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Fue paseando durante largo rato prácticamente sin pensar en nada y pensando en todo a la vez mientras saludaba a los diferentes turistas que iban deambulando por los jardines con sus cámaras de fotos y sus móviles, sus risas y sus abrazos, ajenos a cualquier atisbo de ansiedad que pudieran percibir de la estampa de Robert. Después de unos minutos y sintiendo cómo sus piernas empezaban a flaquear, se sentó en un banco al lado de un imponente árbol y respiró alejando ahora sí, de una vez por todas, todos los malos augurios que le rondaban, miró el reloj y viendo que el tiempo se le echaba encima, se levantó decidido y armado de valor, se dijo: «soy fuerte, el Señor está conmigo, el Señor me protege y estoy en este mundo para servirle». Con paso atrevido se encaminó hacia la salida y tomó el coche para dirigirse a su casa. Eran las 18:00. La reunión se iba acercando.

Después de comerse un sándwich con una ensalada, procedió a una ducha relajada, calmado se puso uno de sus mejores trajes y con firmeza condujo a la reunión, el reloj marcaba las 20:00 horas y la noche ya hacía rato que se había apoderado del cielo londinense.

Por el camino y percibiendo la agradable sintonía que fluía de la radio, se encontraba tranquilo, los malos pensamientos y las ideas que le habían consumido toda la tarde las había rechazado, como si se hubieran esfumado y disuelto en el aire. De hecho, Robert se sentía con fuerzas, tenía ganas de saber qué era lo que la noche le traería en aquel lugar donde tantas veces se halló contemplando sus muros, sus estancias, su claustro, su iglesia, la capilla, los largos laberintos que se perdían por sus pasillos en ese misterioso monasterio. Ya no sentía miedo, ya no sentía angustia, la fe hacia Dios y el amor a su padre le daban la fuerza suficiente para poder enfrentarse a cualquier desafío, como tantas otras veces había hecho a lo largo de su vida.

Tras más de una larga hora conduciendo, llegó a la puerta del viejo monasterio, aparcó el coche y se dirigió a la puerta principal, que extrañamente estaba abierta pese al frío que se estaba forjando en la calle. Entró con aire desconfiado, divisando palmo a palmo cómo las luces encendidas en lo alto del techo proyectaban sus alargadas sombras en las paredes llenas de cuadros con ilustraciones y figuras antiguas. El lugar, desde luego, parecía sacado de una película de miedo.

Robert siempre había estado allí de día, en muchas ceremonias, misas y eventos, pero nunca se había encontrado allí de noche. Además, había pasado mucho tiempo desde la última vez.

Con paso asustadizo se fue adentrando en tan lúgubre espacio, pero enseguida, la voz de un hombre le sacó de su cautela:

—Hola, ¿Robert?

—Hola, buenas noches, sí soy yo —respondió Robert carraspeando la garganta.

—Te estábamos esperando. Soy David. ¿Nos hemos visto antes?

—No me suena tu cara —incidió Robert sopesando el rosto de aquel hombre.

—¿Quizá en alguna misa de la Hermandad o en alguna ceremonia?

—No, lo siento, hace demasiado tiempo que no vengo por aquí.

—Ajá, yo hace escasamente un año que me dedico en cuerpo y alma a la Hermandad, los padres me dieron una oportunidad al contrastar que mi fe era inmensa —dijo David mientras de sus labios afloraba una risa cariñosa. Y añadió con un gesto amable que indicaba una cordialidad quizá un poco excesiva—: ¿te parece si me sigues donde están los demás miembros?

Robert, que hacía un par de minutos se encontraba dividido entre el miedo y la intriga, pudo disipar esos sentimientos cuando el tal David le colocó la mano derecha sobre su hombro y le indicó con la izquierda el lugar donde tenía que desplazarse y donde se ubicaba la sala en la que se encontraban los demás asistentes a la velada.

—Gracias —dijo con actitud cordial Robert, y se dirigió hacia donde David le señalaba.

David realizó idéntico ademán y detrás de Robert, le acompañó hasta la susodicha estancia.

Sin embargo, según Robert iba desplazando sus pasos, una figura encorvada emergió del otro lado del pasillo, y se le quedó mirando fijamente, clavando los ojos en este y ahogando un grito, llevándose la mano a la boca, desapareció, rápidamente, entrando en una sala contigua. Robert, en estado de confusión, se dirigió a David y sin abrir la boca le preguntó con un gesto quién era aquel extraño ser que acababan de ver y que con tanto misterio se había ocultado ante sus ojos. David, quitando hierro al asunto, le respondió que era el viejo Ernst, un hombre que había dedicado toda su vida a la Hermandad. El viejo Ernst ayudaba a David en sus quehaceres diarios, mantenía el jardín trasero del monasterio, las calderas, se encargaba de la leña… de hecho, ni siquiera dormía en el monasterio, cada noche se acomodaba en una pequeña cabaña de madera que hace tiempo le habían construido…; era un hombre entrado en años, su cara delataba surcos de arrugas y sus manos, demasiado trabajadas, ya no eran las mismas de un tiempo atrás, vergonzoso como nadie y cabizbajo y encorvado siempre, de su espalda superior había emanado una corcova, un hombre solitario y distinto a cualquier fiel de la Hermandad que cada día que pasaba, sus fuerzas iban menguando… Robert se quedó helado al ver la actitud y sobre todo, el físico de aquel individuo, pero estaba demasiado nervioso y excitado por lo que le esperaba, que pronto olvidó lo que acababa de pasar y siguió andando hasta la sala que le había apuntado David.

Cuando Robert dejó atrás el frío y claroscuro pasillo medio iluminado por una especie de lucernas colgadas en sendas paredes a derecha e izquierda, sus ojos tardaron unos segundos en acostumbrase a la claridad que manifestaba aquella gran sala donde se hallaban una serie de hombres con copas en la mano y vestidos con impecables trajes de tejidos costosos. Una mezcla de perfume e incienso se masticaba en el aire de aquella habitación.

Mientras Robert se adentraba, un sinfín de ojos se posaron en su imagen y contemplando la mirada de cada uno de los espectadores, saludó con un «buenas noches, la paz sea con vosotros». La misma consigna fue replicada por los miembros, y acercándose a una de las mesas que se encontraba en el centro del habitáculo, estableció, en su mente, un cálculo aproximado de los sujetos que allí se ubicaban, contó seis componentes alrededor de la mesa central y un individuo al otro lado de la sala, al que se le unió David después de animarle a que tomara una copa antes de empezar la reunión, que gustosamente Robert agradeció con un guiño.

Cuando David se acercó al sujeto, Robert pudo distinguir que lo conocía, era el padre Jacob, el mismo que horas antes le había llamado por teléfono para darle la noticia de la reunión. Con un gesto alzando la copa le saludó y el padre hizo lo mismo mirando a Robert.

Unos segundos más tarde, una mano se apoyó en su hombro izquierdo y, con un pequeño sobresalto, Robert se giró y consiguió reconocer a los dos tipos que se situaban a su espalda. Hacía mucho tiempo que no se veían y tuvo que hacer un pequeño esfuerzo para recordar a ambos hombres, pero la sonrisa les delató y Robert viajó por sus recuerdos hasta atisbar en su memoria a los dos hermanos pícaros que ahora veía.

—¡Los gemelos Collins!, ¡Bern y Harry! —Sonrió con gran fuerza al recordad a aquellos dos niños que junto a él y contando con unos ocho o nueve años correteaban incansables por la Hermandad.

—¡Robert!, ¿qué tal estás? —acertaron a decir casi al unísono los dos hombres.

—¡Muy bien!, ¿y vosotros?, ¡cuánto tiempo!

—¡Sí!, es verdad —dijo Bern Collins, que contaba con una abrigada y larga barba que le cubría los labios, sin embargo su cabeza aparecía rapada y casi brillante a la luz que caía sobre la misma—. Todo muy bien, gracias a Dios —declaró apretando fuertemente su mano con la de Robert.

Harry Collins, por su parte, aunque también contaba con vello en su cara, la barba no era tan prominente como la de su hermano gemelo, aunque sí le imitaba con la misma testa carente de pelo. Los ojos de ambos eran de un negro impenetrable y sus fornidos músculos, los cuales se apreciaban bajo los trajes y que con su altura, cerca dos metros, les daban un aspecto dominante, incluso temeroso.

Robert, por su parte, y después de un gran abrazo con ambos, se dedicó a observar y canjear las típicas preguntas de los dos intimidantes sujetos mientras intercambiaban recuerdos alternándose con las sensaciones de duda que discernían en la velada.

Los tres individuos coincidían en la extraña y peculiar reunión a la que habían sido invitados. Los dos hermanos también fueron convocados como soldados y ninguno de los tres sabía exactamente a qué se refería aquel término. Discurriendo sobre tal asunto, se les unió un hombre, que se fue acercando con un ridículo disimulo, transmitiendo pinceladas de nerviosismo. Estaba pálido y se hizo llamar Thomas Greene. Con la cabeza ladeada y gran ansiedad en la mirada consiguió presentarse y, tras unos segundos de inquietud manifiesta en su cuerpo, logró advertir la cuestión que estaba atrapando su juicio.

—¿Saben ustedes el porqué de tan apresurada asamblea en la Hermandad? ¿Son ustedes soldados?, yo soy un escudo, encantado, caballeros.

Los tres negaron con la cabeza y se miraron. Aquel hombre, con actitud enfermiza, acababa de preguntarles si eran soldados, además se presentó como escudo. ¿A qué diablos se refería ese individuo tan extraño?, e intentando desnudar la incertidumbre que les poseía, los tres, a un mismo tiempo se encogieron de hombros y el misterioso hombre desanduvo sus pasos y se postró en la pared, a la espera. En unos instantes, todos los asistentes de la sala dirigieron la mirada al lugar donde se encontraban el padre Jacob y David, que hablaban en voz baja turnándose la mirada entre los presentes.

En ese instante apareció el clérigo belga Hubert. El reloj marcaba las 22:15. Para preguntar si estaban todos los miembros que habían sido llamados a la reunión. Se acercó al padre Jacob y le preguntó si los soldados estaban tranquilos y si los escudos parecían sosegados, pues pronto llegaría el Cuervo para darles la bienvenida. El padre Jacob miró a David y le trasladó la pregunta.

—¿Están todos, verdad, David?

—Sí, todo en orden, señor —respondió.

—Muy bien, aunque veo poca gente entre los asistentes —exclamó el padre Hubert.

—El padre Jacob es quien se ha encargado de convocar a cada uno de ellos —dijo David.

—Los suficientes —repuso Hubert mientras miraba a David a los ojos, y añadió—: Es un asunto bastante peligroso para que haya demasiada gente involucrada. Sabemos que son fieles a la Hermandad pero no me gustaría que se fueran de la lengua. Tendríamos que acabar con sus vidas. —Entornó los ojos con un gesto malicioso y una sonrisa sádica—. Y no me apetece mancharme las manos de sangre.

David se quedó absorto, inmóvil. El clérigo belga había dicho esa frase con una parsimonia que relucía templanza, como si fuera algo frecuente, normal. David llevaba muchos años en la CIA, además, como agente encubierto había visto muchas cosas y algunas demasiado fuertes, pero los ojos de aquel clérigo, que se encontraba a un metro escaso de él, rezumaban una malicia terrible. Estaba seguro de que sería capaz de acabar con los asistentes si la palabra de Dios o del mismísimo demonio se lo pedía. Se sentía superior, aquellos a los que estaba clavando la vista simplemente eran subordinados, solamente servían para la causa que se les encomendara y no debían objetar nada. A David le invadió un ataque de angustia, ya que, al que llamaban el Cuervo, el mismo que le había dado la noticia aquella mañana sobre la reunión, los miembros le trataban como un Dios, nadie hablaba a su paso, si fuera preciso, se arrodillaban ante él, incluso el padre Hubert le rendía pleitesía.

David, en poco más de un año que llevaba en la Hermandad realizando la misión encubierto, solamente le había visto una vez, las pasadas navidades, que fue a la Hermandad a celebrar una misa, lo vio de lejos, pero detrás de él se producía un aura de divinidad y todos los fieles caminaban cabizbajos como si fueran su sombra. David no pudo asistir a esa misa pues se lo tenían prohibido. Solamente podían acudir un número reducido de fieles y la élite de los clérigos. Por lo demás, exclusivamente había hablado con él unas cuantas veces por teléfono. Eso sí, tenía una voz confiada, educada y con una pincelada oscura, sobria. Esa era la sensación que le transmitía. Además, hablaba lo justo y nunca se despedía. David pensó en mitad del ataque de pánico que si el clérigo Hubert, que ahora se encontraba a su lado, ese ser despiadado, le guardaba sumisión al Cuervo, no quería pensar cómo debía de ser el Cuervo…

En ese momento habló el padre Jacob, al que se le veía un poco más nervioso que su compañero Hubert e hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Están todos. Solamente falta el Cuervo —dijo mirando a Hubert para animarle a exponerlo a los miembros. Sin un segundo de dilación, el padre Hubert anunció con voz alta y clara para que escucharan todos los presentes, como si se estuviera transmitiendo el anunciado a niños de edad infantil.

—Está bien —dijo palmeando las manos—. En unos minutos vendrá el Cuervo y procederemos a la misa y la reunión. Esta noche será recordada por todos, ya que la Iglesia, una vez más, sobrevivirá a cualquier amenaza. —Levantó la voz en las dos últimas palabras de la frase y las volvió a repetir despacio y pausada entre sílabas—. Cualquier amenaza. —Se hizo el silencio durante unos segundos mientras los congregados afirmaba con la cabeza. Y aguantándoles la mirada, añadió—: Alabado sea Dios. —Un segundo después, todos los individuos, con los ojos como platos, le respondieron con la misma frase. Volvió la cara hacia Jacob y David enarcando una ceja, haciendo una mueca de sonrisa y negando con la cabeza—: Un rebaño de ovejas que vive pensando que su pastor les va a perdonar la vida. Fieles e ignorantes, una combinación bastante arriesgada. —Dijo en voz baja y sonrió.

David volvió a pensar en el Cuervo, si el padre Hubert tenía esa malicia. El Cuervo debería de ser el mismo demonio.

Los minutos fueron pasando entre, por una parte, las atentas y desamparadas almas de los ocho individuos del centro de la sala, cada vez más preocupados por lo que intuían que se podía avecinar y el alternativo ir y venir del padre Hubert, el padre Jacob y David, titubeantes, entrando y saliendo del habitáculo por la puerta norte mientras esperaban y aguardaban la presencia del Cuervo. Consultando, cada vez por un espacio más reducido de tiempo, cada uno de sus relojes.

La realidad en el trance de espera por la demora de aquel hombre, significaba alzar la expectación de la reunión, pero también la impaciencia de los diferentes protagonistas de la velada. Hasta que por fin y tras varios minutos de silencio apareció por la puerta contraria a donde creían que iba a presentarse, un hombre con una sotana negra cubierta en la parte superior por una muceta o prenda corta que llegaba hasta la altura de los codos de color roja, unida por unos botones dorados en la parte delantera y, adornando en el centro de la misma, el típico alzacuellos sacerdotal, llevaba también un cordón de oro, que en cuyo extremo se podía divisar una hermosa cruz dorada luciendo algunas piedras preciosas; la vestimenta se acababa con un cinturón y unos zapatos, ambas prendas de color negro y como decoración a su imagen, un gran sello de oro en el dedo anular de su mano derecha. Robert, echando rápidos y atropellados cálculos, observó la fisionomía y los rasgos del hombre y sabiendo que había sido amigo de su padre y que contaban prácticamente con la misma edad, supuso que aquel señor debería de rondar los setenta años, sin embargo y a pesar de su semblante, estaba erguido, prominente y proyectaba una seguridad y firmeza con pasos decididos y ambiciosos. El Cuervo, con gesto serio, se encaminó hasta el centro del habitáculo, calculando cada uno de sus movimientos, sabiendo que los ojos de todos los asistentes estaban clavados en su figura. Llevaba una cuartilla en la mano, una lámina en la que se adivinaba una caligrafía escrupulosamente bien definida.

6

El Cuervo iba traspasando la sala con paso fijo, pasando entre los espectadores sin mediar una sola palabra, se colocó al lado de la pared del fondo, que contaba con un gran tablón de madera donde se ubicaban diferentes estampas, plegarias escritas a mano y algunas ilustraciones religiosas. Mirando a cada uno de los individuos que permanecían atentos a su maniobra, sacó de dentro del hábito una pequeña daga con puñal dorado y sujetándola con fuerza, dio un golpe fuerte y seco en la madera, dejando clavada en la tabla la cuartilla escrita a mano, donde relucía la brillante empuñadura en la parte superior de la cartulina, en la que se divisaba la excelente caligrafía. El clérigo se apartó unos metros y tendiendo las manos, invitó a los asistentes a leer tan misterioso pliego, ese reclamo les hizo presagiar, llenos de incredulidad, una tertulia que, en principio y en esencia, resultaba, cuanto menos insólita y caprichosa, pero sobre todo, enigmática.

Viendo el severo y escrupuloso semblante del extravagante sujeto vestido con tan delicado hábito, un hombre alto con cuello delgado, los ojos claros y la piel pálida, y el imperturbable rostro fijándose en cada uno de los asistentes, le daba una especie de celebridad casi divina a la par que temerosa. Robert, junto con los gemelos Collins, el tal Thomas, que seguía con la cabeza ladeada, dubitativo y en definitiva, muerto de miedo, así como los demás miembros, se fueron acercando al grueso papel que con tanta efusividad y poca discreción había clavado el sacerdote en aquel tablón colgado en la vieja pared de fría piedra grisácea del interior de la sala del monasterio.

Acercándose con una pincelada de temor y cobardía, todos observaron en silencio la frase que el extraño sacerdote había depositado en el tablón; un versículo de la Biblia en el que rezaba:

«Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, vivamos o muramos, somos del Señor».

Una vez dejados unos segundos para que los miembros reflexionaran sobre tal afirmación bíblica, el Cuervo habló por primera vez y con una voz grave y autoritaria concluyó:

—En verdad vivimos y morimos para el Señor y por el Señor, no tengamos miedo a la vida pues es obra y gracia del Señor nuestro Dios, pero menos tengamos miedo a la muerte pues somos del Señor y una vez que nuestro cuerpo físico carezca de vida, Él nos llevará consigo a su morada de los cielos. —Y añadió—. Si hay que morir por el Señor, por el Señor moriremos, pues Él nos está aguardando.

Esas palabras revolotearon por el ambiente incrustándose en cada uno de los pensamientos de los asistentes, que con incertidumbre y titubeo acertaron a mirarse entre ellos sin comprender lo que el altivo hombre quería manifestar con tales palabras. Tras otros cuantos segundos, en los que solamente se oía un pequeño e insignificante murmullo de los presentes, la voz del clérigo volvió a tomar posesión en la sala diciendo:

—No temáis, hermanos, todos estáis aquí por la causa que desde pequeños habéis vivido, unos de una forma, otros de otra, pero todos tenéis algo en común, vuestra vida se debe a la Hermandad y por la Hermandad viviréis o moriréis como así os enseñaron y como así es vuestro cometido por la deuda que cada uno de vosotros mantenéis, directa o indirectamente, con esta congregación. —Las palabras del sacerdote eran firmes, imperturbables y no admitían ningún tipo de réplica. Eran órdenes.

Los asistentes, clavando sus miradas en las del clérigo y con una ansiedad que se repartía por cada milímetro de sus cohibidos cuerpos, asintieron dubitativos a las palabras del hombre, dejando entrever algún atisbo de perplejidad ante tales afirmaciones.

En ese momento, el Cuervo dio media vuelta y encaminándose a la salida de la sala, declaró:

—En breve sabréis a qué me refiero, pasemos a la celebración religiosa para calmar vuestro enredado y turbado estado confundido.

Todos, en silencio, fueron tras el Cuervo, que inclinó la cabeza en gesto afirmativo al pasar delante del padre Jacob, el padre Hubert y David, que esperaron al final, hasta que los asistentes salieron del salón para dirigirse a la capilla que se encontraba enfrente del monasterio donde se concentraban, cada día, los fieles para asistir a las diferentes misas y celebraciones. Esa noche estaría desierta, únicamente los señalados presenciarían el culto.

Cuando Robert pasó al lado de David se miraron durante un par de segundos y este último con cara de circunstancia solo pudo inspirar una bocanada de aire en actitud de acatamiento, mientras disimuladamente colocaba las palmas de las manos hacia arriba a ambos lados de su cuerpo. David tampoco sabía lo que les deparaba esa noche, de hecho, su misión era saberlo, de eso se trataba el trabajo encubierto que tenía en la Hermandad, ya que lo único que conocía, al igual que los asistentes, exceptuando a los dos clérigos situados a su lado, era la enigmática consigna «Batalla Blanca» que como por orden divina se había establecido como mandamiento y decreto en aquel confuso y consternado día. Robert, una vez depositada la mirada en David y sintiendo no haber podido extraer ninguna información de sus facciones, únicamente un rasgo de incomprensión ante las palabras del Cuervo, procedió rápidamente a colocar su mirada en los rostros de los dos clérigos al lado de David para intentar, quizá, esta vez con más fortuna, sonsacar algún tipo de información sobre lo que había sucedido minutos antes, sin embargo, los dos hombres con gestos altivos y firmes no dejaban entrever ningún argumento, por mínimo que fuera, sobre lo que estaba aconteciendo esa noche. Robert, preocupado, miró hacia atrás donde le seguían los dos hermanos y otros dos o tres miembros más rezagados con aire de desconfianza, depositando, al igual que él, sus ojos en aquellos tres sujetos sin percibir con éxito cualquier aclaración o advertencia sobre las palabras del extraño sacerdote. Solamente incertidumbre.

Una vez abandonado el salón, se dirigieron a la iglesia para proceder con la misa, y David, con una mínima esperanza de poder asistir a la celebración, y poder saber lo que allí iba a acontecer para más tarde poder informar, si fuera necesario, a Jeff, su jefe de la CIA, hizo el amago de irrumpir en la nave, pero un brazo se situó a la altura de su pecho negándole el paso, el padre Hubert interrumpió su ingreso con un movimiento hacia ambos lados de su cabeza y con gesto consistente procedió a cerrar las puertas de la nave dejando a David en el apagado pasillo, que con mueca de desilusión, se encaminó al exterior del monasterio para poder pensar un plan con la intención de escuchar, por poco tiempo que fuera, lo que dentro de aquel gran habitáculo iba a ocurrir. Las palabras del Cuervo le habían calado intensamente y, aunque lejos de verse involucrado como los demás asistentes a la cometida reunión y posterior causa o misión que les fuera encomendada, se encontraba pálido y preocupado, incluso un pequeño mareo se rindió en su cuerpo al recordar la voz del sacerdote. Solo deseaba que todo pasara rápido y no hubiera ningún altercado por el que tuviera que participar de forma presurosa, aunque, si así fuera, estaba completamente preparado y adiestrado, como otras tantas veces, para corresponder al principio y el fundamento de la paz y la concordia como objetivo de sus misiones.

Cada uno de estos pensamientos fue recorriendo su juicio hasta salir a la calle y observando la espesura de la noche y sintiendo el frío que depositaba pequeñas partículas de lluvia sobre su cuerpo, se dedicó unos minutos a pensar qué podía determinar para colarse en la ceremonia, sin embargo, una débil y taimada voz le sacó de sus cavilaciones, era el viejo Ernst, el de mantenimiento:

—Perdone, señor.

—¡Qué susto! —le grito David al achacoso hombre.

—No era mi intención, perdone. —El viejo Ernst nunca miraba a los ojos a causa de su gran timidez y estuvo a punto de darse la vuelta hacia la cabaña cuando, con un poco de tristeza hacia aquel hombre, que siempre le transmitía ternura, David, con voz apesadumbrada, le dijo:

—Dime, viejo Ernst, ¿qué se te ha perdido?, ¿en qué puedo ayudarte?

El encogido viejo, al lado de David, le preguntó sin rodeos:

—¿Quién es el último hombre que ha llegado al monasterio?

David, frunciendo el ceño, recordó a Robert.

—Es un médico, se llama Robert. ¿Por qué lo preguntas?

El viejo Ernst se quedó helado, y al cabo de unos segundos, con voz quebrada preguntó:

—¿El hijo del padre Valentino, que Dios le tenga en su gloria?

—No sé —declaró David—, creo que su padre sí que era miembro de la Hermandad hace tiempo, como muchos de los que están esta noche ahí dentro. ¿Qué te preocupa, viejo Ernst?, te noto más intranquilo que de costumbre.

—Nada, señor, la última vez que vi a ese hombre era un niño y recuerdo mucho a su padre, era un gran hombre, el padre Valentino no era como los demás sacerdotes, me ayudaba en todo lo que le pedía, lástima que Dios se lo llevara tan pronto…

—Viejo Ernst, deja el pasado atrás, no te tortures con el ayer, eres demasiado sensible, mírame, ahora soy yo el que te ayudo, ¿verdad?, y hacemos un gran equipo trabajando en el jardín y el huerto del monasterio, ¿o no?

—Sí, señor —dijo Ernst con la mirada en el suelo, y dando las buenas noches, dio media vuelta hacia su cabaña.

David, que tenía que investigar sobre cualquier asistente a la velada, le vino una idea a la cabeza…

—¡Viejo Ernst!, acércate, no te vayas, cuéntame cómo era ese hombre, el padre del médico, de Robert.

El hombre, con los ojos cristalizados, solamente pudo expresar lo sincero que era aquel sacerdote con él, sus palabras amables y los consejos que le daba, y ya con las lágrimas recorriendo las mejillas, le contó que ese hombre se había ganado el cielo, sin embargo, otros, como él, estaban más cerca del infierno. Y ahora sí, sin volver la vista atrás, se encaminó hacia la ajada cabaña.

David, callado, vio cómo aquel hombre se alejaba y moviendo la cabeza de lado a lado, pensó: «viejo Ernst, qué persona más triste y buena, no se merece cómo le tratan los jefes de la Hermandad» —y de repente cayó en que estaba entumecido de frío y que dentro se estaba celebrando el misterioso encuentro. «Y yo perdiendo el tiempo con este hombre», se dijo, «tengo que pensar cómo poder entrar en esa maldita reunión y tengo que preparar un informe para Jeff».

7

Robert, mientras tanto, en comandado por el sacerdote y mezclado entre los demás miembros, entró en la nave donde tantas veces, de pequeño, había asistido a celebraciones religiosas, todos quedaron de pie observando aquel lugar, para todos era conocido, aun así, todos quedaron fascinados por la iluminación, mirando a todos lados, desde la puerta principal hasta el altar pasando por las diferentes ubicaciones de bancos, imágenes de mármol, cuadros, y la altiva cúspide en el techo de la gran capilla, la iluminación en este lugar era asombrosa, en una hilera a ambos lados de los diferentes bancos, se situaban grandiosas lucernas encendidas tintineando las llamas y provocando siluetas con vida en las distintas paredes. Robert se estremeció al vislumbrar tan misterioso espacio y siguiendo con su mirada a los frescos de la iglesia, depositó sus ojos en la figura que empezaba a hablar en lo alto del altar. El Cuervo alzó la voz.

—Queridos hijos míos —empezó—. Quiero que toméis asiento. Relajaos. Estáis en la casa del Señor.

Entre tanto, el padre Hubert y el padre Jacob se afianzaron a colocarse a la derecha e izquierda respectivamente del sacerdote en el altar.

—Estamos aquí reunidos —prosiguió—, tanto clérigos, como soldados, como escudos, para luchar con las amenazas que retan a nuestra Iglesia. El desafío al que nos enfrentamos no es nuevo para nosotros, llevamos muchos años luchando contra esa lacra que pretende acabar con esta, nuestra religión. Siempre, y digo siempre, hemos salido victoriosos con las distintas provocaciones enfundadas por presuntuosos ateos y fanáticos de otras religiones, hemos luchado contra los conflictos de la era digital que intentan terminar con nuestra doctrina apoyándose en la ciencia con diversas provocaciones desafiantes para finalizar las creencias de nuestro Dios, el único y verdadero Dios y su hijo Jesucristo. —Hizo una breve pausa para escudriñar a los presentes y tras unos segundos en silencio, reanudó—. Está bien, como digo, siempre hemos creído en el objetivo de esta Hermandad, que fue creada, como tantas otras, por nuestro sumo pontífice, dándonos un voto de confianza para que, a lo largo de los años, nos uniéramos por la causa y aniquiláramos todo tipo de atisbo de intimidación, advertencia o ultimátum de cualquier índole que quiera poner en duda el cristianismo. —El Cuervo se movía a derecha e izquierda por el altar—. Y, como sabéis, ha habido lamentos justificados por muertes de antiguos compañeros de la Hermandad, pero siempre defendiendo la causa y orgullosos deben estar, Dios los tenga es su gloria, de haber pertenecido y aportado, con su vida en la Tierra, la ayuda necesaria para fulminar a tan enormes enemigos que quieren zanjar la única idea verdadera de nuestro Dios.

El sacerdote, con paso lento y observando fijamente a cada uno de los asistentes, tanto soldados como escudos, se fue acercando a ellos y empezó a tocar suavemente la cabeza de cada uno.

—Hermanos —continuó—, no temáis a la muerte, y cito un versículo de nuestras sagradas escrituras: «Esta doctrina es digna de crédito: si morimos con Él, también viviremos con Él; si sufrimos con Él, también reinaremos con Él», así pues, hermanos, no tengamos miedo a morir, porque Dios nos aguarda, vivimos para Él y luchamos en su nombre. —Y dejando unos segundos entre frase y frase, retomó—: Ahora bien, y escuchad con atención una de las normas inquebrantables y más importantes de esta velada. Al igual que esos desarmados de corazón que acaban con las vidas de tantos y tantos fieles a la palabra del Señor, con el consecuente derramamiento de sangre sincera, devota y leal. Nosotros no dudaremos, escuchad bien, ni nos temblará el pulso, en el caso de tener que acabar con la vida de cualquier individuo que se oponga a nuestras creencias. Los escudos ya saben de lo que hablo, ahora, es el turno de los soldados y repito: nadie, ningún miembro de esta Hermandad se amedrantará, opondrá ni tendrá arrepentimiento alguno si, en el caso que fuera necesario, tuviera que terminar y mandar al infierno a sujeto alguno. —Se hizo el silencio, todos asentían—. Esta Hermandad tiene la licencia, por parte de la Santa Sede, de acabar con cualquier amenaza que pueda hacer tambalear siquiera la Iglesia católica, aunque a vidas de personas se refiera. Y esta vez, el santo padre y la corporación papal han confiado en nosotros para esta contienda que hoy nos une. Ahora, rezaremos unas plegarias en silencio para rememorar a los ausentes que dieron la vida por la causa y cojamos la fuerza del espíritu de Dios que necesitamos para hacer frente a lo que nos ocupa.

303,82 ₽
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470 стр. 1 иллюстрация
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9788411141109
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