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NUEVAS CIRCUNSTANCIAS, NUEVOS ANTROPÓLOGOS

Los antropólogos del siglo XXI son distintos a los que forjaron la antropología mexicana después de la Revolución, a los que impulsaron el indigenismo en las décadas de la posguerra, a los antropólogos críticos de los años sesenta y setenta y a los antropólogos de la época de la globalización de finales del siglo pasado (Portal y Ramírez, 1995). Son muy distintos a ellos, pero no porque sean una clase diferente de personas, porque tengan un ADN singular o porque posean una misteriosa “personalidad generacional”, como la que suele atribuirse a los llamados millenials (Onion, 2015; France y Roberts, 2014).11 Son distintos porque tienen otros orígenes y otras trayectorias, porque viven en otra época y en otras circunstancias históricas. Ya no se trata de un pequeño gremio, relativamente homogéneo, en su mayoría de clase media, formado en la Ciudad de México, que trabajaba en muy pocas instituciones académicas y gubernamentales, que investigaba sobre unos cuantos temas y se concentraba en torno a unas cuantas tradiciones teóricas. Hoy es una profesión diversa, integrada por miles de personas, con orígenes sociales muy dispares, formadas en 19 entidades federativas, que trabajan en ámbitos muy heterogéneos, cuyos intereses, preocupaciones y orientaciones abarcan una gama muy amplia.

Las nuevas generaciones de antropólogos cuentan con una alta habilitación académica, fruto de la consolidación de varias instituciones de educación superior e investigación, además de que una gran proporción ha estudiado posgrados, que han podido aprovechar la existencia de un amplio sistema de becas (en especial de Conacyt). Se trata de las generaciones de antropólogos con mayores niveles de instrucción de la historia, pero la gran paradoja es que son las que menos oportunidades laborales han tenido. Se enfrentan a un mercado de trabajo sumamente competido, en el que varias centenas de antropólogos muy bien formados tienen que disputar por muy pocos pues tos de trabajo dignos. Los que no los consiguen se ven obligados a aceptar empleos precarios, con bajos ingresos, con pocas prestaciones y sin seguridad laboral. Muchos de ellos realizan trabajos con escasa vinculación con la antropología. Es, entonces, una generación marcada por la diversidad, pero también por la precarización, la desigualdad y la segmentación. La situación laboral de la mayoría contrasta con la de los pocos que han podido acceder a empleos definitivos con buenas condiciones de trabajo. Contrasta también con la de antropólogos de otras generaciones, que se incorporaron al trabajo en épocas en las que el mercado laboral ofrecía mejores oportunidades.

La escasez de empleos dignos que padecen las nuevas generaciones de antropólogos mexicanos se inscribe en un panorama más general de precariedad e incertidumbre laboral en el país. Sin embargo, en el caso de la antropología la situación es más grave, porque la fortaleza que alcanzó la disciplina hizo que en las últimas décadas el número de personas que estudia antropología creciera a ritmos muy acelerados. Sólo entre 2000 y 2017 hubo alrededor de seis mil nuevas graduaciones en licenciatura, maestría o doctorado en antropología. Además, se siguen formando antropólogos orientados a trabajar en el medio académico, pese a que ese sector ya sólo absorbe a alrededor de una cuarta parte de los nuevos egresados. En cuanto a sus condiciones laborales, la comunidad antropológica mexicana se encuentra fracturada: sólo una minoría tiene empleos estables, con prestaciones laborales y empleos dignos, mientras que la mayoría enfrenta condiciones laborales muy adversas. Los más jóvenes son los más afectados. Los nuevos antropólogos mexicanos tienen un potencial enorme, por su número, por la formación académica que han tenido, por la pluralidad y diversidad de sus trayectorias, intereses y perspectivas. Sin embargo, la desigualdad y la precariedad de sus condiciones laborales limitan el aprovechamiento de todo ese potencial. Está por verse cómo enfrentarán esta paradoja, tanto ellos como el conjunto del gremio antropológico.

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Notas al pie

* Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa, Departamento de Antropología.

1 Con el fin de hacer más ágil la lectura, en este texto se utilizará la expresión “antropólogos” para referirse tanto a mujeres y a hombres que han realizado estudios superiores (licenciatura, maestría y/o doctorado) en antropología, antropología social, etnología, etnohistoria, socioantropología, ciencias antropológicas o similares; no se incluye a los profesionales de la antropología física, la arqueología y la lingüística.

2 Estas cifras no incluyen a 25 maestros en antropología que se graduaron en ese periodo en el Mexico City College, quienes en su mayoría habían estudiado licenciatura en Estados Unidos y regresaron a ese país al concluir sus estudios de maestría. Los datos sobre número de graduados en antropología en México que se incluyen en este capítulo provienen del Catálogo histórico de tesis en antropología social realizadas en México (Red MIFA, 2018).

3 El Catálogo histórico de tesis en antropología social realizadas en México registra 5,760 tesis entre 2000 y 2017, pero como algunas fueron elaboradas por dos o tres personas hay un total de 5,827 tesistas (3,319 de licenciatura, 1,555 de maestría y 953 de doctorado); la cantidad total de graduados en antropología en ese periodo debe ser mayor, porque en el Catálogo no están registradas algunas de las tesis presentadas entre 2012 y 2017.

4 Sobre la formación de antropólogos en México véase Krotz y De Teresa, 2012.

* En el catálogo sólo se tienen registradas tesis de la maestría de Historia y Etnohistoria de la ENAH para los años 2000, 2001, 2010, 2011 y 2017.

5 Este Catálogo fue creado por el CIESAS, bajo la dirección de Eva Salgado y Roberto Melville, quienes diseñaron la base de datos y reunieron información de las tesis de la mayor parte de las instituciones que forman antropólogos en México. En 2015 y 2016, en el contexto de los trabajos de la Comisión Intergeneracional para el Estudio de la Práctica de la Antropología (CIEPA-CEAS), la base de datos fue adicionada con la labor de captura y revisión de Estefanía Ávalos y Rubén Regalado, quienes trabajaron como asistentes míos por parte del Sistema Nacional de Investigadores. Posteriormente Roberto Melville retomó la estafeta, incluyó a más instituciones formadoras de antropólogos y actualizó el Catálogo con información de las tesis presentadas hasta 2017. Agradezco a Eva, Roberto, Estefanía y Rubén, así como a todos los que han participado en ese esfuerzo por la construcción y mantenimiento de esta poderosa herramienta, que brinda muy valiosa información sobre la evolución de la antropología en México.

6 Agradezco al Colegio de Etnólogos y Antropólogos Sociales la posibilidad de utilizar la información de la Encuesta y agradezco de manera especial a los colegas que participaron en la CIEPA (Carmen Bueno, María Antonieta Gallart, Eduardo González, Patricia Legarreta, José Luis Lezama, Alejandra Letona, Dahil Melgar, Roberto Melville, Rebeca Orozco y Rubén Regalado), instancia en la que participé desde su fundación en diciembre de 2014 hasta abril de 2016. Mi profundo agradecimiento a la Red MIFA por el apoyo que brindó para el levantamiento de la Encuesta, así como a los 615 colegas que la respondieron. Conté con la valiosa ayuda de Alejandra Alcázar para el procesamiento de los datos de la Encuesta con el programa estadístico SPSS, así como con la colaboración de Karla Como para la revisión del texto y el diseño de los cuadros y gráficas.

7 Esto no obsta para que al interior del sector académico se presenten enormes disparidades de ingresos. El Sistema Nacional de Investigadores y los sistemas de estímulos a la productividad académica han generado enormes asimetrías en los ingresos de los trabajadores académicos (Reygadas, 2019b). A ello hay que agregar la situación precaria de muchos antropólogos jóvenes que trabajan como ayudantes de investigación (Melgar, 2016).

8 En febrero de 2016 el tipo de cambio interbancario promedio fue de 18.12 pesos mexicanos por dólar de Estados Unidos.

9 Datos del Instituto Mexicano de la Competitividad, disponible en <https://imco.org.mx/banner_es/compara-carreras-2016/>, consultado el 12 de febrero de 2018.

10 Sobre la precariedad laboral de los antropólogos y sociólogos que trabajan como free lance en consultorías en México, véanse Orozco, 2016 y Salas, 2016.

11 Como ha dicho Rebecca Onion: “Abiertamente esquemática y ridículamente reduccionista, la teoría generacional es una manera simplista de pensar acerca de la relación entre individuos, sociedad e historia. Nos alienta a enfocarnos en vagas ‘personalidades generacionales’, en lugar de mirar la confusa diversidad de la vida social” (Onion, 2015:1).

Trabajo de campo

María Ana Portal*

INTRODUCCIÓN

Al reflexionar sobre la antropología mexicana contemporánea no se puede dejar de lado el trabajo de campo, herramienta básica para la producción del conocimiento antropológico y parte sustantiva de nuestro quehacer.

Esta herramienta —como parte de una disciplina científica— es también un producto histórico y sociocultural, que nace en tiempos y lugares específicos, y por lo tanto no es neutral (Guber, 2018); está determinada por las condiciones nacionales, regionales y en momentos históricos específicos. Esto nos lleva a preguntarnos cómo hacemos trabajo etnográfico en un mundo globalizado que ha sufrido transformaciones radicales en todas las dimensiones de la vida social, caracterizado por flujos (de saberes, de tecnologías, de personas) en donde se cuestiona el sentido de lo autocontenido, de lo cerrado, de las certezas de las fronteras.

El interés de este trabajo es explorar cómo hacemos trabajo de campo hoy, en el contexto mexicano, país pluricultural, inserto en procesos de globalización, y dentro del marco del capitalismo neoliberal. Desde ese contexto histórico específico, quiero llamar la atención sobre algunos aspectos concretos que considero relevantes para reflexionar sobre las implicaciones que tiene ello en el conocimiento que estamos produciendo.

Llama la atención que, siendo un eje fundamental de nuestro quehacer, el trabajo de campo se ha constituido en una suerte de “evidencia ideológica”: un tanto oscuro, poco visible, raras veces discutido, que depende de la intuición del investigador, constituido casi como un espacio “íntimo” (subjetivo) de cada antropólogo con fronteras infranqueables que sólo podemos mirar a través de los resultados finales de cada investigación. Lejos estamos de aquella propuesta de Malinowski cuando planteaba que:

Los resultados de una investigación científica, cualquiera que sea su rama del saber, deben presentarse de forma absolutamente limpia y sincera, nadie osaría presentar una aportación experimental en el campo de la física o de la química sin especificar al detalle todas las condiciones del experimento, una descripción exacta de los aparatos utilizados: la manera en que fueron encauzadas las observaciones; su número; el lapso de tiempo que le ha sido dedicado y el grado de aproximación con que se hizo cada medida. En las ciencias menos exactas, como la biología o la geología, esto no puede hacerse de forma tan rigurosa, pero cada investigador debe poner al lector en conocimiento de las condiciones en que se realizó el experimento o las observaciones. En etnografía, donde la necesidad de dar clara cuenta de cada uno de los datos es quizá más acuciante, el pasado no ha sido por desgracia pródigo en tales exactitudes, y muchos autores no se ocupan de esclarecer sus métodos, sino que discurren sobre datos y conclusiones que surgen ante nuestros ojos sin la menor explicación (Malinowki, 1976:19-20).

Si bien en países como Estados Unidos, Inglaterra, España, Francia y Argentina hay una importante reflexión sobre el tema, en México, es hasta finales del siglo XX cuando comienzan a aparecer publicaciones con esta intención.1

Desde finales del siglo XIX y principios del siglo XX —primero con Franz Boas (1883-1884) y Radcliff Brown (entre 1906 y 1908), y poco después con la investigación de Malinowski (1914-1920)— el trabajo de campo se consolidó como el eje del quehacer etnográfico.2 Particularmente en la “Introducción” de Los argonautas del Pacífico Occidental, Malinowski sienta las bases de la etnografía contemporánea. Esas pri meras reflexiones se constituyeron en el eje de la metodología antropológica, con una vigencia admirable a pesar de los enormes cambios sociales, económicos y tecnológicos ocurridos en el mundo desde en tonces. El trabajo de campo se caracterizó como intensivo, directo (es decir, cara a cara) y prolongado, en donde el punto de vista local adquirió gran relevancia, en contextos de pequeñas comunidades cla ramente acotadas, culturalmente extrañas, y que implicaba diversas formas de “estar allí”

[…] el investigador trata usualmente de vivir con o cerca del grupo que estudia durante las manifestaciones de su diario vivir y a este proceso de convivir con un pueblo extraño se le llama trabajo de campo (Hermitte, citado en Guber, 2018:212).

¿Qué tan viable es continuar con esas premisas en un mundo que se ha modificado en todas sus dimensiones? De allí la importancia de revisarlo continuamente como parte de las reflexiones metodológicas de la disciplina.

Me centraré en tres aspectos que considero fundamentales para explorar las preguntas que guían mi reflexión: la condición del trabajo de campo; la posición del investigador vs. la posición del sujeto de investigación; y la construcción del dato y su interpretación.

LA CONDICIÓN DEL TRABAJO DE CAMPO

Sin pretender ofrecer un panorama exhaustivo, considero necesario pensar y contrastar los contextos previos, con los actuales. Me remonto a la antropología de principios del siglo XX, como punto de partida para comprender estos cambios.

Los fundadores de la antropología mexicana —Manuel Gamio, Moisés Sáenz y Julio de la Fuente, entre otros— hicieron trabajo de campo en un México fundamentalmente rural y con un interés político central: la integración del indígena a la nación mexicana.

El punto de partida era el de conocer a un extraño en su propia tierra. El indígena se constituyó en el “exótico”, distante a la cultura nacional que había que describir y conocer para modificarlo e integrarlo. El conocimiento que se generaba buscaba delinear y justificar políticas públicas específicas, casi todas centradas en los ejes de educación y salud, vistos no sólo como problemas sociales de justicia elemental, sino como ámbitos fundamentales de transformación (el cuerpo y la mente).

El trabajo de campo, si bien fue intensivo —ya que consideraban que había un profundo desconocimiento de los grupos indígenas que habitaban el país—, no fue materia de reflexión en sí mismo y se asumieron las propuestas de los antropólogos del norte, sin mucho cuestionamiento, aunque con claros ajustes a las condiciones nacionales. Por ejemplo, Manuel Gamio, como alumno directo de Boas, compartió las premisas básicas propuestas por su maestro,3 sin embargo, tomó distancia de la idea boesiana de la no aplicación directa del conocimiento obtenido.

En el mismo tenor de la antropología aplicada, encontramos los tra bajos de Gonzalo Aguirre Beltrán, que aunque se mantuvo en los marcos del indigenismo oficial, incorporó el concepto de región en el análisis, aportando una mirada más allá de las comunidades cerradas, mirándolas a partir de procesos más amplios y en relación con el mundo mestizo. Particularmente en el libro Regiones de refugio (1967), comienza a reflexionar —desde una mirada dicotómica— sobre la relación entre el mundo indígena y la sociedad capitalista industrial, urbana, occidental.

Julio de la Fuente, quien hizo investigación con Malinowski sobre el sistema de mercados en Oaxaca, también discutió el concepto de región, aportando nuevos elementos al de comunidad, permitiéndonos vislumbrar una antropología no sólo de comunidades autocontenidas, aunque ello no implicó una reflexión teórica o metodológica al respecto.

Con el tiempo las premisas indigenistas fueron cuestionadas y se reformuló la propuesta política inicial, buscando por un lado la visibilización del indígena y sus condiciones materiales (desiguales e inequitativas), y por otro, el replanteamiento de su lugar en el entorno nacional. El trabajo de campo tenía un nuevo objetivo político articulado a la lucha de clases y la emancipación de los pueblos indígenas, bajo el paradigma marxista que permeó buena parte de la reflexión antropológica desde los años sesenta.

La antropología militante no descartaba la investigación científica, pero la subordinaba a sus objetivos políticos:

[…] el antropólogo tenía como misión principal contribuir a las luchas de emancipación, el conocimiento de la realidad era parte de su transformación revolucionaria. […] Esta posición ha sido criticada desde la antropología académica señalando los riesgos de la ideologización y sobrepolitización que implica en detrimento del rigor científico y metodológico (Reygadas, 2014:97-98).

El trabajo de campo continuó fundamentalmente en zonas agrícolas, pero dejó la primacía de lo indígena, incorporando el concepto de campesinado. Sin embargo, en muchos casos se mantuvo la idea de comunidades cerradas. Aquí hay que resaltar que a partir de la década de los ochenta encontramos nuevas orientaciones teóricas tanto en lo político como en lo teórico, ante lo que se llamó “la crisis del marxismo”. Es interesante hacer notar que en ese periodo hay un crecimiento teórico importante en donde se puede observar que el corpus teórico se enriquece con temas centrales de la antropología como son los conceptos de cultura, etnia e identidad, que en décadas anteriores se habían abandonado.4

A mi parecer, dos elementos centrales modificaron la forma de realizar el trabajo de campo: los procesos migratorios tanto al interior de país como a nivel internacional y la creciente urbanización.

Así, en las siguientes décadas, cuando la migración del campo a la ciudad se incrementa a niveles alarmantes generando procesos de urbanización nunca vistos, la antropología vuelve a ampliar su contexto analítico y temático, y se interesa por nuevos actores sociales en donde los habitantes de las urbes —ya fueran indígenas o mestizos— jugaron un rol central. Esto se explica parcialmente por el hecho de que la población mexicana pasó de ser fundamentalmente campesina a ser en un 80% urbana.

En un primero momento parecía que el trabajo en la ciudad tenía que ver con el acto de “seguir” a migrantes indígenas a sus lugares de destino: las ciudades. Un ejemplo lo representan las investigaciones de Oscar Lewis sobre la pobreza urbana, o de Robert Redfield en donde el análisis se centra en el proceso comparativo entre campociudad. Desde esta perspectiva, la ciudad se analiza como efecto del cambio social (Nivón, 1997).

Sin embargo, poco a poco, la antropología se interesó en temáticas nuevas dentro de la urbe que implicaban nuevos retos metodológicos y etnográficos: aspectos laborales, nuevos actores sociales, jóvenes, cuestiones de género, la construcción y apropiación del espacio público, las formas de habitar en la urbe, las migraciones nacionales e internacionales, las nuevas tecnologías y sus usos, entre otros muchos. Este movimiento del foco temático, trajo necesariamente cambios metodológicos, e importantes adecuaciones a las formas de hacer campo y de producir conocimiento. Sobre ello profundizaré en la última parte del trabajo.

A lo anterior se le sumó el creciente interés por la migración transnacional. Esto le dio otra “vuelta de tuerca” a la reflexión antropológica ya que implicaba no sólo hacer trabajo de campo urbano, sino en ciudades y poblados fuera de las fronteras nacionales, generalmente con grupos locales. Los grupos étnicos y campesinos reaparecen entonces en nuevos escenarios internacionales.5

A mi parecer, tanto el contexto urbano como las nuevas temáticas que enfrenta la antropología han generado un profundo cuestionamiento de las formas “clásicas” de hacer trabajo de campo. Quiero resaltar tres aspectos que han sido claramente trastocados:

a)Muchos de los antropólogos que nos formamos en la década de los setenta hemos transitado del campo a la ciudad. Esto implicó que transitamos del extrañamiento a la familiaridad. Es decir, que pasamos de estudiar grupos sociales altamente contrastantes con nuestra realidad social6 —lo que implicó un extrañamiento por lo contraste con la otredad — a la familiaridad de lo urbano en donde el otro es lo propio. Esto ha implicado, metodológicamente, dos cuestiones: que para conocer a ese otro/ propio, tenemos que, en el trabajo de campo, generar el proceso inverso: de la familiaridad al extrañamiento, (sin extrañamiento, no podemos conocer la realidad social que nos rodea); y a partir de ello, darnos cuenta que nos convertimos en “antropólogos nativos”.7 Esto tiene implicaciones importantes en torno a la relación de distancia/acercamiento con el otro, y la necesidad de pensar mecanismos de control sobre la mirada del antropólogo que observa su propia realidad. En este sentido, tenemos que convertirnos en intrusos en nuestra propia ciudad (Cruces y Díaz de Rada, 2011).

b)Tal vez por ese tránsito cargamos con algunos conceptos que han sido fundamentales para la antropología. Me centro en el concepto de comunidad, que fue relevante para el análisis del mundo indígena y campesino, pero que ha tenido que ser cuestionado en el ámbito urbano: ¿cómo definir una comunidad ur bana?, ¿cómo delimitarla? ¿Una colonia, una unidad habitacional o un barrio son equiparables al concepto de comunidad hasta ahora acuñado? La imagen de la comunidad estructurada por lazos de parentesco, geográficamente delimitada y con una cos movisión compartida generalmente no las encontramos en las ciudades. Ésta es una cuestión que no se ha resuelto porque no hemos logrado construir nuevos conceptos que den cuenta de las múltiples formas de habitar la ciudad, y seguimos utilizando muchas veces el criterio de “comunidad”, aunque ya no es del todo útil.8

c)Otra de las cuestiones que considero importante revisar es la forma de “estar allí”. Para Rosana Guber:

Hacer trabajo de campo de este tipo es estar, es perder el tiempo, es tener contratiempos, y es caminar a destiempo. El trabajo de campo etnográfico termina siendo un conjunto de prácticas y sentidos prácticos con disposiciones teóricas que los antropólogos nos hemos ingeniado para sostener pese a y en relación con las coyunturas sociopolíticas del lugar, del país y de la región, y con las orientaciones o sesgos y otros avatares de los mundos académicos. El trabajo de campo etnográfico no es sólo cuestión de espacio (“ahí”); es una cuestión de tiempo (“estar”) (Guber, s/f:1).

Recuerdo nítidamente mi primer trabajo de campo en la Mazateca a finales de los años setenta. Buena parte de nuestro quehacer era recorrer el pequeño caserío de Cabeza de Tigre, “perder el tiempo” para ser vistos, reconocidos, ubicados, y con ello construir nuestro lugar a partir del diálogo entre lo que los habitantes imaginan que somos y la explicación que les damos sobre lo que venimos a hacer.

En esa etapa inicial la presencia del antropólogo en la comunidad se caracteriza por una gran visibilidad. No es un miembro de ella sino un forastero que no obstante se acerca a la gente, conversa, pregunta, y trata de participar en los eventos comunales, sean estos de carácter cotidiano o esporádico. Quién es y qué hace allí son dos interrogantes que se plantean los naturales del lugar y que el trabajador de campo debe responder. Lo importante es una clara autodefinición, tanto como la explicación del tema de estudio que, si por la alta especificidad de su contenido no es de fácil comprensión, puede ser traducido en términos accesibles. Aunque el antropólogo define en parte su rol, éste es también en parte definido para él por la situación y la perspectiva de los estudiados (Hermitte, citado en Guber, 2018:218).

¿Qué significa “estar allí” en un contexto urbano? ¿Cómo se “llega” a una comunidad urbana? ¿Cómo establecemos la observación participante?

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