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La primera consecuencia de la maduración de este tipo de subdisciplinas fue el reemplazo del nombre Antropogeografía por el de “geografía humana”, que incorporó durante la primera parte del siglo XX a un conjunto de estudios e investigaciones, a los que la geografía no había manifestado mayor preocupación con anterioridad, y a nuevos métodos cualitativos y cuantitativos provenientes de las ciencias sociales.

Pese a significar un importante avance en el tratamiento geográfico del problema religioso, los trabajos desarrollados por geógrafos de la religión de fines del siglo XIX y del XX han sido criticadas fundamentalmente por su carácter descriptivo y por una supuesta incapacidad para generar teorías formales (Ivakhiv, 2006; Park, 1994; Paulsen, 2005b; Proctor, 2006). Por ejemplo, Pierre Deffontaines, heredero de Vidal de la Blache, de la sociología de Max Weber y de la Escuela de los Annales, reflexionó acerca de la preeminencia de lo sagrado en la construcción urbana como una especie de elemento causal invariante presente en la gestación del hecho urbano. Se detuvo en la descripción, análisis y explicación de las formas como las religiones inscriben sus símbolos en la arquitectura y aportan a la interpretación de los elementos ambientales como manifestaciones de la divinidad (Deffontaines, 1948). La debilidad de este estudio es la propia de gran parte de los continuadores de la obra vidaliana, que consiste en que no logra dar cuenta satisfactoriamente de la especificidad de lo religioso en el ámbito territorial.

Estados Unidos de Norteamérica, una nueva caja de resonancia para la geografía de las religiones

Carl Sauer, formado a la vera del geógrafo alemán Alfred Hettner, consideraba a la religión un factor influyente en las modalidades de ocupación y uso del espacio (Sauer, 1975). Esta mirada se integró a una larga tradición investigativa que situaba a la religión como un ámbito de reflexión intensamente abordado por las ciencias humanas y sociales norteamericanas y que, en el caso de la geografía, más que generar una subdisciplina formó parte de estudios descriptivos-distributivos y de otros de índole cultural. Estos últimos se sustentaban en los conceptos “área cultural” y “paisaje cultural”, propios de la escuela alemana de los siglos XIX y comienzos del XX, utilizados para estudiar las influencias (determinaciones) que factores como el suelo y el clima ejercían sobre todos los niveles de la vida social (Crang, 1998).

A partir de los trabajos de Sauer se constituyó una corriente de investigadores que se conoció como la “Escuela de Berkeley”, desde la que se gestó un tipo específico de geografía cultural muy enraizada con la geografía histórica y con la geografía regional que produjo dos tipos de estudios. Un primer grupo corresponde a estudios acerca del territorio de los aborígenes norteamericanos, que criticó la forma como se llevó a cabo la conquista de América en todos los aspectos, incluido el ámbito religioso, línea investigativa que evolucionó hacia estudios referidos a las expresiones territoriales de lo formal y lo simbólico, a la identificación, descripción y explicación de ciertos principios organizadores de lo religioso y de lo sagrado en el territorio, y a una geografía urbana influida por la teoría social. Un segundo grupo se dedicó a la descripción y análisis de las formas y relieves norteamericanos y latinoamericanos (Flores, 2007).

La geografía de las religiones en la actualidad

Líneas investigativas actuales asociadas a los estudios urbanos y culturales intentan comprender el rol de lo religioso y de lo sagrado en la generación de atribuciones simbólicas a los espacios y edificios, en la organización espacial, en el control territorial, en la construcción de alteridad y en la evolución de las formas, como se vivencia lo sacro en la ciudad (Racine & Walther, 2006). Otra línea estudia las representaciones espaciales del fenómeno religioso y cómo este se relaciona recíprocamente con las condiciones del grupo social y del medio en que habita. Este enfoque entraña una oportunidad, pero también una amenaza: incorpora temas a la geografía humana y a la nueva geografía cultural, sumando variables sociales a las espaciales con el fin de construir explicaciones y teorizaciones más completas, ya que el “interés de los geógrafos por los fenómenos religiosos tiende también a ensancharse a todas las manifestaciones sociales que pueden agruparse bajo las voces de ‘religión y espiritualidad’” (Racine & Walther, 2006, p. 483). Pero, al mismo tiempo, puede ocurrir un distanciamiento de lo geográfico si es que se intentan explicar estos fenómenos solo desde lo social, descuidando variables espaciales y prescindiendo del análisis territorial.

Con el fin de clarificar el rol de lo geográfico en el ámbito de lo religioso, Erich Isaac diferenció a una geografía religiosa de otra geografía de la religión, siendo la primera una preocupación de los teólogos y de los estudios de religiones comparadas, mientras que la segunda es propia de los geógrafos (Isaac, 1963). El ámbito propiamente geográfico se transforma permanentemente debido a la afluencia de nuevos autores y temas de investigación. En este sentido, Kong convocó a la producción de nuevas geografías concordantes con los planteamientos de la Modernidad que estudien los diferentes sitios de la práctica religiosa más allá de lo oficialmente sagrado y que incorporen elementos perceptivos, sensuales y sensoriales y la diversidad religiosa originada por los contextos simbólicos, históricos, culturales, demográficos, morales locales (Kong, 2001b). Este planteamiento fue apoyado por Holloway y Valins, quienes, basándose en los planteamientos de Foucault, conciben a lo religioso como un sistema específico de ética, moralidad, arquitectura, ideas de patriarcado, construcción de leyes, gobiernos, etc. (Foucault, 1980; Holloway & Valins, 2002).

La geografía brasileña ha aportado significativamente al desarrollo de la geografía de las religiones, destacando los trabajos de Zeny Rosendahl y Roberto Lobato Corrêa, quienes estudian la espacialidad de los credos, la dinámica y estructura de ciudades religiosas o hierópolis, y las prácticas religiosas, entre otras temáticas, integrando las ramificaciones culturales y las cultuales con lo morfológico a lo simbólico, desde lo que está a lo que se cree, vivencia o se inscribe. Dicha perspectiva permite, a nuestro juicio, interpretar la dimensión simbólica de aquello numinoso contenido en los templos, entendidos como sentidos y signos disponibles en el paisaje cultural urbano (Corrêa & Rosendahl, 2004; Rosendahl, 2009).

Lo anteriormente consignado evidencia que estudios empíricos susceptibles de ser clasificados como parte de las geografías de las religiones han evolucionado en una serie de tendencias, como geografía denominacional, paisajes y organización espacial de grupos religiosos particulares, el desarrollo de centros sagrados y peregrinación (Sopher & Gay, 2006), a lo cual se suman estudios postcoloniales y postmodernos (Kong, 2001b).

Conversión y Espacialidad

La experiencia de conversión resulta un punto de partida inobjetable para el análisis geográfico del fenómeno religioso, por cuanto la pertenencia a un credo está mediada por un cambio personal donde el individuo pasa de un estado de no creencia a un tipo específico de opción religiosa o bien pasa de la pertenencia a una fe a otra. La explicación de esta situación primero, y sus posibles efectos espaciales después, requiere considerar los aportes de teorías que abordan en diversas escalas las vertientes, dinámicas, procesos y patrones del cambio religioso, por cuanto la conversión no es únicamente una cuestión de interés individual constreñida a la esfera privada, sino que afecta a lo colectivo y se engarza con problemáticas referidas a la secularización, al modelo de desarrollo, formas de comprensión de mecanismos de provisión y ayuda, comportamiento del capital humano, social, simbólico, sinergético, cultural, ética del trabajo, proyectos de vida, concepciones de propiedad, decisiones inmobiliarias, educativas, sanitarias, políticas, reproductivas, sexuales, de género, étnicas, entre los muchos factores que se entrelazan con el hecho de convertirse a un credo, incluyendo posibles transformaciones espaciales (Woods, 2012).

Los procesos de conversión en la actualidad son concebidos como una de las tantas expresiones de interacción entre credos que coinciden en un espacio-tiempo determinado, interacción que en el caso chileno no siempre fue pacífica, sino que en algunas épocas fue la culminación de confrontaciones cargadas de violencia y con nefastas consecuencias: incluso en la actualidad hay quienes sindican a la conversión como una forma inflexible de conquista (Mills & Grafton, 2003) donde los individuos, más que protagonistas, son expresiones de la coexistencia dinámica y cambiante entre grupos e instituciones y del rol y estatus público de lo religioso en una sociedad determinada (Habermas, 2002, 2006; Jansen, 2011; Jindra, 2011).

La inserción del país, primero al imperio español como espacio marginal de conquista, y sus posteriores engarces a otros arreglos geopolíticos de larga duración redundaron en que algunas prácticas de modernización funcionaran como factores estructurales que incorporaron racionalidades occidentales modernizantes a la cultura en general y a la religión en particular. Weber planteó que la incorporación de mayores cuotas de racionalidad al dominio religioso producía transiciones entre credos al considerarse a uno más racional que al otro (Weber, 2001), lo cual fue ratificado, en casos de conversión de evangélicos a católicos en un trabajo de Alcaino y Mackenna (2017), donde parte de la explicación del cambio se asoció a la consecución de un mayor estatus por parte de individuos que habían sido formados en el credo evangélico que les impulsaba a armonizar, mediante el cambio de religión, su locus social con las prácticas de sus nuevos entornos (Alcaino & Mackenna, 2017). En otra dirección, el paso de católicos a evangélicos, en el contexto de la ocurrencia de procesos de modernización, puede explicarse mediante la ocurrencia de un proceso de privación relativa ya que el sentido de comunidad de los grupos evangélicos morigeró, de mejor modo que el catolicismo, la exclusión y postergación de parte de la masa proletaria excluida, anómica y postergada (Lalive d’Epinay, 2009; Marshall, 1991; Parker, 1993). Ambas explicaciones respecto al cambio religioso resultan parciales, si es que no consideran aspectos referidos al tejido social y al posicionamiento individual y colectivo, pero significan un punto de partida para analizar los efectos espaciales de cambios en las adscripciones religiosas en el paisaje urbano santiaguino, ya sea de un credo a otro, de abandono o descuelgue religioso, o de la emergencia de sincretismos, secularización, postsecularización.

Religión, religiosidad y espacialidades religiosas

Cuando los primeros cristianos vincularon “religio” con la adoración de la verdad, declararon al cristianismo como único camino que conduce a Dios, por cuanto había una única verdad que funcionaba en un dualismo fundamental entre el mundo humano y el mundo transcendente de lo divino (Knott, 2005). Dicho concepto fue evolucionando y desde el siglo V d. C. en adelante se transformó en un nombre referido a un conjunto de individuos que llevaban un estilo de vida en espacios determinados, diferentes a otros que se desplegaban en espacios seculares, a hechos que ocurrían en un tiempo profano y opuesto esencialmente a los tiempos reflexivos o espirituales dedicados a lo divino (Hervieu-Léger, 2005; Paulsen, 2005b; Vries, 2008).

El paso de sustantivo a verbo del concepto “religio” introdujo componentes de espacialidad a la problemática religiosa y, por extensión, profundizó la diferenciación entre este ámbito y lo secular (Delumeau, 1997), lo cual se extendió al tema del cuerpo, que es el punto de partida de toda construcción espacial, que se genera mediante la conjunción entre la experiencia perceptivacognitiva, las estructuras del conocimiento y el desarrollo de representaciones espaciales que se extienden a la vida social y orden cultural (Foster, 1988; Lakoff, 2011; Meentemeyer, 1989; Mitchell, 2009; Pratt, 2012; Seibert, Kraimer, & Liden, 2001). Desde y con el cuerpo acontece la sacralidad como proceso cognitivo ya que se definen nexos con lo propio y la corporalidad de otros, un territorio en lo cual se aglutina lo interno y lo externo (Anttonen, 2007). El rito deviene de la sacralidad y es entendido como una composición de elementos culturales cuyo producto es el espacio sagrado, en el cual estos componentes se distinguen y transgreden de tal manera que no es posible categorizarlos separándolos en dominios puramente corporales o territoriales. Los templos son entonces corporeidades que contienen cuerpos, casas, hogares u organismos donde reside lo Santo en lo sacro (Otto, 2016).

La vinculación que proponemos entre lo Santo, prácticamente como un categoría móvil, y lo sacro como un atributo que tiende a fijarse, nos permitirá estudiar los templos como expresiones espacio temporales de la religión y religiosidad características de individuos y sociedades, así como también de las concepciones que estos manejan acerca de la divinidad y lo divino (Paulsen, 2005b, 2015). Las ideas religiosas son inseparables de las concepciones referidas a la Iglesia (entendida como congregación) y al templo, por cuanto ambas aluden a la dimensión material y práctica (eminentemente colectiva) de ritos repetitivos y esenciales que los credos realizan en espacialidades diferenciadas reconocidas como sacras (Durkheim, 2008; Goody, 1961; Johnson, Christiano, Swatos, et al., 2003; Küng, 2005; Pace, 2007; Woodhead, 2011).

Entonces, siendo la asociación sacralidad-espacialidad un elemento troncal común a los credos cristianos, la diversidad religiosa no afecta a las concepciones espaciales referidas al templo presentes en la mayor parte de las religiones, como lo evidencian algunas investigaciones referidas a los monoteísmos donde los lugares de adoración son primeramente espacios físicos que incluyen y excluyen, incorporan, consagran, unen, liberan y confieren estatus a las personas (Ammerman & Stark, 2007; Dietrich, 2013; Ra’ad, 2005; Uhde, 2014).

En lo que respecta a las ciudades, las formas urbanas y las religiones se encuentran inextricablemente unidas. Las religiones aportaron al origen del fenómeno urbano y se trata de una de las principales funciones de la mayor parte de conglomerados a través de la historia (Hawley & Mumford, 1961; Mumford, 1956, 2011). Entre otras filiaciones entre fe y fenómeno urbano en Latinoamérica, se puede consignar la existencia de hierópolis, la fundación de ciudades en espacios sacros y el hecho de que los templos fueron parte de la institucionalización de la conquista (Romero, 2004; Rosendahl, 2009; Sjoberg, 1988). Los trabajos sociológicos, antropológicos, históricos y geográficos decimonónicos y posteriores aportaron a la constitución de un modelo de génesis y desarrollo urbano que situó a la religión como una de las causas por las cuales surgieron las ciudades; esto es, como consecuencia de la instalación de un templo o por la existencia previa de un lugar que se reconocía como sagrado y que, por lo tanto, atraía peregrinos que practicaban alguna forma de devoción (George, 1974). A esta explicación, Deyan Sudjic agregó como requisito de evolución positiva, la tolerancia y convivencia entre los distintos credos y prácticas que puedan desarrollar los habitantes (Sudjic, 2017).

Es común definir a las ciudades como espacios para la producción y reproducción de intercambios. En lo que concierne a la religión, los intercambios se dan bajo la forma de recuerdos, memorias, deseos o esperanzas, e inciden en la adhesión a un credo o a la conversión, por cuanto, como señalara Calvino, lo utópico y diferente surge invisible primero, desde ciudades invivibles (Calvino, 2017).

A microescala, algunos templos replican la lógica de emplazamiento en lugares que eran considerados como sacros por un grupo social, por etnias y por culturas (Dawson, 2010; Tuan, 2001, 2009). La cualificación de una porción del espacio actuó como factor de localización. Tal parece ser el caso de Santiago de Chile: la instalación en 1545 del primer templo católico en territorio nacional, la Iglesia La Viñita, localizada a los pies del Cerro Blanco, consagrada a la Virgen de Montserrat, que habría sido un centro ceremonial anterior a la llegada de los conquistadores españoles a la Cuenca de Santiago (Cornejo, Gandolfo, González, et al., 2010).

Analizaremos posteriormente el caso de la ciudad de Santiago, capital de Chile, porque, tal como dijo Guarda, “nuestras ciudades (refiriéndose a las ciudades chilenas), desde su creación, se diseñaron de manera que su sello fuese la presencia eminente de iglesias, comenzando por la catedral, cuyos fundamentos, como motivo culminante, se echan en la solemne ceremonia fundacional, junto con la celebración de la primera misa y el canto del Te Deum de acción de gracias, acta de bautismo cristiano, que le marca un destino, un proyecto de vida eterna” (Guarda, 2016, p. 292).

La idea del templo como “un lugar de reunión y encuentro” identifica a la mayor parte de las corrientes cristianas y filocristianas que operan en América Latina y en Chile en la actualidad, donde el lugar en que se practica el rito es un locus significativo que contiene la Revelación a la que comunica, representa, decodifica y ritualiza, ya sea en la práctica del rito o mediante imágenes u otras formas de lenguaje (Hervieu-Léger, 2004, 2005; Paulsen, 2015). El análisis de la distribución geográfica de los templos supone contextualizar sus respectivas localizaciones con problemáticas urbanas asociadas a la conducta de los agentes urbanos, dinámicas del mercado de los suelos, impacto del proselitismo de los credos en áreas sociales, entre otros factores, ya que los templos, como hemos señalado anteriormente, expresan de modo visible los intereses y acciones que distinguen a los grupos religiosos de otras organizaciones seculares y no seculares. Son un texto, un discurso que refiere y rememora a los grupos que los construyen y son la síntesis entre mito y rito, lugar en donde se hacen visibles lo invisible y los imaginarios asociados a la esperanza, y evidencian el grado de compromiso que cada colectividad tiene con este tipo de mensaje, así como también a qué interlocutor privilegian como mensajero de lo trascendente (Eliade, 1999, 2004; Otto, 2016; Studstill, 2000).

Capítulo II

Religiones en América

Latina y Chile

América Latina es un continente de creyentes. Como veremos a continuación, la mayor parte de la población se declara creyente y católica. La particularidad de sus países reside en la situación del evangelismo y de la secularización, como tendencias que disputan un lugar preeminente tras el catolicismo en las encuestas, que a su vez manifiestan la influencia de variables tales como nivel educacional, pobreza, saldos migratorios, entre otros aspectos. A continuación, abordaremos la situación religiosa del continente primero y de Chile después con el fin de contextualizar la geografía religiosa de Santiago.

¿Qué pasa en el barrio? Dinámica del campo religioso en América Latina

El posicionamiento de nuestro país en el contexto latinoamericano debe comprenderse como el producto de la interacción entre tres grupos de población, los católicos, los que se declaran gnósticos, ateos o sin religión, y los evangélicos. El secularismo es un fenómeno reciente y la visibilización de los credos evangélicos tuvo lugar entre la década de 1950 y la de 1980. Por lo tanto, la baja del catolicismo tiene que ver con una tendencia a largo plazo, que diferencia a nuestro país de la mayor parte de los vecinos de este barrio. El año 1950 fue el inicio de la irrupción de nuevos movimientos religiosos en la mayor parte de las naciones latinoamericanas, que en el caso de la nuestra se dio sobre la base de una Iglesia católica que, pese a la tendencia a la baja que mostraba en adscripción y en vocaciones sacerdotales desde 1930 en adelante, era una institución influyente y significativa.

El fenómeno religioso en Chile presenta en su composición y comportamiento semejanzas con el resto de los países latinoamericanos, destacando el predominio, con tendencia a la baja, de la confesión católica entre las opciones religiosas, como efectos de procesos de secularización en el abandono de las religiones, presencia de distintas corrientes de evangelismo bajo la forma de ensamblajes, sincretismos. Por lo anterior, predomina en la región el pluralismo religioso en virtud de la ocurrencia de una desregulación religiosa (Bastian, 2006).

Un estudio realizado por el Pew Research Center en 2014 (Sahgal & Bell, 2014) permite comparar la situación religiosa nacional con el resto de Latinoamérica. Según esta fuente, el 64% de la población chilena era católica, cifra que correspondía a un punto bajo la mediana (63%) del subcontinente y con una diferencia de –0,4 con respecto al promedio (64,4%). Nueve naciones presentaban porcentajes superiores y otras diez (incluyendo la población hispánica residente en Estados Unidos de Norteamérica), inferiores. La figura 13, referida a la distribución de los credos aludida, muestra que la mayor parte de la población encuestada en 2014 adscribía a algún credo religioso y que el porcentaje de católicos y evangélicos sumados superó a las demás opciones consultadas. Uruguay fue el país cuya población registró un mayor descuelgue de las religiones, con un 37% de desafiliados, porcentaje que no alcanzó a superar la presencia católica (42%), aunque sí a los evangélicos (15%) y a quienes fueron integrados a la categoría “otros” (6%). Esto se replica en el Chile actual, donde el porcentaje de ateos, agnósticos y sin religión supera a los que se declaran evangélicos. El porcentaje de no religiosos se visibilizó en todo el continente desde el último tercio del siglo pasado, producto de los respectivos procesos de secularización nacionales que durante dicha centuria mostraron magnitudes y velocidades diferentes (Offutt, Probasco & Vaidyanathan, 2016). Honduras (41%), Guatemala (41%) y Nicaragua (41%) son los países con mayor presencia evangélica. Chile, por su parte, registró un 17%, siendo la mediana 18%, 22,5% el promedio real y 19% el promedio ajustado según el peso demográfico de cada nación considerada en la investigación. Nuestro país se situaba bajo doce con mayores porcentajes de población de ese credo y sobre siete cuyos valores eran inferiores al 17% del total de la población (Sahgal & Bell, 2014). Los resultados de este estudio se muestran en la figura 1.


Figura 1: Adscripción religiosa de algunos países latinoamericanos, año 2014.

Fuente: Elaboración propia a partir de datos publicados por Pew Research Center (2018).

La encuesta Latinobarómetro publicada en 2018 permite analizar algunos cambios en la religión en América Latina entre 1995 y 2017. Se trata de una encuesta de opinión que midió la opinión de ciudadanos de dieciocho países del subcontinente mayores de 18 años, la que declaró un margen de error de entre un 2,8% y un 3% (Latinobarómetro, 2018). Los datos marcan con más fuerza que las cifras del Pew Research Center la disminución de la predominancia católica: 0,7 puntos porcentuales anuales de personas católicas entre 1995 y 2013 que, según el informe 2014, no abandonaban la religión sino que se convertían en evangélicos o en neopentecostales, o abandonaban definitivamente sus creencias (Latinobarómetro, 2014). Más contemporáneamente, en 2013 en cuatro países el catolicismo no era mayoritario, y en 2017 siete: República Dominicana (48%), Chile (45%), Guatemala (43%), Nicaragua (40%), El Salvador (40%, Uruguay (38%), Honduras (37%).

Respecto a los niveles de confianza de la población con la Iglesia, la figura 2 mostró que en 2018 el comportamiento de esa variable no se diferencia del que se observa en el resto de las principales instituciones del subcontinente, destacando los bajos niveles de prestigio en Chile, tradicionalmente un país mayoritariamente católico y creyente, y Uruguay, probablemente la nación más secularizada de la región, lo que se evidencia en el porcentaje de quienes se declaran sin religión, ateos o agnósticos (Uruguay 41% y Chile 38%) o que no pertenecen a ninguna religión (Uruguay 31% y Chile 35%) (Latinobarómetro, 2014, 2018).

Los niveles de confianza en la Iglesia debilitan los cimientos del credo y reducen la cantidad de adherentes, aspecto que ha influido en la aceleración de las transformaciones religiosas en algunos sectores de la región. Los países que muestran menores niveles de confianza en esa institución (Chile y Uruguay) son los que más se han secularizado en temporalidades y velocidades distintas. El caso uruguayo representa un proceso que precedió a gran parte de las naciones latinoamericanas y que, por ende, no registra en la actualidad situaciones en las cuales debería manifestarse. El caso chileno, en cambio, puede definirse como una “fastsecularización”, por cuanto data de principios del siglo pasado con un avance gradual, discontinuo y que coincide con el modelo de secularización estadounidense. Desde las transformaciones económicas y socioespaciales registradas por el país desde el último tercio del siglo XX, ha surgido una modificación de las prácticas sociales, han existido mejores niveles de educación de la población e incremento de los ingresos, todo lo cual aceleró sustancialmente este proceso e incrementó sus evidencias en distintas esferas de la sociedad. Las velocidades se explican en el carácter específico de las relaciones entre el Estado y la Iglesia, que define comportamientos diferenciados del proceso de exclusión gradual de la religión, demandada por los procesos de modernización y secularización liderados desde los respectivos y sucesivos gobiernos. Por otra parte, los niveles de confianza en la Iglesia develan un conjunto de contradicciones al interior del campo religioso de cada uno de los países considerados. Si bien es cierto se puede asociar la pérdida de confianza con bajas en la presencia institucional de las religiones, ello no ha conducido a una pérdida de visibilización de las religiones en el espacio público como tampoco en el paisaje urbano, como parece ocurrir en la mayor parte de los países latinoamericanos (con la excepción de Uruguay). Por último, la baja en la confianza puede asociarse al incremento en la tolerancia y respeto a las libertades individuales, las que a su vez inciden en la emergencia de radicalismos religiosos y de una práctica más estricta de los ritos y demandas de los credos, como se desglosa de las cifras referidas a quienes se declaran practicantes católicos y evangélicos en la tabla 1.


Figura 2: Confianza en la Iglesia declarada por ciudadanos latinoamericanos, según país (2017). Promedio continental 65%.

Fuente: Elaboración propia según datos Latinobarómetro 2018.

Tabla 1: Resultados encuesta Latinobarómetro sobre religiones en América Latina (2018).


Como la baja en la confianza y el aumento de la secularización son tendencias esperadas considerando los procesos de modernización o tragedias pseudofaústicas acontecidos en Latinoamérica, vale la pena destacar más bien los porcentajes referidos a practicantes católicos y evangélicos descritos en la tabla 1, y los valores más significativos de practicantes católicos destacados en negro en el mapa de la figura 3, donde los tonos negros y más cercanos identifican a los países más practicantes del subcontinente.


Figura 3: Distribución de católicos que se autodefinen como más o muy practicantes en América Latina.

Fuente: Elaboración propia según datos diversas fuentes (2018).

Estos, a nuestro juicio, representan el stock de pertenencia temporal que garantiza la reproducción del credo en generaciones futuras y en el espacio público actual y por venir. No en vano, este subcontinente fue considerado por los pontífices Paulo VI y Juan Pablo II como el reservorio fundamental del catolicismo global. Por último, la diferencia entre observancia religiosa evangélica y católica se explica por la estructura interna de cada creencia y los niveles de libertad que confieren a sus seguidores.

El Chile actual y sus religiones

En nuestro país existe información censal periódica desde 1813 y algunos de los cuestionarios incorporaron preguntas referidas a adscripción religiosa. Por ejemplo, en 1813 se incluyó una pregunta referida a “Estados, Profesiones y Condiciones”, la cual permitió conocer la cantidad de párrocos, clérigos, religiosos y religiosas a escala provincial, el impacto de la emancipación en la situación socioeconómica del clero regular y secular, y el real estado de los bienes eclesiásticos que se regían con anterioridad al establecimiento de la República por el derecho de patronato. Algunas naciones latinoamericanas, entre las que se cuenta Chile, evaluaron mediante este tipo de levantamiento de información la presencia y situación patrimonial de la Iglesia y del clero, por cuanto existió el interés de prolongar los derechos de patronato en las nuevas naciones independientes (Enríquez, 2012, 2014; Merino, 1962).

El censo de 1875 también incluyó preguntas referidas a religión, cuya redacción permite identificar la percepción generalizada de que la única religión que se profesaba en Chile era la católica. El censo de 1885 evidencia los avances en materia de reconocimiento de libertad y pluralismo religioso logrados por los grupos disidentes mediante la promulgación en 1865 de una ley interpretativa de la constitución vigente, que permitió a los no católicos practicar sus ritos en espacios cerrados, lo cual constituyó el punto de partida de la posterior visibilización de evangélicos y protestantes en Chile (Lalive d’Epinay, 2009). Los aires de apertura se mantuvieron en el cuestionario censal de 1895 mediante una pregunta que dividía en diecisiete las posibles opciones religiosas, evidencia de la diversidad de credos que existía a fines del siglo XIX y del interés de la autoridad política por discriminar entre las religiones que se practicaban (Prado, 2007). Los censos de 1907, 1920 y 1940 presentaron la adscripción religiosa de las respectivas unidades político-administrativas según sexo y nacionalidad (específicamente, para el caso del censo de 1920). El censo de 1940 consultó acerca de treinta opciones bajo la forma de categorías que mezclan convicciones religiosas con cosmovisiones y niveles de compromiso con este tipo de ideales. Todos los instrumentos estadísticos consignados manifiestan en su construcción desconocimiento acerca de las diferencias en cuanto a origen, estructura, doctrinas, principios y dinámicas de los grupos religiosos no católicos, lo que se manifiesta en el establecimiento de categorías gruesas y en algunos casos erróneas, en las que se vacía la información obtenida, lo cual generó resultados ambiguos y con bajo nivel de representatividad del fenómeno religioso y su evolución histórica, política, social y cultural. Pese a esa ambigüedad, el porcentaje de los individuos que se declararon católicos superó en todos los casos al 80%, seguido por quienes se declararon evangélicos, que corresponde a una categoría que en algunos censos se incluyó bajo el paraguas de “protestantes”, concepto que debería haberse reservado para aquellas congregaciones que se fundaron bajo la inspiración del cisma luterano, y que no define a quienes se declaran evangélicos para precisamente diferenciarse de esas corrientes.

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9789561428300
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