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En los años siguientes, finales de los setenta y principios de los ochenta, que coinciden con su traslado de Salamanca a Valencia, Iradiel actualizará y refinará sus planteamientos tanto sobre las estructuras agrarias como sobre la organización industrial, e incluso combinándolos, en diversos artículos publicados en el Anuario de Estudios Medievales y, sobre todo, en Studia historica. Historia medieval («Estructuras de producción y de consumo de productos agrarios en los siglos XIV y XV. El modelo del Colegio Español de Bolonia»; «Bases económicas del Hospital de Santiago en Cuenca: tendencias del desarrollo económico y estructura de la propiedad agraria»; «Estructuras agrarias y modelos de organización industrial precapitalista en Castilla»; «Feudalismo agrario y artesanado corporativo»), centrándose de nuevo en Castilla e incorporando también los presupuestos de la teoría de la protoindustrialización, desarrollada por aquellos mismos años por, además de Mendels, Peter Kriedte, Hans Medick y Jürgen Schlumbohm. Son, por decirlo así, desarrollos ulteriores de sus dos libros, en diálogo o debate con las aportaciones historiográficas del momento, como lo serán también, ya en Valencia, su introducción al debate Brenner, publicado inicialmente en Past and Present y traducido parcialmente en la revista Debats; su presentación del congreso de Roma sobre el feudalismo mediterráneo y también traducido parcialmente en la misma revista; y su contribución al congreso de Zaragoza sobre Señorío y feudalismo en la Península Ibérica: «Economía y sociedad feudo-señorial: cuestiones de método y de la historiografía medieval», en la que, además de reclamar una aproximación conceptual más elaborada al feudalismo, arremetía contra la aversión del medievalismo español a la reflexión teórica y metodológica.

En Valencia, donde sigue residiendo, Iradiel ha pasado cuarenta años. Aquí ha desarrollado la mayor parte de su obra, ha hecho escuela y ha dotado a ambas de una gran proyección internacional, especialmente en el campo de la historia económica, que es también, en estos tiempos de declive de la disciplina, el principal signo distintivo del Departamento de Historia Medieval de la universidad valenciana. En el momento de su llegada, en 1981, la Universidad de Valencia no era ningún páramo. Todavía era patente la huella de los discípulos de Vicens Vives –Joan Reglà, en historia moderna; Emili Giralt, en historia contemporánea; Josep Fontana y Ernest Lluch, en historia económica–, quienes, junto con otros destacados catedráticos –Miquel Tarradell, en prehistoria y arqueología, y José María Jover, también en historia contemporánea– y del ensayista Joan Fuster, desde fuera de las aulas, pero con gran influencia intelectual entre profesores y alumnos, impulsaron la renovación historiográfica de los años sesenta, la apertura a las grandes corrientes historiográficas, en particular a la escuela de los Annales y al marxismo, y que alcanzaría uno de sus puntos culminantes con la celebración, en 1971, del Primer Congreso de Historia del País Valenciano. Aunque general en todas las especialidades, la renovación se dejaba sentir sobre todo en historia moderna y contemporánea. Medieval era otra cosa, refractaria a los nuevos estímulos que llegaban del exterior e incluso de las disciplinas vecinas en la propia universidad. En parte por las obsesiones anticatalanistas de Antonio Ubieto, director del Departamento durante veinte años, jaleadas por los sectores más reaccionarios de la sociedad valenciana durante los tensos años de la transición a la democracia, y en parte también por sus peregrinas teorías sobre los ciclos económicos. Iradiel llegó a Valencia cuatro años después de la partida de Ubieto a Zaragoza, en 1977. No hubo, pues, coincidencia entre ambos. Ni el Departamento que se encontró era exactamente el mismo que había creado el medievalista aragonés, puesto que muchos de sus miembros habían acabado enfrentados con él. Iradiel venía precedido por su reputación como investigador, su cada vez mayor proyección internacional, encarnaba la esperanza de cambio y renovación y pudo contar desde el principio con la colaboración de todos los miembros del Departamento, tanto de los que habían sido discípulos directos de Ubieto como de quienes se habían ido incorporando tras la partida de éste. Muy pronto, en 1984, se leyeron las primeras tesis doctorales dirigidas por él, la de Rosa Muñoz sobre la Generalitat Valenciana y la de Enric Guinot sobre la orden de Montesa.

Las primeras publicaciones de Iradiel en Valencia, también muy tempranas, son las dos introducciones ya citadas al debate Brenner y al congreso de Roma sobre el feudalismo mediterráneo, ambas en el número 5, de 1983, de la revista Debats, de cuyo consejo de redacción formaba parte Antoni Furió. Y poco después, en 1986, llegaba un artículo importante, «En el Mediterráneo occidental peninsular: dominantes y periferias dominadas en la Baja Edad Media», publicado en la revista Áreas. Es muy probable que en la elección de Valencia como destino profesional influyesen tanto la riqueza de los fondos archivísticos locales como el atractivo que suponían el Mediterráneo, la historia económica mediterránea y el debate historiográfico internacional en torno a ambos, sobre todo con los medievalistas italianos. En cualquier caso, este artículo suponía la plena inmersión del autor en el debate sobre la economía mediterránea bajomedieval, al cuestionar, desde una perspectiva muy crítica, la pretendida relación de dependencia del área mediterránea ibérica y meridional italiana («las periferias coloniales») respecto de las economías dominantes del norte de Italia. La misma Valencia había acabado convertida en «una auténtica colonia de los italianos» (Del Treppo), después de haber sido colonia de la pañería del Languedoc (Romestan) y, antes, frontera colonial de la expansión territorial europea (Burns). El reino de Murcia, por su parte, era una periferia para Génova (Menjot). En ambos reinos, como también en otras áreas –subperiferias– más extensas de la España litoral (Alicante, Málaga, Cádiz, Sevilla) o del interior (Córdoba, Cuenca, Alcalá, Valladolid), las colonias mercantiles toscanas, genovesas, lombardas, venecianas y hasta alemanas habrían creado situaciones de dependencia, afianzadas por el control del capital y la masiva importación de paños de lujo extranjeros. Lo que supondría la existencia de áreas de diferente desarrollo económico, diferentes fases o grados de evolución en la formación del capitalismo, basadas en las relaciones de intercambio de la circulación mercantil y en el desigual desarrollo de la manufactura preindustrial y de sus condiciones de distribución, que habrían dificultado, si no impedido, la industrialización de la periferia. Es decir, que los paños de lana de calidad superior importados de los polos pioneros del capitalismo europeo (la Toscana, Génova, el norte de Francia, Flandes y, más tarde, Inglaterra) habrían actuado como un drenaje sistemático de los recursos agrícolas y de las materias primas de las regiones periféricas, hasta el punto de poder concluir que «la industrialización del centro europeo supondría la desindustrialización de las áreas periféricas». Para Iradiel, tal esquema no dejaba de presentar incorrecciones, tanto desde el punto de vista teórico –frente a la noción de dependencia, aboga por la perspectiva del desarrollo desigual y aun de un sistema económico integrado, en el sentido que lo formulaba Melis–, como de la investigación empírica, al no tener en cuenta los trabajos más recientes sobre el considerable progreso de las actividades manufactureras en las presuntas áreas periféricas. En apoyo de sus afirmaciones, Iradiel recurría en primer lugar al caso de Valencia, en donde se habría desarrollado desde las primeras décadas del Trescientos una pañería de buena calidad («a la francesa», es decir, nordeuropea transmitida a través del eje Lenguadoc-Narbona-Perpiñán-Lleida), aunque no de lujo, sin que ello supusiese el cese de las importaciones de paños flamencos, y, al igual que en Murcia, la capital del reino habría jugado un papel de centro comercial e industrial regional, respecto a una periferia rural interna, que, justamente por ello, habría tardado más en desarrollarse. El artículo también reivindicaba la importancia de los mercaderes locales como intermediarios de los extranjeros, tanto en la compra de materias primas para los mercados internacionales como en la distribución de productos industriales elaborados en los países de la periferia. Por otra parte, el hecho de que el capital extranjero encontrase tantos obstáculos de orden institucional con el poder real o señorial, con la política económica urbana, con las medidas proteccionistas o con la realidad económica del territorio, tampoco abona la tesis de la periferización y la dependencia colonial, que en su opinión sería preferible substituir por la de una interdependencia económica en el interior de un mismo sistema con distintos niveles de integración. Frente a las explicaciones unilaterales, que oponían las sociedades avanzadas del norte a las más atrasadas del sur, sin tener en cuenta el distinto desarrollo histórico de unas y otras, Iradiel insistía –y ésta era la tesis de fondo tanto del artículo como de sus trabajos anteriores y posteriores– en la reducción de la distancia que separaba a los países de Europa occidental y en particular en los importantes progresos internos experimentados por las regiones peninsulares situadas en la orilla del Mediterráneo.

Se podría decir que toda la obra de Paulino Iradiel, en todos estos cuarenta años, si no ya desde antes, ha girado en torno a esta idea central, que ha desarrollado y particularizado en numerosos trabajos, tanto propios como de sus discípulos. No es difícil, por otra parte, identificar entre ellos cuatro o cinco grandes líneas de investigación, claras y definidas, aunque también interconectadas, con muchos cruces entre ellas y también con varias sublíneas con entidad propia. Sin duda, las más importantes son las referidas a la industria textil y el artesanado, incluyendo las corporaciones de oficio y la política económica; el comercio, los mercaderes y los hombres de negocios en general, con particular atención a las redes económicas y las estructuras institucionales, la organización empresarial y financiera, la promoción social y la cultura de las élites mercantiles; y las ciudades y el patriciado urbano, ampliando la mirada al mercado inmobiliario, las formas de poder y las identidades urbanas. A ellas se añaden las relacionadas con el feudalismo, las estructuras agrarias y la crisis bajomedieval, y, no menos importantes, las relativas a cuestiones metodológicas e historiográficas, fundamentalmente sobre la historia económica, el medievalismo –histórico e historiográfico– y el mundo urbano. Y aún se podría hacer mención de algunos trabajos más dispersos, es decir, no incluidos en la relación anterior, pero que, aunque no tuvieron continuidad ni llegasen a constituir una línea de investigación en sí misma, fueron en su día incursiones importantes y sugerentes en temas como la función económica de la mujer (en actividades no agrarias), los paradigmas de la belleza femenina, el estudio como inversión (sobre los estudiantes valencianos en Italia), el crecimiento económico y la clientela política de los Borja. En todos ellos, siempre omnipresente, el Mediterráneo y el mundo mediterráneo, y también, en gran medida, Valencia y su reino. Y una gran apertura intelectual, siempre receptiva a nuevas propuestas metodológicas, como por ejemplo la prosopografía, aplicada en este caso a artesanos y mercaderes, y teóricas, aun proviniendo de historiadores más jóvenes, como Stephan R. Epstein, por quien sentía verdadera estimación.

Algunos de estos trabajos, pocos, han visto la luz en forma de libros, principalmente los de carácter más general (entre ellos, Las claves del feudalismo), los manuales y los que han sido resultado de los proyectos de investigación que ha dirigido. La mayoría, sin embargo, han sido publicados en revistas especializadas y, sobre todo, en actas de congresos y reuniones científicas. Aquí cabría hacer mención de los cuatro o cinco foros en los que Iradiel ha participado regularmente en todos estos años, hasta el punto de constituir una cita obligada de su calendario académico y un punto de encuentro, además de intercambio y discusión científica, con amigos y colegas. A la Settimana de Prato, cuya alma ha sido y continúa siendo Giampiero Nigro, se añaden el coloquio internacional de Pistoia, organizado cada dos años por el Centro Italiano di Studi di Storia e d’Arte e impulsado por Giovanni Cherubini y, tras la jubilación de éste, por Gabriella Piccinni; la Semana de Estudios Medievales de Estella, de cuyo comité científico han formado parte Juan Carrasco, José Ángel Sesma y Juan Ignacio Ruiz de la Peña, todos ellos amigos muy cercanos de Paulino Iradiel y miembros de la misma generación historiográfica; y los Congresos de Historia de la Corona de Aragón, en cuya comisión permanente ha participado durante años en representación de Valencia, además de ocuparse, junto con Rafael Narbona, de la organización de la XVIII edición que, bajo el título de El Mediterráneo de la Corona de Aragón, siglos XIII-XVI, se celebró en Valencia en 2004. Y aún habría que señalar los Cursos de Especialización de Historia Medieval, que, durante diez años, hasta 2014, se celebraron en el monasterio de Valldigna, dirigidos también por Iradiel y Narbona. Por último, habría que destacar igualmente la importante contribución que supuso en su día la publicación de la Revista d’Història Medieval, editada por el Departamento de Historia Medieval de la Universidad de Valencia, bajo la dirección de Iradiel, y de la que llegaron a salir doce números, entre 1990 y 2002. La revista dedicó varios de sus números monográficos al Mediterráneo, las ciudades y las élites urbanas, actuando a la vez como vehículo de difusión de la investigación propia –de Iradiel y de su escuela– y como lugar de encuentro y discusión entre historiadores de diferentes países.

La trayectoria investigadora de Iradiel no se agota en su propia obra, sino que se extiende, a través de los temas sugeridos, los planteamientos teóricos y metodológicos y, sobre todo, los estímulos y las incitaciones intelectuales, a las numerosas tesis doctorales que ha dirigido. Veintiuna en veinticinco años, de 1984 a 2008, entre las que, además de las ya citadas de Enric Guinot y M. Rosa Muñoz Pomer, que fueron las primeras, se cuentan las de Antoni Furió (el campesinado valenciano bajomedieval), Ferran Garcia-Oliver (el monasterio de Valldigna), Mateu Rodrigo (la revuelta de la Unión), Manuel Ruzafa (la morería de Valencia), Rafael Narbona (el patriciado de la ciudad de Valencia), José María Cruselles (los notarios valencianos), Pau Viciano (la oligarquía urbana de Castellón), Germán Navarro (la industria de la seda), David Igual (las relaciones comerciales entre Valencia e Italia), Enrique Cruselles (los mercaderes valencianos), Carles Rabassa (el desarrollo comercial de Morella), Josep Torró (la colonización feudal), Joaquín Aparici (la manufactura rural y el comercio interior), Francisco Cardells (la organización del territorio y la cultura material), José Bordes (la primera fase del desarrollo industrial en Valencia), Nieves Munsuri (el clero secular desde una perspectiva socioeconómica), Francisco Javier Marzal (la esclavitud bajomedieval) y Antoni Llibrer (la industria textil rural, en el valle de Albaida y el condado de Cocentaina). A pesar de su aparente heterogeneidad, del amplio y variado registro temático que abordan, todas estas tesis, así como los demás trabajos de los diferentes autores, tienen en común el haber profundizado, desde los más diversos ángulos, en la estructura económica de la sociedad valenciana bajomedieval y, a partir de ella, de la Corona de Aragón en general e incluso, en algunos casos, del conjunto del Mediterráneo occidental. El observatorio local y regional es solo eso, un observatorio, en el que analizar problemas más generales y comunes a otros territorios. De aquí la importancia tanto del enfoque comparativo como de las escalas de análisis amplias y las explicaciones globales, con múltiples conexiones. Esto es, al fin y al cabo, junto con su empeño por la reflexión teórica y metodológica que guíe y de sentido al trabajo empírico y su voluntad de renovación y actualización, de mantenerse siempre atento y abierto a lo mejor y más útil de las nuevas tendencias historiográficas, lo que ha caracterizado a la producción investigadora de Paulino Iradiel a lo largo ya de más de cincuenta años, lo que le ha permitido entablar un diálogo permanente y fructífero con historiadores de otros países, lo que ha cimentado su proyección internacional y el respeto que merecen su figura y su obra, y lo mejor también que ha podido legar a sus discípulos y al medievalismo español y mediterráneo.

Este es un libro de reconocimiento y homenaje a la trayectoria científica y académica de Paulino Iradiel, a su importante contribución a la historia económica y social de la Edad Media. Hace dos años, en 2018, David Igual y Germán Navarro recogían en otro libro, El País Valenciano en la Baja Edad Media. Estudios dedicados al profesor Paulino Iradiel, el homenaje de sus discípulos directos, de aquellos a quienes había dirigido la tesis doctoral. El que ahora se publica, justo cuando llega a los 75 años de edad y cuando se cumplen también 40 de su llegada a Valencia, reúne las aportaciones de quince colegas y amigos de diferentes países que han querido, con ellas, presentar también su testimonio de afecto y consideración. Quince historiadores españoles, franceses e italianos, entre los que se encuentran desde quien fue uno de sus maestros (José Ángel García de Cortázar) a su primer doctorando (José María Monsalvo Antón), todavía en Salamanca, aunque finalmente no terminaría su tesis con él al trasladarse Iradiel a Valencia; sus compañeros de generación en España (Juan Carrasco, Alfonso Franco, quien desgraciadamente ya no podrá ver publicado este libro, José Enrique López de Coca, Antoni Riera Melis y J. Ángel Sesma Muñoz); una nutrida representación de medievalistas italianos (Alberto Grohmann, Luciano Palermo, Giuliano Pinto, Giampiero Nigro, Amedeo Feniello, Gabriella Piccinni y Franco Franceschi, que representan ambos el recuerdo especial de su gran amigo Giovanni Cherubini), en su mayoría del centro-norte de la península, con quienes Iradiel ha mantenido una larga y estrecha relación; y la francesa Elisabeth Crouzet-Pavan, cuya área de estudio ha sido siempre Venecia y el norte de Italia. A todos ellos les queremos agradecer su participación en este libro y también su paciencia durante la dilatada gestación del mismo. Hoy finalmente ve la luz y, con él, el Departamento de Historia Medieval y Ciencias y Técnicas Historiográficas de la Universidad de Valencia quiere expresar también su agradecimiento a quien ha sido su director durante tantos años y, siempre, un estímulo intelectual potente y un referente cercano del trabajo científico y académico bien hecho.

Valencia, abril de 2020

L’USO DELLE FONTI NELLA STORIA ECONOMICA DEL MEDIOEVO

Alberto Grohmann Università di Perugia

Alla domanda del bambino: «Papà, spiegami allora a che serve la storia», com’è noto il grande Marc Bloch rispondeva che la storia non è semplicemente la scienza che studia il passato, la storia è «la scienza degli uomini nel tempo», e la sua conoscenza è fondamentale per gli individui per «comprendere il presente mediante il passato» e allo stesso tempo per «comprendere il passato mediante il presente». Lo storico è come l’orco delle favole, sempre alla ricerca di nuove prede, per lui le prede sono i documenti, di cui non è mai sazio. Documenti che, intrecciati sempre tra loro, consentono al ricercatore di individuare elementi, dati, fatti da sottoporre a un’incessante analisi critica, onde poter giungere alla ricostruzione degli elementi fondamentali della civiltà di una fase temporale che ci ha preceduti, al fine di comprendere quella in cui viviamo e operiamo, nella piena consapevolezza che ciò che il suo lungo lavoro di analisi può fargli apparire connotato di verità potrà in futuro essere modificato e ribaltato da lui stesso o da altri, indagando su altre fonti e altri documenti.1 Il che implica che la storia, come ebbe ad affermare Lucien Febvre,2 debba essere considerata «come studio condotto scientificamente e non come scienza» in quanto si tratta di una ricerca effettuata sulla base di documenti raccolti con grande pazienza, criticamente valutati e costantemente messi a confronto gli uni con gli altri. In tal senso la storia in tutte le sue varianti e declinazioni è scienza degli uomini, che nel mutare del tempo e dello spazio hanno attribuito al «vero» un valore che si è andato modificando.

Va anche chiarito che il lavoro dello storico, per quanto accurato esso sia, è un continuo divenire e non termina mai. Lo storico è alla costante ricerca di nuovi documenti e d’inedite interpretazioni di quelli già noti, fonti che devono essere sottoposte a un’incessante analisi critica. Un serio studioso deve, però, avere la piena consapevolezza che, per quanto le sue ricerche saranno accurate, le fonti utilizzate –sia archivistiche, sia letterarie, sia iconografiche, sia cartografiche, sia bibliografiche, sia quelle più attuali delle grandi «banche dati»– saranno molteplici e continuamente tra loro poste a confronto, esisterà sempre la possibilità che altri documenti o altri modi e metodi d’approccio all’analisi potranno in futuro modificare anche sostanzialmente le conclusioni alle quali è giunto con il suo lavoro. Le nuove ricerche non toglieranno valore a quelle che le hanno precedute, ma saranno in grado di fare luce su diversi aspetti, su differenti comportamenti d’individui, gruppi, ceti, istituzioni, arricchendo il livello della conoscenza della collettività civile, dando nuovo peso a strutture ed elementi economici, sociali, politici e culturali dei quali a volte, anche nella memoria collettiva, si è perso il significato e il valore.

Va anche aggiunto che la storia non è semplicemente una scienza che studia il passato, è soprattutto un ambito culturale tramite il quale si possono comprendere le differenti opzioni che gli uomini che ci hanno preceduto hanno effettuato nel variare del tempo, dello spazio e delle loro esigenze, al fine di far sì che nel presente gli individui e le istituzioni siano in grado di effettuare le proprie scelte con maggiore consapevolezza. Se ciò è vero per la storia generale lo è ancor più per la storia economica e lo è stato in tempi passati anche per l’economia, basti ricordare la nota affermazione di John Maynard Keynes: «l’economista deve studiare il presente alla luce del passato per fini che hanno a che fare con il futuro».3 Sono convinto che un’indagine per essere effettivamente di natura storico-economica debba fare essenzialmente uso di strumenti concettuali, di categorie analitiche, di tipo di logica propri della teoria economica. Come ebbe a sottolineare Luigi Einaudi, «Per scrivere storia economica o per elaborare […] gli scarsi materiali del passato, non occorre davvero una raffinata preparazione matematica. L’essenziale è di essersi fabbricata una testa atta a comprendere in che cosa consista il problema economico, a snidarlo di mezzo alla farragine di fatti o dati secondari, di dottrine inconsistenti, artefatte o ridicole».4 In ciò lo storico economico come soggetto e la storia economica come disciplina, a mio avviso, hanno stretti rapporti con l’economista teorico, anche se quest’ultimo, purtroppo, è sempre più attratto dalle previsioni utili al futuro e tende a limitare il numero delle variabili da prendere in considerazione.

Occorrerebbe ricordare che nel significato originario del termine storia economica il sostantivo è ‘storia’ e l’aggettivo è ‘economica’. Il che comporta che in questo ambito di ricerca bisogna leggere il passato, con tutta la sua complessità e i suoi problemi, muovendo da fatti, eventi, andamenti, congiunture di carattere economico, interpretati alla luce delle teorie che avevano fatto sì che quegli eventi si realizzassero, si potessero controllare o anche indirizzare verso nuovi orizzonti, senza però tralasciare l’esigenza di comprendere perché e in qual modo gli andamenti dell’economia in ogni tempo e in ogni spazio siano stati condizionati da una pluralità di fattori, anche di natura non economica, e in primo luogo dal potere politico e da quel sistema di valori che connota ogni civiltà in una data fase temporale e in un determinato contesto spaziale. È anche indispensabile che i dati raccolti possano essere inseriti in delle serie quantitative, utili a porre in evidenza le fasi di crescita, di declino e/o di stasi dei fenomeni che vengono sottoposti all’analisi.

Va anche sottolineato che spesso nell’utilizzazione dei dati quantitativi vi è una distinzione tra gli storici generali e gli storici economici. Per lo storico generale, che tende ad adoperare come categorie principali della sua analisi la politica, le istituzioni e la cultura, i dati strutturali sono essenzialmente uno strumento per contribuire alla ricostruzione degli eventi di una data epoca e per comprendere meglio l’operato delle istituzioni e il determinarsi dei rapporti sociali. Per lo storico economico gli stessi dati strutturali sono la base di partenza imprescindibile per indagare su un determinato sistema economico, sull’andamento e sul determinarsi dei cicli, delle fasi di espansione, regressione, ristagno, sviluppo, sono le variabili storiche da applicare a un modello teorico, onde comprendere la funzionalità dello strumento concettuale della teoria. In tal senso, anche in relazione alle indagini sul Medioevo, non è l’inserimento di dati quantitativi nell’analisi che distingue il lavoro di un medievista puro da quello di uno storico economico del Medioevo, ma il metodo e la finalità dell’indagine.

Se accettiamo questa sorta di postulato –ma so bene che molti storici generali e forse anche studiosi ufficialmente addetti alla storia economica non condividono la mia ipotesi– la storia economica come disciplina e gli storici economici come ricercatori hanno più stretti rapporti con i teorici dell’economia che con gli storici in senso lato. Anche se va sottolineato che tra economisti e storici economici esistono delle differenze, che si sono andate approfondendo con il tempo e specialmente si sono acuite negli ultimi decenni. Questi divari d’impostazione metodologica hanno portato le metodologie degli storici e degli economisti a divergere: mi riferisco al periodo breve o lungo che viene posto a base dell’analisi; a un certo carattere di ripetibilità, direi di supposta razionalità, che l’economista tende ad attribuire alle sue variabili; all’esigenza propria dello storico economico di dover tenere continuamente presente la variabile istituzionale-sociale.

Detto tutto ciò, a mio avviso, va ulteriormente sottolineato che per comprendere la reale struttura del passato, le sue coordinate, i suoi cicli, la sua evoluzione, occorre necessariamente aver chiare quali siano le categorie dominanti della nostra ricerca, altrimenti si rischia di frammentare la civiltà che intendiamo studiare e la sua organizzazione di produzione, di scambio e di consumo in una miriade di piccoli settori che, per quanto singolarmente interessanti, non consentono di cogliere i tratti salienti di quella data spazialità e diacronia in cui determinati uomini sono vissuti, né di effettuare comparazioni spaziali e temporali, senza le quali la nostra ricerca non ha ragione di essere. Non bisogna nemmeno dimenticare, come ha sottolineato C.M. Cipolla, che lo storico economico, a differenza dell’economista teorico, per comprendere una data epoca e i suoi uomini, «deve prendere in considerazione tutte le variabili, tutti gli elementi, tutti i fattori in gioco. E non solo le variabili ed i fattori economici». Aggiungendo che «in altre parole, lo storico economico deve tener conto di tutte le n variabili di una data situazione storica»,5 perfino del comportamento a volte irrazionale degli uomini vissuti in una data epoca, influenzati da credenze e paure.

Come scriveva J.A. Schumpeter, per chiarire il valore fondamentale della storia anche per l’economista,6

Non si può sperare di comprendere i fenomeni economici di una qualsiasi età, compresa quella presente, senza un’adeguata misura di senso storico o di quella che può essere chiamata ‘esperienza storica’. [E aggiungeva] Il secondo modo è che l’esposizione storica non può essere puramente economica ma riflette, inevitabilmente, anche fatti ‘istituzionali’ che non sono puramente economici: perciò lo studio della storia costituisce il metodo migliore per comprendere come i fatti economici e non-economici sono in relazione gli uni con gli altri e come le varie scienze sociali debbono essere messe in rapporto fra loro

Michel Foucault ci ha mostrato che i frammenti di memoria che recuperiamo lungo il viaggio che dal presente ci conduce al passato ci forniscono la base interpretativa del significato del nostro percorso verso la conoscenza del presente e anche del nostro stesso essere. Scriveva Foucault: «L’obiettivo […] è quello di tracciare la storia dei diversi modi in cui, nei vari ambiti della nostra cultura […], gli uomini hanno sviluppato una conoscenza di sé».7 Riferendosi alla lezione metodologica di Foucault annotava P. H. Hutton: «Scandagliare il passato deve insegnarci che esistono opzioni tra le quali siamo liberi di scegliere, e non solo continuità alle quali conformarci».8 In tal senso la storia, indipendentemente dall’arco cronologico e dallo spazio sottoposti ad analisi, consente di comprendere il presente mediante il passato e allo stesso tempo di comprendere il passato mediante il presente. Scriveva saggiamente Antonio Gramsci nei Quaderni del carcere:9

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9788491346647
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