Читать книгу: «Hamlet, príncipe de Dinamarca», страница 2

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CORNELIO Y VOLTIMAND:

En ello, como en cualquier otro asunto, daremos pruebas de nuestra fidelidad.

CLAUDIO:

No tenemos de ello la menor duda. De todo corazón, buen viaje. (Salen Cornelio y Voltimand.) Y, ahora, Laertes, ¿qué asunto te trae ante nos? Nos has hablado de cierto pedido: ¿qué deseas, Laertes? No le puedes hablar al rey danés de una manera vana: ¿qué podrías pedir, Laertes, que no fuera mi ofrecimiento antes que tu deseo? No está la cabeza más ligada al corazón, ni más pronta es la mano a la palabra, de lo que tu padre lo es al trono de Dinamarca. Laertes, ¿qué cosa quieres?

LAERTES:

Venerado señor, vuestra venia para volver a Francia, de donde tuve el placer de regresar a Dinamarca para presentar ante vos mis respetos en ocasión de vuestra entronización. Ahora, una vez cumplido este deber, confieso que mis pensamientos y deseos se vuelven hacia Francia y solicitan la gracia de vuestro consentimiento para ausentarme.

CLAUDIO:

¿Tienes el de tu padre? ¿Qué dice Polonio?

POLONIO:

A fuerza de insistencia, señor, ha logrado, no sin reservas, obtener mi permiso y, dándole mi consentimiento en contra de mi propio sentir, terminé por autorizar su deseo. Permitid, si así os place, que se vaya.

CLAUDIO:

Goza, Laertes, del favor del momento. ¡Sea tuyo el tiempo y que los mejores augurios lo pongan de tu lado! Ahora, sobrino Hamlet, mi buen hijo...

HAMLET:

(Aparte.) “Sobrino” me parece poco, y “buen hijo” demasiado.

CLAUDIO:

¿De dónde surgen estos nubarrones que siguen pesando sobre vuestra cabeza?

HAMLET:

De ninguna manera, señor, me la paso asoleándome.

GERTRUDIS:

Mi querido Hamlet, aparta de ti tan sombríos humores y dirígele a Dinamarca una mirada amistosa. Haz que tus párpados hinchados dejen de seguir buscando a tu padre entre el polvo. Bien sabes que todo cuanto vive ha de morir, regresando de la vida a la eternidad.

HAMLET:

Sí, señora, bien lo sé.

GERTRUDIS:

Entonces, ¿por qué te parece cosa tan singular?

HAMLET:

¿“Parece”, señora? Pues no: yo ignoro eso de “parece”. No se trata tan sólo de que este manto negro, mi buena madre, ni de que los atuendos rituales del dolor del luto, ni de que la vana expiración de un soplo contenido, no, ni de que la fuente que mana de los ojos, ni de que el semblante demacrado del rostro, ni de que todos los aspectos, todas las apariencias y las formas del dolor, puedan expresar en verdad lo que siento: no son más que muestras, gestos que pueden ser fingidos, reglas y boato del luto; pero lo que a mí me sucede sobrepasa todas las apariencias.

CLAUDIO:

Marca es de la loable dulzura de vuestros sentimientos, Hamlet, ofrendar a la memoria de vuestro padre tan tristes deberes; pero, bien sabéis que vuestro padre perdió al suyo, y que este padre muerto también había perdido al suyo, y que, al que sobrevive, su nexo filial lo obliga a observar, durante cierto tiempo, la pena fúnebre. Pero anclarse en la obstinación de un luto es señal de impía terquedad y de un dolor indigno de un hombre; es muestra de una voluntad que se rebela contra el cielo, de un corazón débil, de un alma que no sabe someterse, de un juicio inmaduro e ingenuo; ya que, aquello que sabemos que es ineluctable y tan banal como cualquier objeto cotidiano, ¿por qué tomarlo tan a pecho con dolorosa obstinación? ¡Atrás! Porque pecado es contra el cielo, contra los muertos, pecado contra natura, totalmente absurdo ante la razón, para la cual la muerte de los padres es tema familiar, y que, siempre, sí, desde el primer cadáver hasta el que hoy acaba de expirar, siempre ha gritado: “¡Fatalidad!” Apartad, os lo ruego, tan estéril pena y ved en nos a un padre; ya que, y lo proclamo ante el universo entero, sois vos quien más cerca está de nuestro trono y, con todo el noble afecto que el padre más querido le profesa a su hijo, os declaro mi afecto. En cuanto a vuestra intención de volver a Wittenberg para proseguir vuestros estudios, es en todo punto contraria a nuestro deseo y os suplicamos que consintáis en quedaros aquí, bajo el reconfortante calor de nuestra mirada, como el primero entre los cortesanos, nuestro sobrino y nuestro hijo.

GERTRUDIS:

¡Que los ruegos de tu madre no hayan sido en vano, Hamlet! Quédate con nosotros, te lo suplico, y no te vayas a Wittenberg.

HAMLET:

Trataré de obedeceros en todo, señora.

CLAUDIO:

¡Bravo! Cortés y afectuosa es esta respuesta; sed en Dinamarca mi otro yo. Seguidme, señora; esta espontánea aceptación de Hamlet hace que mi corazón sonría y, para agradecerlo, no habrá copa que hoy el rey apure sin que truene un cañonazo hacia las nubes y sin que el cielo, haciéndole eco a nuestros muy reales tragos, repercuta este terrestre estruendo. Seguidme. (Fanfarria. Todos salen, salvo Hamlet.)

HAMLET:

¡Oh, qué diera por no ser de carne y hueso! ¡Poder disolverme, diluirme y convertirme en vapor! ¡Ah, si el todopoderoso no hubiera prohibido el suicidio! ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios mío! ¡Qué fastidiosas, caducas, añosas, chatas y planas me parecen todas las cosas de este mundo! ¡Qué ignominia! ¡Vivir en un jardín descuidado, sumido en el abandono, en el que proliferan los brotes más repugnantes! ¿Cómo se ha podido llegar a todo esto? Ni siquiera han pasado dos meses desde su muerte... No, ¡ni eso! Ni siquiera dos, y un rey tan excelso, ¡que frente a éste era Hiperión comparado con un sátiro! Con mi madre era tan atento que no dejaba que los vientos del cielo rozaran su rostro. ¡Cielo y tierra! ¿Cómo no recordarlo? Ella dependía de él como el apetito cuando cobra fuerza al comer. Y, sin embargo, apenas en un mes... No quiero ni pensarlo. ¡Fragilidad es tu nombre, mujer! ¡Ni un mesecillo, ni siquiera como para que el par de zapatos con los que siguió al cuerpo de mi pobre padre, cual Niobé envuelta en lágrimas, pudiera desgastarse tan sólo un poco! ¡Sí, ella, ella misma –oh, Dios, un animal habría sufrido más tiempo–, se casó con mi tío, el hermano de mi padre, tan distinto de él como yo de Hércules! ¡Menos de un mes! ¡Antes de que la sal de su llanto mentiroso habría dejado de enrojecer sus ojos hinchados, ya contraía nupcias! ¡Ay, endemoniada prisa, con qué puntería los mandaste al incestuoso lecho! ¡No debe ser, no puede ser, de esto sólo puede resultar algo malo! ¡Quiébrate corazón, puesto que sólo callar me queda! (Entran Horacio, Marcelo y Bernardo.)

HORACIO:

Que Dios os bendiga, alteza.

HAMLET:

Me alegra verte bien. Si no me engaño, tú debes ser Horacio.

HORACIO:

Sí, alteza, el mismo, y como siempre, vuestro fiel servidor.

HAMLET:

Amigo has de llamarme, como yo a ti. ¿Y qué te trae de Wittenberg, Horacio? ¿ Y tú eres Marcelo, no es así?

MARCELO:

Mi buen señor...

HAMLET:

Qué gusto verte. (A Bernardo.) Buenas noches, señor. (A Horacio.) Pero Horacio, ¿dime qué te ha hecho dejar Wittenberg?

HORACIO:

Mi propensión a la vagancia, señor.

HAMLET:

No me agradaría oírselo decir al enemigo, y deberías violentar mi oído para que le prestara crédito a este alegato contra ti mismo. Tú no eres un vago, me consta. ¿Qué asunto, pues, te trae a Elsinore? Porque, si de beber se trata, ya verás la clase de borrachera que te administraremos antes de que te vayas.

HORACIO:

Mi señor, quise asistir al funeral de vuestro padre.

HAMLET:

Por favor, no te burles, mi querido condiscípulo. Quieres decir que viniste a asistir a las bodas de mi madre.

HORACIO:

Es un hecho, señor, que se celebraron casi de inmediato.

HAMLET:

¡Previsión, Horacio, previsión! Las deliciosas viandas que humearon en ocasión del velorio fueron las carnes frías que se sirvieron en el banquete de bodas. Antes de padecer semejante día, Horacio, hubiera preferido enfrentar en el cielo a mi peor enemigo. ¡Mi padre!… ¡Me parece que lo estoy viendo!

HORACIO:

¡Mi señor! ¿Dónde?

HAMLET:

En el ojo de mi mente, Horacio.

HORACIO:

Lo vi una vez. Era un rey como pocos.

HAMLET:

Era un hombre como pocos y creo que jamás volveré a ver a otro como él.

HORACIO:

Creo, señor, haberlo visto anoche.

HAMLET:

¿Visto? ¿A quién?

HORACIO:

A vuestro padre, el rey.

HAMLET:

¿Al rey? ¿Mi padre?

HORACIO:

Calmad un segundo con oído atento vuestro asombro, para que pueda exponer, tomando por testigos a estos dos caballeros, este insólito suceso.

HAMLET:

Por el amor de Dios, habla ya.

HORACIO:

Dos noches seguidas, estos dos caballeros, Marcelo y Bernardo, estando de guardia, en el vasto silencio de la medianoche, fueron testigos de lo siguiente. Una silueta similar a la de vuestro padre, estrictamente armado de pies a cabeza, quedo y grave, con paso majestuoso, aparece y se pasea frente a ellos. Ante sus miradas sorprendidas y aterradas, pasa tres veces, casi rozándolos con su bastón, mientras ellos, paralizados por el miedo, se quedan mudos, sin poder hablarle. Me lo vinieron a contar en secreto, todavía temblorosos, y yo decidí acompañarlos a montar guardia la tercera noche. Y ahí, en ese lugar, tal y como me lo habían referido, confirmando tanto sus palabras como la hora y la apariencia, el espectro se vuelve a aparecer. No pude más que reconocer a vuestro padre: estas dos manos no pueden ser más reales.

HAMLET:

¿Dónde pasó esto?

MARCELO:

En el bastión en el que estábamos de guardia, señor.

HAMLET:

¿Y no pudieron hablarle?

HORACIO:

Sí, mi señor, pero no contestó. Sin embargo, en un momento, me pareció que irguió su rostro, dispuesto a hablar; pero justo en ese momento, irrumpió el canto del gallo matutino y, ante ello, se esfumó a toda prisa y desapareció de nuestra vista.

HAMLET:

Esto es raro, muy raro.

HORACIO:

Pero tan cierto, honorable señor, como que respiro y, por serlo de tal manera, acordamos que nuestro deber nos obligaba a hacéroslo saber.

HAMLET:

En verdad, señores, en verdad, todo esto me inquieta. ¿Montaréis guardia esta noche?

BERNARDO Y MARCELO:

Así es, señor.

HAMLET:

¿Habéis dicho que traía su armadura?

BERNARDO Y MARCELO:

Sí, señor.

HAMLET:

¿De pies a cabeza?

BERNARDO Y MARCELO:

De pies a cabeza, mi señor.

HAMLET:

Entonces, ¿cómo habéis podido distinguir su rostro?

HORACIO:

Sí lo pudimos, señor, porque llevaba alzada la visera.

HAMLET:

¿Y su semblante? ¿Tenía fruncido el ceño?

HORACIO:

Su expresión denotaba más dolor que enojo.

HAMLET:

¿Estaba pálido o sonrojado?

HORACIO:

Muy pálido.

HAMLET:

¿Y fijó la vista en vosotros?

HORACIO:

Nunca dejó de hacerlo.

HAMLET:

Oh, ¿cómo no estuve yo allí?

HORACIO:

Porque pasmado os hubiérais quedado.

HAMLET:

Puede ser, puede ser. ¿Y duró mucho tiempo?

HORACIO:

Lo que me tardo, sin darme prisa, en contar hasta cien.

BERNARDO Y MARCELO:

Más, más.

HORACIO:

No cuando yo lo vi.

HAMLET:

¿Su barba era entrecana? ¿O no?

HORACIO:

Era como yo se la vi en vida… negra, con brillo plateado…

HAMLET:

Ahí estaré hoy. Quizá vuelva esta noche.

HORACIO:

Señor, tenedlo por cosa segura.

HAMLET:

Si reviste la figura de mi noble padre, habré de hablarle, aunque se abra el mismo infierno y me conmine a callar. Os suplico a los tres, si hasta ahora habéis sabido conservar todo esto en secreto, que vuestro silencio lo siga albergando y, pase lo que pase esta noche, quédese impreso en vuestra mente y no en vuestra lengua. Entonces, hasta luego; me uniré a vosotros en la explanada, entre las once y la medianoche.

HORACIO, BERNARDO Y MARCELO:

Cuente vuestra señoría con nuestra obediencia.

HAMLET:

No, vuestra amistad es con lo que cuento, como vosotros con la mía. Hasta luego. (Todos salen, salvo Hamlet.) ¡La sombra de mi padre vestida con su armadura! Algo anda muy mal. Intuyo alguna jugarreta. ¡Hágase ya de noche! Paciencia, alma mía: aunque los haya sepultado la tierra toda, los crímenes terminan por mostrarse a plena luz. (Sale.)

ESCENA 3

(En casa de Polonio. Entran Laertes y Ofelia.)

LAERTES:

Mi equipaje ya está a bordo. Hasta pronto, hermana mía. Cuando los vientos sean propicios y la ocasión se pinte calva, no seas floja y mándame noticias tuyas.

OFELIA:

¿Acaso lo dudas?

LAERTES:

Respecto a Hamlet y a sus volubles galanteos, considera que son coqueteos que dicta la moda, caprichos del temperamento, una violeta al borde de la primavera, precoz y fugaz, exquisita y efímera, que tan sólo habita y perfuma un breve instante, y nada más.

OFELIA:

¿Nada más que eso?

LAERTES:

Nada más, no lo dudes. El natural crecimiento no sólo opera en el tamaño y los músculos; cuando nuestras sienes se ensanchan, también lo hacen el espíritu y el alma. Es probable que hoy te quiera y que nada deshonre o empañe ahora su noble deseo; pero debes temer, dada su grandeza, que su deseo no le pertenezca: no puede negar su linaje. No le sería posible, como a cualquier plebeyo, decidir a su antojo, ya que de su decisión dependen la seguridad y el bienestar de todo el reino; por lo tanto, su elección se halla forzosamente restringida por el voto y el consentimiento de ese cuerpo cuya cabeza es la que pesa sobre sus hombros. Así que si dice quererte, será razonable creerle, en la sola medida en que su acción personal y su rango puedan ratificar sus palabras, o sea en la medida en que la mayoría de Dinamarca le otorgue su aprobación. Te es indispensable medir qué desmedro podría padecer tu honor si le prestas a su seducción un oído demasiado crédulo, si pierdes tu corazón o si ofrendas tu más preciado tesoro a sus desenfrenados requerimientos. Ten cuidado, mucho cuidado, querida hermana, y amurállate tras de tu tierna tendencia, al abrigo del peligroso alcance del deseo. La doncella más casta ya es demasiado pródiga si descubre su belleza ante la luz de la luna; la virtud misma no se salva ante los dardos de la calumnia. Demasiado a menudo, el chancro corroe por dentro a los brotes de la primavera antes de que los botones lleguen a abrirse y las gangrenas contagiosas son más virulentas en el rocío de la primera edad. Por lo tanto, ándate con tiento: la mejor seguridad es el temor, porque sólo la juventud misma está en pie de lucha contra sí misma.

OFELIA:

El fondo de tu excelsa lección velará sobre mi corazón. Pero te suplico, mi buen hermano, que no imites a esos sacerdotes culpables que muestran cuán espinoso y abrupto es el camino del cielo, mientras que ajenos a sus propios sermones, como libertinos ahítos y disolutos, se dedican a recorrer el camino florido de los placeres.

LAERTES:

No temas por mí. Pero ya estoy retrasado y aquí llega mi padre. (Entra Polonio.) Una bendición por duplicado me hace doblemente feliz. Una sonrisa acoge esta segunda despedida.

POLONIO:

¿Aún aquí, Laertes? ¡Pero es que ya deberías haberte embarcado! El viento infla tus velas y sólo faltas tú. (Pone sus manos sobre la cabeza de Laertes.) Ven, recibe esta bendición y que estos consejos perduren en tu memoria. Palabra no le des a tus pensamientos, y menos un acto a cualquier pensamiento desproporcionado. Con la gente, sé amistoso, pero nunca vulgar. A los amigos que tengas, ya probados, tenlos aferrados a tu alma con garfios de acero, pero no le tiendas tu palma al primer bisoño que aparezca. Cuídate de entablar un pleito, pero si ya no puedes evitarlo, compórtate de tal manera que tu contrincante te tema. Tu oído abre a todos, pero a muy pocos tu voz; acepta todas las opiniones, pero guarda sólo para ti la decisión que adoptes. Viste lo que tu bolsa pueda pagar, pero no caigas en extravagancias; lujosamente, pero sin boato, ya que la indumentaria a menudo revela al hombre, y los franceses más encumbrados por su riqueza o su linaje, suelen ser propensos a mostrar en esto su buen gusto y su distinción. No pidas prestado ni prestes, ya que prestar suele hacer que se pierda al amigo con el dinero, y pedir prestado tan sólo adelgaza el hilo de la economía. Pero sobre todo, lo siguiente: sé fiel a ti mismo y, así como la noche sigue al día, no podrás serle desleal a nadie. Hasta pronto: pueda mi bendición lograr que todo esto fructifique en ti.

LAERTES:

Señor mío, humildemente me despido de vos.

POLONIO:

La hora es propicia; encamínate, que tus sirvientes te esperan.

LAERTES:

Hasta pronto Ofelia, y recuerda bien lo que te dije.

OFELIA:

Un cerrojo cierra mi memoria y tan sólo tú tienes la llave.

LAERTES:

Adiós. (Sale.)

POLONIO:

Ofelia, ¿qué te ha dicho?

OFELIA:

Os lo voy a confesar: se refirió al señor Hamlet.

POLONIO:

Válgame, qué pensamiento tan atinado. Me han dicho que, desde hace cierto tiempo, te ha dedicado muy a menudo momentos privados, y que tú misma, libre y generosamente, le has otorgado tu atención. De ser así –como me ha sido referido para prevenirme– es mi deber decirte que no disciernes con claridad en ti misma el comportamiento que le corresponde a mi hija para salvaguardar su honor. ¿Qué hay entre vosotros? Dime toda la verdad.

OFELIA:

De un tiempo a esta parte, mi señor, me ha confesado su gran afecto hacia mi persona.

POLONIO:

¿Afecto? ¡Puf! Hablas sin el menor conocimiento, inexperta en este tipo de circunstancias peligrosas. ¿Crees realmente en estas declaraciones de afecto, como las llamas?

OFELIA:

No sé, mi señor, qué es lo que debo pensar.

POLONIO:

Pues bien, voy a decírtelo: piensa que eres una pobre recién nacida que ha tomado por dinero contante y sonante estas declaraciones que carecen absolutamente de cualquier valor de cambio. Déjate de tonterías, o si no –sin agotar esta expresión a fuerza de ponerla a correr a todo galope– te verás obligada a saltar para librar el obstáculo.

OFELIA:

Padre mío, siempre su amor se me acercó del modo más honorable.

POLONIO:

Claro, “modo” es la mejor palabra. ¡Tonterías! ¡ Tonterías!

OFELIA:

Y fundamentaba sus palabras con casi todas las promesas sagradas del cielo.

POLONIO:

¡Claro! ¡Trampas para atrapar perdices! Cuando la sangre quema, lo sé muy bien, cuán pródigamente convierte el alma esas promesas en palabras. Pero estos fulgores, hija mía, que dan más luz que calor, presto pierden ambas cosas cuando se declara la promesa: no creas que son fuego. De ahora en adelante, deberás ser más parca en cuanto a tu virginal presencia y habrás de ponerle un precio más elevado a tus conversaciones que el que le has puesto a la obligación de dialogar. En cuanto al señor Hamlet, debes entender que es joven y que puede soltar mucha más rienda que tú: en suma, Ofelia, no creas en sus promesas: éstas son como los especuladores, no como los que exhiben su mercancía, sino como los que son meros intermediarios en asuntos culpables, que susurran cual piadosos y santos alcahuetes, con la sola finalidad de engañar mejor. Dicho de una vez por todas, y para hablar con total franqueza, ya no quiero que dediques un solo minuto de tu tiempo a estar y conversar con el señor Hamlet. Entiéndelo, es una orden. Y, ahora, márchate.

OFELIA:

Así lo haré, mi señor. (Salen.)

ESCENA 4

(El bastión de guardia. Entran Hamlet, Horacio y Marcelo.)

HAMLET:

El aire corta como cuchillo: ¡vaya frío!

HORACIO:

Pica y cala hasta los huesos.

HAMLET:

¿Qué hora es?

HORACIO:

Están por dar las doce.

MARCELO:

No, ya dieron.

HORACIO:

¿En serio? No me di cuenta. Entonces, poco falta para que llegue el momento en el cual el espectro se aparece. (Se escuchan fanfarrias y disparos de salva.) ¿Qué es eso, señor?

HAMLET:

Claudio anda de juerga también esta noche: la orgía y la danza frenética se desatan y, mientras corre el vino del Rin por su gaznate, metales y tambores braman la gloria de sus francachelas.

HORACIO:

¿Así lo acostumbra?

HAMLET:

¡Pero claro! Aunque, por ser oriundo de estas tierras, estas juergas me sean familiares desde pequeño, pienso que sería más honorable acabar con ellas que seguir observándolas. No hay nación, del oriente al occidente, que no critique y condene este desenfreno embrutecedor: nos tildan de borrachos y el calificativo de “puercos” mancilla nuestra reputación: de hecho, a nuestras hazañas, por muy meritorias que puedan llegar a ser, ya no se les reconoce la savia y la médula de nuestro mérito. Lo mismo sucede con los individuos, entre los cuales a menudo puede observarse que un lamentable defecto de la naturaleza, de nacimiento por ejemplo –con el que nada tienen que ver, porque nadie escoge su origen– o también un exceso de temperamento, que a menudo derrumba las murallas y los fuertes de la razón, o algún hábito, que infla con demasiada levadura la forma de las buenas costumbres, estos individuos, decía, llevan la marca de alguna falla, estigma de la naturaleza, azar de un planeta, y sus demás méritos, aunque tengan la pureza de la gracia y la grandeza que pueda alcanzar la humanidad, están perdidos para todos por causa de este defecto particular: una gota de vinagre envenena toda la noble sustancia. (Entra el Espectro.)

HORACIO:

¡Príncipe, mira, aquí viene!

HAMLET:

¡Ángeles y ministros de la gracia, ampárennos! Aunque seas un espíritu tutelar o un duende maligno, que vengas a traernos soplos celestiales o ráfagas del infierno, que tus intenciones sean caritativas o perversas, te apareces bajo una forma tan misteriosa que no puedo más que querer hablarte. ¡Hamlet habré de llamarte, rey, padre, soberano danés! ¡Oh, contéstame! ¡No me dejes sumido en la ignorancia! ¡Dime por qué tus huesos santificados, encerrados en su ataúd fúnebre, han reventado su mortaja! ¡Por qué el sepulcro, en el que te habíamos sepultado en paz, permitió que resucitaras, abriendo sus pesadas fauces de mármol! Sí, ¿por qué pues, cadáver muerto, retornas armado de pies a cabeza para volver a ver los movedizos fulgores de la luna, que hacen que la noche sea siniestra, y a nosotros, juguetes de la naturaleza, tan consternados por el espanto que invade nuestro ser cuando intentamos pensamientos que nuestras almas no podrían concebir? ¿Por qué? ¿Por qué? Dímelo. Y, ¿qué debemos hacer? (El Espectro le hace señas a Hamlet.)

HORACIO:

Quiere que lo sigáis, como si quisiera comunicaros algo sólo a vos.

MARCELO:

Mirad con qué ademán tan cortés os invita a seguirlo hacia un sitio más apartado. No lo hagáis.

HORACIO:

No, no lo sigáis.

HAMLET:

Aquí no quiere hablar. Voy a seguirlo.

HORACIO:

No, señor.

HAMLET:

¿Qué? ¿A qué debo temerle? Mi vida vale menos que la punta de un alfiler y, si mi alma es tan inmortal como la suya, ¿cómo podría vulnerarla? De nuevo me hace señas. Voy tras él.

HORACIO:

¿Y si os llevase hacia el mar, señor, o hasta la cumbre vertiginosa del acantilado que domina las aguas, y adoptase otra forma espantosa, que pudiera disolver la soberanía de vuestra razón y hundiros en la locura? Pensadlo: ese lugar por sí solo, sin ninguna otra causa, llena de desesperación a cualquiera que mire el mar y oiga sus rugidos desde tan alto.

HAMLET:

El ademán de nuevo. Avanza, yo te sigo.

MARCELO:

No iréis, señor.

HAMLET:

No me toquéis.

HORACIO:

Seguid nuestro consejo: no lo sigáis.

HAMLET:

Me llama mi destino, endureciendo la más tierna de mis arterias como los nervios del león de Nemea. Otra vez me llama: señores, soltadme.¡Por todos los cielos, juro convertir en un espectro a quien pretenda detenerme! Os lo repito, ¡dejadme en paz! Adelante, te sigo. (Salen el Espectro y Hamlet.)

HORACIO:

Su exaltación lo orilla a desafiarlo todo.

MARCELO:

Hay que seguirlo. No debemos obedecer sus órdenes.

HORACIO:

Vayamos pues. ¿Adónde nos va a conducir todo esto?

MARCELO:

Algo podrido apesta en Dinamarca.

HORACIO:

El cielo proveerá.

MARCELO:

Ojalá así sea, pero vayamos tras él. (Salen.)

ESCENA 5

(Un lugar más lejano en el bastión de guardia. Entran el Espectro y Hamlet.)

HAMLET:

¿Adónde me llevas? Habla. No daré ni un paso más.

ESPECTRO:

Escúchame.

HAMLET:

Escucho.

ESPECTRO:

Ya está muy cerca la hora en que habré de entregarme a la tortura de las llamas del azufre.

HAMLET:

¡Desventurada aparición!

ESPECTRO:

No quiero piedad, sino que prestes atención a lo que he venido a revelarte.

HAMLET:

Habla. Oírte es mi obligación.

ESPECTRO:

Y vengarme, cuando lo sepas todo.

HAMLET:

¿Qué?

ESPECTRO:

Soy el alma de tu padre, condenado durante un tiempo preciso a volver de noche, y encarcelado en ayunas entre las llamas del día, hasta que el fuego purgue los crímenes odiosos cometidos durante mi vida natural. Si no fuera porque tengo prohibido revelar los secretos de mi prisión, podría emprender un relato cuya más mínima palabra destrozaría tu alma, congelaría tu sangre juvenil, haría que tus ojos saltaran de sus órbitas como astros de sus esferas, y erizaría los rollos de tus bucles peinados, horripilando cada uno de tus cabellos, como las púas del inquieto puerco espín. Pero esta revelación de la eternidad está vedada para las orejas de carne y sangre. ¡Oh, escucha, escucha, escucha! Si alguna vez amaste a tu padre.

HAMLET:

¡Oh Dios!

ESPECTRO:

¡Cobra venganza de un infame y horrendo asesinato!

HAMLET:

¿Asesinato?

ESPECTRO:

¡Todo asesinato es abyecto, pero éste es horrendo, desnaturalizado, inexplicable!

HAMLET:

Presto deja que me entere, para que con alas tan prontas como las del pensamiento o las del amor, pueda yo volar hacia mi venganza.

ESPECTRO:

Te siento bien dispuesto, y deberías ser más inerte que la planta carnosa que cuelga de los bordes del Leteo para que mi relato pudiera dejarte impasible. Ahora, escucha Hamlet. Se dice que, dormido en mi jardín, me picó una serpiente y todo el reino de Dinamarca sigue engañado por este falso relato de mi muerte. Pero has de saber, noble joven, que la serpiente cuyo veneno mató a tu padre porta hoy su corona.

HAMLET:

¡Oh! ¡Mi alma era profética! ¡Mi tío!

ESPECTRO:

Sí. Esa bestia incestuosa, esa bestia adúltera, con su espíritu encantador y sus regalos insidiosos –¡oh, cómo un espíritu y unos obsequios perversos pueden tener tal poder de seducción!– logró que cayera en las redes de su vergonzosa lubricidad la voluntad de mi reina, que parecía ser tan virtuosa. ¡Oh, Hamlet, qué derrumbe! ¡Caer de mí, cuyo afecto era tan digno que siempre iba de la mano con mi juramento nupcial, para ir a dar a las garras de un miserable, cuyos atributos, frente a los míos, son tan lamentables! Pero, como la virtud nunca se deja conmover, aunque la lujuria intente cortejarla con apariencias angelicales, la sensualidad, aunque unida a un ángel radiante, siempre querrá satisfacerse en un lecho celestial mientras se atiborra de vísceras. Pero, dejemos esto. Ya creo percibir los aromas del alba. He de ser breve. Mientras dormía mi siesta de siempre en el jardín, tu tío llegó a hurtadillas, a esa hora en la que no hay ningún miedo, trayendo en un frasco un extracto de beleño, y vertió en el caracol de mi oreja esa ponzoñosa esencia, tan reñida con la sangre humana, que se dispersa tan rápidamente como el mercurio a través de todos los umbrales y ramales del cuerpo, con el brusco vigor con el que el ácido corta la leche, coagulando y deteniendo el flujo sanguíneo. Esto hizo con mi sangre y enseguida toda mi piel se vio cubierta, como la de un leproso, por una capa costrosa y repugnante. Así fue como, en medio del sueño y a manos de un hermano, perdí a un tiempo vida, esposa y corona. Segado así en medio de mi vida pecadora, sin comunión, sin viático, sin extremaunción, fui enviado sin haber rendido mis cuentas, cargando a cuestas todas mis faltas, ante el tribunal de Dios. ¡Oh, qué horrendo, horrendo, demasiado horrendo! Si la naturaleza habla a través tuyo, no lo soportes. ¡No permitas que la cama soberana de Dinamarca sea el lecho en el que se regodean la lujuria y el maldito incesto! Pero, sea cual fuere tu manera de cumplir este acto, no mancilles tu alma ni trames nada en contra de tu madre; deja que el cielo y las espinas que tiene clavadas en el corazón la hieran y la aguijoneen. Adiós, a toda prisa. Ya está palideciendo el fuego inútil de la luciérnaga ante el amanecer inminente. ¡Adieu, adieu! ¡No me olvides! (Sale.)

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9786070247422
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