesto tratar la biomedicina como un sistema cultural (Kleinman, 2006). Al tratar la medicina occidental de esta manera, se otorga por primera vez un espacio de debate en el que son evidentes los componentes políticos, sociales y económicos propios de sus técnicas, la configuración de su mirada y su llegada a territorios colonizados en los que previamente habitaban otros tipos de medicinas: indígenas, populares, religiosas, etcétera. En este recorrido que acompaña el desembarco del saber médico en áreas indígenas, la biomedicina ha develado sus más profundas ambigüedades, evidenciando lo limitante que es situar sus prácticas como parte de una ideología única. Más que un sistema de pensamiento unificado, lo que observamos en las prácticas e imaginarios de médicos, autoridades sanitarias y operadores de los distintos niveles en que se toman las decisiones, es el actuar de varias subjetividades atravesadas por un discurso científico que, sin embargo, como cualquier subjetividad, tiene siempre la posibilidad de actuar por medio de los intersticios en los cuales se revela la imposibilidad del dominio de lo único (Stengers, 2003).

Por su parte, el rol de los antropólogos en el campo intercultural, si bien es menos visible al ocupar puestos de menor rango, es igualmente clave en la construcción de las fronteras que garantizan el funcionamiento del campo. Así como los médicos, los antropólogos hemos tomado distintas posiciones en la empresa intercultural, en la construcción de sus verdades discursivas y en el alzamiento de los límites más allá de los cuales las ambiciones de transformación se vuelven un escándalo. Al observar las prácticas de inclusión, es decir, los mecanismos por los cuales se permite a las otras prácticas y saberes médicos entrar en el campo intercultural, las estrategias de exclusión se vuelven evidentes, así como evidente se vuelve el rol de los antropólogos en su construcción. A estas estrategias de exclusión y al rol que asume la ciencia de la cultura en su construcción, dedicaremos el siguiente apartado.

Diferencias visibles

En la construcción de las fronteras del campo médico intercultural, los médicos no son los únicos que actúan. Es más, parece que estas figuras tienden a relegarse más bien en el núcleo duro de la certeza biológica que trata la condición humana desde su unicidad como especie, pasando el tiempo entre tratar de cumplir con una cantidad irrisoria de consultas por hora y administrar los siempre escasos recursos para una siempre excesiva demanda de salud. En la configuración de la alteridad, en cambio, somos los antropólogos quienes más activos hemos estado en la labor de dar contenido a aquel enigma que representa la cultura, y dar explicación, a partir de las diferencias, de los tantos conflictos que se desatan en el espacio del encuentro sanitario. La “invención” de la diferencia cultural a manos de los antropólogos, con sus consecuencias éticas y políticas, ha sido un tema discutido especialmente en el ámbito mapuche en Chile53. En el caso andino, la configuración de aquello que se entiende como cultura aymara ha recorrido un camino paralelo al posicionamiento de la antropología y la arqueología en el espacio público, llegando hoy a representar una de las fuentes autorizadas que usan los propios aymaras para narrarse a sí mismos (Gundermann y González, 2009; Zapata, 2003, 2007).

En el ámbito sanitario, la acción de los antropólogos ha retomado esta posición creadora de diferencias, diseñadora de los límites de la alteridad, evidenciando una oscilación entre roles propia de la historia de nuestra disciplina; por una parte, es posible verla reafirmando las características casi estereotipadas de la diferencia cultural; por otra parte, defendiendo la dignidad epistemológica de otras teorías sobre la persona, la salud, la enfermedad, la vida y la muerte. Antropología neocolonial y antropología comprometida (Aguirre Beltrán, 1979; Manz, 1995) extienden posiciones particulares sobre el rol que debe tomar la disciplina de la cultura en el campo de las políticas dedicadas a los pueblos indígenas. Los antropólogos implicados en este campo se encuentran a menudo frente a la tarea de dar contenido a los conceptos que hoy se debaten en este escenario. La construcción de las diferencias a partir de la palabra autorizada de los antropólogos y los intelectuales indígenas, surge como contrapunto al límite alzado por la medicina occidental y el Estado sobre lo que ha de incluirse en los confines de este campo. La cultura es incluida en su diferencia visible, en el conjunto de señales que, emanadas en y desde el cuerpo, permiten justificar la necesidad de políticas interculturales y, al mismo tiempo, marginan de estas mismas políticas los contenidos incómodos para la perpetuación del proyecto etnogubernamental del Estado (Boccara, 2007).

Uno de los primeros aspectos que aparece en las etnografías realizadas como prueba de la diferencia de los aymaras es, justamente, la salud: “¿De qué se enferman los aymaras?”, pregunta Marina con voz clara y fuerte. El público, esta vez compuesto por indígenas de diversas asociaciones de la XV región, se queda en silencio, hasta que algunas respuestas surgen espontáneamente: “Se enferman de tuberculosis, de cáncer”, dice alguien. “¡De VIH!”, dice otro.

Estas respuestas dan inicio a una discusión en el público entre personas que sostienen o que rechazan la presencia del VIH entre los aymaras. Silvia, dirigente de Copaquilla54, alza la voz para responder: “¡Nos enfermamos por la contaminación del agua y el plomo y el arsénico de las mineras, eso nos envenena!”. El debate se agudiza y Marina retoma la palabra para calmar la situación:

Sí, es verdad que se enferman de esas cosas y tratamos de trabajar para ello, pero aquí lo que quería rescatar es que los aymaras se enferman de cosas desconocidas para nosotros, se enferman de susto, de agarradura de tierra, de animu. ¿Sabemos nosotros cómo curar estas enfermedades? No, entonces tenemos que aprender y saber cuáles son las enfermedades de los aymaras55.

Facilitadoras, parteras, asesores culturales y dirigentes indígenas son espectadores de este discurso sobre sus enfermedades, sobre su diferencia, esta vez encarnada en los síndromes que la antropología médica ha reunido bajo la idea de síndromes de filiación cultural (CBS por sus iniciales en inglés, Cultural Bound Syndromes). El susto, la agarradura de tierra, el animu son, en efecto, nombres locales que, además de indicar estados particulares de sufrimiento, organizan los horizontes de significado y los itinerarios terapéuticos que se ponen en acto una vez que los diagnósticos han sido elaborados. Sin embargo, el análisis de Marina, que confina estas enfermedades en el perímetro de la cultura aymara, olvida la particular heterogeneidad de su auditorio, compuesto por trabajadores del pespi, pero también de líderes y jóvenes pertenecientes a las comunidades indígenas rurales y urbanas que han venido a hablar de las necesidades sanitarias de su pueblo. Esta interpretación, además, descuida la particular configuración de estos “diagnósticos tradicionales” que, al no ser considerados en la complejidad y dinamismo histórico que configura su presencia, corren el riesgo de volverse solo nomenclaturas útiles para calmar las ansias clasificatorias propias del pensamiento biomédico (Beneduce, 2005).

Como es sabido, los CBS nacen en la década de los ochenta como producto de la confluencia entre psiquiatría y antropología, ambas concentradas en definir la capacidad de las culturas de generar cuadros patológicos propios, irreproducibles en otros contextos (Coppo, 2003). Ejemplo clásico de esta discusión lo representa el susto o espanto en América Latina, malestar presente en varias medicinas indígenas y populares del continente, producido por una fuerte emoción que, basado en teorías sobre la conformación del cuerpo y el sujeto de origen prehispánico, genera la fuga de una sustancia esencial del ser humano (traducida en ocasiones como alma), que queda atrapada en el lugar en que se produjo la conmoción (Mysyk, 1998; Cradon, 1983; Fernández Juárez, 2004). Estos síndromes han permitido analizar los mundos ocultos detrás de palabras un tiempo consideradas pura charlatanería, logrando obtener material abundante respecto a los horizontes de significado que se encuentran tras estos conceptos. Como conclusión de estas indagaciones y producto del enfoque comparativo con que fueron abordadas, múltiples fueron las clasificaciones y enciclopedias que nacieron buscando estandarizar síntomas y buscar equivalencias con los cuadros diagnósticos de la biomedicina y la psiquiatría (Zolla y Matta, 1994; Citarella, 1995: 129-196; Castro, 2000: 249-340). Sin embargo, como sostienen varios críticos de la perspectiva de los CBS, en ellos parecen aún resonar los ecos de los prejuicios sobre otras formas de sanar, reproduciendo la dicotomía entre ciencia y creencia, de la que la antropología parece no poder escapar (Good, 1994: 1-25; Rosaldo, 2001). Por otra parte, bajo la idea de síndromes de filiación cultural, subyace la idea de que ciertas enfermedades dependan de la cultura y otras puedan prescindir de ella, esta vez entendiendo el concepto mismo de cultura como una especie de trampa en la que se encuentran atrapados ciertos grupos humanos: recinto semántico que encierra a los sujetos determinando sus formas naturales de sufrir (Beneduce, 2007). Solo una perspectiva consciente de la historicidad y las particulares teorías de la persona dentro de la cual estos síndromes funcionan, podrán concebir las formas locales de elaborar experiencias que este tipo de metáforas contienen.

Por estos motivos, la idea de usar las “enfermedades de los aymaras” como patrimonio exclusivo de un pueblo, como muestra de su diferencia y fidelidad a la tradición, deja intactos los problemas que están en el corazón del conflicto intercultural: las referencias al horizonte histórico y social dentro del cual las experiencias y los significados de la salud y enfermedad son elaborados, transformados, legitimados y demandados. El interés del público por discutir temas como el sida entre pueblos indígenas o las consecuencias de la contaminación ambiental que han sufrido territorios indígenas, contrasta con el interés de Marina en demostrar la diferencia del pueblo aymara a través de sus enfermedades, lacerando de este modo la credibilidad en el mismo programa al que los asistentes pueden aspirar. En la pausa de la misma capacitación antes relatada, Silvia comenta:

Marina viene de Santiago y es la directora del programa. Si ella no nos da respuesta a estos problemas, ¿quién nos va a responder? (…) si no es por salud, tampoco es por medio ambiente, por ninguna parte nos dan respuesta.

El uso de la enfermedad como signo de la diferencia se integra dentro de un conjunto de distinciones que encarnan lo que Mariluz consideró “pequeños detalles que marcan la diferencia”. Conocer las enfermedades aymaras, aprender a saludar en lengua indígena, traducir la señalética del hospital, iniciar todas las ceremonias con una pawa, incluyendo actividades municipales y de los servicios ministeriales, son parte de estas distinciones. Del mismo modo, la contratación de profesores peruanos y bolivianos que vienen a Arica a hacer cursos de lengua y cultura andinas, la celebración del día de la mujer indígena con talleres sobre “el significado de la Pachamama” y otras iniciativas afines56, si bien son señales de un proceso de reconocimiento y valorización de los pueblos indígenas, cada vez más fuerte a nivel nacional, también son estrategias de subjetivación en el sentido foucaultiano del término. Esto, debido a que lo que se construye es la paradoja de un discurso creado por el Estado en colaboración con la antropología y con ciertos grupos intelectuales y políticos del mundo aymara. En ellos resuena el análisis que, en un contexto muy lejano como es el África de los grandes lagos, ha realizado el congolés Valentín Mudimbe respecto al discurso de la négritude y su relación con la condición poscolonial. Para el autor, el discurso de la négritude nace de la tarea de enseñar a los africanos cómo leer su alteridad o ayudarles a formular modalidades con las cuales expresar su propio ser o su lugar en el mundo (Mudimbe, 1988).


Fig. 6. Festejos del día de la mujer indígena.

Del mismo modo, el Estado chileno pretende enseñar a los aymaras a concebir su alteridad por medio de las manifestaciones de su cuerpo, así como por sus formas de saludar, de bendecir, de relacionarse con el espacio divino y de entender su propia relación con la comunidad. De la economía a la salud, de los rituales del nacimiento a las enfermedades aymaras, la cultura andina es imaginada, narrada y performativizada por el Estado y sus instituciones a través de discursos que se plasman en las obras gráficas con las que se promueve el pespi y sus actividades. Estas diferencias visibles, estos pequeños detalles construidos en torno a la voz autorizada de la antropología, marcan los límites de lo tolerable en el campo de la salud intercultural, más allá de los cuales lo tolerable se vuelve un exceso.

La culpa del yatire: alcohol y moralidad de las medicinas indígenas andinas

L’act de soigner ne consiste pas seulement à rendre opératoire un savoir. Il met aussi en ouvre un pouvoir (…). Le dispositif thérapeutique d’une société a donc á voir avec le politique de manière plus complexe qu’il n’est habituel de le considérer lorsque ce dernier aux seules politiques de santé. Aux origines de ce pouvoir, il y a une entreprise de moralisation des médecines dites traditionnelles, c’est-à-dire, d’une part de séparation du bien et du mal et d’autre part, de valorisation du premier au détriment du second 57.

(Fassin, 2000a: 73)

Nos encontramos al amanecer y Rafael, director del programa en Arica, parece preocupado. Tenemos por delante un largo viaje hacia Visviri a la reunión con la asociación Pachan Kutt’aniña, la cual reúne habitantes de General Lagos y agentes tradicionales de salud, reconocidos por ellos mismos. Apoyar la formación de este tipo de asociaciones es uno de los objetivos del pespi. Durante el camino, Rafael me cuenta que su nerviosismo se debe a un incidente en la última ronda de salud rural con el yatire, don Pedro. Felipe está de acuerdo con Rafael y agrega que habrá que inventar alguna forma de castigar al joven, a pesar de que es el único yatire disponible para trabajar en el programa y uno de los más reconocidos de la zona. Llegamos cerca del mediodía y la reunión se inicia algunas horas más tarde, cuando los socios que viven en alejadas estancias logran arribar a la sede comunal. En esa ocasión, tenemos que realizar elecciones, pues hay que renovar la directiva. Luego de un proceso de votación que analizaremos más tarde, Rafael toma la palabra para pedir a Teodoro y Pedro que expliquen a la asamblea lo que sucedió en la última ronda de salud rural. Expectantes, vemos subir a Ismael, otro q’illire del programa, quien se dirige al público para explicar:

860,87 ₽
Жанры и теги
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
499 стр. 32 иллюстрации
ISBN:
9789563573121
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают

Новинка
Черновик
4,9
171