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A pesar de que esta nueva versión de la propia historia se haya configurado en torno a los soportes clásicos de la modernidad: la escritura, el archivo, el documento y la comisión (Le Goff ,1991), es posible sostener que en su intertextualidad se encuentra algo más que la sola “invención” de una unicidad inexistente, por parte de los intelectuales indígenas urbanos que participaron en su creación, tal como ha sido sostenido por algunos autores (Gundermann, 2003). Varios historiadores, y en particular Michel de Certeau (1977), han subrayado el modo en que la composición de la historia se debate entre ciencia y ficción, evidenciando el hecho de que en el gesto de “narrar verdades históricas” se ocultan deliberaciones ideológicas y estéticas similares a las que la misma historiografía realiza en el ejercicio de dar a las narraciones históricas la apariencia de una explicación de lo real (White, 1992: 11). En este sentido, la elección aymara de narrar la propia historia, a partir de una cesura entre el campesino asimilado y el indígena consciente, podría considerarse un verdadero acto táctico puesto en escena como parte de una estrategia de negociación con el Estado, que solicita la creación de dicha narración. En consecuencia, la continuidad histórica no se encuentra tanto en el contenido del relato ofrecido a la comisión, sino más bien en la forma elegida por estos grupos para la recomposición de su relación con el Estado, que se configura a partir de la posdictadura.

A la luz de la urgencia en que el Estado impone para producir acuerdos nacionales sobre la historia de los pueblos indígenas, los programas de salud intercultural establecen una relación ambigua con dichos relatos, que deben al mismo tiempo ser recompuestos y silenciados. Al respecto, Manuel, mediador cultural del Hospital de Arica, en una ocasión en que hablábamos sobre la pérdida de tierras que sufrió su familia y que fue el detonante para migrar forzadamente a la ciudad, utiliza la palabra “calmante” para explicar el sentido del programa de salud intercultural en el que había empezado a trabajar hace pocos meses:

El programa es un calmante, igualito como los remedios que han llegado también al altiplano con los médicos, que sanan de tantos males, pero también hacen olvidar la medicina nuestra, es como bien y mal, curación y enfermedad16.

La metáfora que utiliza Manuel devela su eficacia en el momento en que Mariluz, directora del servicio de salud durante los últimos meses de la investigación, retoma la idea del programa intercultural entendiéndolo, justamente, como un calmante, una forma de protección necesaria para usuarios especiales, como son los pueblos indígenas. En el marco de una entrevista periodística17, la autoridad explicó la necesidad de instalar este tipo de programas en la región, debido al perfil de la población: “Si yo tengo un usuario que cree que los hábitos saludables que promovemos desde el sector salud son muy lejanos y los rechaza, entonces estamos fallando”.

La necesidad del pespi dentro de los hospitales radicaría, entonces, en la falta de comunicación con aquellos sectores de la población que rechazan “hábitos saludables” y que, a menudo, pertenecen a los pueblos indígenas:

Si yo tengo una cultura que necesita un trato distinto, especial, que necesita más explicaciones, y si yo no hablo aymara, que no es un pecado de nadie, entonces ahí va a estar el mediador que habla este idioma y puede dirigirse a estos usuarios. Está probado que escuchar las cosas en una lengua que te es cercana, que tiene sonidos cálidos, afectuosos, provoca una mejor asimilación. De hecho, durante el embarazo, cuando los bebés están en el vientre materno, sienten la voz de la mamá y se calman, mientras que si sienten la voz de una persona extraña, se angustian. Esto es igual para todas las personas, no importa la edad que tengan, si están en ambientes seguros están más tranquilos, los dolores se calman y son menos intensos.

Si la historia de los pueblos indígenas fue evocada por el Estado, la metáfora del calmante que usa Manuel y que confirma Mariluz al comparar el programa pespi con la necesidad de calmar al bebé intrauterino a través del sonido de su madre, confirma el lugar que dicha historia tiene en la construcción de un discurso multicultural en el marco de la democracia neoliberal chilena. De hecho, la dificultad de entender el reflejo de la historia del pueblo aymara en las condiciones de salud que este presenta, se evidencia no solo en la sorprendente analogía que la autoridad hace entre el bebé angustiado y el indígena que no entiende, sino también en el lugar que “lo social” adquiere al interior de la gestión de los sistemas sanitarios.

Emblemático de este proceso es el lugar que los “determinantes sociales de la salud” han asumido en la reforma sanitaria que es parte estructural de las orientaciones que guían el pespi. Si bien este paradigma apunta a actuar contra las desigualdades evitables e injustas en la condición de salud de grupos sociales económica o geográficamente diversos (Frenz, 2006), el énfasis de su instalación ha sido puesto en la posibilidad de aumentar la cobertura de acceso a los servicios públicos y a la distribución de los recursos biomédicos, por parte de los grupos considerados vulnerables, tales como los pueblos indígenas. Una vez más, diferencia étnica y pobreza, entendida como falta de acceso a la salud, son considerados conceptos análogos, proyectando una disminución de las desigualdades estructurales en las condiciones de salud de los distintos grupos sociales, a través de una mayor cobertura de incorporación de la población indígena al sistema biomédico.

La esperanza de resolver buena parte de la cuestión indígena a partir de una inserción masiva de esta población en los servicios que el paradigma biomédico ofrece, implica reproducir una visión civilizatoria de la medicina que ofusca el espesor político que está ínsito en el actuar de programas como el pespi y en la óptica de los determinantes sociales de la salud. Marisa, una de las primeras directoras del programa de la zona, considera que el conflicto o respecto a dónde situar lo social en salud, representa el principal límite de acción del programa:

La dificultad de los equipos para entender el contenido político que significa trabajar con pueblos indígenas, la idea que existe en los equipos que haces un trabajo intercultural solo porque curas indígenas18.

Evidentemente, la dificultad de la que habla Marisa no deriva de una incapacidad personal de los equipos, sino que es más bien la conclusión misma de la historia de la biomedicina que, en esta ocasión, se refleja en las actuales políticas interculturales. No por casualidad, la historia de la medicina fue uno de los primeros objetos del análisis foucaultiano que pretendió identificar los deslizamientos del poder que señalan el inicio de la modernidad (Foucault, 1980, 1998). En las obras en que el autor dedica al tema, se evidencia que la identificación del cuerpo, entendido solo como un cadáver, es parte de un proceso de naturalización de los objetos de estudio de la ciencia médica, que le permiten situarse dentro de un cuadro de ficción ahistórica. A la ahistoricidad con que se pretende caracterizar el conocimiento biomédico, se agrega el tratamiento de la dimensión social de la salud como un estrato diverso, como si las acciones, las relaciones sociales y de producción pudieran constituirse en la objetividad de universos independientes, regidos por leyes propias, capaces de escindir el orden simbólico del económico, el orden corpóreo del social, ocultando sus condiciones históricas de producción y la arbitrariedad de las relaciones de poder que se realizan al interior del campo biomédico.

En consecuencia, la dificultad de los equipos de la que habla Marisa respondería más bien a una aproximación histórica de la biomedicina, que perpetúa la división entre campos materiales y simbólicos, económicos y sociales, biológicos y políticos, obstaculizando la incorporación del paradigma de los determinantes sociales de la salud, más allá de la ampliación de la cobertura y acceso al paradigma biomédico por parte de poblaciones históricamente marginadas. A su vez, esta dificultad refleja parte de una reflexión desarrollada en los albores de la antropología médica, en la cual la vieja cuestión sobre la fetichización de las relaciones de producción, se traduce también en lo que Michael Taussig llama la reificación del paciente, es decir, la constatación de que es “un problema específicamente moderno el hecho que los órganos del cuerpo puedan ser concebidos alternativamente como meros objetos o como eventos que suscitan repetidamente interrogantes respecto al significado social de un malestar específico” (Taussig, 2006: 76-78).

La imposibilidad de comprender la salud como hecho social radica en la historicidad de la propia biomedicina, a partir del momento en que la “objetividad ilusoria de la patología” se transforma en una aliada estratégica para afirmar una concepción específica del sujeto que se encarna en la idea del individuo, cuya finitud radica en su propio cuerpo. Desde esta perspectiva, la mistificación del cuerpo y del individuo es parte de una ideología política que funciona en torno a la objetivación del mundo, en torno a una relación perpetua con lo visible y lo enunciable, correspondiente al pacto inexorable que el pensamiento médico ha establecido con el estatus filosófico del individuo en el Occidente moderno. El resultado del “pacto” que la biomedicina establece con la idea del individuo despojado de sus relaciones sociales, preso de su propio cuerpo, se evidencia en la dificultad de situar “lo social” dentro de las medidas para revertir las desigualdades presentes en las estadísticas de salud que emergen de la comparación entre sujetos indígenas y no indígenas, más allá de la sola ampliación de su cobertura.

El aporte que la antropología médica ha realizado para poder develar las ilusiones de objetividad presentes en el paradigma biomédico, tampoco ha sido realmente eficiente en lograr dar un lugar a la cultura y a las relaciones sociales que componen la experiencia de la salud y la enfermedad. El paradigma culturalista, anclado en una lectura de la enfermedad como pura narración (Good, 2006) o en la descripción de la biomedicina como un sistema cultural (Kleiman, 2006), e incluso la contestación de la antropología médica crítica, que entiende el actuar de la biomedicina como un sistema afín al funcionamiento del capitalismo que reproduce insoslayables relaciones de dominación (Singer, 1990), han mostrado sus limitaciones. Hasta ahora han sido insuficientes los análisis capaces de acoger, desde un punto de vista antropológico, el espesor político inscrito en el universo de significados y de representaciones que se despliegan en aquel espacio, misterioso y sagrado, en aquella espía privilegiada de la vida social que representa la salud (Menéndez, 1988a).

El tratamiento apolítico de la salud, junto a las dificultades para develar los componentes históricos que hacen emerger a la biomedicina como sistema médico hegemónico (Menéndez, 2005), son asumidos en políticas interculturales, cuya aplicación requiere la creación de un relato histórico inocuo, que más que olvidar las numerosas formas de violencia que están en la base de las desigualdades que presenta la salud de los pueblos indígenas, requiere estabilizarlas, calmarlas, apagar artificialmente sus contradicciones y sus numerosas heridas.

Por lo demás, sin aquel giro epistemológico que nos permitiría reconocer la historicidad y politicidad que subyace a cualquier fenómeno de salud, que está presente en la relación entre síntoma y diagnóstico, entre pregunta y silencio, entre orden y desobediencia, es posible preguntarse: ¿Cómo podría un agente de salud acoger ese “algo más” que está presente en un diagnóstico, por ejemplo, de TBC en un paciente indígena? ¿Cómo entender desde una perspectiva histórica y política el “delirio psicótico” de un paciente indígena que siente voces que le gritan “indio de mierda”?19.

Camila, una joven psicóloga contratada poco antes de que llegase a hacer mi investigación en Arica, que atiende a buena parte de los estudiantes del Liceo de Putre, capital de la comuna de Parinacota, se confronta en su trabajo con preguntas similares a las mías:

Aquí nos piden que seamos interculturales, nos capacitan para que digamos kamisaraki, jikisinkama, para que se sientan bien cuando vienen al consultorio. Qué otra cosa significa interculturalidad yo no sé, yo los diagnósticos los tengo que hacer igual, si no, no me pagan, este es mi trabajo y yo no tengo duda de que entre mis usuarios tengo muchos chicos con déficit atencional e hiperactividad y no puedo negarlo20.

La obligación de generar diagnósticos entre los usuarios que tiene a cargo esta joven psicóloga, la concepción de su trabajo como un ejercicio constante del diagnóstico, unido a la dificultad de entender la interculturalidad como algo más que un saludo o un agradecimiento en lengua indígena, son testimonio de la superficialidad que reconocen los mismos operadores biomédicos en la aproximación intercultural que les ha sido propuesta por la autoridad sanitaria. Esta superficialidad, una vez reconocida entre los actores indígenas involucrados en la construcción de los programas, adquiere un sentido de humillación perceptible en las palabras de Reinaldo, líder aymara de una de las asociaciones que participaron en los albores del pespi en la región. Reinaldo explica su desilusión de las políticas interculturales en los siguientes términos:

Nosotros empujamos un proceso de reconquista de la autonomía de nuestros médicos, queríamos que los q’illires pudieran administrar sus medicinas, pero las autoridades y los médicos tuvieron miedo, empezaron a ponernos obstáculos cuando empezamos a incluir cursos de historia en la preparación de los monitores de TBC, porque parecía que estuviera demás, o que fuera demasiado. Ya nos daban un espacio en los consultorios, ¿qué más podíamos pedir?, ¿qué tiene que ver que los indígenas tengamos las tasas más altas de TBC con nuestra historia? El programa quería que ayudáramos a mejorar a las personas, que las lleváramos al hospital para que tomaran su tratamiento, pero nada más (…). Entonces me di cuenta de que no valía la pena. Ahora yo voy al consultorio que llaman de salud intercultural y veo a los q’illires trabajando en una esquinita, sin espacio, sin materiales, sin tiempo, como pidiendo por favor estar ahí y me parece que, como siempre, nos están humillando ahora, como siempre21 .

La sensación de humillación que acusa Reinaldo respecto al trato que reciben los yatires y q’illires que han decidido colaborar dentro de los consultorios, abrazando la oferta de interculturalidad del Estado, está también presente en el relato de Felipe, con el que comenzamos este capítulo. A pesar de que él mismo sea el encargado de dictar los cursos de formación en “cosmovisión y cultura aymara”, impartidos a los equipos de salud como parte de su preparación para el trabajo con la población de la región, Felipe reconoce que en las miradas escépticas de sus estudiantes habita la histórica falta de legitimidad que se da a las palabras de un indígena:

A veces siento que se trata de miedo o de desconfianza al ver a los pueblos indígenas desarrollándose solos. Es como si siempre estuvieran tratando de restringirnos, de controlar nuestro desarrollo, no se trata solo de la salud sino también de los recursos naturales, es un tema social, económico, es tan amplio… En teoría se debería tratar de mejorar la salud, pero ellos no lo ven como algo real, no entienden que el sistema médico aymara tiene los instrumentos para reforzar la salud y vivir mejor, por eso que nosotros hablamos de Suma qamaña taki, que es algo de verdad serio, una forma de ver la vida integral, psicológica, social, es una ética del buen vivir. Pero no, ellos siempre nos ven como folclore, como bueno, estos pobrecitos, pintorescos, con sus colores, con sus chales, son bonitos, ojalá no se pierdan, no nos ven como algo real, no creen que podamos ser de verdad una contribución a esta sociedad como latinoamericanos, como pueblo que somos22.

La humillación, el escepticismo, la sensación de irrealidad que sienten estas personas en sus interacciones con el proyecto intercultural del Estado, evocan aquello que Marisa y Reinaldo han descrito como un exceso, un desborde frente al cual urge el establecimiento de los límites de lo que es asumido como obligación sanitaria del Estado. La frontera que vigila este campo marca el más allá de una prohibición: la interdicción de superar los límites de la salud objetivada, de escuchar la voz demasiado humana de sus componentes sociales y de acoger el malestar que provoca su profunda sustancia histórica.

Los últimos meses de trabajo de campo fueron testimonio de la consolidación forzosa de esta frontera pues, con el pasar de los años, fue cada vez más necesario justificar la necesidad de este tipo de programas y de certificar su eficiencia en términos de resultados. Esta situación obligó a las autoridades sucesivas a buscar estrategias que volvieran los programas menos costosos y más visibles. Con este objetivo Mariluz, la directora que encontró Felipe con sus manos sudadas y morenas, insiste en la importancia de los “pequeños detalles” que tendrían la capacidad de revertir la situación sanitaria de los pueblos indígenas. En una entrevista precedente, la autoridad había usado los siguientes argumentos:

Es una cuestión de comunicación. Cuando yo voy al médico yo no digo mi guagua está “empachada”23 porque llora demasiado, o no digo que he “dado de cuerpo” para hablar de las deposiciones, pero ellos sí. Disculpa si el ejemplo no es muy elegante, pero ellos dicen así. Entonces hay que hacer algo para que el médico entienda lo que la persona quiere decir y que la persona entienda lo que el médico quiere decir. Estos son los pequeños detalles que marcan la diferencia24.

La política de los pequeños detalles que recuerda la menudencia del espesor del poder (Foucault, 1977), permitiría, según Mariluz, diferenciar lo que respecta a la salud y lo que, en cambio, la excede, expulsando del campo médico lo que está demás en los testimonios de Felipe y Reinaldo, lo que configura la fuente de humillación, escepticismo e incredulidad, calmando las heridas que hablan de las relaciones de poder, a través de una especie de remedio lingüístico, de un paliativo impregnado de paternalismo. Definir las fronteras del campo médico intercultural, expulsando el exceso representado por la historia, es un intento equívoco de aplacar las heridas de la memoria a través de las llamadas “habilidades blandas”: la cordialidad, la comprensión, la voluntad, el cambio de actitud y el respeto. Esta intervención en los “pequeños detalles” representa un intento de borrar, a partir de éticas íntimas de los sujetos, condiciones como las de la prevalencia de TBC en la población indígena, que constituyen verdaderas manchas a la civilidad de un país que ha forjado su imagen contemporánea en una narrativa de desarrollo, estabilidad y progreso.

La política indígena, en consecuencia, se concentra sobre la acción individual de los equipos médicos, buscando actuar en la intimidad de sus prácticas cotidianas dentro de los servicios de atención primaria. Estas políticas, si bien reconociendo la necesidad de coordinar los planes interculturales con otros sectores sanitarios, admiten las dificultades encontradas en dicha coordinación, no solo a partir de las contradicciones y el aislamiento que caracteriza la política indígena de la posdictadura, sino también a partir del aislamiento en que han caído todas las políticas generadas en torno a los procesos de reconciliación histórica de los que ha hecho uso la transición política chilena. El pespi, como el Programa de Reparación en Atención Integral en Salud (Prais), fueron creados como planes especiales para enfrentar las políticas de reparación a lo que podríamos llamar los resultados sanitarios de las violencias históricas y políticas que atraviesan la historia de Chile. Las coincidencias entre las políticas de reparación de las víctimas de la dictadura y de los pueblos indígenas, evocan la necesidad de analizar ambos procesos dentro de un mismo cuadro histórico, más allá de las evidentes diferencias que están en el corazón del surgimiento de ambas iniciativas25.

La narración del encuentro con Felipe que introduce esta sección, anticipa varias de las consecuencias de la expulsión y el aislamiento de aquel exceso que existe en el campo de la salud, esta vez encarnado en la piel de quienes han asumido los nuevos roles inventados por los programas interculturales. La incertidumbre de un trabajo precario sujeto a las fluctuaciones de la política, la insistencia en reducir las fronteras de lo que concierne al ámbito sanitario y lo que no, los pequeños detalles que se podrían cambiar en los servicios sanitarios para lograr una mejor comunicación con los pueblos indígenas, la invisibilización de las huellas históricas que habitan en las manos temblorosas de Felipe, constituyen, en su conjunto, una trama de prácticas que no solo responde a una racionalidad gubernamental particular, sino también que crea y transforma lo que hemos llamado campo médico intercultural: un nuevo espacio habitado por relaciones de poder, cuyos límites define el destino de la salud y enfermedad, de la normalidad y anormalidad de los cuerpos, del orden y el desorden de la subjetividad.

La salud indígena y la transgresión de los confines

Las diversas aproximaciones que han intentado comprender la salud de los pueblos indígenas se traducen en variados intentos, principalmente encabezados por la antropología médica, de nominar, clasificar y organizar este espeso y confuso conjunto de saberes y prácticas (Foster y Anderson, 1977; Citarella, 1995; Seppilli, 1983a; 1983b). Si bien estos aportes han sido valiosos en visibilizar la pluralidad de operaciones que se ponen en acto dentro de distintas sociedades, con el objetivo de lograr el bienestar y prevenir el desorden, es evidente que ninguno de ellos ha sido capaz de interpretar del todo las dos dimensiones que se entrelazan en el escenario en el que se realiza la investigación: la conformación de un dispositivo de salud intercultural por parte del Estado y la transformación de las subjetividades de los actores involucrados en el campo terapéutico (Schirripa, 2005). Los médicos, curanderos, parteras, pacientes y sus familias, junto a los líderes, autoridades indígenas y sanitarias, alcaldes, sacerdotes y pastores, representantes del Estado, políticos locales, etcétera, están suspendidos en la trama trazada por estos nuevos juegos de etnogubernamentalidad y por los desplazamientos en las relaciones de poder que tienen lugar dentro de este nuevo espacio de gestión de la vida, la enfermedad y la muerte.

La noción de campo de Bourdieu (1976, 1997, 2001) permite recorrer senderos que unen la esfera política e institucional inscrita en los sistemas de salud con las prácticas cotidianas, los eventos íntimos y colectivos en los que el bienestar es buscado, anhelado o extraviado. Evidentemente, como explica el mismo Bourdieu, si bien dentro del campo circulan fuerzas de dominación, estas pueden ser contestadas a través de aquella fuerza microfísica del cotidiano, que se vuelve fundamental en la medida en que se manifiesta como el espacio de contestación de los límites del mismo campo. En consecuencia, el campo de la salud sería aquel lugar en el que se desatan las luchas por la definición de las fronteras de lo que debe concernir a la salud y aquello que la excede.

Por lo mismo, el campo médico es un espacio social compuesto por relaciones de fuerza en el que agentes, sujetos e instituciones, dotados de un grado diferenciado de capital de conocimiento y autoridad, luchan por la transformación o la conservación de la estructura, la doxa que define su especificidad (Bourdieu, 1997: 25). Esta doxa, en nuestro caso, corresponde a la definición de lo que se comprenderá como atingente a la salud y enfermedad, es decir, las luchas puestas en práctica para el delineamiento de una frontera entre lo normal y lo patológico. El campo médico o sanitario se sobrepone al campo científico estudiado por el autor y, en tanto tal, no se abandona jamás su tendencia al cierre (Bourdieu, 1976), puesto que está constantemente habitado por poblaciones, sujetos y cuerpos que dan dinamismo a sus fuerzas internas. Desprovisto de estos, abandonado a la ilusión de la pureza, el campo científico derivaría en puro conocimiento específico que pierde su capacidad de acción sobre el campo político.

El análisis de Bourdieu sobre el actuar del campo científico es elocuente sobre las luchas desatadas entre diversos actores por la conquista del monopolio de las relaciones de poder que definen la legitimidad de los hechos científicos. Esta conquista, reflejo de un verdadero lenguaje militar, se obtiene a través de desplazamientos de capitales puestos a disposición de la reproducción del mismo principio de definición de fronteras que hemos delineado hasta ahora.

En el pasaje del campo científico al campo terapéutico y más precisamente al campo médico-intercultural, la lucha por la definición de las fronteras se refleja en la necesidad de definir y regular el “ingreso de los otros” (de los indígenas, de expertos no formados en la biomedicina) en dicho campo, buscando generar consenso respecto a los límites de su actuar. Estas luchas, desde la perspectiva de Bourdieu, no son otra cosa que la lucha por la conservación de la estructura histórica que ha expulsado a algunos sujetos, junto a sus saberes y prácticas de salud, remitiéndolos a la condición de pacientes, objetos y espectadores de las relaciones que deciden el destino de su cuerpo y su salud. Sin embargo, si bien propenso al cierre, el campo médico no es sino tan solo uno de los varios planos sobre el cual se define la experiencia de salud. Por lo mismo, la fuerza que busca mantener el monopolio de la biomedicina sobre el cuerpo indígena es subvertida por el carácter histórico del mismo campo de salud, que subyace inevitablemente abierto hacia la configuración de una experiencia que excede todos los límites, perpetuando la dialéctica de las relaciones de fuerza, generados desde la misma experiencia colonial. Esto significa, en los términos que respectan a la investigación, que la integración del otro, de sus saberes y prácticas de salud, dentro del campo médico, implican necesariamente la exclusión que cualquier cierre comporta. Como recuerda Homi Bhabha (2001), las cosas no terminan en las fronteras, sino que se inician en ellas. En consecuencia, lo que se inicia con la configuración de un campo médico-intercultural es la emergencia de nuevos sujetos por incluir y excluir en el arte de gobernar la salud. Trataremos ahora de observar estas estrategias de gubernamentalidad, puestas en acto en los escenarios de investigación, a través del análisis de aquellos puntos inestables que representan las fronteras: confines que definen la inclusión y exclusión de los sujetos y objetos posicionados en una nueva condición dentro de los dispositivos de gestión de la diferencia.

Inclusiones


Fig. 2. Capacitaciones del pespi.

Una de las primeras categorías inventadas por los programas de salud del Estado son los facilitadores interculturales, una especie de mediadores presentes dentro de los espacios sanitarios como hospitales y servicios rurales, que actúan con la finalidad de acompañar el proceso terapéutico de los usuarios indígenas. Como cualquier mediación, el rol de los facilitadores, en su mayoría mujeres jóvenes y hombres adultos, está marcado por la ambigüedad y las dificultades de encontrar un lugar dentro del campo que se está definiendo a través de su práctica. Con el objetivo de resolver estos equívocos y dar contenido a estas figuras del multiculturalismo, durante el trabajo de campo aprovecho la ocasión de asistir a varios encuentros de capacitación, dirigidos a los facilitadores interculturales. En estos encuentros, tanto el personal sanitario como los antropólogos incluidos en el programa discuten con los invitados sobre las funciones que cumplirán en tanto facilitadores.

Lucas es un matrón responsable del pespi Iquique desde hace pocos años26, jefe de las jóvenes facilitadoras interculturales, quienes han sido convocadas a la capacitación. La mayor parte de ellas son mujeres. Marina, la antropóloga responsable del programa a nivel nacional, vino desde Santiago para la ocasión. Estamos dentro de un hotel en las cercanías del centro de la ciudad; las facilitadoras se sientan al final de la sala, junto a las parteras y promotoras, que llegaron al amanecer desde los lejanos pueblos de Isluga, Colchane y Enquelga. Las autoridades de la Conadi y del Programa Orígenes en la zona se sientan en las primeras filas y participan activamente de la pawa27, ceremonia con la que se inicia la capacitación.

Lucas se dirige a las facilitadoras, algunas de las cuales han sido contratadas recientemente. Subraya la importancia de su rol en la instalación de los programas interculturales, pues ellas son las responsables de la difícil tarea de orientar a los pacientes aymaras dentro del hospital regional. Ahí la “gente del interior” se pierde en la burocracia, por lo que las jóvenes deben enseñar a los usuarios cómo acceder a los servicios, cómo lograr las interconsultas con los especialistas, cómo seguir los procesos burocráticos y administrativos para acceder a la asistencia sanitaria. Lucas ejemplifica su función mediante el siguiente relato:

Muchas veces las personas prefieren el bastón, porque están acostumbradas a usarlo así en el trabajo, cuando están en el campo. Sin embargo, ustedes deben convencerlos con paciencia, usando sus palabras, para que usen las muletas que les dan en el consultorio. Las muletas son una ayuda técnica que el Estado da gratuitamente a los ancianos; entonces hay que enseñarles a usarlas, lo mismo con las prótesis acústicas y los anteojos28.

860,87 ₽
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9789563573121
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