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David, que cada segundo que pasaba allí dentro le envolvía más una sombra de enfado e impotencia con aquel hombre. Añadió:

—Por favor, cuando salgas de la capilla apaga las luces, ¿de acuerdo?, y bueno, me gustaría, que, si pudiera ser, mañana y más tranquilos, podamos tomar un café y me siguieras contando y explicándome tu misión, tus palabras son demasiado sólidas e incomprensibles para un simple devoto como yo… —dijo David con una ínfima esperanza de que Robert pudiera confiar en él. Necesitaba informar a su jefe, necesitaba actuar, y para colmo, le invadía la idea, cada vez más segura, de que un extraño e inminente suceso estaba germinando allí esa noche. Y con paso titubeante y con rabia de no haber conseguido indagar en las cavilaciones de aquel sujeto, se dispuso a abandonar el lugar deseando nuevamente las buenas noches a Robert, que permanecía sumido en sus meditaciones y ni siquiera le respondió. David, rechinando los dientes a causa de una mezcla de irritación y enojo, cerró de un golpe la puerta de la nave, lo que hizo retumbar el eco del pasillo, a lo que, con un rápido arrepentimiento por si alguien lo hubiera oído, con paso presuroso para no ser visto, salió a medio correr hacia su despacho para recoger su abrigo, las llaves e irse a casa de una vez. Mañana sería otro día e intentaría, por todos los medios, conseguir sonsacar información a ese infortunado médico, sin embargo, la noche todavía le traería una nueva sorpresa…

Cuando entró en su despacho, sintió que había algo que no le cuadraba. El abrigo no estaba donde antes lo colocó y paseando rápidamente la mirada por la dependencia, atisbó una nota encima del escritorio. Vertiginosamente se abalanzó sobre ella y cogiéndola fuertemente con ambas manos, pudo leer:

«En esta Hermandad, como al gato, la curiosidad, aunque sea más grande que el temor, puede matarte. Ten cuidado».

David quedó paralizado ante aquella hoja de papel, y con la sangre bombeando cada centímetro de su cuerpo, miró hacia todos los lados de la habitación e incluso salió al pasillo ojeando de izquierda a derecha. No había nadie. Entró de nuevo en el despacho con el papel en las manos y volvió a leerlo. Cuando acabó la consigna, las evidentes preguntas se depositaron en su cerebro. «¿Quién lo habría escrito?, ¿sabrían de la misión que tengo?, ¿sabrán que soy un agente infiltrado?». Negó con la cabeza pensando que si le hubieran descubierto, no le hubieran dejado una simple nota de papel… pero alguien sabía algo. Respirando y pidiéndose calma, metió el papel arrugado en el bolsillo y ahora sí, cogiendo el abrigo, salió a la calle aceleradamente, invadiéndole una combinación de miedo y desconcierto. El frío le volvió a quemar la cara y aligerando cada vez más el paso, montó en el coche. Arrancó mientras maldecía en secreto y se dirigió a su casa. Durante el camino no paró ni un segundo en pensar las consecuencias que acarreaban que hubiese sido descubierto, además, la nota parecía sacada de una película de suspense, no entendía nada, y entre diferentes y maniáticas cavilaciones consiguió, al fin, llegar a casa.

Una vez apurada esa copa de licor que el cuerpo le estaba pidiendo a gritos y sintiéndose un poco más sosegado, se tumbó en la cama y volvió a leer el papel arrugado. «¡Joder!, me han pillado». Abrió el cajón de la mesita de noche y se metió un par de somníferos en la boca apresurándolos por su garganta con la quemazón del brebaje. Y con el pretexto de no pensar en nada, cerró los ojos y con suerte, la mezcla del medicamento, el licor y el susto que se había apoderado de cada rincón de su cuerpo, se quedó dormido…

10

Robert, mientras tanto, vislumbrando el manto de los frescos que adornaban el techo de la iglesia y pensando nuevamente en su padre; la sonrisa, la figura, las palabras y también el disgusto y la pena por su muerte, dio un sobresalto saliendo de su reflexión cuando al cabo de poco más de media hora volvía a aparecer, esta vez en solitario, el padre Hubert, animando con voz autoritaria a que despejara la nave y le acompañara a su despacho. Robert se recompuso y tras santiguarse, se encaminó detrás del clérigo a su dependencia. Una vez allí, se encontró con el Cuervo, que estaba postrado en la mesa principal del despacho de su aliado y, tendiendo los brazos hacia Robert, le concedió un abrazo invitándole a que se sentara en la silla contigua. El Cuervo volvió a apoyarse en la mesa del despacho y cruzó los brazos, el padre Hubert lo imitó colocándose a su lado y sin ningún preámbulo, preguntó:

—¿Alguna vez has matado a alguien, Robert?

Tras unos segundos de confusión, Robert, desconcertado parloteó:

—No, por Dios, no, por supuesto que no, señor, soy médico, ayudo a la gente —apresuró Robert a decir como si le estuvieran culpando de asesinato.

—Tranquilo, Robert —dijo el Cuervo—, cálmate, no te estamos acusando de nada. Más bien te estamos trasmitiendo la necesidad que tiene la Hermandad de acabar con la vida de alguna persona, y sinceramente, eres el más indicado y preparado para establecer el trabajo, por eso te hemos elegido antes, Robert, porque eres la persona perfecta para esta misión, el soldado seleccionado para luchar por esta causa eres tú. Dios así lo ha dispuesto y debemos hacer su voluntad.

—Pero, señor, yo… yo nunca he matado a nadie, no podría…

—¡Silencio, soldado! —replicó tajante el padre Hubert—, aquí estás para acatar las órdenes que se te impongan, como en su día las acató tu padre, al que Dios le tenga en su gloria, tu padre siguió lealmente las indicaciones que se le exigieron por parte de la Hermandad sin rechistar una sola orden. Si tuvo que luchar, luchó, si tuvo que enfrentarse a esa escoria de científicos o al mismísimo demonio, se enfrentó, si tuvo que contraponer sus intereses a los intereses de las distintas misiones a las que fue delegado, se contrapuso y por supuesto si tuvo que matar, mató. Sin replicar, sin contradecir. Obedeció órdenes y punto.

Robert, con la boca abierta, sin saber qué decir, solo pudo que llevar la mirada al otro hombre, que imponente y de brazos cruzados se situaba frente a él. Se encogió de hombros esperando una objeción, quizá, a las palabras del padre Hubert por parte del Cuervo.

—Disculpa a este viejo clérigo —interpuso el Cuervo irguiéndose hacia Robert—. Quizá le falte un poco de… ¿cómo se dice?… tacto, para con los siervos de la Hermandad. —Y miró fulminante a su aliado para seguidamente posar sus ojos de nuevo en los de Robert.

—Hijo mío —prosiguió el Cuervo—, lo que quiere decir este pobre diablo es que la vida, como la conocemos, no vale nada si no estamos junto al Señor, la vida de los infieles está hueca de sentido en este mundo. Desde siempre se persigue a los farsantes que con sus calumnias y mentiras quieren hacernos desaparecer, y antes de que consigan intimidar con su verborrea, su dialéctica alterada o sus proyectos científicos…, el Señor nos manda terminar con ellos, está impuesto en nuestras vidas de siervos de Cristo, ¿lo entiendes, Robert? Tu padre lo hizo y tú lo harás como él, y tus compañeros, y los que vendrán en el futuro también lo harán, ¿o acaso quieres que la Iglesia desaparezca?, ¿acaso quieres que los ideales, los principios que nos unen a la palabra de Dios caigan en el olvido en poco tiempo?, ¿acaso Robert, estás dispuesto a que unos cuantos hipócritas difamen las santas escrituras y deshonren con sus esquemas de falsos eruditos lo que hasta día de hoy fue la misión de nuestro santo padre?, ¿quieres que toda la familia cristiana se vea amenazada?, ¿que se fulmine?, ¿que tantos y tantos fieles se vean espiritualmente condenados a no creer en Dios después de toda una vida rezando aliviados a su infinita misericordia? No, Robert, eso no será así, y tú nos ayudarás para que eso no ocurra, como tantos hombres han hecho a lo largo de los siglos para que pueda subsistir la religión católica. Y sí, querido hermano, si la causa implica acabar con la vida de traidores y herejes, así se dispondrá.

Los pensamientos en la cabeza de Robert iban a una velocidad tan alarmante que su cuerpo quedó inmóvil en el sillón, sin saber qué decir y alternando la mirada entre los dos hombres, solamente pudo asentir en silencio. De nada le hubiera servido protestar a tan fuertes afirmaciones del Cuervo.

Se puso lentamente de pie ayudándose del brazo del sillón y una vez erguido, inspiró fuerte y dejándose caer, hincó la rodilla derecha en el suelo, y con las palmas de la mano hacia arriba, resignado, miró a los dos hombres con tristeza y desconcierto y con los ojos vidriosos, preguntó:

—Mi padre, señor, ¿mató a gente? —Y en ese momento, una carcajada clamorosa y resonante salió de la boca del padre Hubert, que incorporándose y clavando los ojos en Robert, le gritó:

—¿Tu padre?, ¡tu padre fue un matón de Dios! ¡Tu padre mató a más infieles que la mismísima hoguera, imbécil!

—¡Ya basta, Hubert! —replicó el Cuervo. Y dirigiéndose hacia Robert, le afirmó con tono suave que su padre simplemente acataba órdenes.

—¡Y lo hacía muy bien! —volvió a gritar el padre Hubert entre risas.

—¡Hubert!, ¡por el amor de Dios!, ¡¿puedes cerrar el pico de una maldita vez?!, ¿no te das cuenta de que tus palabras son imprudentes?, ¡eres un necio! ¡Mantén la boca sellada por favor!, ¡y discúlpate con este siervo de la Hermandad ahora mismo!

—Pero, padre —dijo Hubert—, es un soldado, no tiene que preguntar, tiene que obedecer, tiene que…

Y sin poder acabar la inoportuna afirmación que estaba expresando, una mano le agarró del cuello apretándole con fuerza.

—O le pides perdón a este soldado o será la última noche que respires en este mundo. —Y cada vez con más energía, el Cuervo iba apretando la garganta del clérigo, que se negaba a pedir perdón mientras el color de su cara se enrojecía y los ojos cristalinos y ensangrentados se le empezaban a salir de las órbitas.

Pasando unos interminables segundos, con un hilo de voz, alcanzó a emitir un sonido que parecía una disculpa y cuando el Cuervo aflojó la mano su cuello, una convulsiva tos explotó de su boca. Inclinándose hacia delante y todavía rojo por la asfixia, se tomó un rato mientras la sala permanecía en silencio. Tanto Robert, cautivo en su asombro y el Cuervo, con cara iracunda, inspeccionaban a Hubert, este se recompuso como pudo y con repugnancia y desagrado emitió un leve: «perdona, soldado», mirando rápidamente hacia otro lado y negando con la cabeza por la vergüenza que le apoderaba al haber tenido que someterse a un siervo.

Tomando la palabra el Cuervo y volviendo su cuerpo hacia Robert, le preguntó:

—¿Y bien, Robert?, ¿tienes algo que decir?

A Robert le vino una arcada que detuvo tragando saliva y viendo lo que el Cuervo hizo a su aliado, a su mano derecha, no quiso pensar en lo que le esperaba si se negaba a realizar la misión encomendada, y sabiendo que su padre, ese hombre bueno que cada día le regalaba una sonrisa, había acabado con la vida de tantas personas, no le quedó otra opción…

Robert se puso de pie y con voz firme y clara y mirando a los dos sujetos, declaró:

—Estoy dispuesto a morir y también a matar por la razón que me une a esta Hermandad, por la memoria que guardo hacia mi padre, que antes que yo, también dispuso su vida por la causa. Está decidido, ¿cuál es mi misión?

Tanto el Cuervo como el padre Hubert se apoderaron de una disimulada y maléfica sonrisa y sin nada más que añadir al respecto, invitaron a Robert a que se volviera a sentar y procedieron a explicarle paso a paso el propósito del caso que les acontecía mientras se deslizaba por la fría noche la siguiente larga hora.

El reloj marcaba las 2:30 cuando se derramaba la madrugada y el frío se colaba al interior de la habitación, y Robert, con el corazón en un puño, cada vez estaba más involucrado en la misión. Fundamento que fue solícito por cada una de las acomodadas, decididas y sistemáticas advertencias y los testimonios y enunciados de aquellos clérigos sobre la tragedia que se encaminaba contra la Iglesia católica, que fueron convenciendo a Robert con una palabra tras otra, de que era la persona perfecta para tal fin, y volviendo a repasar una y otra vez el plan, dieron por finalizada la velada.

Robert, alejando de sí, poco a poco, cada uno de los miedos que había sentido a lo largo de la noche, concluyó afirmando que estaba completamente dispuesto y preparado para lo que sobrevenía. Ya no sentía temor y así se lo hizo conocer a los dos sujetos que, satisfechos por su persuasión, emitieron un gesto de aprobación despidiéndolo y deseándole suerte.

—Si llevas a Jesús en tu corazón, no temerás a nada ni a nadie —sentenció el Cuervo.

Robert salió del despacho y fue directamente a su habitación, se sentía excitado, impaciente. Se tumbó en la cama y cerrando los ojos, comenzó a rezar pidiéndole a Dios que le acompañara en su misión. Sin embargo, no pudo acabar la primera oración, una penumbra le invadió su cuerpo y el sueño se apoderó de su mente. El día siguiente se adivinaba demasiado difícil y agotador.

Cuando amaneció, la mañana se abría desde las montañas de la periferia de Londres y daba paso a una leve luz que tímidamente atravesaba la espesa niebla que el día había traído consigo. Robert, ya despierto y nervioso antes de que saliera el sol, se levantó de la cama, fue directamente a la ducha y después de sentir cómo el agua tibia recorría su cuerpo, procedió a afeitarse y acicalarse. Se puso uno de sus trajes caros que había confeccionado en la maleta. Sin embargo, la ansiedad también se había vestido con él y se hallaba enfundada en su figura, haciendo hincapié en su estómago. La misión era tan arriesgada como inhumana y, aunque el plan había sido meditado minuciosamente la noche anterior en el despacho del padre Hubert, aquel trabajo se le presentaba demasiado despiadado. «Seguro que habría otra forma de solucionarlo», pensó Robert. Pero la decisión ya estaba tomada y él se había comprometido. La labor tendría que ser meticulosa, perfecta. No podía fallar ni en el más mínimo detalle y, volviendo a repasar el plan en su cabeza, procedió a dejar su habitación encaminándose al comedor a desayunar. La verdad es que, extrañamente, se encontraba con hambre, raro en él cuando le esperaba un día ajetreado. Y este, por supuesto, iba a ser el día más agitado de toda su vida, él lo sabía.

Entró en el salón, saludó a los pocos asistentes que estaban sentados a la mesa. Extrañado por el silencio que reinaba en la estancia y la distancia que mantenían unos con otros, con una voz tímida y retraída dio los buenos días a todos y a nadie en particular. Los presentes mascullaron lo mismo y clavados en el desayuno, se volvió al infinito silencio.

Robert se paró frente al mostrador donde se encontraba el almuerzo. Se sirvió un par de huevos y unas lonchas de beicon acompañado por un café doble y humeante. Pasó la mirada por entre las diferentes mesas y se dio cuenta que en la primera se encontraba, madrugadora, la prensa del día. Agarró un periódico de entre los diferentes que había y tomó asiento situando la bandeja a su izquierda y el diario a la derecha. Según iba pasando las hojas del mismo, leyendo todo y a la vez sin leer nada, los enunciados de las noticias, aunque a simple vista, y para cualquier ciudadano parecían sucesos en primicia desconsolantes: un avión estrellado con varios muertos, un coche bomba en Irak explotado por un camicace, una copiosa borrasca que vaticinaba vientos huracanados en el norte de Inglaterra…, para Robert eran simples minucias para lo que estaba a punto de acontecer. Esperaba que el periódico del día siguiente no mostrara su cara en la portada… y entre sus pesimistas pensamientos, los concurrentes del comedor, poco a poco, fueron desalojando el mismo, Robert miró el reloj, que estaba a punto de arrastrase con sus manecillas a las 8:00.

«Está bien», se dijo. Empieza la función. El primer paso era llegar antes de las 9:30 al aeropuerto para tomar un avión con destino a París. Una vez en la cuidad, reservaría noche en un hotel no muy lejos del laboratorio donde tendría que actuar con la misión, seguidamente se encaminaría a ver a un contacto de la Hermandad en la ciudad que tenía un paquete para él, así se lo había manifestado el Cuervo… y, concentrado, volvió a estudiar el mapa parisino para justamente, después de esa cita, llegar al laboratorio. Observó la nota que tenía apuntada en el móvil: «Friedrich, científico. Instituto de Paleontología. París». Respiró hondo y cerró a la par el mapa de París y la prensa que escasamente había conseguido leer.

Sin más dilación y apurando el café de un trago, se encaminó a la calle. Pero mientras seguía el pasillo hacia la puerta principal, una voz le llamó desde el otro extremo.

—¡Robert!, ¿qué tal?, ¡buenos días!

—¡Hola, David, buenos días! Muy bien, ¿y tú?, ¿todo bien?

—Sí muy bien, ¿cómo se avecina el día? —dijo David con actitud servicial.

—Un día duro, mucho trabajo —respondió Robert sin dar más explicaciones de las que debía.

—¿Te vas a algún sitio? —preguntó David mientras fijaba su mirada en la maleta.

—Sí, he de tomar un avión, como digo tengo bastante trabajo —concretó Robert mientras alcanzaba la puerta de salida.

—¿Por la reunión de ayer? —se apresuró a decir David con una leve sonrisa educada.

—Bueno sí, tengo trabajo y llego tarde. Que tengas un buen día, David. —Y cerró tras de sí saliendo al exterior.

—¡Joder! —se maldijo David, y salió tras él a la calle—. ¡Robert!, perdona, un segundo, siento molestarte, sé que tienes prisa, pero la conversación que tuvimos anoche en la capilla me dejó un poco, no sé, perplejo… Si regresas pronto, me gustaría retomar la charla si no te importa. Me agradó mucho hablar contigo pero no comprendí apenas lo que me contabas. —Y cruzando los dedos, esperó una respuesta complaciente por parte del médico. Sin embargo, la desilusión voló hacia él envolviendo su cuerpo, ya que Robert simplemente convino a decir:

—Hay cosas que es mejor que se mantengan en silencio, David. Además nunca lo entenderías, o quizá lo entiendas sin que yo te lo explique… Tengo que irme. —Y entró en el taxi que le esperaba en la puerta del monasterio.

David se quedó nuevamente maldiciendo su suerte y pensando cómo aquel hombre podría ser tan hermético. Pero, por supuesto no se daría tan pronto por vencido. Al darse la vuelta para volver a entrar en el monasterio, sus ojos se posaron en el viejo Ernst, que se encontraba parado a pocos metros donde antes estaba el taxi. El hombre se encontraba estático e indeciso.

—Buenos días, Ernst —le dijo David mientras entraba por la puerta sin esperar siquiera que le devolviera el saludo—. El viejo, abstraído, preguntó a David por el destino de Robert pero este ya había entrado dentro del monasterio y ni siquiera alcanzó a escuchar al hombre, que se quedó pasmado viendo cómo el taxi se alejaba y, resentido, dio media vuelta y siguió hasta su cabaña.

David, una vez dentro, dejando afuera al frío de la mañana, sus maldiciones y al viejo Ernst, fue hasta su despacho. Había que ponerse a trabajar ya, pero antes tendría que tomarse un buen café doble, se sentía cansado, ya que durante la madrugada se había despertado varias veces discurriendo entre estos y aquellos pensamientos acerca de lo que intuyó la noche anterior.

Además, tuvo que levantarse muy temprano, como hacía cada día, para recoger la prensa y llevarla al monasterio antes de que los fieles, clérigos y demás personal afincados en el lugar, se levantaran a tomar el desayuno. Sin embargo, ese día era diferente. Los habituales feligreses, sacerdotes y personal no se encontraban en el sitio. La reunión de la noche anterior obligaba a dejar el monasterio con todas sus respectivas habitaciones vacías para los asistentes al evento. Esa idea le hizo sonreír levemente ya que Robert no era el único que había asistido a la reunión. Había en el monasterio otros seis individuos, sin contar los clérigos, a los que podría sacar información. Y después de atajar el cálido café, que lo reconfortó de una forma extraordinaria, procedió a dispersar por la mesa toda la información de los miembros que tenía enfrascada en el armario con llave donde la había guardado la noche anterior.

Pero de repente, cuando se sentó en el escritorio, una oleada de pánico se apoderó de sus entrañas. La nota que alguien le había dejado en su mesa apareció en su cabeza:

«En esta Hermandad, como al gato, la curiosidad, aunque sea más grande que el temor, puede matarte. Ten cuidado».

Y volvió a debatir para sus adentros qué le querían insinuar con ese mensaje tan extraño, y sobre todo, quién podría haber sido el autor de esa nota. Reflexionando durante unos pocos segundos, llegó a la conclusión que podrían existir dos opciones; la primera era que la persona que había escrito la frase, le ordenaba que dejara de indagar, que se abstuviera de rastrear información sobre la velada, o tal vez, una segunda opción, que alguien le estuviera advirtiendo que corría peligro si seguía por esos cauces. O quizá las dos opciones eran ciertas…; ahora quedaba el quién. ¿El Cuervo?, imposible, desechó la idea, si ese perverso ser supiera de su cometido en la Hermandad, ya estaría muerto. ¿El padre Hubert?, absurdo, se dijo, ese individuo no se anda con mensajes escritos ni avisos, ya hubiese acabado conmigo…, rechazó también el planteamiento. ¿Quizá el padre Jacob? Difícil, pertenece a la élite eclesiástica de la Hermandad y está muy volcado por la causa al igual que los demás sacerdotes. El padre Jacob, aunque menos astuto y más ingenuo que los otros dos, no podría encomendar a la suerte toda una carrera sacerdotal y poner en riesgo su estatus para avisar a un «enemigo de la Iglesia». Le matarían. Entonces, y desechando a los superiores, solamente podría ser un miembro de los asistentes a la reunión o el viejo Ernst, al que descartó enseguida. Esa idea, le dejaba un poco más tranquilo, mientras no se fuera de la lengua quien fuera, antes de que diera con él, no tendría ningún problema…, pero ¿por qué un miembro de la Hermandad iba a saber de mi misión encubierta? ¿Y si fuera otro agente infiltrado como elemento a un plan que ignoraba?, inviable, impracticable, impensable… «Me estoy volviendo loco». Y desechando esas pesimistas reflexiones, se obligó a empezar a trabajar y acabar la misión cuanto antes.

11

Respiró hondo y expulsando el aire lentamente durante un par de veces, se dijo: «soy agente de la CIA, nada ni nadie puede amedrentarme, estoy entrenado para cualquier objetivo».

Y animándose al esfuerzo y la concentración en la documentación que tenía en el escritorio con la información de los asistentes a la reunión, empezó a ordenar sus ideas. Tenía que saber de cada uno, era esencial conocer si alguno de esos miserables le podría delatar. Y también necesitaba esclarecer qué tipo de sujetos eran los «elegidos» por los sacerdotes, por qué ellos y no otros y sobre todo, para qué.

Y haciendo caso a la recomendación que le hizo su jefe, cogió el teléfono y llamó a la CIA, necesitaba hablar con Susan. Necesitaba que aquella gran agente, especializada en todo tipo de «información ciudadana», le diera el reporte que precisaba para dar en la clave y conseguir lo que no encajaba en el puzle.

—Buenos días, soy Susan, dígame —dijo la voz en el teléfono.

—Buenos días, Susan, soy un agente encubierto, sobrenombre David. Creo que se ha puesto en contacto Jeff contigo. Te llamo desde Londres, ¿estás al tanto?

—Sí, adelante, David, Jeff me comentó que necesitabas información sobre algunos sujetos, ¿verdad?

Los labios de David emitieron una sonrisa.

—Sí, sí, eso es, necesito información sobre unos individuos que pertenecen a una especie de asociación ubicada aquí, en Londres, relacionada con el Vaticano para defender los interesas de la Iglesia católica y de otros tres sujetos que son, digamos, los líderes de la misma. ¿Podrías ayudarme?

—Por supuesto, David. Entre otras cosas, ese es mi trabajo —dijo efusiva Susan—. Cuéntame, ¿quiénes son esos hombres a los que hay que investigar?

—Bien, veamos —dijo David—. En principio me interesa mucho un tal Robert Hawking, médico, unos cuarenta y cinco años, creo que tiene una clínica privada en la ciudad.

—¡Ajá!, tomo nota, sigue…

—Por otra parte, hay un par de hermanos gemelos, prácticamente de la misma edad que el tal Robert, se llaman Bern y Harry, de apellido Collins.

—¿Gemelos dices?

—Sí, gemelos y si te sirve de algo son enormes, creo que pertenecen a un grupo de activistas o algo así, trabajan como guardaespaldas he creído escuchar…

—Perfecto, apuntado, ¿más?

—Sí, un tal Thomas Greene, irlandés, bajito, parece un demente por su forma de moverse, siempre va con la cabeza ladeada, tiene visiblemente poca movilidad, seguramente a causa de un accidente o una enfermedad. Entre cincuenta y cinco y sesenta años. Médico también, como Robert, creo que especializado en cardiología para ser exactos.

—Bien, David, sigue.

—Vale, a ver —dijo David removiendo los papeles mientras miraba de soslayo la puerta para comprobar que no había nadie en el pasillo y se encontraba solo—. Hay un par de sujetos franceses, con un marcado acento pero una forma de hablar muy educada, Alan Dumont y Antoine Feraud. El primero, Alan, es más joven, debe contar con unos treinta años. Creo que es profesor de matemáticas en un instituto al sur de París. Pero no recuerdo el nombre del centro. Lo siento.

—No pasa nada, agente, ese es mi trabajo. ¿Y el segundo?, ¿el tal Antoine?

—Sí, Antoine Feraud, como digo, también francés, de unos cincuenta años. Creo que psicólogo clínico. Extremadamente delgado, incluso me atrevería a decir que rozando algún tipo de enfermedad terminal. Por cierto, es uno de los miembros de la Hermandad que más la concurre. En el año escaso que llevo aquí, ha frecuentado el monasterio como mínimo una vez al mes, aumentando las visitas progresivamente en los últimos meses. Ya sé que no es mucho, pero justamente por eso te necesito, Susan.

—No te preocupes, David, tenemos ordenadores que en un par de minutos te revisan todos los vuelos de París a Londres de ese tal Antoine Feraud. No será difícil.

—Perfecto, Susan —dijo David con una mezcla de vergüenza y satisfacción—. El siguiente hombre es un gran empresario, tengo entendido, estadounidense pero residiendo en Canterbury, al sureste de Inglaterra, a unos setenta kilómetros de Londres. Ken Parker, gerente de la empresa Parker & Co., un hombre que junto al tal Thomas, el cardiólogo, son los más longevos, debe de contar con los setenta años. Un hombre bastante respetado aquí en la Hermandad y al igual que podrido de dinero creo que también está podrido por dentro, si me permites el atrevimiento, porque al igual que el anterior, también presenta síntomas enfermizos, está muy delgado y de un tiempo a esta parte se le ve desmejorado…, no sé si te servirá de algo.

—Ese será el más fácil de todos —dijo riendo Susan—, ¿un empresario de unos setenta años que es el gerente de una empresa y además sabemos el nombre de la misma?, ¡por favor, David, te puedo decir hasta qué tipo de ropa interior usa e incluso dónde la compra! —exclamó entre carcajadas Susan—. A veces, los agentes encubierto olvidáis para quién trabajáis… en fin, ¿algo más?

—Perdona, Susan —dijo David disculpándose—, entre el tiempo que llevo en Londres y los días eternos entre las paredes de un monasterio perdido a las afueras de la ciudad, a veces olvido hasta quién soy.

—Sé de lo que hablas, David, os pasa a todos, debe de ser un trabajo bastante estresante, ¿verdad?

—Ni te imaginas, tienes que tener todo calculado, es como si fueras el actor de una película las veinticuatro horas del día. Agotador.

—La verdad que sí… —dijo Susan—. Y bueno, ¿qué me dices de los jefes de esa asociación? ¿Algún dato?

—Ah sí, perdona, es que llevo tanto tiempo sin hablar con alguien de verdad. Quiero decir —se avergonzó— alguien que sepa quién soy y a qué me dedico, que me dejo llevar por la situación. Te ruego que me disculpes.

—Nada, no te preocupes, dime, cuéntame —animó Susan a David para que siguiera.

Pero el silencio se apoderó de la conversación durante unos interminables segundos.

—¿David?, ¿estás ahí?… ¿David?

—Un momento, Susan, creo que he escuchado algo —dijo David—. Ahora vuelvo, dame un minuto.

—Vale, David, ten cuidado. Espero.

David, lentamente, se levantó del escritorio y clavando los ojos en la puerta del despacho, que se encontraba entreabierta, salió fuera. Un ruido proveniente de la galería le había puesto en alerta y despacio recorrió el pasillo de un lado a otro. No vio a nadie. Corrió rápido al piso de abajo y encontró a los asistentes en el gran salón conversando los unos con los otros. Sin perder tiempo se encaminó hacia la iglesia, un número indefinido de fieles rezaba hacia el altar, concentrados en sus plegarias entre el zumbido de sus murmullos. Rápidamente dejó atrás aquellos susurros y fue hacia la sala más cercana, nadie. Abrió la puerta contigua. Nadie. Y volviendo a subir a la planta superior observando todo a su alrededor, pensó que habían sido alucinaciones suyas y, recorriendo el pasillo, volvió a entrar en el despacho cerrando la puerta tras de sí.

—Perdona, Susan, había escuchado algo…

—Tranquilo, David, el estrés, de vez en cuando, os juega malas pasadas. Los jefes de la Hermandad.

—¿Cómo? —dijo David con un pequeño sobresalto.

—Los jefes de la Hermandad, los sacerdotes. Me ibas a comentar sobre ellos para investigar.

—Cierto, cierto, Susan, vuelve a perdonarme por favor, me siento intranquilo, como si me estuvieran vigilando, como si estuvieran haciendo mi trabajo pero a la inversa, «el observante observado». —Y rio con una sonrisa nerviosa.

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ISBN:
9788411141109
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