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Читать книгу: «Silencio», страница 4

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Robert, como todos los miembros, estaba boquiabierto con las palabras del sacerdote, que desprendía una seguridad en su oratoria que convencía a cualquiera con sus vocablos; aunque hablara de matar, de asesinar, de acabar con la vida de personas si fuera necesario, aquel hombre era como Dios, y si Dios manda, nosotros debemos obedecer. Mande lo que mande, llegó a pensar Robert.

David seguía pensativo en el exterior del monasterio y todavía con la imagen del viejo Ernst caminando hacia su cabaña… desechó las pocas ideas, absurdas, que le llegaban a su mente para poder acceder a la reunión, optó por el camino más fácil, volvió dentro y se acercó a la iglesia por la parte interior, se postró al lado de la pequeña puerta que daba al altar de la iglesia, justamente a la izquierda del lado norte de la nave, y con mucho cuidado comenzó a abrirla unos centímetros rezando para no ser visto por ningún asistente, y mucho menos por los clérigos, con la esperanza de poder escuchar cualquier información que dentro se estuviera celebrando. La puerta emitió un leve ruido acompañado de un crujido al entreabrirse. David apretó los dientes maldiciendo unas palabras ahogadas en su interior, cerró los ojos y después de un par de segundos y creyendo que había sido descubierto, procedió, con la mayor cautela, a inspeccionar el interior de la gran capilla; todo estaba en orden, nadie se había inmutado de su presencia al otro lado de la puerta. Empezó a observar qué ocurría en lo íntimo de aquel acto. Desde esa posición podía contemplar, aunque con una visión limitada al coincidir con dos columnas de granito que impedían la percepción general del espacio, la espalda del Cuervo y a su izquierda, la del clérigo belga, ambos en una posición más elevada que el resto, ya que estaban situados en el altar. Supuso que a la derecha de estos dos se encontraría el padre Jacob, pero al situarse detrás de las columnas no podía alcanzar a verle, así como a la mitad de los demás miembros que estaban situados en los diferentes bancos de las primeras filas de la iglesia. Sí pudo distinguir a Robert, que se hallaba inmerso en las palabras del Cuervo, afirmando levemente con la cabeza cada enunciado que expulsaba la boca del sacerdote. Los demás miembros a los que David lograba distinguir desde su posición, asentían de forma idéntica a Robert. Hechizados por aquellas palabras que retumbaban en las paredes de la nave. David afinó el oído y comenzó a prestar atención a las palabras del clérigo mayor, el Cuervo. Sin embargo, su posición le impedía escuchar con nitidez las palabras que se decían entre esas grandes paredes de la capilla. Después de unos pocos minutos y renegado por no percibir con claridad la locución del sacerdote al no poder abrir más la puerta por temor a ser visto, se dio cuenta de que, lo casi poco audible que lamentablemente y de una forma no muy clara llegaba a sus oídos; eran órdenes, exigencias y mandatos mezclados con versículos bíblicos, pero sin llegar a ninguna conclusión transparente que le permitiera hilar un tema concreto.

Además, esas graves palabras del Cuervo combinadas con las altas llamas de las cuantiosas velas esparcidas por el sitio, hacían del lugar una velada un tanto siniestra. Tétrica. En ese momento, el Cuervo habló del Vaticano…

A David le recorrió un escalofrío por el cuerpo y una incomprensión se apoderó de su mente. Ensimismado, excesivamente confundido y esperando otro par de minutos intentando comprender las consignas que allí dentro se pronunciaban, un desafortunado mareo le acometió de los pies a la cabeza y agarrándose al marco de madera, emitió un breve gemido y se dio un pequeño golpe contra la puerta, los asistentes al acto se sobresaltaron y el Cuervo, tornando los ojos rápidamente hasta donde se encontraba David detrás de la puerta escondido, paró de hablar, y con un gesto, convino al padre Jacob que fuera a ver qué había acontecido tal ruido, este se encaminó rápidamente hacia donde se encontraba David y una vez que abrió la puerta no pudo divisar nada fuera de la iglesia por los pasillos escasamente alumbrados. David, al ver que se fue acercando el padre Jacob a la posición donde él se encontraba, obligatoriamente se tuvo que recuperar del pequeño vahído a causa de las palabras del sacerdote, y cerrando despacio la puerta, se escondió en la sala contigua rápidamente. Unos segundos más tarde, al observar que el padre Jacob no le había descubierto, se encaminó a su despacho con paso decidido. Tenía que exigirse informar cuanto antes a su jefe, era de suponer que un nuevo caso estaba a punto de nacer para la CIA en el que se vería completamente involucrado.

En sus pensamientos se mezclaban el Cuervo y sus palabras, el jefe de la CIA, el temor de haber estado a punto de ser descubierto espiando tras la puerta, la mirada prendada de lealtad de aquel singular y educado médico llamado Robert y los inocentes que iban a morir a manos de esos desalmados como había intuido decir al sacerdote si él no se ponía a trabajar lo antes posible, y el primer paso era informar a su superior. Decidido y revisando a su alrededor para confirmar que nadie lo veía, entró en el despacho y echando mano al teléfono móvil marcó el número correspondiente.

—Aquí Jeff Taylor.

—Buenas noches, señor, agente David en cubierto, para reportar desde la Hermandad en Londres —dijo David de una forma atropellada.

—Adelante, David.

—Señor, se está llevando a cabo la reunión secreta de los miembros de la Hermandad en estos momentos, con la mayor de las cautelas he conseguido infiltrarme, aunque no con mucho éxito, en el lugar donde se está produciendo el acto, y tras escuchar durante unos pocos minutos, he alcanzado a oír la presentación del clérigo mayor para con los asistentes, hablando de una causa que amenaza a la Iglesia en estos momentos y que urgentemente deben tomar cartas en el asunto antes de que sea demasiado tarde. Lo que me ha sorprendido, señor —dijo David con tono alarmado—, es que el sacerdote exclamaba de una forma altiva y confiada que tenían una especie de licencia para acabar con la vida de personas que se postulan en contra de la Iglesia, si hiciera falta, para salvaguardar la causa que les acontece, haciendo referencia a versículos bíblicos sobre la muerte… Además, señor —apresuró David en un tono más bajo—, ha mencionado al Vaticano en un par de ocasiones. —David seguía hilando las palabras de forma precipitada.

—¿Al Vaticano?

—Sí, efectivamente, señor. Y como digo, haciendo alusiones a la muerte…, y algo así como que deben estar preparados para la batalla que se aproxima. Además, a los miembros les ha llamado soldados.

—¿Soldados?

—Sí, señor, soldados.

—¿Pero van vestidos de militares o algo así?

—No, todo lo contrario, visten con elegantes trajes dando la impresión de pertenecer a familias pudientes, lo he podido intuir cuando he estado con ellos en el breve lunch antes de comenzar reunión.

—Perfecto, agente, ¿algo más?, ¿ha podido identificar a algún sujeto?

—Sí señor, a casi todos los asistentes los he podido reconocer de sus visitas con anterioridad a la Hermandad. Prácticamente todos han pasado por aquí antes o después a lo largo del año. Tengo información, creo que de todos los presentes, señor.

—Muy bien, David, mándame la documentación de cada uno: nombre completo, dónde viven, dónde trabajan, si es necesario ponte en contacto con Susan para concretar más detalles de cada uno de esos hombres en la base de datos, estará a tus órdenes, ¿de acuerdo? Toma nota de su número.

—Sí, señor, enseguida. —David cogió papel y lápiz y apuntó el número de la agente Susan.

—Por cierto, agente, ¿algo que añadir de algún miembro en concreto?

David quedó pensando unos segundos y afirmando con la cabeza, dijo:

—Hay un hombre que me parece interesante, un tal Robert, médico, me da la impresión, no sé si errónea, de que es bastante inteligente pero fácil de manipular, le he visto cómo miraba al sacerdote cuando estaba emitiendo el mensaje de la Hermandad y en sus ojos he podido ver un trazo de fanatismo mientras asentía con fervor a las palabras del clérigo, no sé, tengo que investigar más acerca de los miembros… Por otro lado hay un par de hermanos de una altura y complexión considerables… Pero por supuesto, y sin lugar a dudas, el individuo que más llama la atención, a parte del padre Jacob y el padre Hubert, con sus miradas maliciosas y sus aspectos arrogantes, más este último, es el sacerdote mayor, señor, un hombre despiadado, al que llaman el Cuervo, un ser al que le manifiestan un respeto excesivo, el jefe, digamos, de la Hermandad. La retórica con la que cuenta es digna de cualquier líder y se exhibe como tal. Muy arrogante como cabeza de la Hermandad, pero tratando a los miembros con un afecto peculiar, como si mandara sobre ellos, como si les debieran la vida…

—Es extraño —masculló en voz baja Jeff y añadió en tono seguro—: De acuerdo, agente. Investiga sobre cada uno de los individuos y prepara el informe para mandármelo lo antes posible, tenemos que saber qué se está conspirando en esa Hermandad e intervenir lo antes posible si fuera necesario.

—Así lo haré, señor —dijo David mientras colocaba los papeles que había en el escritorio con información de los miembros, y despidiéndose, colgó el teléfono.

El Cuervo, una vez incorporado el padre Jacob al acto y después de anunciar que no había nada ni nadie detrás de la puerta con un gesto de despreocupación, empezó a explicar la razón por la que estaban reunidos en la Hermandad en ese momento, así como el esquema a seguir para terminar con la causa que les comprometía y para la que fueron llamados al acto. Lástima que David se hubiese ausentado de su escondite en la puerta con la mala fortuna de no alcanzar a conocer el motivo que consignaba la reunión y la frase «Batalla Blanca»…

Robert cada vez estaba más impresionado con las palabras del Cuervo, y notando una voz interior que le reclamaba venganza por la muerte de su padre, a causa de su gran devoción a la Hermandad, como Robert creía, y alternando con las frases que, de forma concisa, declaraba el sacerdote, un espíritu combatiente le inundó su cuerpo y poniéndose de pie frente al altar donde se encontraban los clérigos, juntó las manos en forma de plegaria y anunció para todos los presentes:

—Jesús que estás en la Cruz, revísteme con la coraza de la justicia y envíame a la contienda para salvar tu fe. —Y quedó ensimismado clavando los ojos en la imagen del crucificado. A esto le siguió el levantamiento de los demás fieles congregados en el acto, lanzando alabanzas a la imagen que se alzaba detrás del altar.

Los clérigos, en especial el padre Hubert y el Cuervo, se miraron asombrados y dichosos con esa huella en los ojos que intuía malicia, al reconocer que las palabras emitidas habían resultado el efecto deseado entre los presentes, y sin perder tiempo, el Cuervo se encaminó hacia el altar donde al comenzar el acto, había depositado la daga con el puñal dorado que había utilizado en la sala anterior para clavar la consigna bíblica. Agarrándola fuertemente mientras sonreía con disimulo a los dos clérigos, la sujetó con ambas manos y con los brazos extendidos al cielo, la colocó, con un lento movimiento, encima de su cabeza y mirando al techo dijo con voz ronca y firme:

—¡Robert!, hijo de nuestro querido y difunto hermano Valentino, Dios lo tenga en su gloria, te encomiendo como soldado a la primera misión que nos acontece. —De nuevo bajó los escalones que separaban el altar de los primeros bancos y depositó la daga dorada entre las manos del hombre—. Soldado, estás preparado para la lucha. Eres el primer elegido para comenzar la batalla que tenemos que lidiar contra la infame multitud de fanáticos que desean el deterioro, el perjuicio y la destrucción de esta santa religión.

A Robert se le empezaron a cristalizar los ojos cuando aquel imponente sacerdote le depositó el arma en sus manos y poniéndose de rodillas mientras las lágrimas caían por sus mejillas, agradeció con gesto solemne la decisión del Cuervo.

Este, llevando la mirada a los demás miembros de la Hermandad, les dijo:

—Podéis abandonar la iglesia hacia vuestras habitaciones, se os llamará si se os necesita. Mientras tanto, rezad para encomendar la fortuna a vuestro hermano Robert.

Los asistentes se pusieron de pie e inclinando sus cabezas hacia Robert, deseándole una suerte que iba a necesitar, uno a uno fueron desalojando la nave. Robert se quedó con los tres clérigos en la soledad de la iglesia y después de limpiar sus lágrimas, con voz codiciosa y llena de garra, surgió de sus labios la pregunta:

—¿Decidme, señor, cuál es mi misión?

El Cuervo, tras unos segundos en silencio y mirando con entusiasmo a Robert, le dijo que debería quedarse en la iglesia durante un tiempo, tranquilo y calmado, rezando hasta que fuera llamado por el padre Hubert a su despacho y entonces le aclararía el objetivo del encargo a ejecutar. Robert asintió despacio, y los clérigos, sin mediar palabra, procedieron a salir de la nave, quedando únicamente la figura de aquel soldado que con una solidez ilustre se volvía a arrodillar de cara al altar, esperando ser llamado por el padre Hubert para esclarecer, cuando antes, el objetivo de su misión.

8

Vicent Giambanco se despertó en un lugar frío y húmedo, la cabeza estaba a punto de estallarle. La primera imagen que le vino a la mente fue la de su mujer. No sabía dónde se encontraba. Intentó abrir un poco los ojos, pero al hacerlo le ardían; los sintió hinchados e irritados, no pudo divisar más que unas cuantas luces y sombras, y seguido, una oleada de dolor punzante se depositó al lado de la sien, se palpó la cabeza y notó una herida. La boca le sabía a sangre. La ansiedad se hizo patente cuando supo que estaba encarcelado, se encontraba al lado de unas rejas, alcanzó a tocarlas y estaban heladas. Distinguió una figura al otro lado. Intentó hablar, pero las palabras no querían salir de su boca. Volvió a cerrar los ojos para consolar el ardor, así se encontraba mejor, incluso menguaba el dolor de cabeza cuando sentía la oscuridad. «¿Qué es lo que ha pasado?», pensó, y le vino el vago recuerdo de aquella mañana cuando, estando en su oficina, recibió una llamada de un tal Friedrich, un científico. Una llamada procedente de París. Había encontrado algo en un laboratorio, un descubrimiento que podría cambiar la historia. Le había llamado a él porque era el director del periódico. «Me pedía dinero por contarme el hallazgo».

Giambanco tenía grandes amigos influyentes en las esferas vaticanas y quizá al contarles la amenaza que se les venía encima podía obtener un buen reconocimiento e incluso sacar un pellizco económico al respecto. Había transmitido la noticia del científico, el tal Friedrich, al padre Baldini. Y este le había citado en la Santa Sede al momento. Sin embargo, ahora se encontraba encarcelado y no sabía por qué. Cuando llegó al Vaticano, se encontró con el padre Baldini y se dirigieron por un pasillo muy largo, atravesaron la Capilla Sixtina, luego siguieron por unas escaleras que daban a otro inmenso pasillo y al final de este había un despacho, pero justamente antes de entrar en él, lo vio todo negro. No se acordaba de más. Intentó volver a alcanzar las rejas que estaban frente a él para dirigirse a la silueta del hombre que se encontraba fuera, pero fue en vano. Los ojos se le cerraron y cayó al suelo de piedra y arena mientras sentía el frío colándose furtivamente por sus huesos.

9

David se encontraba en su despacho organizando toda la información que tenía a mano de cada uno de los hombres que habían asistido a la Hermandad. Tenía nombre y apellidos, el puesto de trabajo de varios, la edad aproximada de todos, e incluso se atrevió a realizar un perfil psicológico potencial de cada hombre por lo que a priori había podido observar de cada uno; los gestos, el aspecto, la actitud, el semblante, postura, expresión, apariencia…, sin embargo, necesitaba más información, tendría que llamar a Susan, como le había dicho Jeff, su jefe, para conseguir más averiguaciones de los sujetos… Sumergido en sus pensamientos estaba, cuando una sombra pasó despacio por delante de su despacho, sigilosa. David, extrañado, se levantó del sillón y salió al pasillo poco iluminado, efectivamente, un hombre encorvado traspasaba de un lado a otro la galería.

—¡Perdone! ¿Quién anda ahí? —espetó David a la sombra que se iba alejando—. ¡Oiga! —volvió a repetir. El hombre, sorprendido y vergonzoso rehusó de salir corriendo y se quedó paralizado al lado de las escaleras, David se le acercó entrecerrando los ojos para intentar reconocer aquella misteriosa silueta, sin embargo, según se iba a cercando, vislumbró la inequívoca figura encorvada del viejo Ernst—. ¡Por Dios, Ernst!, ¿qué haces aquí?, hace un rato te vi yendo hacia tu cabaña, me has dado un susto de muerte. ¿Qué ocurre?

El viejo Ernst se encontraba cohibido por haber sido descubierto en plena noche por los pasillos del monasterio y no le brotó palabra alguna de sus labios. David, esperando descubrir qué diablos hacía allí aquel hombre doblado y miedoso, le dio unos segundos para que se justificara, pero Ernst, desprovisto de vocablo alguno, seguía sumiso mirando fijamente al suelo. David, esperando otros cuantos segundos, dio por perdido el asalto y pensó que el viejo Ernst simplemente tenía curiosidad, al igual que él, por la misteriosa reunión, se habría dejado llevar por la intriga y una curiosidad le hizo recorrer los pasillos del monasterio para ver si averiguaba o descubría cualquier cosa relacionada con la enigmática velada.

—Está bien, viejo Ernst, vete a descansar, no andes merodeando a hurtadillas por el monasterio, si te vieran los jefes te caería una buena bronca. Es mejor que vayas a dormir, yo también tengo interés y curiosidad por la reunión, pero nosotros no debemos mezclarnos en estos asuntos, ¿de acuerdo?, seguramente mañana nos cuentan de qué va todo esto…, te acompaño a la puerta. —Al viejo hombre solamente le salió un ruego de sus labios:

—Por favor, David, no digas a los sacerdotes que me has visto.

—Tranquilo, Ernst, soy una tumba, descansa. —El viejo, en un tono inaudible, le dio las gracias a David mientras salía al exterior camino a la cabaña.

David, respirando profundo un par de veces y recomponiéndose del susto, se encaminó de nuevo hacia su despacho a reorganizar la información que tenía esparcida por la mesa. Se dejó caer en el sillón todavía con un poco de ansiedad del sobresalto que le había provocado aquella situación, cuando tras unos minutos eclipsado en la pantalla del ordenador empezó a oír un ruido que provenía de la capilla donde estaban todos los presentes reunidos. Despacio, se levantó del escritorio y echó un vistazo al reloj, las manecillas revelaban que la medianoche se iba acercando. Salió al pasillo y vio cómo cada uno de los hombres iba dejando atrás el oratorio donde había tenido lugar la reunión e iban derechos hacia las escalinatas que daban al piso de arriba donde se encontraban las habitaciones que habían sido asignadas para la pernoctación de los mismos. «Tengo que hablar con alguno y sacar información de lo que ha ocurrido ahí dentro», se dijo David, y sin ningún plan meditado, se encaminó hacia el conjunto de hombres para indagar y sacar información, pero antes, tendría que asegurarse de que ningún clérigo venía acompañando al grupo, si así fuera, no podría preguntar nada para no levantar sospechas. Si cualquiera de aquellos sacerdotes albergara una mínima duda de su oculto trabajo en la Hermandad, no tardaría en ser un cadáver flotando en el río más cercano… esa imagen le sobrecogió, y sacudiéndose la idea de la cabeza, se dirigió con paso decidido al grupo de hombres mientras confirmaba que ningún clérigo se encontraba entre ellos. Los diferentes rostros delataban una mezcla de confusión y excitación, no se escuchaba palabra alguna saliendo de sus bocas, un par de ellos iban cabizbajos, pensativos, los demás, con los ojos abiertos de par en par, manifestaban ese nerviosismo de haber asistido a un acontecimiento significativo, un acontecimiento quizá revelador.

—Buenas noches de nuevo, ¿qué tal ha ido? —dijo David expresando una sonrisa de oreja a oreja.

—Buenas noches —dijeron al unísono los dos hombres que encabezaban del grupo, y pasando por alto la pregunta de David, siguieron su camino, dirigiéndose hacia el primer peldaño de las escaleras.

—¿Qué tal? —volvió a insistir David al grupo más rezagado.

—Hola, bien, gracias —dijo el primer hombre con gesto formal y seco, lo mismo prácticamente consiguió expresar el segundo. Los demás, como si no fuera con ellos, se dispusieron a rebasar a David sin ni siquiera percatarse de su presencia y sorteando una pequeña mesa donde había situada una escultura de mármol, se dispusieron a ascender al igual que los dos primeros.

David, con cara decepcionada, posó la mirada en el reverso de los hombres mientras subían al piso superior, sintiendo cómo su esperanza de lograr cualquier testimonio se venía abajo. Sin embargo, se dio cuenta que faltaba un hombre… Robert.

«¿Dónde estaría?, ¿quizá todavía con los clérigos?», se acercó lentamente a la puerta de la capilla y escuchó una voces en el interior. «¿Por qué aún estaban dentro?, ¿por qué los demás habían abandonado el lugar y Robert seguía allí con los sacerdotes?».

De repente, la puerta más lejana emitió un chasquido y a David se le empezó a helar la sangre, los tres clérigos salían de la capilla y era cuestión de segundos que le vieran allí. Giró sobre sus pasos para dirigirse a su despacho, pero ya era tarde, una voz lejana le llamó la atención:

—¿David?, ¿qué se supone que estás haciendo aquí?

David dio media vuelta y, blanco como la nieve, quedó inmóvil mientras los tres hombres se plasmaban a un metro de su figura.

—Nada, señor —se atrevió a decir David—. Había escuchado un ruido y pensé que pasaba algo, los demás miembros han subido a sus respectivas habitaciones, está todo en orden.

—¿Qué haces todavía en la Hermandad? —le preguntó el padre Hubert con gesto severo mientras su rostro quedaba a un palmo escaso del rostro de David—. ¿No deberías estar ya en tu casa?, las órdenes eran claras, la reunión se realizaría de forma privada. Nadie podía estar en el monasterio, ¡Nadie!, ni siquiera tú. ¡¿Quién te crees?! —dijo el clérigo rechinando los dientes.

—Lo siento, señor, estaba adelantando trabajo, la semana que viene tenemos varias celebraciones en la iglesia y bueno, también —acertó a decir David—, como estabais tantos miembros esta noche, pensé que a lo mejor ibais a necesitar algo…

—¿Has estado espiando, David? —La voz del Cuervo, limpia y suave, se clavó en el pecho del agente como si de una espada se tratase.

—No, señor, faltaría más. Sé muy bien lo que no debo hacer, padre.

—Está bien, vete a descansar, es tarde.

—Sí, señor, hasta mañana —dijo sin mirar a nadie. A grandes zancadas llegó hasta su despacho, recogió el montón de papeles que tenía en la mesa con la información de los asistentes, los metió en una carpeta que cerró bajo llave en el armario y deprisa agarró su abrigo saliendo a la calle.

La temperatura exterior le paró en seco y trajo consigo la extraña pregunta: «¿Dónde estaba Robert?»… Esa duda le llenó cada parte de su cerebro, se temía lo peor, y sintiendo cómo el frío se filtraba por sus huesos, decidió, en un par de segundos y con un instinto arriesgado, volver dentro. Tenía que saber por qué Robert no estaba con los demás, tenía que obtener más información, era su deber. Y desandando el camino que le condujo a la calle, volvió hacia su despacho y haciendo caso omiso al Cuervo, que con su imponente voz le dijo que se fuera a casa, se despojó del abrigo, que dejó encima de la mesa y, después de asegurarse de que los clérigos se encontraban en la parte superior del monasterio, se encaminó hacia la capilla tentando a la suerte.

A oscuras se fue deslizando por el pasillo, arriba, se podían escuchar murmullos de los asistentes a la reunión, pero su concentración estaba sometida al deseo de encontrar a Robert, y de encontrarlo vivo. No sabía por qué, pero mientras sentía miedo y angustia, pensó en que aquel médico podría estar en un aprieto. No era normal que un solo hombre se quedara en la capilla cuando los demás ya habían abandonado la reunión… Un sinfín de especulaciones le vinieron a la cabeza mientras recorría con paso lento aquel camino que daba a la nave, y sin poder ver prácticamente nada, estuvo a punto de tirar una de las esculturas que decoraban el sendero hacia la capilla. «¿Seguiría allí dentro Robert?, ¿por qué estaría solo?, ¿o quizá había alguien más con él?», hizo un breve recuento en su cabeza de los asistentes y afirmó: «Solo falta Robert».

A unos metros de la puerta se quedó inmóvil, intentando escuchar algún sonido que viniera de lo íntimo de aquel sitio. Una lejana lucerna, al fondo del pasillo, con una leve llama, emitía un pequeño crepitar y David se concentró en ella mientras colocaba su cabeza en la puerta que daba al interior de la capilla. No se oía nada y maldiciendo en silencio, supo que no le quedaba otra alternativa, entrar dentro.

Abrió despacio la puerta que se situaba detrás del altar, donde antes había estado escondido cuando intentó escuchar lo que pudo de la misteriosa reunión, y una vez abierta, no sin antes repudiar un hilo de nerviosismo, pudo divisar a Robert en la primera fila de bancos, de rodillas. Las luces de la capilla ya no eran tan abundantes como antes y David quedó asombrado por las dos simples antorchas a cada lado de los muros de la iglesia y una pequeña luz encima de la cúspide cayendo encima de Robert, dándole un aspecto tenebroso. David carraspeó acercándose a la parte posterior del altar clavando los ojos en Robert, este último se sobresaltó y saliendo de sus pensamientos y oraciones, le preguntó:

—¿Qué haces aquí?

David solo pudo excusarse.

—Perdón, pensaba que no había nadie, solamente iba a apagar las antorchas y las luces antes de irme a casa —se disculpó David—, lo hago cada día, aunque un poco más temprano —dijo con una sonrisa, intentando congeniar con el médico. Y con la mano en el pecho en acto de disculpa, añadió—: Siento si te he asustado.

—No, tranquilo, simplemente estaba rezando, ¿cómo te llamabas?, perdona, olvidé tu nombre —dijo Robert mientras se incorporaba y tomaba asiento en el banco.

—David, me llamo David, y tú Robert, ¿no? —preguntó mientras se acercaba.

—Sí, exacto, perdona es que no soy muy bueno para los nombres. —Sonrió.

—No importa —dijo David, y pensando quizá que podía sonsacar información, se sentó a su lado en el banco—. ¿Qué tal?, ¿cómo ha ido la reunión? —David miraba al altar, distraído, haciendo ver a Robert que la pregunta era puramente cordial, sin deseo de sonsacar ningún tipo de testimonio.

Robert quedó en silencio y alzó la mirada al techo, respiró y la volvió a bajar posando los ojos en la cruz que se ubicaba, grandiosa, frente a él.

—¿La reunión? —dijo Robert sin mirar a David—. La reunión ha sido reveladora, David. La reunión de esta noche es el motivo por el que soy. Es el deber de un soldado. Es la llamada de la Hermandad.

David no entendía nada, e intentando comprender qué es lo que decía aquel hombre, le intentó extraer algún dato, alguna declaración de lo que se había expresado en el acto.

—¿Reveladora, dices?

—Sí, reveladora —dijo Robert clavándole la mirada—. Las palabras del Cuervo me han hecho ver el camino. Ahora sé qué quería decir mi padre cuando hablaba de la causa de la Hermandad, ahora entiendo todo. Mi destino está atado a la doctrina que impone este lugar. Soy un soldado, David. Soy un soldado —repitió—, al que han llamado a combatir y esa llamada la siento en cada parte de mi cuerpo. Estoy preparado. Puedo pelear en esta guerra. —Y sonriendo levemente, apartó los ojos de David para depositarlos, otra vez, en el techo de la cúspide. Y volvió a añadir, entre suspiros:

—Estoy preparado.

—No entiendo, Robert. Perdona. ¿Preparado para qué?

—Claro que no lo entiendes, tú no eres un soldado. Tú sigues el camino del Señor y, como buen cristiano, actúas según sus palabras y ojalá sea así hasta el fin de tus días, hasta que te reúnas con nuestro padre en los cielos, pero nunca sabrás el motivo que mueve a esta Hermandad.

«Justamente es lo que necesito saber, idiota» pensó David reprimiendo el zarandeo del cuerpo de Robert. «¡Eres médico!, ¿qué estás diciendo de estar preparado, de combatir en una guerra, de una llamada y no sé cuántas cosas más…». Sin embargo, tuvo que contenerse, y haciendo oídos sordos a lo que sus pensamientos le decían, animó a Robert a que siguiera hablando…

—Perdona, Robert, sigo sin entender.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —le preguntó Robert—, ¿un año?, ¿dos?… —Y sin dejar que David contestara a la pregunta, añadió rápidamente—. Yo, nací aquí, yo me he criado entre estos muros, mi padre, que Dios lo tenga en su gloria, siempre tuvo un propósito, una meta. Luchar por la fe, y desgraciado de mí, hasta hoy no lo he podido comprender —Y ahogado en sus pensamientos colocó la cabeza entre las rodillas y empezó a recitar una plegaria mientras su cuerpo se balanceaba levemente hacia adelante y hacia atrás.

David, lleno de paciencia y dando por perdida la batalla de sonsacar información a ese pobre hombre, se dio por vencido. En ese momento era imposible averiguar las reflexiones de aquel ser sumido y enfrascado en unas ideas remotas.

—Muy bien, Robert, que pases buena noche, no quiero molestarte más. ¿No te vas a descansar?

—No, todavía es pronto y la noche es larga —exclamó en un tono casi inaudible mientras seguía balanceándose. Y procedió el silencio.

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9788411141109
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