Читать книгу: «Hijas del viejo sur», страница 2

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Nonetheless, it is impossible to read widely in the literature of the South without gaining the impression that Southern women in a certain sense were being bought off, offered half the loaf in the hope they would not demand more. . . . Stripped to its barest essentials the deference shown to them in the form of Southern chivalry was the deference ordinarily shown to an honored but distrusted servant. (167-68)

Elizabeth Fox-Genovese rechaza tajantemente el intento de algunos críticos de hacer de las ladies poco menos que abolicionistas y sostiene que la mayoría no tenían apenas preparación para manejarse sin los esclavos y aceptaron con entusiasmo la secesión. Es más, según Fox-Genovese, estas mujeres nunca propugnaron un modelo alternativo de feminidad (47).

Volviendo a la mujer negra, su identificación con un animal movido por instintos se remonta al período de los primeros occidentales que visitaron África. Estos quedaron sorprendidos por la mujer africana que trabajaba asiduamente en el campo, al contrario de la europea, que lo evitaba siempre que podía, y que aparentemente paría hijos casi sin dolor y sin necesidad de descanso después del parto. Las descripciones de este hecho y de su costumbre de andar con sus prominentes pechos desnudos representaban a la mujer negra más como un animal que una persona. Así se abonó el terreno para la consideración de los negros, que además eran paganos sin la luz de la civilización, como esclavos por naturaleza. Nada más apropiado para las fértiles y extensas plantaciones del sur de los EE. UU. que esas mujeres tan bien dotadas para la fertilidad y el duro trabajo agrícola (Camp 267).

En 1622 las leyes de Virginia se apartaron de la tradición inglesa, que confería a los hijos de padres ingleses y madres esclavas el estatus y el apellido del padre. En Virginia se decidió que los niños de dichas uniones mantuviesen la condición de la madre y así las élites esclavistas sureñas se aseguraban la posibilidad no solo de satisfacer sus instintos con las esclavas negras sino también de tener el mayor número posible de esclavos, incluyendo sus propios hijos. La esclava negra era, pues, indispensable en la sociedad esclavista no solo por su trabajo productivo sino también por el reproductivo. Cuanto más reproductiva era la mujer negra, más boyante era la economía del amo, sobre todo después de la prohibición de la participación de los EE. UU. en el comercio de esclavos del Atlántico en 1808, fecha a partir de la cual la única fuente legal para aumentar el número de esclavos eran los vientres de las esclavas. Gracias al trabajo forzado de la mujer negra, los plantadores construyeron la imagen de la mujer blanca como no adecuada para el trabajo agrícola y las labores domésticas más duras. La entronización de la mujer blanca acomodada como un ser refinado y delicado estaba así directamente relacionada con el trabajo forzado de la mujer negra. Esta estaba excluida de los parámetros de feminidad por carecer del signo externo que confiere pureza (en el doble sentido: racial y sexual) a la mujer blanca: la piel blanca. Hazel Carby analizó certeramente los dos códigos sexuales opuestos pero interdependientes que operaban en el sur y que produjeron definiciones opuestas de la maternidad y la feminidad, según se tratase de la mujer blanca (ama) o de la negra (esclava): “Black women were not represented as the same order of being as their mistresses; they lacked the physical, external evidence of the presence of a pure soul” (Reconstructing 26). Si la mujer blanca ideal se caracterizaba por su delicadeza y fragilidad, la fuerza física y la resistencia a la fatiga —cualidades negativas en aquella— se veían como positivas en la mujer negra y elevaban su valor en el caso de venta. Una constitución frágil y delicada era indicativa de superioridad de clase y de raza, a la vez que la fuerza física era esencial para la supervivencia de la mujer negra en los campos de algodón y de la mujer pobre en las fábricas o en la frontera del oeste.

La posesión de esclavos era, así, un factor esencial para la construcción de la masculinidad de los blancos más poderosos: los beneficios derivados del trabajo de los esclavos permitían una economía familiar holgada y la posibilidad de una vida ociosa para la esposa, que a su vez confería poder y honor al cabeza de familia. En el caso de los negros, la masculinidad se definía por otros parámetros, ya que para los blancos los esclavos no eran ni siquiera hombres. El hombre negro tenía los mismos deseos que el blanco de proteger a su familia, pero la ley se lo impedía y el hombre blanco, que disponía a su antojo de las familias esclavas, humillaba la masculinidad del hombre negro cada vez que vendía parte de los miembros de su familia o explotaba sexualmente a su esposa, sus hijas o incluso su madre. Muchos hombres negros hallaron la posibilidad de demostrar su hombría en comportamientos heroicos como el liderazgo de rebeliones o la huida al norte para luchar desde allí contra la esclavitud, en algunos casos escribiendo autobiografías o hablando ante las sociedades abolicionistas.

El período de la Reconstrucción (1865-1877) fue una continua batalla por ver quién dominaba a los negros, y quién mandaba en el sur. Por supuesto que los blancos ganaron al establecer los rígidos códigos de la segregación racial y se convencieron de que habían redimido al sur del dominio de los yanquis del norte y de la amenaza de los negros. Se añadía así otro capítulo, titulado “El sur redimido”, al libro tan querido por los sureños: La causa perdida. Según la argumentación del capítulo, los negros, una vez desposeídos del orden moral de la esclavitud, volvieron al salvajismo de sus ancestros africanos; además, el gobierno federal toleró la anarquía del período de la Reconstrucción hasta que los blancos del sur tomaron medidas para salvarse a sí mismos y a su civilización. Para los negros el capítulo tenía un significado totalmente distinto y tremendamente desalentador, como lo expresaba Du Bois en 1877: “The slave went free; stood a brief moment in the sun; then moved back again toward slavery” (30). Lógicamente, los negros construyeron una memoria colectiva diferente y para ellos la guerra civil pasó a llamarse la Guerra de la Libertad (Freedom War). La Causa perdida se resumía en la creencia de que, a pesar de la derrota, la causa por la que habían luchado los confederados era noble y honrosa. El mito se creó para redimir al sur en nombre de Dios y de la mujer sureña. La asociación conservadora United Daughters of the Confederacy, creada en 1894, contribuyó enormemente a la creación de la Causa perdida, que suponía una revisón de la historia del sur, y a la restauración de la masculinidad blanca. La asociación educó a la generación joven en la creencia de que los hombres estaban naturalmente dotados para ocuparse de la acción política y de los problemas del presente, mientras que las mujeres, más apegadas al hogar y la familia, estaban mejor preparadas para buscar en el pasado lecciones útiles para el presente. Según esas lecciones, el sur anterior a la guerra civil era una civilización ideal, con el algodón como rey y cultivado por una legión de esclavos felices, y el norte, más poderoso, había pisoteado los derechos de los estados y, al atacar la esclavitud, había provocado la secesión. Los hombres del sur se defendieron valientemente de la opresión del norte, que ganó la guerra por tener más riqueza. Con la Reconstrucción vino la humillación del sur, con el voto negro y los negros en puestos políticos, hasta que llegó la redención con el Ku Klux Klan que rescató al sur para los blancos (Turner 51-52).

El género y la raza están íntimamente relacionados en la reescritura de la historia del sur que tuvo lugar después de la Reconstrucción. La versión blanca de dicha historia creó un nuevo enemigo: el hombre negro. Este enemigo permitió al hombre blanco representar su papel de defensor de la mujer blanca. La elevación idealizada de la mujer blanca a niveles inusitados de pureza y refinamiento (el mito de la lady sureña) elevaba al hombre blanco a la noble función de protector, a la vez que se establecía la necesidad de mantener a los negros in their place. Así pues, la sexualidad conectaba el género con la raza: el hombre blanco se convirtió en protector de la inocencia de la mujer blanca amenazada por la sexualidad agresiva del hombre negro. La reafirmación de las barreras raciales elevó todavía más a la mujer blanca en su pedestal. La elevación de la mujer blanca a niveles ideales de pureza exigía, a su vez, la supresión de la sexualidad del negro. Se produjo, así, el retorno del patriarcado del sur esclavista y la creación de otro mito más: el salvaje violador negro. La violación se convirtió en una auténtica obsesión para el hombre blanco después de la guerra civil. Según el mito, el hombre negro, sin el control de la noble institución de la esclavitud, iba a degenerar y ser presa de sus instintos primarios heredados de África. De estos, el más temido era su insaciable apetito sexual, sobre todo si se trataba de mujeres blancas. El mito del violador negro constituyó para muchos la justificación de los horribles linchamientos de negros en los días más oscuros de la segregación. El Ku Klux Klan se encargaba de mantener por la fuerza la prohibición absoluta de contacto entre blancos y negros, de modo que los esclavos liberados tuvieron que hacerse invisibles o regresar a una esclavitud encubierta.

En la cultura de la segregación, el cuerpo se convirtió en un escenario crucial de lucha política. El cuerpo de la mujer blanca, fundamentalmente la lady, se suponía alejado de la sexualidad, y al mismo tiempo seriamente amenazado por ella, especialmente la sexualidad negra. A la mujer se la identificaba con la civilización blanca, y la sexualidad negra era una amenaza terrible para la sociedad. Los políticos más demagogos y retrógrados advertían del peligro que corrían los blancos si las razas se mezclaban. La segregación era, así, esencial para mantener la pureza y la blancura del sur libres de la polución de la sexualidad negra, de una raza supuestamente degenerada y sin parámetros morales. No solo había que controlar la sexualidad negra; la mujer blanca no podía tener relaciones con hombres negros.

Tanto cuando explotaba sexualmente a la mujer negra como cuando linchaba hombres negros, el hombre blanco tenía en mente el mismo objetivo: la preservación de la pureza de la mujer blanca. La obsesión por controlar la sexualidad negra y proteger la castidad de las ladies está íntimamente relacionada con los numerosos linchamientos de negros a partir de 1889. En el complejo ritual de los linchamientos, la castración de la víctima era una costumbre frecuente. En su novela Light in August (1932), William Faulkner refleja perfectamente los mecanismos psicológicos en acción en el linchamiento del protagonista, el mulato Joe Christmas. Percy Grimm, un soltero de 25 años, capitán de la Guardia Nacional de Misisipi, y que nació demasiado tarde para demostrar su hombría en la Gran Guerra, persigue a Joe Christmas como un fanático hasta la muerte. Mientras Joe Christmas agoniza, Grimm le corta los genitales con un cuchillo de carnicero y dice: “Now you’ll let white women alone, even in hell” (439).

Se ha escrito mucho sobre el miedo de los blancos a la sexualidad negra que, por otro lado, tanto les fascina. Dicho miedo es un ingrediente esencial del racismo blanco, y su reconocimiento supone una debilidad para los blancos. A pesar de que todavía persiste en la mitología popular, la creencia de que los negros están mejor dotados sexualmente hace tiempo que ha sido refutada científicamente. La frecuente castración de las víctimas de linchamientos está relacionada con ese miedo oculto al sexo y al matrimonio interracial. Los linchamientos tenían casi siempre una vertiente explícitamente sexual; incluso si la víctima no estaba acusada de violación, la violencia de las turbas se dirigía a los genitales. Los linchamientos se convirtieron durante décadas en un espectáculo moderno en el sur: los espectadores usaban cámaras fotográficas, se fletaban trenes especiales para los que venían de otras localidades, y los periódicos y las radios locales anunciaban la hora y el lugar. Estos espectáculos desarrollaron un peculiar ritual: el proceso empezaba habitualmente con la persecución del sospechoso o el asalto de la cárcel; después venía la identificación pública a cargo de la supuesta víctima, antes de la preparación del lugar y el anuncio del acontecimiento. Este comenzaba con la mutilación, normalmente del pene y los testículos, después se torturaba para divertir a la concurrencia, y la ejecución concluía con la quema, el acuchillamiento o el fusilamiento. Los dedos y otras partes del cuerpo se cortaban para llevárselos como souvenirs. El orden social dependía del control de los cuerpos negros, cuerpos que había que fragmentar para ahuyentar el terror sexual que suscitaban. Una de las causas más frecuentes del linchamiento de negros era el rumor de que un hombre negro había violado o matado a una mujer blanca, o a un niño. Las mujeres y los niños asistían a los linchamientos justamente para subrayar el mensaje y el significado de tales actos en el imaginario colectivo. Elizabeth Turner cita las palabras de Rebecca Latimer Felton, una ferviente sufragista del sur, que escribió en el Atlanta Journal en 1897: “When there is not enough religion in the pulpits to organize a crusade against sin; nor justice in the court houses to promptly punish crime; nor manhood enough in the nation to put a sheltering arm about innocence and virtue—if it needs lynching to protect woman’s dearest possession from the ravenous human beasts, then I say lynch a thousand times a week if necessary” (en Turner 61-62). La igualdad de la mujer propugnada por algunas era solo para la de raza blanca, pues la negra ni siquiera era mujer en el sentido pleno de la palabra.

A medida que los negros iban progresando socialmente y se hacían comerciantes, abogados, médicos, etc., los blancos transformaron su paternalismo en hostilidad: los negros habían pasado de ser esclavos, y legalmente inferiores, a ser competidores en lo económico, lo cultural y lo sexual. El miedo al éxito social de los negros dio origen a un racismo todavía más violento basado en la imagen del hombre negro como codicioso, peligroso y perezoso y en la de la mujer negra como sexualmente promiscua (Turner 54). Así pues, el género y la sexualidad estuvieron desde el principio en la médula de la ideología de la segregación, que fue un factor fundamental de la vida del sur hasta la aprobación de la Civil Rights Act en 1964.

Durante el largo período de la segregación se reinstauró la prohibición de las relaciones sexuales entre blancos y negros, aunque solo funcionase en una dirección, ya que el hombre blanco se aprovechaba de la mujer negra de forma prácticamente impune, siempre que no se formalizase la relación. Las llamadas antimiscegenation laws se remontan a la época colonial y en el período anterior a la guerra civil tenían dos funciones: asegurar la propagación de la esclavitud al privar a los niños negros hijos de padres blancos de filiación legal con estos y, por tanto, del derecho a la libertad, y asegurar a los hombres blancos el control de las acciones de sus mujeres. El sistema esclavista ocultaba y dejaba impunes las relaciones entre hombres blancos y esclavas, mientras que las relaciones de las pocas mujeres que poseían esclavos con hombres negros eran siempre más visibles y controladas. Ida B. Wells, la famosa activista negra nacida en Misisipi, denunció la hipocresía de estas prácticas. El linchamiento de tres negros amigos suyos en Memphis porque su negocio de ultramarinos competía con el de un propietario blanco la convenció de que los linchamientos se debían a la competencia económica y no tanto a las agresiones sexuales cometidas por negros. En el periódico Free Speech and Headlight, del que era copropietaria, Wells se atrevió a sugerir que algunas mujeres blancas tenían relaciones amorosas con hombres negros, lo que puso en peligro su vida y la obligó a huir, primero a Nueva York y después a Chicago. Desde allí continuó denunciando la falsedad de justificar los linchamientos con la acusación de violación y utilizando la denuncia de que algunas mujeres blancas tenían relaciones con negros para desmontar el mito de la mujer blanca del sur como un ser asexuado sin interés por el placer, y demasiado pura para tener interés por el hombre negro, y el que consideraba al hombre negro como un depredador sexual incontrolable (véase Turner 65-66).


Southern Belle Litografía de un cuadro de Erich Correns, ca. 1850

La situación de la mujer nunca había sido muy halagüeña en una sociedad tan patriarcal y tradicional como la sureña. Según Virginia Durr, una mujer blanca de una familia acomodada de Alabama que fue activa en círculos progresistas y luchó por los derechos de los negros, la mujer joven de buena familia tenía tres alternativas: ser conformista y una buena actriz que representa los papeles asignados por el sistema (la belle modesta, pero con la coquetería y artimañas requeridas para cazar a un marido de buena familia que la convierta en lady); si tenía carácter independiente y creativo, podía volverse loca; o podía rebelarse contra ese mundo de privilegio y convencionalismo (Turkel xi). Pero la rebelión acarreaba un coste tan alto que muy pocas mujeres blancas acomodadas se atrevieron a nadar a contracorriente. Una de las que sí lo hicieron fue la escritora Lillian Smith (1897-1966), que criticó ferozmente la segregación racial y otros aspectos de la cultura sureña que avergonzaban a los Estados Unidos. La literatura era para ella no solo una empresa estética, sino también un medio de acción sociopolítica, y criticó la manera en la que la mayoría de los escritores reflejaban el sur, especialmente la visión nostálgica y escapista propagada por Margaret Mitchell.

La mujer sureña se enfrentaba no solo al conflicto entre su imagen y su realidad, sino que a menudo se encontraba atrapada entre los conceptos antitéticos de la supremacía blanca y la inferioridad femenina, por lo que su lealtad a su grupo racial y a su región podía muy bien entrar en conflicto con las lealtades a su sexo (Jones 24). Lillian Smith nos legó un dictamen tremendamente certero sobre la relación entre la discriminación racial y la discriminación sexual, no solo en el sur de los EE. UU. sino en la totalidad de Occidente. En sus escritos recalcó que las actitudes de su sociedad para con la sexualidad y la segregación racial eran tan perjudiciales para los hombres como para las mujeres, para los negros como para los blancos. El sometimiento de los negros y de las mujeres constituía para ella el eje de una lucha política que iba a determinar el futuro de su país, y consideraba la integración racial como el único escape posible de la división radical de la cultura americana según las dicotomías blanco/negro, puro/impuro, superior/inferior. Y esa lucha está siempre conectada al cuerpo humano, a cómo ese cuerpo se representa, se define, se segrega, al tipo de espacio que se le asigna. Lillian Smith denunció y desmontó las falsas dicotomías blanco/negro, hombre/mujer, y luchó por sustituirlas por una visión integradora, abogando por un humanismo universal basado en el principio de que todo ser humano debe recibir un trato humanitario.

Nacida y educada para ser una southern lady, Lillian Smith conocía perfectamente las contradicciones de su sistema social, cuyas grietas se propuso reparar con sus escritos y su actividad política. Su vida fue una continua transgresión de las normas que regulaban las vidas de las mujeres que, según ella, tenían que liberarse de una especie de segregación. Tenían que denunciar las contradicciones de un sistema que las privilegiaba por ser blancas, pero que las silenciaba y reprimía por ser mujeres. Instó a las mujeres del sur a denunciar la segregación racial y también su propio confinamiento en el pedestal que las excluía de tantas cosas. Es probable que la soledad y marginación que Lillian Smith experimentó en el sur debido a su soltería y a su lesbianismo contribuyesen a su preocupación por la opresión de los negros. Tener que ocultar su condición sexual y su amor por otra mujer la “segregaba”, la hacía una extraña en su propia región, lo cual le proporcionó una sensibilidad especial por la raza excluida.

Killers of the Dream (1949, revisado en 1961), un ensayo autobiográfico de Lillian Smith, constituyó uno de los ataques más devastadores a la cultura sureña por parte de una personalidad blanca. Se publicó cuando muy pocos blancos consideraban la segregación como el principal problema del sur. El libro analiza el concepto y las trágicas consecuencias de la supremacía blanca. El título se refiere a la necesidad de encontrar respuesta a la pregunta de por qué el hombre blanco había construido un sueño tan fabuloso de libertad y dignidad, para intentar aniquilarlo una y otra vez, a la necesidad de denunciar el error moral de juzgar a los individuos por una categoría tan arbitraria como la raza, en vez de la libertad y el mérito individual que habían caracterizado los principios fundacionales de la nación americana.

En su intento de limpiar la casa del sur, Lillian Smith denunció las tres relaciones traumáticas (descritas como ghost relationships) que nunca se reconocían abiertamente: las relaciones de los hombres blancos con las mujeres negras, las relaciones suprimidas entre los padres blancos y sus hijos negros, y las relaciones entre los niños blancos y sus amas de cría negras (mammies). La primera está directamente relacionada con la convicción de la mujer blanca de que Dios había querido que estuviese privada del placer sexual, con su aceptación cómplice de las loas de sus maridos a la “Sagrada Feminidad”. Según Lillian Smith, el problema de estas mujeres era que permanecieron en sus solitarios pedestales haciendo el papel de estatuas mientras sus maridos buscaban los asuntos importantes en otro lugar (Killers 141). Ese “otro lugar” era el barrio negro del pueblo y “los asuntos importantes” eran las satisfacciones sexuales que los hombres buscaban en las mujeres negras, ya que ellos habían bloqueado los impulsos sexuales en sus puras y castas esposas. Lillian Smith denunció la complicidad de la mujer blanca con este sistema perverso que la separaba de su cuerpo, una separación similar a la existente entre los barrios blancos y los negros de las localidades sureñas. Cuanto más satisfacía sus impulsos sexuales con las mujeres negras, más alto ponía el hombre blanco a su esposa en el pedestal. Y cuanto más alto era el pedestal, menos la disfrutaba, porque las estatuas son solo para mirarlas. La cultura que segrega razas y cuerpos produce mujeres frías y desexualizadas, víctimas de este sistema puritano-patriarcal que castraba psicológicamente a sus mujeres, esclavizadas por la convicción de que el sexo es algo denigrante que caracteriza a la mujer negra, que nunca podrá ocupar el pedestal. Al excluir y segregar a la negritud, los blancos se privan de las poderosas energías vitales que demonizan. Una de las numerosas contradicciones reside en el hecho de que al erotizar a la raza negra se la está cosificando, al mismo tiempo que se desexualiza a la raza blanca. Es así como se victimizan individuos como la chica negra Nonnie en la novela Strange Fruit (1944), de Lillian Smith. Nonnie acaba convertida en objeto de la lujuria del hombre blanco y de la envidia y el odio de las desexualizadas mujeres blancas, rechazadas por sus maridos y novios, que prefieren a las supuestamente hipersexualizadas negras.

Una de las mejores aportaciones de Lillian Smith al estudio de la sociedad sureña fue su perspicaz análisis de la conexión entre la opresión racial y la sexual, su rechazo tanto de la cultura de la segregación como del papel de la lady sureña. Ningún otro escritor del sur ha sido más explícito y certero en la descripción del cuerpo como espacio de confrontación política: de niña siempre le decían que “parts of your body are segregated areas which you must stay away from and keep others away from. These areas you touch only when necessary. In other words, you cannot associate freely with them any more than you can associate freely with colored children” (Killers 87). Nada más apropiado que la aplicación del lenguaje de la segregación al cuerpo humano. Después de todo, la segregación es una práctica social para controlar los cuerpos, para excluir el cuerpo negro. Incluso en el cuerpo blanco, algunas partes, sobre todo los genitales femeninos, están contaminados por la negritud. El cuerpo femenino es como una casa que hay que mantener impoluta, igual que el sur ha de estar protegido de la contaminación negra. Un famoso pasaje de Killers of the Dream presenta la relación entre la segregación racial y la sexual mediante un paralelismo metafórico entre las partes “segregadas” del cuerpo y los espacios segregados de las localidades sureñas, subrayando así la relación entre el legado de la segregación racial y la represión sexual victoriana. La exploración del cuerpo negro es tan arriesgada como explorar el propio:

By the time we were five years old we had learned, without hearing the words, that masturbation is wrong and segregation is right, and each had become a dread taboo that must never be broken, for we believed God […] had made the rules concerning not only Him and our parents, but our bodies and Negroes. Therefore when we as small children crept over the race line and ate and played with Negroes or broke other segregation customs known to us, we felt the same dread fear of consequences, the same overwhelming guilt we felt when we crept over the sex line and played with our body. (Killers 83-84)

El Dios que aprueba la segregación y que infunde el miedo a los negros es el mismo que infunde el miedo a los poderes creativos de nuestro propio cuerpo. La sexualidad es oscura y ha de reprimirse con la misma vehemencia que los negros. Con la inculcación de la idea de que todo lo oscuro y peligroso ha de ser expulsarlo a los márgenes de nuestra existencia, los blancos del sur se convierten en una especie de muñecos rotos, disminuidos por una cultura que suprime no solo la humanidad de los negros sino también esa oscuridad creativa y valiosa de sus propios seres. Por eso para Lillian Smith la integración era mucho más que una estrategia para mejorar las relaciones raciales; era fundamental para restaurar la totalidad del individuo y poner fin a la compartimentación de una cultura que impedía la libre circulación y expresión de energías vitales. La solución no llegaría hasta que los blancos aceptasen la negritud que está en su propio interior. La segregación de los espacios era justamente un intento absurdo de dividir la totalidad de la vida entre dos absolutos irreconciliables: lo blanco y lo negro.

El daño psicológico infligido a la mujer blanca y a la negra por el rígido control del hombre blanco era devastador. La mujer blanca, por lealtad a su clase social, tenía que negar sus sentimientos e inclinaciones naturales y reprimir su sexualidad. El hombre blanco buscaba en la mujer negra la satisfacción que su mujer no podía darle. La mujer negra cargaba con la responsabilidad de darle al hombre blanco el placer que él no podía exigirle a su “casta” esposa. Y, para más inri, la mujer negra, relacionada con las fuerzas oscuras, y excluida de los parámetros de la virtud y la feminidad, tenía que cargar con la culpa de ser la que tentaba y perjudicaba al hombre blanco, poniendo en peligro la santidad conyugal de la lady blanca.

La victoria de las sufragistas alcanzada el 26 de agosto de 1920, cuando la decimonovena enmienda constitucional otorgó el voto a la mujer, después de una lucha tenaz y prolongada, sobre todo en un sur tan conservador y empeñado en excluir del voto a negros y mujeres, supuso un cambio profundo para el sur y para toda la nación. Se abrían nuevas posibilidades para la mujer y se ratificaba su capacidad para marcarse y conseguir objetivos políticos. Elizabeth Turner hace un resumen de las razones por las que, según los historiadores, tantos hombres y mujeres del sur se opusieron al voto femenino y el concepto sureño de la mujer se invocó justamente en contra del avance de las propias mujeres: el conservadurismo y el paternalismo tradicionales del sur, en donde los hombres decidían y votaban por las mujeres de su familia; el ideal de la southern lady que comprometería su feminidad al mancharse con el fango de la política; la ausencia de un movimiento feminista poderoso en el sur; el poder de la industria de bebidas alcohólicas cuyos dueños temían que el voto femenino llevaría a la prohibición, y la defensa de los derechos estatales que siempre se consideraban amenazados por la intervención del gobierno federal. Pero, según Turner, la razón fundamental residía en la cuestión racial, y se debía al miedo de los blancos sureños a que el voto de la mujer negra facilitase la elevación de negros a puestos de poder, como había ocurrido durante la traumática Reconstrucción (Turner 128). Incluso muchas sufragistas blancas pedían el voto solo para la mujer blanca, ignorando los derechos de los hombres y mujeres negras del sur. Desgraciadamente, apenas hubo cooperación política entre las mujeres blancas y las negras, debido al miedo de las primeras a que los negros se hiciesen con el poder. Las mujeres afro-americanas se inscribieron en masa para votar, conscientes del nuevo poder que el voto les confería y de la necesidad de utilizar la política para conseguir mejoras sociales, tanto a nivel regional como local. Así, demandaron legislación contra los linchamientos, supervisión federal de las elecciones en el sur, y mejoras en educación y otros servicios públicos. Pero sí que hubo algunas mujeres blancas que detectaron e intentaron cambiar aquellos aspectos de la imagen de la mujer sureña que la limitaban, en concreto todas las connotaciones de fragilidad, impotencia y dependencia. Un buen ejemplo es el de la sufragista de Texas Jessie Daniel Ames, que en 1930 fundó la Association of Southern Women for the Prevention of Lynching e hizo un uso consciente de la imagen de la lady con fines políticos. Las mujeres de su organización veían los linchamientos como una práctica basada en presupuestos culturales que no solo oprimían a los negros sino que también degradaban a la mujer blanca. Estas mujeres blancas como Ames se aliaron a menudo con mujeres negras, aunque con un cierto maternalismo, para exigir leyes contra los linchamientos, mejor educación y sanidad, así como el voto femenino, aunque las demandas de igualdad racial eran todavía muy tímidas (Jones 36).

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9788491341420
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