Читать книгу: «Hijas del viejo sur», страница 3

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Además de la consecución del voto femenino, la década de 1920, caracterizada por una modernización acelerada, trajo muchos otros cambios para la mujer sureña. Cada vez accedieron más mujeres a las universidades, y la mujer joven se hizo más mundana, vistió faldas más cortas, se cortó el pelo a lo garçon, utilizó lápiz de labios y se aficionó a los licores ilegales y a los coches, que le daban una movilidad inusitada y le permitían ir a citas amorosas sin carabina. Las jóvenes trabajadoras, tanto blancas como negras, descubrieron una vida urbana excitante y llena de placeres que se encontraban en los numerosos clubs de jazz y salas de baile. Muchas mujeres escritoras y artistas empezaban a expresar ideas que cuestionaban las relaciones de raza y género en el sur. Numerosas mujeres negras de talento, sobre todo cantantes y bailarinas, se fueron del sur, formando parte de la migración masiva de afroamericanos del sur conocida como el Gran éxodo, para buscar una nueva vida en lugares como Harlem, Chicago o incluso Europa. Otras mujeres se quedaron en el sur, luchando por una educación mejor y por ideas nuevas para reevaluar y cambiar los estereotipos de clase, raza y género de su región nativa. Al mismo tiempo, muchas otras miraban al pasado para aferrarse a una leyenda romántica en tiempos de cambio y turbulencia. Lo que el viento se llevó (1936), de Margaret Mitchell, fue la novela más popular de su época y responsable de la propagación de estereotipos sobre la mujer y el hombre negros que prevalecieron durante décadas y saciaron el deseo de consumir una imagen de un pasado perfecto e idealizado en la década de la Gran depresión. Como sostiene Anne Goodwyn Jones, la “nueva mujer” de la era progresista (1912-1924) no se convirtió, ni mucho menos, en el ideal de mujer sureña, sino que la imagen de la lady conservó gran parte de su influencia (Jones 16). El sur continuó oponiéndose a todo lo que supusiese progreso en nombre de la mujer sureña, cuya imagen se utilizó también para justificar la oposición a la enseñanza de la teoría de la evolución, que supuestamente iría en detrimento de la moralidad sureña y su ideal superior de mujer.

La imagen idealizada de la mujer sureña tiene una larga historia como coartada en contra de todo lo que suponga progreso y, así, se utilizó para oponerse también al sufragismo de finales del siglo XIX, en el que algunos blancos veían tantas amenazas para el sur como otros habían visto en su día en la liberación de los esclavos (Jones 20-21). Incluso en la década de 1960, a pesar de tantos cambios radicales en las costumbres y las sensibilidades del período de posguerra, los blancos sureños volvieron a utilizar la imagen de la mujer sureña para oponerse a cambios como el que supuso la Civil Rights Act de 1964. En 1978 el senador Sam Ervin, de Carolina del norte, apeló a la tradición de la lady sureña para oponerse al intento de desbancar los roles sexuales tradicionales que supuso el Equal Rights Amendment, argumentando que “a ratified ERA would invalidate laws imposing upon husbands the primary duty of supporting their wives, laws imposing upon fathers the primary duty of providing food for their helpless and hungry children” (en Jones 17; cita de Congressional Record-Senate n. 42, p. 366).

La música de blues, que se popularizó en toda la nación americana en los años veinte, supuso una avenida de acceso al arte y a la fama para varias mujeres negras. Las cantantes de blues fueron incluso a veces más atrevidas que los bluesmen y hablaron abiertamente del sexo, de la bebida o de la violencia racial y de género en sus canciones. Estas cantantes rechazaron los estereotipos vigentes sobre la promiscuidad de la mujer negra, a la vez que atacaban las convenciones burguesas al expresar con sinceridad toda la pasión y la tristeza de sus vidas. Mamie Smith fue la primera cantante negra de blues que alcanzó fama nacional. Su álbum Crazy Blues (1920), que vendió un millón de copias el primer año, fue motivo de orgullo para los negros, que veían que su música, de orígenes humildes, se abría paso a las audiencias urbanas de todo el país. Al éxito de Mamie Smith se sumaron poco después Ma Rainey, de Georgia, y Bessie Smith, de Tennesee, que cantaron y grabaron canciones para un país hambriento de músicas y ritmos novedosos (Turner 152). Hazel Carby, en un artículo pionero titulado “‘It Jus Be’s Dat Way Sometime’: The Sexual Politics of Women’s Blues”, describía el blues femenino de la década de 1920 y principios de la de 1930 como:

A discourse that articulates a cultural and political struggle over sexual relations: a struggle that is directed against the objectification of female sexuality within a patriarchal order but which also tries to reclaim women’s bodies as the sexual and sensuous subjects of women’s song. (Carby, “It Jus” 474)


Mamie Smith


Ma Rainey


Bessie Smith

Tamaña reivindicación era ciertamente algo importante e inaudito en una sociedad tan patriarcal como la sureña. Quizá lo más chocante fuese la celebración irreverente de la sexualidad y la sensualidad femeninas a través de la música. Uno de los ejemplos más sonados fue la canción “Prove It on Me Blues” de Ma Rainey, en la que esta exhibe sin complejos su preferencia sexual por las mujeres.

Alice Walker, que siempre se ha interesado por los problemas de los negros para dar cauce a su creatividad en una sociedad que los silenciaba, escribe en su ensayo “In Search of Our Mothers’ Gardens”: “Consider, if you can bear to imagine it, what might have been the result if singing, too, had been forbidden by law. Listen to the voices of Bessie Smith, Billie Holiday, Nina Simone, Roberta Flack, and Aretha Franklin, among others, and imagine those voices muzzled for life” (234). No es de extrañar que uno de los personajes más celebres de Alice Walker sea la cantante de blues Shug Avery, que se convierte en la amante y guía espiritual de Celie en The Color Purple (1983). La profesión de cantante le confiere a Shug una independencia económica que la libera del control de los hombres que se relacionan con ella. En su caso, el blues es también una representación de liberación sexual, y una lección para la mujer afro-americana sobre los aspectos revolucionarios de su sexualidad. Varios críticos apuntan que el personaje de Shug está basado en Bessie Smith, la mejor cantante de blues de los años veinte y treinta, la “emperatriz del blues” que desafiaba las convenciones con canciones como “I’m wild at that thing” o “You’ve got to give me some”. Mediante canciones que a menudo expresaban la rabia por la pobreza y la injusticia de vivir en el sur segregado, con sus rígidos y opresivos códigos de género y raza, las cantantes de blues permitieron que el mundo escuchase otra versión de la realidad del sur, una versión realista y descarnada, alejada del mito y la leyenda.

El feminismo, los derechos civiles y el “womanismo”

La Segunda Guerra Mundial, igual que lo había hecho la Primera, trajo consigo cambios profundos para el país y para el sur, en donde las mujeres se encontraron con nuevos retos y opciones. Los hombres afroamericanos, llamados a defender su país contra la amenaza fascista y la opresión de otra etnia discriminada en el corazón de Europa, participaron en la guerra en un ejército todavía segregado (la integración racial en las fuerzas armadas no se hizo efectiva hasta julio de 1948, por orden del presidente Truman) y volvieron del frente para encontrarse con las prácticas humillantes de la segregación todavía en vigor. La denuncia de la hipocresía de la nación americana que combatía el racismo en el exterior pero lo practicaba en casa fue en aumento e incluso fue asumida por un número creciente de blancos. Destacaron en esta lucha varias mujeres blancas de clase acomodada como Lillian Smith, Katharine Du Pre Lumpkin y Sarah Patton Boyle. Esta última, de una familia acomodada de Virginia, culminó su crítica furibunda del statu quo con la autobiografía titulada The Desegregated Heart (1962). A estas escritoras hay que añadir los nombres de las activistas negras Septima Clark, Rosa Parks, Fannie Lou Hamer, Ella J. Baker y la activista blanca Virginia Durr, amiga de Rosa Parks (Turner 214). A medida que crecía la fuerza de estas voces progresistas, disminuía la de los grupos defensores de la Causa perdida como las United Daughters of the Confederacy.

No deja de ser significativo el hecho de que el vocablo “sexismo” se acuñó deliberadamente a finales de la década de 1960, justamente para imitar el vocablo “racismo”. Según argumenta Sara Evans en Personal Politics (1979), la resurrección del movimiento feminista en la década de 1960 tuvo sus orígenes en el sur. De nuevo las mujeres del sur —ahora en el movimiento por los derechos civiles— detectaron la conexión entre la opresión racial y la sexual, y ello proporcionó el impulso crucial para el feminismo contemporáneo, que rechazó el patriarcado y generó nuevas maneras de pensar acerca del género y la experiencia femenina. En su autobiografía Womenfolks: Growing Up Down South (1983), Shirley Abbot se ofrece como ejemplo contemporáneo de por qué las mujeres sureñas se van de casa.

La época de la lucha por los derechos civiles presenta muchos paralelismos con la del movimiento abolicionista. En ambos períodos la lucha por la libertad de los negros condujo a la lucha organizada por los derechos de la mujer, que también estaba sometida a unos códigos de género que la esclavizaban. Ya a principios del siglo XIX las mujeres del movimiento abolicionista encontraron paralelismos entre su estatus legal inferior y el de los esclavos. En una convención antiesclavista que tuvo lugar en Londres en 1840, las feministas estadounidenses Elizabeth Cady Stanton y Lucretia Mott no fueron autorizadas a sentarse con los hombres, rechazo que las impulsó a organizar la convención sobre la discriminación de la mujer que se celebró ocho años después en Seneca Falls, en el estado de Nueva York. En la segunda mitad del siglo XX, las mujeres blancas del movimiento por los derechos civiles se consideraron marginadas y fundaron el movimiento conocido como women’s lib. Y las mujeres negras, oprimidas doblemente por su raza y su sexo, tuvieron una importancia crucial en el movimiento por los derechos civiles. Con su famosa negativa a ceder su asiento del autobús a un blanco, Rosa Parks se convirtió en un símbolo poderoso. Su gesto dio lugar al famoso boicot a los autobuses de Montgomery, Alabama, acontecimiento que confirió prominencia y fama nacional a Martin Luther King, Jr. Las mujeres negras que participaron activamente en las marchas, los boicots, las sentadas, los piquetes, etc. abrazaron con fervor unas tácticas no violentas en consonancia con sus profundas convicciones cristianas.

Los líderes estudiantiles formaron el Student Nonviolent Coordinating Committee (SNCC), más radical y con menos lazos con la jerarquía eclesiástica que los seguidores de Luther King. Las mujeres de esta organización se hicieron cada vez más conscientes de la discriminación sexual, ya que las tareas se distribuían según los roles tradicionales. Las activistas Casey Hayden y Mary King escribieron el famoso artículo “Sex and Caste: A Kind of Memo” (Liberation 10, April 1966), sobre las mujeres en el SNCC, en el que quiparaban el tratamiento de la mujer con el de los afroamericanos. La polémica que siguió a este documento tan importante para el feminismo de finales del siglo XX llevó, entre otras peripecias, al chiste infame del líder Stokely Carmichael de que la posición de la mujer en la organización era la postrada. La Nación del Islam, grupo radical al que perteneció Malcolm X, se distinguió también por sus posiciones conservadoras con respecto al papel de la mujer en el movimiento.

A pesar de la participación activa de muchas mujeres blancas en el movimiento por los derechos civiles, no se logró un movimiento feminista interracial, fundamentalmente porque el feminismo blanco luchaba sobre todo por el acceso de la mujer al mundo laboral y no canalizaba las necesidades de la mujer negra y pobre. Aunque las feministas blancas erigieron a varias mujeres negras del sur (Fannie Lou Hamer, Gloria Richardson, Rosa Parks, Daisy Bates) como modelos para su lucha, la verdad es que el feminismo fue un movimiento eminentemente blanco. Al convertir el racismo en un problema incardinado en el problema del patriarcado, el feminismo era consistente con las jerarquías raciales imperantes en el país, y las experiencias de la mujer blanca constituían la base de su pensamiento. Así, según decían algunas feministas negras, “All the women are white” (Gilkes 283).

Consciente de las limitaciones del feminismo blanco para abordar los problemas de la mujer negra, cuya historia y experiencia desconocían las feministas blancas, Alice Walker acuñó el término womanism en 1981. Quizás la escritora que más se ha esforzado por conectar la cultura negra del sur con cuestiones tanto nacionales como globales, Alice Walker ha dedicado su vida y su obra a combatir la invisibilidad de la mujer negra, a dignificar y dar reflejo literario a la mujer negra corriente. En su labor como crítica y editora literaria, ha destacado por la recuperación de obras de otros escritores negros preocupados también por la mujer negra, como Zora Neale Hurston o Jean Toomer.

Alice Walker empleó por primera vez el término womanist en una reseña de 1981 sobre Gifts of Power, el estudio de Jean Humez acerca de la escritora negra Rebecca Jackson. Walker rechazó la consideración de Rebecca Jackson como “lesbiana” simplemente porque viajaba en compañía de otra mujer, y propuso el término womanism como más consistente con la tradición cultural negra y con unos valores de afirmación de la conexión con todo el mundo, independientemente de la orientación sexual de cada uno. Según Walker, “to be consistent with black cultural values … it would have to be a word that affirmed connectedness to the entire community and the world, rather than separation, regardless of who worked and sleeped with whom” (“Gifts” 81).

En el prólogo de la colección In Search of Our Mothers’ Gardens (1984), Alice Walker amplió y elaboró la definición del womanismo, al que considera como expresión de la historia y la experiencia de las mujeres negras, y como una potente fuerza cultural y una dimensión característica de la experiencia humana. La definición de womanist como “a black feminist or feminist of color” incluye el impulso liberador del feminismo en la definición. Pero Walker incardina el término en la cultura negra, en cuya tradición womanish se refiere a las chicas que adoptan comportamientos, a veces sexualmente arriesgados, de mujeres mayores. Además, Walker asocia el término con las responsabilidades de adulta que a menudo asumían las chicas negras para ayudar a sus familias y comunidades. Womanish, en contraste con girlish, apunta a las circunstancias de la mujer negra, que tuvo un desarrollo personal más tortuoso y a menudo más acelerado que la mujer blanca. Así, womanish es equivalente a “Responsible. In charge. Serious”. Womanist es también la mujer que ama a otras mujeres, sexualmente o no, y que prefiere la cultura, la flexibilidad emocional y la fortaleza femeninas, en consonancia con el rechazo del patriarcado. Al mismo tiempo, el womanismo se aleja del individualismo y se compromete con el ideal de “survival and wholeness of entire people, male and female”. El womanismo es, además, “Traditionally universalist” y trasciende todas las barreras, especialmente las de raza y clase social. Es más, el womanismo celebra aspectos de la cultura femenina negra denostados por la cultura blanca imperante. La “womanista” ama el Espíritu, que trasciende el concepto tradicional de un Dios personal, masculino y blanco. La “womanista” “loves love and food and roundness”, en contraste con la ética calvinista y capitalista de los blancos y sus rígidos códigos de género que a menudo provocan trastornos alimenticios. La “womanista” “Loves struggle”, en consonancia con el activismo político que caracteriza a la mujer negra, y “Loves herself. Regardless”, en contraste con el auto-odio producido por una larga tradición de opresión racista (“Womanist” xi-xii). Con el womanismo Alice Walker pretende, como el propio vocablo —calcado del término “feminismo”— indica, no solo dar más profundidad al feminismo sino también dotarlo de toda la trascendencia proporcionada por la larga tradición de creatividad, sufrimiento y activismo de la mujer negra.

La mujer escritora y el reflejo literario de sus problemas

Muchas mujeres sureñas, educadas precisamente para suprimir y silenciar su yo, y para vivir en una feliz ignorancia, encontraron en la ficción el vehículo adecuado para expresarse y encontrar su identidad como mujeres. Muchas veces bajo la excusa de que la ficción es inventada, la mujer escritora pudo expresar públicamente unas verdades que unos ignoraban y otros preferían silenciar, y remover el velo del idealismo evasivo que impedía ver la realidad. En The Awakening (1899), Kate Chopin trató directamente el tema del derecho de la mujer a autoexpresarse y a buscar su propio yo, a deshacerse de la pesada carga de la ladyhood. Y, como todas las escritoras, las del sur han intentado desde siempre encontrar y expresar su voz individual y resistir, así, las fuertes presiones a favor de la uniformidad.

No hay medio más adecuado que la literatura para constatar el desarrollo y las contradicciones de la feminidad en el sur. Prácticamente todas las escritoras de dicha región recibieron una educación orientada a convertirlas en ladies hermosas, frágiles, puras y sumisas. El conflicto entre las exigencias de esta imagen imperante en su cultura y sus propias necesidades como personas constituyó un motor importante de su obra creativa. El conflicto y el rechazo parecen inevitables cuando el propio concepto de la lady suscribía expresamente la anulación de la autonomía personal. Nada mejor que la mujer creativa y a menudo iconoclasta para detectar y denunciar las contradicciones internas del mito que a menudo exige a la vez inteligencia y sumisión, fortaleza y fragilidad, para enfrentarse al complejo entramado constituido por la raza, la clase social y la sexualidad. Las escritoras del sur han expuesto desde hace mucho la pesada carga que supone para la mujer blanca su identificación (no creada por ella) con toda una civilización y su condición de emblema del patriotismo y de la supuesta excelencia del sur, sin olvidar la relación de dicha imagen con un sistema basado en la opresión racial, ni el alejamiento de lo físico y lo sensual al que la obligaba precisamente su condición de símbolo de la supremacía blanca.

A lo largo de la historia las escritoras sureñas reaccionaron de distinta manera ante la situación de conflicto entre los códigos de género imperantes y sus aspiraciones y creencias personales. Fueron varias las que rechazaron cualquier apariencia de conformismo y criticaron la sociedad sureña con fiereza. A menudo la crítica iba unida al abandono del sur, y la residencia en otros ambientes proporcionaba nuevas perspectivas a los posicionamientos de dichas mujeres sobre los problemas del sur. Convencidas de que no eran seres inferiores, las famosas hermanas Grimké, de Charleston, se fueron al norte (Sarah en 1821 y Angelina en 1829), desde donde atacaron los presupuestos en los que la sociedad sureña basaba su imagen de la mujer, incluyendo, por supuesto, la esclavitud. En 1852, Sarah Grimké escribió que “the powers of my mind have never been allowed expansion; in childhood they were repressed by the false idea that a girl need not have the education I coveted” (en Jones 27; en Scott 64). Según Anne Firor Scott, hubo algo en las experiencias juveniles de estas dos hermanas que les proporcionó una independencia mental poco común en la mujer del siglo XIX y que las hacía comparables a Mary Wollstonecraft y Margaret Fuller (64). En 1837 Sarah Grimké publicó Letters on the Equality of the Sexes, que para Scott constituye “a lucid critique of the whole nineteenth-century image of women” (61-62).

Aunque según sus biógrafos fue una devota esposa y madre, Kate Chopin se rebeló, al menos en su imaginación, desde sus primeros escarceos con la literatura, contra las restricciones que convertían a la mujer en una esclava. Significativamente, tituló su primer sketch, escrito al menos veinte años antes de convertirse en escritora profesional, “Emancipation”, título que supone un paralelismo intencionado entre la situación de la mujer y la de los esclavos. El sketch trata de la emancipación de un animal que un día encuentra su jaula accidentalmente abierta. Dicha jaula es un anticipo simbólico del espacio restrictivo y protegido de la esfera doméstica en la novela The Awakening, en la que la protagonista Edna Pontellier vive la vida restringida de la esposa y madre convencional. El animal se siente atraído por “the spell of the unknown” y, una vez que abandona la jaula en la que tenía garantizada la protección y el sustento, se niega a regresar y prefiere vivir la vida con toda su carga de “seeking, finding, joying and suffering” (“Emancipation” 177, 178). En The Awakening, Edna se comporta como el animal que prefiere la exploración de su ser y del mundo a la seguridad de la jaula del matrimonio convencional en una sociedad patriarcal, incluso a sabiendas de que el precio de la libertad es a menudo la inseguridad y el sufrimiento. Una vez superado el miedo inicial, tanto el animal como Edna se encaminan hacia lo desconocido para acabar despertando a un nuevo mundo y, eventualmente, un nuevo yo.

En la última década del siglo XIX, Ellen Glasgow, de una familia aristocrática de Virginia, inició su carrera literaria postulándose como una férrea defensora de nuevos ideales de conducta y nuevos modelos literarios, defendiendo un realismo hasta entonces ausente de la literatura del sur. Glasgow conmocionó a la rancia aristocracia de Richmond con sus planteamientos abiertamente feministas, su lucha activa por el sufragio femenino y su renuncia a amoldarse al prototipo de la lady. En las primeras fases de su carrera se convirtió en una auténtica iconoclasta con su rechazo de las tradiciones heredadas del Viejo sur y su ataque despiadado a muchas convenciones sociales y actitudes intelectuales que consideraba caducas. Era una época en la que la mayoría de sus coetáneos todavía nutrían su imaginación con las ilusiones, los mitos y las leyendas propagadas por las novelas románticas del período, en las que el sur seguía glorificando unos valores ya derrotados en la guerra civil. En la mejor y más lograda de sus primeras novelas, Virginia (1913), Glasgow satiriza con acierto y maestría lo que ella llamaba el “idealismo evasivo” de unos individuos incapaces de aceptar cualquier aspecto de la realidad que entrase en conflicto con su idealismo. La novela traza la trayectoria vital de Virginia Pendleton, la lady sureña que fracasa estrepitosamente debido a su incapacidad para adaptarse al dinamismo de los nuevos tiempos. Incapacitada por una educación que fomenta el sometimiento y la pasividad, Virginia carece de recursos para afrontar acontecimientos inesperados, y ni sus elevados ideales ni sus buenas intenciones tienen relevancia alguna en un mundo nuevo que acaba por hundirla.

En Their Eyes Were Watching God (1937), Zora Neale Hurston nos legó el retrato de Janie Crawford, una mujer negra que busca su propio espacio tanto físico como espiritural. En su empeño por liberarse del control masculino y de todos los que quieren dictar y definir su realidad, Janie habita en una sucesión de espacios que representan diferentes modalidades de identidad, hasta que consigue triunfar en su rechazo del espacio como medio de opresión. En el caso de Janie vemos cómo las mujeres encerradas en la esfera doméstica por maridos opresores, y disminuidas en lo personal por una sociedad que las considera inferiores, tienen restringido el acceso tanto al mundo exterior como a su propio espacio interior.

El sur ha sido tradicionalmente un hogar que hace difícil la vida de las hijas cuya feminidad anticonvencional cuestiona el dominio del llamado cult of true womanhood. Carson McCullers compartió con su coetánea y admirada Lillian Smith la oposición a una falsa lealtad a fantasías como la tradición sureña o la supremacía blanca, y el rechazo de las rígidas y opresoras dicotomías entre los masculino y lo femenino, lo blanco y lo negro. Las dos coincidieron en la inclusión en su producción literaria de la conexión entre la opresión de los negros y la de la mujer. El intento de clasificar el deseo sexual como inequívocamente heterosexual u homosexual es el producto de una polarización arbitraria e injusta, comparable en muchos aspectos al empeño por establecer una distinción radical entre los blancos y los negros. La bisexualidad de McCullers y el lesbianismo de Smith las convertía en transgresoras de las normas, y la soledad y exclusión que sentían en el sur pudo tener mucho que ver con su oposición a la exclusión de los negros y a cualquier ideología opresora. Los pronunciamientos de estas dos escritoras en contra de la segregación, junto con su sexualidad no convencional, les granjearon la crítica y el rechazo de muchos sureños conservadores. Mientras que Lillian Smith permaneció en el sur instando a las mujeres a denunciar la segregación racial como una práctica moralmente inaceptable y a rechazar una ideología según la cual la segregación era necesaria para preservar la santidad y la excelencia de la mujer sureña, Carson McCullers se fue a Nueva York a los diecisiete años, en 1934, y otra vez en 1940, ya casada con Reeves McCullers, y con la intención de no vivir nunca más en el sur. En Nueva York McCullers encontró una ciudad famosa por su floreciente cultura de sexualidades alternativas, que contrastaba con la insistencia de la cultura sureña en imponer definiciones sexuales rígidas y en reprimir cualquier comportamiento sexual anticonvencional. En un artículo titulado “Brooklyn Is My Neighborhood” expresó su satisfacción por la variedad de gente y costumbres que la rodeaba y por la complejidad y diversidad de un entorno en el que todos aceptan las excentricidades de los demás. En contraste con el conformismo y la homogeneidad de la cultura sureña, Brooklyn le satisface por ser un lugar en donde “everyone is not expected to be exactly like everyone else” (226).

Los personajes femeninos de Carson McCullers que más han atraído a los críticos no son los heterosexuales, escasos en su obra, sino los más autobiográficos, los que reflejan la ansiedad provocada por la ambivalencia sexual de la autora: las adolescentes poco “femeninas” Mick Kelly en The Heart Is a Lonely Hunter y Frankie Addams en The Member of the Wedding, así como la hombruna adulta Miss Amelia en The Ballad of the Sad Café. Se trata de mujeres que sufren angustiosamente su problemática indefinición sexual, la inadecuación de sus cuerpos y de sus psiques al ideal sureño de feminidad. Tanto Mick como Frankie sienten las penalidades de su estado liminal, no solo entre la infancia y la vida adulta sino también entre lo masculino y lo femenino. El cambio imparable y brusco que caracteriza a la propia adolescencia contribuye a expresar el rechazo de McCullers y de estos personajes hacia la noción de una identidad sexual rígida e inmutable. Las dos adolescentes oscilan entre el deseo de incorporarse al mundo femenino y el rechazo de una feminidad que supone pasividad y renuncia a toda ambición. Con sus nombres y aspiraciones “masculinas”, Mick y Fankie luchan inútilmente por escapar de los códigos de género imperantes. Frankie llega a fantasear con un mundo de transitividad sexual tan radical en el que “people could instantly change back and forth from boys to girls, whichever way they felt like and wanted” (Member 116). Miss Amelia, la protagonista de The Ballad of the Sad Café, retiene sus rasgos masculinos en la vida adulta, lo que la convierte en una seria amenaza para un statu quo basado en rígidas demarcaciones de género.

Aunque nunca se distinguió por reivindicaciones políticas explícitas ni por una oposición manifiesta a las convenciones sociales de su región, Eudora Welty reflejó en su narrativa una concepción ambivalente de la familia como fuente simultánea de sustento y de factores restrictivos para la personalidad individual. Las respectivas familias de sus novelas Delta Wedding y Losing Battles tienden a categorizar a los individuos de forma estrecha y absoluta, y a vivir una vida aislada y cerrada, de manera que cada familia ve la realidad como le conviene. En The Optimist’s Daughter (1972), la mejor novela de Welty y la más abiertamente autobiográfica, la protagonista Laurel McKelva descubre que el apego a la familia y al hogar paterno es fuente de regeneración pero también de opresión, y que hay que dejar de vivir exclusivamente en el pasado familiar. La hija pródiga que ha vuelto a casa con motivo de la muerte de su padre, Laurel encuentra finalmente la manera de aceptar el pasado representado por la casa paterna sin dejarse atrapar por él. Al final se va para siempre —regresa al norte— y en adelante su lugar de origen va a ser una fuente de energía vital, pero alojada en el recuerdo, y nunca como objeto de posesión física.

Las autoras de fechas más recientes reflejan de manera diversa y variada los cambios vertiginosos en la cultura sureña: la creciente urbanización, las nuevas relaciones interraciales, los nuevos roles femeninos, la disminución del apego a la familia y al lugar de origen, y las complejas relaciones del individuo con la tradición familiar. Las protagonistas creadas por las nuevas escritoras del sur de la era posmoderna están a menudo confundidas por los nuevos constructos de su cultura e inmersas en la lucha por forjarse una identidad mientras todo en su entorno está cambiando, y las estructuras familiares y comunitarias se resquebrajan irremisiblemente. Los cambios acelerados tienen un componente negativo para el individuo, que se siente desorientado sin el sostén de la institución familiar, y sin lugares ni relaciones estables. Pero el cambio tiene también su vertiente positiva, y en el sur contemporáneo de la ficción de autoras como Bobbie Ann Mason, Lee Smith o Jill McCorkle el cambio social se ve como algo que, aunque tenga aspectos traumáticos, es siempre positivo, sobre todo para las mujeres. Estas encuentran más estímulos y diversidad en sus vidas, más libertad para expresarse y realizarse, y mayores facilidades para liberarse de estereotipos paralizantes. La pérdida de los supuestos beneficios de la comunidad tradicional (estabilidad, sentido de pertenencia, protección) resulta más que compensada por la desaparición de los aspectos negativos (la negación de flexibilidad, movilidad y autonomía personal a la mujer).

764,50 ₽
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478 стр. 31 иллюстрация
ISBN:
9788491341420
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