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En relación con este mismo tema de la esclavitud, cabe destacar asimismo la recensión de McCord sobre el volumen de Henry Charles Carey The Slave Trade, Domestic and Foreign: Why It Exists, and How it May Be Extinguished (Philadelphia, 1853), publicada en el Southern Quarterly Review con el título de “Carey on the Slave Trade”. Carey le contestó y ella, a su vez, le respondió el 18 de enero de 1854 con una carta.

Carey —“el único economista norteamericano de importancia”, según Karl Marx (en Dawson 465)— era un destacado representante de la escuela estadounidense de economía política, autor de Essay on the Rate of Wages (1835), Principles of Political Economy (1837-40) y The Principles of Social Science (1858-1859). Defensor del proteccionismo y detractor del libre comercio, tal y como expone en The Slave Trade, declaraba que el régimen esclavista era un sistema económico inhumano, alentado por el librecambismo, y que solo la intervención económica del estado lo eliminaría, ya que esta intervención sería portadora de la libertad y, con ella, de la garantía de la igualdad social. Para McCord, el volumen de Carey es de una naturaleza tan perversa que se ha visto obligada a cuestionar sus aseveraciones, más dañinas que los ataques abolicionistas más violentos. Cada línea que escribe Carey, manifiesta McCord, muestra el desconocimiento del economista respecto al tema que condena desde la teoría, pero no desde el conocimiento de que el negro, en vez de pertenecer a una raza oprimida, es un ser protegido cuya única salvaguardia ante la desaparición es la custodia y protección por parte del hombre blanco.

Caius Gracchus: A Tragedy in Five Acts

Las líneas ideológicas que marcan la vida y el pensamiento de McCord se verán plasmadas en la obra que, según una de sus últimas biógrafas, Leigh Fought, la hizo famosa (1): Caius Gracchus: A Tragedy in Five Acts, publicada en 1851 en Nueva York por H. Kernot. Para Elizabeth Fox-Genovese, la pieza “ofrece un magnífico panorama de la visión que Louisa McCord tenía del mundo y de su propio lugar en él” (287).

La tragedia apareció como una obra perteneciente al género del closet drama, es decir, una pieza destinada a ser leída más que representada. Para Fought, con este título, la autora sureña trataba de imitar a Byron y Keats, los poetas románticos que escribieron este tipo de obras dramáticas sin ninguna intención de ponerlas en escena (72). Susan Brown explica cómo la crítica literaria tradicional no ha considerado que las escritoras, en concreto las románticas, destacaran o ni tan siquiera demostraran algún interés por el género, si bien mencionan como excepción a Elizabeth Barrett Browning y su Drama of Exile de 1844. Sin embargo esto no es así, puesto que lo que ocurre es que estas piezas dramáticas escritas por mujeres se diferencian de las compuestas por hombres porque son un intento por teatralizar no tanto las contradicciones internas del protagonista, sino las contradicciones sociales por lo que al género se refiere, dentro del mundo patriarcal victoriano (90). Para Brown, textos como los de Browning son precursores del drama sufragista de finales de siglo y muestran las estrategias de representaciones femeninas exploradas por las románticas (90). Cabe tener en cuenta, además, que este tipo de textos escritos por las poetas o novelistas del siglo XIX funciona de dos formas en apariencia contradictorias. Por una parte, “dramatic form presents women as speakers, as actors, as agents, in a way that lyric or third-person narrative poetry cannot”. Sin embargo, por otra, “the drama portrays the constraints imposed by social context and the way that women's actions are shaped by such forces; women are thus also clearly reactors, social creatures rather than unfettered subjects”. Estas dos tendencias se combinan para crear “representations of women which embody the contradicted position of women attempting to attain a measure of autonomy within the Victorian gender system” (Brown 104).

La tragedia Caius Gracchus, sin embargo, se aleja totalmente de la matriz trazada por Susan Brown para los closet dramas escritos por mujeres en el siglo XIX. Esto es así porque más que representar “la identidad escindida de las mujeres victorianas, en lucha contra ellas mismas ante sus deseos contradictorios y ante las diferencias de ser y las actuaciones que se les permitían” (Brown 104), McCord dramatiza en su protagonista femenina, Cornelia, los preceptos que regían el ideal de la feminidad conservadora, convirtiendo la obra en una enardecida oda a la maternidad heroica y republicana.

Ahora bien, aunque portavoz de las doctrinas patriarcales sureñas, McCord no resultó indemne a las críticas por aventurarse en un terreno que le estaba vedado como mujer, a pesar de la envergadura y calado político de su producción. En la carta a William Porcher Miles, McCord responde a las objeciones que este presenta al género del closet drama, que la sureña utiliza en Caius Gracchus: “As to my productions being closet dramas, what else can a Woman write? The world of action must to her be almost entirely a closed book”. Y concluye agradeciéndole las molestias que se ha tomado al juzgar los manuscritos que le ha enviado y la misiva con las notas que conservará “as a commentary upon their defects, and will try to drag, coax, or push them, into perhaps a somewhat better shape” (“To William” 275). Miles manifestaba, no obstante, que la tragedia abundaba en “striking passages, full of noble thought, aptly expressed. Though not written for the stage, it has many flashes of dramatic power” (Lounsbury, Louisa S. McCord: Poems 155-156).

McCord dedica esta tragedia en cinco actos a su único hijo, Langdon Cheves McCord, el varón que habría de reemplazar en cierto sentido a los otros dos hombres de su vida: el padre y el esposo. Lo que no podía imaginarse en 1851 era que diez años más tarde y con el estallido de la guerra civil, ella misma sufriría el destino del personaje femenino principal de su obra, Cornelia, al perder a este hijo en la batalla. Para Lounsbury, la proyección autobiográfica que no existe en los poemas líricos se encuentra, asombrosamente, en esta obra.

La elección del momento histórico en que McCord sitúa la trama dramática puede sorprender en un principio si no se tiene en cuenta la profunda influencia del lenguaje político republicano y la manera en que este vuelve a los ideales clásicos. Margaret Malamud explica cómo la oratoria política sureña de preguerra dibujó el norte como una especie de Roma corrupta que ejercía un poder imperial sobre los estados sureños (89). Entre las numerosas figuras de la vida pública que establecían esta comparación, Malamud cita a Isaac E. Holmes, senador por Carolina del Sur, quien en 1850 manifestó: “The North has become like unto Rome and from the same causes. She has subjected provinces more productive thant the Egyptian or African” (en Malamud 89).9 Por su parte, J. D. B. De Bow, el director de la conocida De Bow’s Review de Nueva Orleans, declaró por aquel entonces: “The Roman Empire, in its most debauched and basest times, never sunk half so low in venality, corruption, and vulgarity, as our federal government has sunk” (en Malamud 89-90). Son, pues, innumerables los políticos y comentaristas sureños que comparan el norte con Roma y el sur con una especie de Cartago, una colonia destruida por la ambición romana. De ahí que McCord se sirva ampliamente de unos motivos casi manidos en el momento en que compone su tragedia, que la sitúan dentro del elenco de sureños que, fascinados por la historia clásica, encuentran en ella concomitancias para comentar el acoso y proceso de deterioro de su civilización.

Por otra parte, cabe tener en cuenta otra influencia contemporánea, común entre las escritoras del siglo XIX: la búsqueda de unos modelos de heroicidad femenina en la historia del mundo antiguo, desde Grecia y Roma pasando por los tiempos bíblicos. Como explica Mary Kelley, durante este período son muchas las mujeres que intentaron recuperar la historia de los logros femeninos a través del tiempo de maneras diferentes. Si Margaret Fuller lo hizo con una especie de manifiesto en Woman in the Nineteenth Century, McCord eligió un drama histórico “as the site through which she articulated models of womanhood” (Kelly 221). Ambas incluyeron representaciones de mujeres que simbolizan los ideales clásicos republicanos, si bien sus propósitos eran diametralmente opuestos: mientras que Fuller defendía la equidad de derechos y la emancipación racial, McCord criticaba ambos. Sin embargo, tanto la una como la otra, y a diferencia de sus antecesoras que intentaban legitimar la importancia de las mujeres en la historia, buscaban lo mismo: “ampliar la influencia que mujeres como ellas podían ejercer” (Kelley 221).

Los ejemplos femeninos del pasado simbolizaban unas identidades e ideales sociales para las norteamericanas del momento, y entre ellos, el de la romana Cornelia destaca dentro de la cultura occidental desde finales del siglo XVIII. Como explica Malamud, la admiración por Cornelia era general en esta primera mitad del siglo XIX norteamericano, siendo especialmente destacada en el sur porque “ejemplificaba el ideal sureño de maternidad” (81), y constituía una referencia tradicional tanto en discursos como en artículos periodísticos.10

Cornelia era hija de Publio Cornelio Escipión, que había derrotado a Aníbal y a los cartagineses en la segunda guerra púnica, y que se había añadido el sobrenombre de “El Africano” con el fin de inmortalizar sus victorias. Casada con Tiberio Sempronio Graco, al enviudar, Cornelia rechazó casarse con el rey Tolomeo de Egipto y prefirió quedarse en Roma al cuidado de sus hijos, a quienes educó en la idea de honrar y servir a Roma. Valerio Maximo cuenta que tal era el orgullo de Cornelia por sus hijos que en una ocasión una mujer de Campania, hospedada en su casa, le mostró sus alhajas y la romana la entretuvo hasta que sus hijos regresaron y entonces, mientras los señalaba, declaró: “Haec ornamenta sunt mea” (estas son mi joyas).


Cornelia rechaza la corona de Tolomeo Laurent de la Hyre, 1646

Con el tiempo, Cornelia sobreviviría al asesinato de sus dos hijos, Tiberio y Cayo y, a su muerte, Roma la honraría con una estatua, descubierta en unas excavaciones llevadas a cabo en 1878, en cuya base se podía leer: Cornelia Africani m. Gracchorum (Cornelia, hija del Africano, madre de los Graco), una inscripción que, como explica Martha Patricia Irigoyen Troconis, la honra como “madre generadora de héroes” y como “matrona ejemplar” (168).


Cornelia, madre de los Graco Noël Halle, 1779


Cornelia, madre de los Graco Jean-François Peyron, 1781


Cornelia, madre de los Graco Angelica Kauffman, 1785

En Caius Gracchus, McCord profundizará en la historia de la familia de los Graco y la abordará para resaltar dos temas principales: la muerte trágica de Cayo Graco y el papel jugado por su madre Cornelia, motivos ampliamente conocidos por la Norteamérica del siglo XIX.

Como se ha mencionado con anterioridad, la historia de esta destacada família romana formaba parte de la cultura popular norteamericana pues existían muchas traducciones de autores romanos y griegos. La editorial Harper, fundada en 1817, lanzó como primer número una traducción al inglés de los tratados de moral de Séneca. A finales de la década de 1820 su prestigiosa Classical Library incluía ya treinta y siete títulos entre los que se contaban traducciones de Cicerón, Horacio, Virgilio, Livio, Ovidio y Juvenal, entre otros. La historia de los Graco en su papel como reformistas aparecía en las traducciones de Plutarco, en las historias sobre Roma y en los libros escolares, de manera que eran referencia común tanto en las altas instancias políticas como en las tabernas y reuniones de las clases trabajadoras.


Cornelia, madre de los Graco Joseph Benoît-Suvée, 1795

Los Graco eran recordados principalmente por haber llevado a cabo importantes reformas agrarias. Los romanos habían establecido la costumbre de subastar una parte de las tierras adquiridas tras las guerras, mientras que otra pasaba a ser tierra pública (ager publicus), tierra que se daba a los pobres a cambio de una pequeña renta al erario público. Con el tiempo, los pudientes empezaron a ofrecer rentas más altas por estas tierras públicas, desplazando así a los pobres. Como medida de freno de esta tendencia se decretó la Lex Licinia (367 a.C.), que prohibía que un solo individuo poseyera más de 500 iugera de tierras públicas. La corrupción no palió la continua adquisición y enriquecimiento de las clases pudientes, lo que mermó el poder de los pequeños terratenientes, quienes, obligados a luchar en guerras cada vez más alejadas de sus lugares de origen, veían sus minifundios ocupados por esclavos, mientras que iban aumentando los latifundios y ellos mismos se veían abocados a la miseria. Los Graco intentaron remediar esta situación de desequilibrio. En el 133 a. C. Tiberio Sempronio Graco trató de reimponer la Lex Licinia. Ese mismo año se aprobó la Lex Sempronia Agraria que obligaba a muchos latifundistas a dejar las tierras públicas a favor de los pequeños agricultores. La oposición de muchos miembros del Senado no se hizo esperar y en 131 a. C. Tiberio Sempronio Graco fue asesinado junto con más de doscientos seguidores, por sus opositores, encabezados por Escipión Nasica, como consecuencia de su plan de reformas agrarias.

Diez años más tarde estos proyectos serían retomados por su hermano Cayo Sempronio Graco, un magnífico orador, quien a su vez también sería asesinado en el 121 a. C., y cuya historia es el argumento sobre el que McCord construye su tragedia. Cayo Sempronio Graco había intentado reestablecer la Lex Sempronia y también había defendido la creación de unas colonias comerciales en Tarento y Capua para aligerar la congestión que sufría Roma, dado que en la capital, el gran número de esclavos imposibilitaba el empleo de otras clases. Asimismo, había hecho aprobar la Lex Iunonia por la que se mandaban seis mil hombres a una nueva Cartago, destruida por los romanos un cuarto de siglo antes, y había reducido el precio del grano y propuesto la creación de graneros públicos. Ante esta situación el Senado estableció el decreto denominado Senatus Consultum Ultimum, que permitía la suspensión de los derechos republicanos en defensa de la propia República y que otorgaba a los magistrados romanos poder absoluto. Cayo Graco y sus seguidores protestaron y el cónsul Lucius Opimius se enfrentó a ellos en la colina del Aventino, una de las siete colinas romanas. Tras matar a más de tres mil de sus seguidores y a Cayo, decapitaron el cuerpo de este y llenaron el cráneo con plomo para que pesara más puesto que se había ofrecido una recompensa en oro según su peso. Borrados por la historia oficial, el recuerdo heroico de los Graco y sus partidarios perduró en la memoria popular.

En Estados Unidos la historia de los Graco, a partir de la historiografía inglesa, había sido reinterpretada desde la época de la Revolución. Así, por ejemplo, de la misma manera que Cicerón, John Adams, lejos de elogiar el papel reformista de los hermanos Graco, los interpretaba desde una posición conservadora, criticándolos porque sus proyectos habrían acabado erosionando las distinciones entre ricos y pobres y habrían hecho peligrar la seguridad de las jerarquías sociales y del derecho a la propiedad, elementos necesarios para el buen gobierno (Malamud 51). A partir de la década de 1830, sin embargo, surgieron otras aproximaciones coincidiendo con la traducción al inglés en 1828 de la Römische Geschichte (1811-1832) del alemán Barthold Georg Niebuhr (1776-1831), uno de los textos más influyentes sobre el tema durante todo el siglo XIX, en el que se encomiaba la historia y vicisitudes de la estirpe de los Graco. La visión de Niebuhr sería la que Samuel Goodrich proyectaría en A Pictorial History of Ancient Rome (1849), un texto muy reeditado durante estos años, en el que aparecen los hermanos como héroes populares destruidos por la ambición de la aristocracia.

Lo importante, subraya Malamud, es ver cómo las referencias a estos reformistas y a las políticas agrícolas romanas “ayudaron a enmarcar los debates entre los trabajadores, ciudadanos y reformistas” norteños (53). Las clases trabajadoras blancas del norte industrial del país establecieron un paralelismo entre sus propias luchas por la igualdad social y económica, y los esfuerzos de la plebe romana ante las elites gobernantes de la República. De esta manera, durante esta primera mitad del siglo XIX, los trabajadores se identificaron con los plebeyos romanos y los hermanos Graco surgieron como héroes indiscutibles de estos movimientos por la defensa de los derechos de la clase trabajadora en innumerables publicaciones, como representantes del ideal de una América de pequeños agricultores independientes al estilo jeffersoniano. Como explica esta investigadora, en un país dividido por la cuestión del reparto de tierras, “el acceso a ellas se hallaba unido al derecho fundamental del individuo a la libertad y al derecho natural a la supervivencia, y la virtud a la resistencia a la esclavitud, y los Graco y los que defendían el movimiento de ‘tierra libre’ son comparados a los héroes de la Revolución”. De esta manera “la historia romana se fusionó con la retórica revolucionaria para apoyar el movimiento de Tierra Libre” (Malamud 57).

Este es pues el fondo clásico sobre el que McCord construirá su tragedia teniendo como primer modelo dramático a Shakespeare. Sin embargo, y como señala Richard C. Lounsbury, por mucho que estas obras puedan ser precedentes, McCord trata de dar protagonismo asimismo a los papeles de la esposa y sobre todo al de la madre, Cornelia, con el fin de tratar con profundidad y desde el terreno de lo dramático el debate que ocupaba a la sociedad del momento: el lugar de la mujer (Lounsbury, Louisa S. McCord: Poems 79). Esto es así hasta el punto que su amiga y también destacada escritora sureña Mary Chesnut, cuando habla de la escritora en sus diarios, rebautiza la obra y la titula The Mother of the Gracchi (Lounsbury, Louisa S. McCord: Poems 80). Lo curioso y tal vez perverso de la historia es que, unos años más tarde, con el estallido de la guerra civil, el destino confirmaría, sin lugar a dudas, la proyección autobiográfica que la obra parecía encerrar al morir el hijo de McCord en el campo de batalla defendiendo la causa secesionista.


Cornelia, madre de los Graco Jules Cavelier (1861)

McCord, en una esclarecedora carta del 12 de junio de 1848, dirigida a William Porcher Miles, contesta a la crítica de este sobre un primer borrador de la obra. Tras aceptar las correcciones respecto a los anacronismos cometidos (“You show me some historical blunders which I have fallen into. Livius Drusus for instance I might just as well have made a young man, as an old one, but was really ignorant enough not to know anything about him”), defiende la validez del tema: “I must stand up for the Gracchi. They are among my bona fide heroes” (Lounsbury, Louisa S. McCord: Poems 274).

Ahora bien, a pesar de queMcCord apoya a los defensores de los derechos del pueblo, como los Graco, critica a ciertos protagonistas de su propio momento contemporáneo: “I cannot quite go with Louis Blanc and M. Albert, much less can I sympathise with fallen dynasties” (Lounsbury, Louisa S. McCord: Poems 275). Con estas aseveraciones, McCord se muestra contraria al rey Luis Felipe de Francia, que había abdicado el 24 de febrero de 1848 y se había exiliado a Inglaterra, y a las proclamas de dos políticos socialistas de la Segunda República Francesa de 1848. El primero a quien se refiere es Jean-Joseph Charles-Louis Blanc (1811-1882), político socialista y autor de L’Organisation du travail (1840), quien, como miembro del gobierno provisional francés en 1848, trató de garantizar el empleo a los trabajadores hasta que fue obligado a aceptar el exilio en Inglaterra (1848-1870). El segundo es Albert-Alexandre Martin (1815-1895), apodado “El obrero Albert”, quien fue miembro también del gobierno provisional y de la Asamblea Nacional, pero que fue encarcelado por su participación en los levantamientos de mayo y junio de 1848.

Las declaraciones casi confesionales de McCord a su amigo Miles dejan entrever la proyección política que recorría su Caius Gracchus. Partiendo, pues, de un tema conocido y ampliamente recurrido en el lenguaje político del sur del momento, Caius Gracchus puede considerarse, desde una nueva perspectiva que tenga en cuenta estos propósitos, como la respuesta de McCord a unos sucesos históricos que bien podrían acabar destruyendo el entramado social sobre el que se asentaba el sur a principios de la década de 1850. En primer lugar, Caius Gracchus es su réplica a las revoluciones burguesas europeas que se habían desencadenado a partir de 1848 y, en segundo, su intento por enaltecer la figura de la matrona romana cuyos rasgos contrastan con los de aquellas otras norteamericanas que reclamaban más derechos para la mujer del momento y soslayaban su potencial como guardianas del orden social y político sureño. McCord se inspira, pues, en la historia de los Graco no porque se proponga simplemente loar a la matrona romana, como manifiestan la mayoría de los críticos, sino por cuestiones más directamente políticas: en concreto, por la defensa enconada del sistema patriarcal esclavista que coincide con la interpretación que los sureños de la década de 1850 hacían de los Graco como republicanos proesclavistas. De ahí que su tragedia sea un alegato político más que una mera defensa de la domesticidad femenina. Más aún, Caius Gracchus es una reapropiación del discurso norteño sobre estas figuras en un momento de crisis política de calado transatlántico.11

Según Margaret Malamud, “la visión de Roma como república virtuosa acosada por la corrupción imperial obsesionaba la imaginación norteamericana” (3). Durante los años de preguerra, en concreto entre las décadas de 1830 y 1850, al tiempo que se acrecentaban las diferencias económicas e ideológicas entre el norte y el sur y se ampliaba la distancia entre las clases sociales, Tiberius Sempronius Gracchus y su hermano Caius Sempronius Gracchus, dos romanos dedicados a la protección de los ciudadanos más desfavorecidos, se convirtieron en figuras importantes en el imaginario político norteamericano.

Malamud explica que en el norte los hermanos Graco fueron objeto de elogio por parte de la clase trabajadora, por sus esfuerzos en pos de las reformas agrarias y de los plebeyos y se convirtieron en modelo de las propias reivindicaciones agrarias de estos norteamericanos. Los miembros de la National Reform Association, el movimiento laborista más importante de este periodo, establecieron una serie de analogías entre las luchas de los Graco en Roma y sus propios denuedos para conseguir tierras de la nación. Como explica Malamud, “esta manera de leer y reescribir la historia romana hace que el enemigo del trabajador romano sea un terrateniente sin escrúpulos de la oligarquía que ha destruido la república de agricultores y granjeros de Roma (34).

Si desde el movimiento de Tierra Libre, se veían las tierras del oeste como superficie libre necesaria para crear una república igualitaria en manos de unos agricultores blancos libres de la esclavitud blanca del capital industrial del norte, en el sur se veía esta expansión al oeste desde otro punto de vista: se imaginaba un oeste poblado por esclavos negros dirigidos y protegidos por sus amos blancos. En el sur, sin embargo y desde un enfoque totalmente contrario que muestra los usos y los abusos de la historia, las elites terratenientes pasaron a admirar a los Graco por su poder de oratoria y sus intentos por reformar un Senado corrupto, al tiempo que rechazaban sus reformas agrícolas. De esta manera, “durante las décadas de 1840 y 1850 los debates sobre las reformas agrarias de los Graco, la esclavitud romana y el declive romano estuvieron ligados a la defensa o crítica de los argumentos pro y antiesclavistas” (Malamud 5). En un momento de escalada de las tensiones entre las dos regiones, “the South also turned to the classical world for exemplars to challenge the rhetoric of the North” y entre los ejemplos que encontraron destaca el de los hermanos Graco, el mismo que los trabajadores norteños mencionan para ilustrar cómo las tierras del oeste habían de ser pobladas y trabajadas por los hombres blancos libres (Malamud 61).

En Caius Gracchus, McCord dibuja a Cayo como un patriota romano, modelo de las mejores virtudes del gobernante republicano, de manera que su figura transciende los límites de la oligarquía esclavista sureña y, lejos de defender únicamente la posesión de esclavos —un motivo secundario para McCord aquí—, defiende el modo de vida sureño desde el cumplimiento más estricto de las consignas patrióticas y ciudadanas. Resistance to oppression is the main theme of McCord’s Caius Gracchus, and its Roman hero embodies American republican patriotism: the willingness to fight to death for liberty”, piensa Malamud (86). Para esta investigadora, “he acts like a man shaped by Cicero’s De Officiis, a text written for the Roman political elite that discusses the ideal relationship between virtue and duty, and a text widely read by educated Americans from the Revolutionary era on” (82). Al parecer, Cicerón era interpretado por las elites sureñas para justificar y ennoblecer el poder que ejercían sobre los pobres blancos y los esclavos, siempre que pusieran también en práctica sus ideas sobre la magnanimidad y la virtud. Los clásicos son utilizados como manuales de conducta para gobernantes. McCord era conocedora de la visión de los Graco ofrecida por Niebuhr. Y estas son las ideas que le inspiran para moldear la personalidad de su Cayo Graco: un gobernante en el que predominan la virtud y el sentido del deber patriótico. Según Malamud, la causa de Cayo en la obra de McCord es una causa conservadora, caracterizada por un objetivo reformador más que revolucionario (83).

Ante la situación de un sur esclavista, con unas estructuras socio-económicas, políticas y culturales amenazadas por la intromisión norteña y la influencia revolucionaria europea, McCord convierte a su Cayo Graco en portavoz de la verdadera ideología sobre la que se asienta la República, es decir, portavoz de la causa de la libertad ante la tiranía. Cayo se esfuerza por recordar a los romanos libres y a las elites gobernantes de la República cuáles han sido a lo largo de la historia las responsabilidades que definen el republicanismo. Para McCord, al igual que para las elites políticas sureñas, el republicanismo se distinguía por una característica intrínseca, tal y como explica Stephanie McCurry: la diferencia entre hombres independientes, dignos depositarios de la confianza del pueblo, y los dependientes, indignos de la misma. Este principio definitorio de exclusión implicaba la exclusión de las mujeres, esclavos o trabajadores sin propiedades (1264). Para Cayo Graco y para McCord, la corrupción de Senado ha de subsanarse con la oposición de los ciudadanos libres a su opresión, aunque sin que ello suponga de ninguna manera el derrocamiento del orden social, tal y como había sucedido en Europa:

Ye are Rome’s masters—her true governors

At once, and truest servants [...].

Romans, the fathers of this Senate were

Rome’s noblest citizens; the country’s prop,

And every way her boast. They won them rights,

From which, with all their vices, still their sons

Ought not to be cast down. Leave them the dues

Their fathers’ virtues won. Revere in them

The noble legacy of by-gone deeds;

But rouse ye ‘neath oppresion! (Acto III, escena IV, vv. 8-9, 33-40).

De la misma manera, Cayo se dirige a los senadores y les recuerda cuáles son sus responsabilidades para gobernar desde el honor y la justicia, exhortándoles a cambiar, pero no a erigirse en insurrectos:

One word to you, ye noble Senators;

Though you misdoubt me, as a friend I speak,

Of Rome and of no party.

Conscript fathers,

I plead to you, with filial duty bending,

As son to a harsh parent. Let us end

This so unnatural struggle. Be but just,

We ask no more. This quarrell once removed,

Our rights acknowledge, and our privileges

Laid open fairly, to the strengthening ‘tis

At once of you and us (Acto III, escena IV, vv. 114-123).

Para Malamud, el Cayo Graco deMcCord “va con tiento a la hora de reconocer y respetar el orden social y la jerarquía política” (84). Y esto es así porque, para la autora sureña, la sombra de las insurrecciones revolucionarias europeas planea en la sombra de la Norteamérica de la época.

En European Revolutions and the American Literary Renaissance, Larry J. Reynolds estudia cómo autores destacados del romanticismo norteamericano (Fuller, Hawthorne, Melville, Whitman, Thoreau) acusan la influencia de estos eventos transatlánticos en sus obras más representativas. A su lista, cabe añadir a Louisa McCord y su tragedia Caius Gracchus, lo que significa ampliar la perspectiva literaria para incluir a los autores sureños como participantes en el debate transnacional que se originó con motivo de las revoluciones burguesas europeas.

Reynolds explica que existieron dos grupos de norteamericanos que expresaron reservas ante la revolución francesa de 1848: los defensores de la esclavitud y los ricos, ya que “tanto unos como otros consideraban la revolución como una seria amenaza a la propiedad” (16). A los esclavistas les preocupaba que el gobierno provisional hubiera abolido la esclavitud en las colonias francesas (Curtis 258), y a los pudientes el hecho de que se estableciera un sistema de producción nacional que consideraban iniciador del estado socialista (Reynolds 16). Mientras que la mayoría de norteamericanos apoyaron abiertamente dicha revolución, estos dos sectores se opusieron pero de una manera subrepticia.

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