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Figura 17. Crecimiento poblacional del Convento de Nuestra Señora del Rosario, Santafé de Bogotá (1550-1770). Fuente de datos: ARIZA Alberto. Los dominicos… Op. cit., t. 1, págs. 372, 446-457; t. 2, págs. 1184-1189, 1222-1226, 1240; MANTILLA Luis Carlos. Fuentes para la historia… Op. cit., págs. 16-24, 28-32, 48-54; MESANZA Andrés. Apuntes y documentos… Op. cit., pág. 63. El cálculo tiene en cuenta a los “afiliados” al Convento, aunque no fueran residentes.

Otra consecuencia fue que el Convento se jerarquizó internamente, no solo de acuerdo con los tradicionales parámetros acostumbrados en toda la Iglesia occidental (titulados, clérigos profesos, profesos legos, donados), sino que se añadieron elementos como el origen étnico, familiar y geográfico. En un comienzo, a los puestos de mando solo llegaban los peninsulares, que contaban con mayor formación académica y títulos correspondientes. Entre los dominicos, quienes aspiraban a ser superiores debían tener además unos grados obtenidos en la Orden (presentaturas y magisterios). Pronto, los criollos buscaron llegar a los altos puestos, a través de la formalización de sus estudios generales y la demanda de estos títulos a las autoridades de la Orden280. Y lo consiguieron ya desde comienzos del siglo XVII. Podría decirse que el conflicto general entre españoles y criollos que estallaría en la guerra de Independencia, ya había tenido un primer capítulo victorioso dentro de la vida religiosa. Entre los dominicos del Nuevo Reino tal logro se dio de manera bastante rápida y los peninsulares quedaron “controlados” sin mayor escándalo externo.

Un ejemplo de lo que era la estructura de la comunidad del Convento de Nuestra Señora del Rosario durante la época colonial puede verse en un informe presentado por el provincial al rey en 1763 y que se sintetiza en un anexo281. En la jerarquía interna primaba el oficio o el puesto desempeñado, seguido de la formación académica y los títulos conseguidos; luego seguía la edad. Se consideraba más honroso el oficio académico que el material; dentro de lo académico primaba la teología sobre la filosofía. Seguía en orden de valor la predicación y el ministerio de cura de almas. A continuación estaba lo netamente litúrgico y finalizan los trabajos de asistencia material, que se ubicaban en el rango más bajo, que eran ocupados por los sujetos de menor instrucción y procedencia más humilde y cuyo ejercicio les imposibilitaba llegar a tener cargos de administración. Todo ello estaba en perfecta sintonía con la escala de valores que se manejaba en la sociedad de la época. Por otra parte, a diferencia de esto, y dada la composición étnica de la comunidad conventual, podía existir movilidad entre los primeros grupos. Por ejemplo, un corista, fraile estudiante, sobresaliente en términos académicos, o hábil en sus acciones, podría aspirar a llegar a convertirse en maestro o presentado, con el paso del tiempo, según sus méritos e influencias, entre otros criterios. Sin embargo, era extremadamente difícil que alguien que ingresara como ‘converso’ o fraile lego llegara a recibir la ordenación sacerdotal, a pesar de sus méritos personales.

Generador de sentido religioso

La labor religiosa desarrollada por el Convento de Nuestra Señora del Rosario en Santafé y su zona de influencia fue mucho más allá de la prédica y la administración sacramental a los fieles que asistían a la iglesia conventual y a las doctrinas adscritas. El Convento se volvió un centro de promoción de representaciones religiosas y expresiones religiosas282 barrocas, que, difundidas entre toda la población, contribuyeron al levantamiento del edificio religioso sobre el cual se basaba la sociedad colonial y que ayudó a moldear la cultura religiosa, presente hasta nuestros días. También favoreció la cohesión social de la población hispano-criolla de la ciudad a través de las cofradías, los beaterios y la atención a conventos de monjas.

Devociones a santos patronos y milagreros

El Convento del Rosario y su iglesia llenó sus muros, columnas, techos y rincones, de un profuso arte religioso de cariz barroco que tenía como propósito tratar de convertir el templo conventual en un santuario que atrajera al mayor número de fieles, en competencia con otros pequeños santuarios urbanos, pero sobre todo con aquellos establecidos en la periferia y que eran objeto de mayores romerías. Efectivamente, el culto a los santos, práctica reimpulsada por el Concilio Tridentino, tuvo en América un éxito rotundo, y generó un vínculo regular de clientela y patronazgo con el creyente. La devoción a los santos, dice Magdalena Chocano, «fue resultado de una especie de sincretismo dirigido, promovido por los frailes, que incentivaron la institución del santo patrono, una práctica medieval española, para asimilar las cualidades atribuidas a dioses prehispánicos asociados a una función determinada o a una comunidad específica»283.

Tal era la valoración de la imagen como objeto de devoción que la presencia de una u otra podía incidir profundamente en la afluencia de fieles al templo. Por otra parte, el éxito de una imagen religiosa no era permanente; las devociones cambiaban con el paso del tiempo, según las necesidades del momento. Así, dice Rosalba Loreto, la población «mantenía a unos santos, olvidaba a otros e incorporaba a terceros al panteón de la religiosidad popular»284. Desde fines del siglo XVI aparecen ya los primeros santos “propios”, a los que comenzaron a dirigirse los fieles, y que modificaron o mejor “criollizaron” el panorama religioso americano, debido, por un lado, al proceso de mestizaje y, por el otro, a la labor de resignificación, a los que contribuyeron los mismos conventos. Para ello fueron claves las apariciones, sueños y milagros. Finalmente, estas nuevas advocaciones llegaron a tener el patronazgo en la ciudad o el territorio285. Es importante tener en cuenta, además, que estas prácticas difundidas por los conventos, sirvieron de modelo y base de la conducta individual y colectiva de los habitantes de Latinoamérica.

El Convento de Nuestra Señora del Rosario sacó varias “cartas” con las que intentó, con éxito, ganar influencia sobre la religiosidad santafereña. El “as de oros” fue la Virgen del Rosario, cuya importancia fue tal que merece un apartado. No en balde el nombre del Convento estaba ligado a dicha advocación mariana. Otras imágenes tuvieron importancia temporal. Tal fue el cuadro de Nuestra señora de la Antigua, que era una reproducción de la original, que se encontraba en Sevilla, y de una Verónica que se encontraba en el altar principal o de una estatua de San Raimundo, consideradas todas como milagrosas en la segunda mitad del siglo XVII286. Un caso curioso fue la estatua del Señor del Despojo, cuya popularidad llevó a que su posesión fuera compartida entre la iglesia de Las Cruces y el Convento de los dominicos287. A partir de finales del siglo XVII Santa Rosa de Lima tuvo capilla particular288, gracias a la creciente devoción de que fue objeto por la población santafereña y que no dejaba de ser resaltada por los frailes, quienes la consideraban doblemente propia, tanto por su condición de dominica como de criolla americana. Finalmente, durante su breve existencia, la recoleta o Conventillo de San Vicente Ferrer, en las afueras de Santafé, fue beneficiaria de una indulgencia plenaria para la Fiesta de Santa Catalina Virgen y Mártir, por parte del papa Paulo V. Solo bastaba con ir a ella, rezar y hacer algún donativo289.

No faltaron además las reliquias. Flórez de Ocáriz cuenta que en el Convento se veneraba un pedazo de la cruz de Cristo; un hueso de Santo Domingo; un hueso de San Conrado, «inquisidor y protomártir de esta religión»; un hueso de San Raimundo; un hueso de San Pedro Mártir (considerado patrono de la Inquisición); un hueso de San Jacinto y hasta «naranjitas, fruto del árbol que plantó Santo Domingo en [el Convento de] San Sixto de Roma, con el que se han experimentado varios milagros»290. Estas imágenes y reliquias estuvieron ligadas a devociones particulares, a la consecución de favores concretos y no trascendieron el contexto local.

Con el fomento de tales devociones se buscaba, entre otras razones, ganar sentido de pertenencia entre el Convento y la población. Si la gente acudía allí, de seguro se iba a encariñar con él, y establecería una relación lo suficientemente fuerte que llegaría, entre otros, a producir donaciones y ayudas para el sostenimiento de la comunidad conventual. Y claro que se logró. El arraigo de estas devociones era tan grande que llegó, en el caso dominicano, a favorecer la fundación de un pequeño convento urbano dedicado a propagar la veneración a una imagen religiosa: el Convento de Nuestra Señora de las Aguas291.

Otro tipo de santos que se intentó promocionar, pero de otra manera, fueron aquellos propios de la Orden, especialmente Santo Domingo de Guzmán, Santa Catalina de Siena y San Luis Bertrán. Este último era nada menos que uno de los misioneros que habían contribuido a la evangelización del Nuevo Reino de Granada, y, por ende, era considerado como un santo ‘propio’ por haber vivido en el territorio. La devoción a estos santos se orientó principalmente a dar, mantener o engrandecer el prestigio de la orden dominicana en la Audiencia y después Virreinato de la Nueva Granada. Para ello se buscó su ingreso al calendario de fiestas públicas y su posterior reconocimiento como ‘patronos’ o ‘guardianes’ del territorio.

San Luis Bertrán fue reconocido como patrono del Nuevo Reino de Granada el 2 de septiembre de 1690. Por su parte, Santo Domingo de Guzmán, fundador de la Orden de Predicadores, compartió el mismo patronazgo el 7 de mayo de 1753, por breve de Benedicto XIV y con aprobación del rey292. Con tales acciones se pretendió que existiera un reconocimiento público al papel realizado por la orden dominicana en la evangelización del territorio y la conformación de la sociedad colonial, algo así como un ‘derecho de conquista’. Por ello, la celebración de la Fiesta de Santo Domingo coincidía con la fundación de la ciudad, el 6 de agosto. El patronazgo implicaba que la fiesta del santo que lo ostentaba adquiría el estatus de ‘rigurosa observación’, y por ello, de solemnidad.

Convertir un santo en patrono de la ciudad o del territorio requería que la devoción estuviera diseminada suficientemente, que tuviera el apoyo de las congregaciones y del pueblo creyente para avalar la introducción de la causa de un patronato. En esta etapa solicitar su intercesión se convertía en algo casi obligado para todo el mundo, a fin de reforzar la religiosidad. Una vez que se proponían los patronatos, se establecía la costumbre de festejarlos, a costa de las cofradías y con apoyo del Cabildo y otras autoridades293.

Los patronatos jurados no eran estables: decaían y se levantaban con el tiempo. La devoción, aunque ya estuviera jurada, no era siempre igual y tenía sus periodos de decadencia y hasta de olvido. De repente alguien con autoridad recordaba que otrora las cosas habían sido distintas y buscaba reactivar el cumplimiento del patronato, con diversos resultados294. Algo así pasó con los dominicanos constituidos en patronos de la Nueva Granada, pues al finalizar el siglo XVIII sus fiestas habían vuelto a bajar de rango.

Ostentosas fiestas religiosas

En América hispánica, la fiesta, aunque era un acto social en el que participaban todos los miembros de la sociedad, no fue una actividad en la que se permitiera crear una igualación momentánea de los miembros de la colectividad295, tal como sucedía con el carnaval medieval. Varias razones lo explican: en primer lugar, es difícil hacer la distinción entre fiestas religiosas y profanas o laicas, dado el destacado papel de la Iglesia en el funcionamiento social y en las fiestas en este caso. En segundo lugar, las fiestas siempre estaban mediadas por las organizaciones corporativas existentes: gremios, cofradías y hermandades, lo cual, aunque no excluía, si ponía un cauce a la participación de los sectores no privilegiados, a las castas296. En tercer lugar, en las fiestas se invertía mucho dinero, de manera exagerada, si se interpreta desde nuestro presente. Asimismo, uno de los fines principales de muchas cofradías era la preparación de la fiesta del santo patrono. Es decir, había corporaciones organizadas con el fin primordial de preparar una fiesta anual. Muchos gastaban tiempo, medios y esfuerzo en la creación de adornos, ofrendas, joyas, estandartes y otros elementos de decoración. ¿Por qué no se tenía reparo en invertir fuerzas, energía y dinero en ello? No se pone en duda la fe de la gente. Este era un factor importante; sin este, nada tendría sentido. Pero, además, adjunto a ello estaba el afán de prestigio.

En esta circunstancia, la fiesta era una ocasión privilegiada para realizar una ostentosa representación del orden y de las jerarquías existentes. Efectivamente, según los principios étnicos y clasistas que guiaban la organización de la sociedad colonial, y la sanción corporativa que era indispensable para participar en distintos actos festivos, especialmente oficiales, la fiesta, según Magdalena Chocano, «podía convertirse en un instrumento de afirmación del orden corporativo idealizado, pero también daba satisfacción a los afanes de prestigio que cada corporación abrigaba»297.

Para el caso particular de los conventos, el hecho de ser incluidos en el camino procesional daba cuenta de que la sociedad y la jerarquía eclesiástica los consideraban articulados a ellas. Frente a sus puertas pasaban las procesiones, y se ponían estaciones vistosamente adornadas, para que allí se detuvieran un rato los procesionantes298. Las fiestas religiosas eran, además, un medio para inculcar la doctrina y devoción cristianas en la población, y, finalmente, según Chocano, eran una expresión de «identidad local».

El calendario de fiestas era extenso, pero no todos los sectores de la población estaban obligados a guardarlas sin excepción, ni en todos los territorios de la América Hispánica se celebraban exactamente las mismas fiestas. El Convento de Nuestra Señora del Rosario y el Colegio y Universidad de Santo Tomás, en Santafé, se encargaban de promover varias fiestas que eran celebradas con pompa. La primera del año era la de Santo Tomás de Aquino, instituida por el fundador de Santafé, Gonzalo Jiménez de Quesada hacia el año de 1573, en complacencia por la creación del Estudio General en el convento dominicano de esa ciudad299. Esta celebración fue luego reafirmada por otros personajes influyentes quienes aportaron dineros para sostenerla, y nunca dejó de celebrarse hasta la supresión del Convento, aunque la intensidad de esa fiesta varió durante la época Colonial. Hacia 1663 la festividad se preparaba durante nueve días (novena de la milicia angélica). El día del santo había misa mayor, procesión y generalmente un banquete para las autoridades civiles y eclesiásticas300.

La segunda festividad establecida en fecha temprana y celebrada en tiempos coloniales fue la Epifanía, mandada por el propio Gaspar Núñez de Figueroa, fundador del Colegio de Santo Tomás y reafirmada en el testamento de su hijo Fr. Bartolomé. La festividad tenía lugar en el mes de enero, y en ella era necesaria la asistencia del presidente de la Real Audiencia y los oidores de esta, quienes actuaban como invitados de honor. No era un simple acto religioso: al fijar su presencia se buscaba que ellos, en palabras del fraile, «se sirvan, en reconocimiento de este beneficio, de amparar y favorecer dicho colegio»301.

Seguían, en orden cronológico las fiestas de Santo Domingo de Guzmán, San Luis Bertrán, San Francisco de Asís y Nuestra Señora del Rosario302. Las fiestas conjuntas en cuya organización participaba activamente el clero eran las siguientes: el Miércoles de Ceniza, la Semana Santa, la Pascua, la Ascensión de Jesús, el Corpus Christi, el Día de los Difuntos y la Navidad303.

La lista de festividades obligatorias a toda la población fue creciendo en el siglo XVIII: Día de San Buenaventura, Santa Cecilia, Santa Bárbara, San Carlos, la Novena de Aguinaldos, San Pedro, Santa Catalina de Siena, Santa Rosa de Lima, San Pedro, San Felipe y Santiago, la Santa Cruz, y, para completar, todos los jueves los estudios conventuales se detenían en honor a Jesús Eucaristía. Este listado no cuenta las celebraciones de otras comunidades religiosas y colegios de la capital, a las cuales, por etiqueta, el Convento y la Universidad dominicana debían enviar representantes o asistir en pleno304.

Dada la extremada rigurosidad de la etiqueta que se daba a la celebración de las fiestas principales, estas podían constituirse en un indicador del estado de las relaciones entre las distintas comunidades religiosas y entre ellas y los demás poderes locales, pues cualquier detalle, como cambios en la etiqueta, era cuidadosamente analizado; un desplante era considerado un insulto y podía originar un pleito judicial. Por ejemplo, en 1728, el provincial de los dominicos del Nuevo Reino de Granada se quejaba ante el presidente de la Audiencia de la no asistencia del Cabildo de la Catedral a la fiesta de Nuestra Señora del Rosario, la cual tenía connotación oficial, por ser esta virgen la patrona de la Audiencia. El provincial en su carta intentaba convencer al presidente de que tal ausencia no solo ofendía al Convento y a la Provincia dominicana, sino al mismo rey y, por ende, a sus representantes en Santafé, pues si faltaba el lucimiento requerido a esta fiesta oficial, se perjudicaba a la Corona, debido a que la voluntad del rey había sido celebrar con pompa y asistencia de todo el mundo305.

Ese mismo año el Convento tuvo un pequeño conflicto con el Cabildo Civil de Santafé por jurisdicción de competencias. Los frailes temían que este se “vengara” haciéndoles un desaire en la procesión de San Marcos. La estatua del santo debía pasar por la Calle Real al frente del Convento y detenerse allí, como era costumbre, pero los frailes dudaban sobre si la procesión se realizaría ese año, así que comunicaron sus inquietudes a las autoridades y les advirtieron que tal desaire podría acarrear consecuencias terribles para las relaciones entre las dos instancias306.

La importancia de las fiestas y las ceremonias religiosas para los poderes políticos es un buen indicador de la voluntad de los eclesiásticos y religiosos de mantener al mundo civil sujeto bajo su influencia.

Veneración a la Virgen María y práctica del rosario

María llegó muy temprano a las tierras de América. Desde los orígenes del proceso conquistador, los españoles imploraban la protección mariana para tener éxito en su empresa. Y vaya que la tuvieron. Por ello, en agradecimiento, el nombre de Santa María y sus diversas advocaciones fue dado por doquier a ríos, montañas, bosques, pueblos, iglesias y conventos. Así como en tiempos de Santo Domingo de Guzmán la Virgen del Rosario fue instrumento de lucha contra la herejía, en esta nueva época, esa advocación, junto con la camándula de cincuenta y nueva cuentas, era el estandarte de esta nueva lucha misionera conquistadora. Los frailes llevaban en el cuello o en el cinto grandes rosarios que eran vistos con curiosidad por los indígenas. Les enseñaban a rezar y fabricar las camándulas, y luego la práctica se propagaba entre los mismos indígenas. El rosario es quizá la forma de oración más arraigada en toda América y una de sus virtudes reside en que no se necesita del sacerdote para su práctica. Algunos consideran que este ha sido el “cemento” que ayudó a pegar el edificio cristiano levantado en estos siglos307. En la Nueva Granada y en Quito es recordado el dominico Fr. Pedro Bedón como uno de los propagadores del rosario durante la segunda mitad del siglo XV308, y en la primera mitad del siglo XVII se reconoce a Fr. Diego de Saldaña como decidido agente de esta práctica309.

El Convento dominicano de Santafé escogió su nombre precisamente porque tuvo entre sus funciones la propagación del rezo del rosario como método de evangelización y propagación del culto a la Virgen María, que por lo demás había sido relanzado por el Concilio de Trento. Y para ayudar a difundir la práctica del rosario, Fr. José de Robles, uno de los promotores de la fundación de conventos dominicanos en la Nueva Granada, mandó a hacer a mediados del siglo XVI una gran imagen de la Virgen del Rosario, expresamente para el convento de Santafé. Esta imagen, llamada muchos años después la Virgen de los Conquistadores o de la Conquista, presidió la gran capilla del Rosario de la iglesia conventual, y fue uno de los grandes tesoros de la época colonial que se conservan en Colombia310. En el siglo XVII se consideraba que tanto esta imagen como una reproducción suya, hecha en lámina, y que había sido colocada en el altar de Santo Domingo Soriano, ubicado en el mismo convento, eran milagrosas311.

La capilla dedicada a la Virgen del Rosario era la principal de la iglesia del Convento, estaba espléndidamente adornada y contaba con su propia sacristía. Durante el siglo XVII allí se mantenía el Santísimo Sacramento, además del altar mayor, pues había una continua asistencia de fieles a rezar el rosario en coros, tres veces al día, todos los días, en la mañana temprano, antes del mediodía y por la noche312.


Figura 18. Virgen del Rosario, también llamada Virgen de la Conquista. Siglo XVI, Convento de Santo Domingo. Bogotá, Colombia. Esta imagen sirvió de modelo para la elaboración de distintas reproducciones locales a lo largo de la época colonial. Una de ellas fue precisamente el cuadro de la Virgen de Chiquinquirá. Fuente: BARRADO BARQUILLA José. “Los dominicos y el Nuevo Mundo”. Op. cit, pág. 638.

Como era usual en la época, esta imagen fue objeto de una gran cantidad de donaciones. A mediados del siglo XVII, Fr. Francisco de Garaita, prior del convento, logró conseguirle, según cuenta el cronista, «una corona de oro y esmeraldas y dos blandones grandes y seis pequeños de plata de martillo y un frontal de hoja de ella, lámpara y dos veleros que la acompañan, en que le ponen muchas luces»313. Al finalizar la época colonial la imagen tenía tantas joyas que nada tenía que envidiarle a cualquier reina o princesa de las cortes de Europa314. También recibió obras pías. Por ejemplo, en un testamento de Francisco Cortés Vasconcelos, hacia 1702, se dio la escritura de fundación de una obra pía de mil pesos que tuvo como fin pagar los gastos de cera y aceite necesarios para los cirios y la lámpara que se encendían durante el rezo del rosario en la iglesia conventual315.

Es conocido que la Virgen María, además de su papel en la introducción de la fe católica, tuvo la importante misión de servir como ordenadora de la salud y la naturaleza. Un ejemplo relacionado con el Convento del Rosario es el siguiente: en 1743 hubo un fuerte temblor que afectó al Convento y a su iglesia. A raíz de ello, los frailes, para pedir misericordia a Dios y protección a la Virgen, establecieron la costumbre de realizar un rosario en procesión por las calles, todos los viernes en la noche316, con resultados efectivos, al menos por un tiempo. Dicha generación no volvió a sufrir los rigores de temblores de gran magnitud. El siguiente gran movimiento telúrico se dio en 1785.

La veneración a la Virgen del Rosario pronto tuvo, en el consabido milagro de Chiquinquirá, su principal apoyo, que se constituyó, tal vez, en la gran responsable de la difusión del culto mariano en la Nueva Granada. Pronto, los altares a la Virgen del Rosario de las iglesias no solamente dominicanas, sino de otras órdenes y del clero secular, se tuvieron que relacionar de alguna manera con aquel que albergaba el cuadro en Chiquinquirá y que, de acuerdo con las crónicas, resultó muy milagroso317. De esta forma, los conventos –en este caso los dominicanos de Chiquinquirá y Santafé– contribuyeron a la reconversión de las expresiones religiosas y prácticas establecidas en Europa, reinventándolas en América: no era, pues, una simple reproducción. Tal como había sucedido en México con la Virgen de Guadalupe, la devoción mariana individual tomó un cariz colectivo y, posteriormente, público en la Nueva Granada, gracias al milagro de la Virgen del Rosario en Chiquinquirá.

Dada la difusión de la veneración a la Virgen del Rosario, con el paso de los años, en el siglo XVII, se fue gestando la idea de hacerla también a ella patrona del Nuevo Reino de Granada. Para lograrlo tuvo que sortear la rivalidad de la Inmaculada Concepción, devoción propagada, a su vez, por las órdenes de San Francisco y la Compañía de Jesús, y que contaba con importantes adeptos. Entre ellos estaban los reyes de España, quienes desde fines del siglo XVI y hasta mediados del XVII presionaron infructuosamente al papa para logar que el dogma de fe de la Inmaculada fuera proclamado; contaba con el apoyo de casi todas las órdenes religiosas, menos la dominicana y la agustiniana318. Todo esto se enmarcaba en la época de querellas teológicas en torno a ese dogma, entre jesuitas y franciscanos, por una parte, y dominicos y agustinos, por otra, cuyas discusiones se reprodujeron con gran ardor en Santafé319.

En 1643 el rey expidió una cédula dirigida a la Real Audiencia del Nuevo Reino de Granada, para que se mandara que la virgen más venerada del país fuera declarada patrona. La Audiencia, en acuerdo con el arzobispo de Santafé, Fr. Cristóbal de Torres –dominico para más señas–, escogió a la Virgen del Rosario como la imagen más venerada del reino. Así, se designó como su fiesta el «lunes después de la dominica de cuasimodo», y que comenzó a celebrarse con gran solemnidad, incluidas las ceremonias ya comentadas.

El acto de proclamación del patronazgo fue impresionante: se hizo procesión con todas las órdenes religiosas y el clero existente en la ciudad, desde el Convento del Rosario hasta la catedral, donde siguió una misa pontifical, con la asistencia de todas las autoridades. Luego, el presidente de la Audiencia juró en público, con la mano puesta en el misal, que recibía como patrona a la «beatísima siempre virgen María, madre de Dios». Al otro día, por la mañana, se hizo la procesión, que incluía dos compañías de infantería y, a lo largo del trayecto, la presencia de ocho altares, hechos por las distintas órdenes religiosas que existían en la ciudad, el cabildo, la audiencia y el clero secular.

A partir de entonces, cada año, los provinciales, los priores y los superiores de los jesuitas, los agustinos, los franciscanos, los hermanos de San Juan y los recoletos debían asistir al Convento de los dominicos a celebrar la fiesta, que incluía la misa mayor y luego, en otro encuentro, el rezo de las vísperas. Así lo constaba un auto de 1703. Al parecer, estos invitados se mostraron reacios a esta práctica, pues fue necesario “recordarles” sus deberes por medio de cédulas y órdenes reales emitidas a fines del siglo XVII y comienzos del XVIII.

Según consta en una real cédula de 1711, Fr. Esteban de los Santos fue el encargado de dirigir la fiesta hasta que falleció. La ceremonia se financiaba con limosnas que recibía la Cofradía del Rosario. Sin embargo, al morir el promotor las limosnas fallaron, por lo que el presidente de la Real Audiencia mandó que se otorgaran anualmente 100 ducados (unos 137 pesos), que se tomaban de la producción de las encomiendas de Tabio y Subachoque, es decir, con el usufructo del trabajo indígena. La autorización se hizo en 1703. La Real Cédula confirmó esta disposición en 1713, y la libró del impuesto de media anata. A partir de esa fecha, la fiesta fue financiada directamente de las arcas reales, dinero que salía en de las encomiendas de indígenas. Tal apoyo económico fue confirmado en cédulas de 1722, 1749, 1776 y 1777 y se mantuvo hasta el final de la época colonial320.

Apoyo y seguridad ante la muerte

Un elemento central del barroco hispanoamericano es la muerte, el interés en este elemento representaba una continuidad de la tradición católica medieval. Efectivamente, desde el siglo XI las comunidades religiosas habían adquirido el encargo de ser intercesoras de las almas, por las que pedían su eterno descanso, mediante oraciones y misas. Los monjes de Cluny fueron quienes estructuraron y consolidaron ese rol321. Poco después, los canónigos regulares, miembros generalmente de la nobleza o de la burguesía, introdujeron discretamente las sepulturas de sus familias en los recintos de los templos. La idea fue copiada luego por las órdenes mendicantes. Así, la población que pudo hacerlo (por su estatus, posición económica o afinidad al convento) buscó ser enterrada en los conventos, iglesias conventuales y monasterios. Era una manera de buscar, a través de la intercesión, evitar la muerte espiritual a la que todos temían y en la cual se meditaba. Pronto comenzaron a recibir sepultura en los conventos los benefactores laicos de la comunidad religiosa322.

En América colonial, la muerte continuó siendo importante, festejada, celebrada, no como el fin, sino como un paso. Y esta mentalidad encajaba perfectamente con la concepción que sobre ella tenían las culturas indígenas323, de manera que la tradición no solo se continúa, sino que se intensifica.

En todos los conventos de las órdenes mendicantes, los frailes eran enterrados en el área conventual, pero en distintos sitios, según el orden jerárquico. Aquellos que fueron provinciales o priores eran sepultados en la sala capitular; los demás recibían su sitio en la iglesia, de acuerdo con una repartición jerárquica. El emplazamiento situado en el coro o sus alrededores era reservado para algunos frailes ilustres. El resto de la Iglesia era reservado a los demás miembros de la comunidad religiosa, lo más próximo a la puerta era donde se enterraba a los más “humildes” o de baja categoría (legos, particularmente). A medida que pasaba el tiempo, también se enterró a lo largo de los corredores del claustro. Pronto los laicos pudientes, los benefactores directos de los conventos, empezaron a recibir sepultura en la iglesia conventual y en los corredores de la planta baja de los claustros324. La mayoría de las tumbas se distinguían por placas funerarias, en el piso o en los muros.

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