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En quinto lugar, porque la vocación evangelizadora dominicana había sido tradicionalmente docente y fundamentalmente urbana. Era casi natural, entonces, que los frailes se inclinaran a permanecer en los centros urbanos y a desarrollar su trabajo en ellos. En sexto lugar, puesto que, como sugestivamente explica Manuel Esparza, los dominicos, en su afán de conseguir independencia frente a los poderes eclesiásticos, con quienes se encontraba en pugna, buscaron reforzar los lazos con la sociedad civil y de esta manera ganar apoyo236. En séptimo lugar, porque los religiosos procedían de las familias de los conquistadores y sus descendientes, de modo que eran poco permeables al ingreso de vocaciones por fuera del grupo dominante. Era lógico entonces que en estas condiciones los frailes evitaran estar en contra de los intereses de sus propias familias. Finalmente, los religiosos apoyaron y a la vez fueron influidos por un sistema de separación étnico-social en el cual se basó el mundo colonial hispanoamericano. La “criollización” de los dominicos fue decisiva en el rumbo que ellos tomaron y en el estilo de su organización, presencia y acción religiosa, política, social y económica. Por ello voy a detenerme en este punto.

“Pureza de sangre” y exclusión de los indígenas de la vida religiosa

La “limpieza de sangre” fue un principio capital de la jerarquización social hispánica. Consistía en la exclusión legal de los descendientes de judíos, moros y condenados por la Inquisición de los cargos civiles, eclesiásticos y de las órdenes religiosas. Esa “limpieza”, junto con la riqueza, la lealtad y el servicio a la Corona y a la Iglesia, era un ingrediente esencial para mantener el estatus de hijodalgo o noble. Hay que tener en cuenta, además, que en esa época, el término ‘raza’ servía no para indicar diferencias biológicas (como ocurre con el racismo de corte seudocientífico propagado en los siglos XIX y XX), sino para destacar diferencias sociales; era más bien sinónimo de ‘calidad’. Es así que se hablaba de ‘raza de villanos’ o ‘raza de hijodalgos’.

Los historiadores actuales coinciden en afirmar que en la mentalidad corporativa vigente en el mundo colonial «operaba efectivamente un ideal de segregación étnica»237. Tal estratificación se estableció originalmente en una división entre los conquistadores y los conquistados. Así, los europeos, en términos generales, se convirtieron en el «grupo privilegiado y con acceso al poder, y construyeron una ideología según la cual merecían los servicios y el trabajo de la mayoría aborigen sometida por medio de la conquista, y a la que parecen haber atribuido una condición villana hereditaria»238. Entre los blancos de origen europeo, se distinguieron, a su vez, los peninsulares de los criollos. La diferencia del lugar de nacimiento facilitó que los primeros ascendieran a los cargos de mayor importancia política en la estructura gubernamental, lo que creó las condiciones para un enfrentamiento constante en el marco de un prolongado pacto de dominación sobre el resto de la población. Por su parte, los indígenas fueron ubicados en un mundo aparte, separado de los españoles (la “república de indios”). Ellos, en teoría, se gobernaban con sus propias autoridades, a la vez que eran adoctrinados por los representantes de la Iglesia. Aunque tal noción significaba oficialmente un armazón protector contra la explotación, en realidad su “república” se convirtió para los indígenas en un eufemismo para encubrir un régimen de asimilación cultural y captación de trabajos forzados239.

Este esquema fundamental comenzó a ser resquebrajado cuando la experiencia histórica impuso un continuo mestizaje240, tanto en el medio rural como en el urbano, que se acrecentó y varió con la llegada de los negros esclavos traídos de África. Esto dio origen a las llamadas ‘castas’241. No obstante, el creciente mestizaje no impidió que en las regiones montañosas del oriente de la Nueva Granada, tales como el altiplano cundiboyacense, las relaciones entre los españoles y sus descendientes con los indígenas y sus descendientes mestizos se caracterizaran siempre «por una rígida arrogancia por parte de los primeros y por una actitud de subordinación y humildad por parte de los últimos»242.

No hay información que pruebe que los religiosos se hayan opuesto a este sistema de exclusión y jerarquías con base en el origen familiar y étnico. Por el contrario, es claro que lo asumieron en sus provincias y conventos. Como se afirmó, una de las claves fue que el componente humano era casi siempre procedente de los sectores criollos y españoles. En los primeros tiempos de la Conquista hubo una intencionalidad, no general, pero sí centrada en algunos directivos de comunidades religiosas, como la franciscana y la dominicana, de formar naturales de la América para el orden sacerdotal y para que ingresaran a sus filas. Sin embargo, las malas experiencias tenidas al respecto, la alta deserción inicial y la poca perseverancia (por ejemplo, el fracaso del colegio de Tlatelolco en México), y hasta la resistencia de varios de ellos a abandonar sus prácticas religiosas tradicionales, llevó a que se diera razón a las opiniones que se oponían a admitir indígenas y mestizos al hábito religioso y sacerdotal. La desconfianza causada por la Reforma protestante en Europa contribuyó a aumentar este recelo. ¿Estaba bien admitir al hábito clerical a un neófito en medio de las circunstancias en que se veía envuelta la Iglesia? Era una pregunta que varios respondían de forma negativa.

Claro está que no todos compartieron esta opinión y siguieron presentándose casos de indígenas admitidos al hábito en varias provincias americanas. Algunos tratados de mediados del siglo XVI, amparados por la Corona, defendían la visión de que no era válido negar a los indígenas el conocimiento “pleno” de las verdades de la fe y su acceso a la condición clerical. Sin embargo, los recelos y desconfianzas aumentaban243. Las presiones sociales también. Admitir masivamente clérigos indígenas en las órdenes religiosas, donde deberían hacer vida comunitaria con religiosos no indígenas, significaría romper con el esquema fundamental en que se intentaba basar el orden colonial.

La primera disposición claramente opuesta al ingreso de clero indígena lo propinó la Junta Magna de Valladolid, en 1568, dentro de su intención de establecer en América una Iglesia calcada de España y evitar lo que hoy llamamos inculturación. Su argumentación se basaba en necesidades prácticas de dominio y control; también en que los indígenas eran neófitos y, por lo tanto, podían tender a caer de nuevo en la idolatría. Por el contrario, la curia general de la Orden de Predicadores se mostraba favorable a los frailes indígenas; también estuvieron de acuerdo varios Capítulos Generales, que hablaron expresamente a favor de ello, como el Capítulo de 1571244. Sus argumentos eran de carácter teológico-filosófico, basados en el Evangelio, en los fundamentos de la Orden y en las enseñanzas dejadas por Fr. Bartolomé de las Casas y otros frailes de su generación. Había, pues, contradicciones entre lo que mandaba la Corona y lo que pedía la cabeza de la orden dominicana. Pero dado el régimen de patronato que pesaba sobre la Iglesia hispanoamericana, la voluntad de las autoridades máximas de la Orden no debía pesar mucho en asuntos tan delicados como este. Generalmente, como casi siempre sucede, las presiones político-sociales pudieron más que los bien orientados planteamientos teóricos. Por la época ya varias provincias dominicanas, como la de México, habían decido no dar el hábito a nadie, salvo a los españoles, peninsulares o criollos245.

La Provincia de San Antonino del Nuevo Reino de Granada, aunque también prohibió el orden sacerdotal a los indígenas, permitió, hasta mediados del siglo XVII, el ingreso de sujetos pertenecientes a este grupo étnico en calidad de donados y, ocasionalmente, como legos. Fr. Alonso de Zamora destaca los casos de algunos religiosos donados y legos que vivieron en el Convento de Nuestra Señora del Rosario de Santafé a fines del siglo XVI y primera mitad del siglo XVII. Estas aprobaciones comienzan con Fr. Juan de Santo Domingo, “indio de nación” (muisca) que sirvió más de cuarenta años en la cocina del convento y quien destaca en la lista de frailes dignos de consideración y recuerdo, por sus cualidades humanas y religiosas, su devoción e inteligencia. Fray Juan, sin embargo, no hizo profesión religiosa. También resalta a Fr. Pedro de Cucunubá, indio de esta población, quien fue religioso donado «de muy ejemplares virtudes y penitencias». De él cuenta que le gustaba dormir sobre una tumba.

Zamora se detiene un poco en Fr. Sebastián del Rosario, indígena de Tocancipá, quien también vivió en el Convento de Santafé como donado. Dice de él que tenía marcada inteligencia y tantos dones que, pese a ser analfabeta, logró obtener licencia para predicar a su propia comunidad indígena cuando iba a ella a pedir limosna:

Como estas eran repetidas, con asistencia y reformación de las costumbres de los indios, observaban las horas los doctrineros para examinar la doctrina que predicaba a sus feligreses un hermano indio que solo sabía la doctrina cristiana y que era tan ignorante que no sabía ni leer ni escribir. Reconocieron los curas y algunos españoles lenguaraces que era admirable la doctrina que les hacía [...] siguiéndose a su predicación efectos admirables [...] Llegó a noticia del señor arzobispo D. Fr. Cristóbal de Torres, y, admirado de la predicación del hermano Fr. Sebastián, mandó a los examinadores lenguaraces a que asistieran a las pláticas de aquel hermano. Informaron de la seguridad que podía tener de la doctrina que predicaba y que era la más propia para enseñar a los indios, porque a su modo excedía a la de los mismos predicadores. Concedióle licencia para predicaren todos los pueblos de indios del arzobispado, mandando que se tocase a sermón, que se subiere al púlpito los días de fiesta y que después de la misa del pueblo predicara todas las veces que le pareciese246.

Afirma Zamora, además, que este fraile indígena era muy penitente, orante y que hacía milagros por medio de las imágenes religiosas. Por último, Zamora menciona a Fr. Pablo de Meneses, también indígena muisca. Por sus virtudes y por ser buen músico (tocaba el órgano), se le dio el hábito de religioso lego y pudo hacer profesión religiosa. Era inteligente e «inclinado a las letras», por lo que estudió gramática latina «y oyó artes y teología, con deseos de ser sacerdote», pero no consiguió la «licencia para ello». Sin embargo «vivió como si lo fuese». Hasta el final de sus días combinó su oficio de organista con el de servicio en el refectorio247.

El hecho de que Zamora, al hacer su lista de frailes dignos de recuerdo, se hubiera detenido, entre los cientos de religiosos de origen hispano-criollo que habían vivido en la Nueva Granada, en estos cuatro casos de donados y legos indígenas contradice el argumento que muchos en la época habían esgrimido para negar a los indígenas el acceso a la profesión religiosa y al sacramento del orden sacerdotal. A pesar de ser minoría, quienes lograron pisar las puertas del convento dejaron huella. En este punto me pregunto qué hubiera pasado si se hubiera dejado a los indígenas ingresar formalmente a la vida religiosa.

Las corrientes en contra del clero indígena arrecieron de nuevo y lograron que el organismo máximo de la Orden de Predicadores cediera. En 1647, el Capítulo General de los dominicos, celebrado en Valencia, España, ordenó, no solo que no se debía recibir al hábito a los indígenas, sino además a los mestizos y a los mulatos, grupos sociales cada vez más numerosos en América248. La exclusión debía observarse incluso hasta la cuarta generación249. Esto sería decisivo para definir, de una vez por todas, las composiciones étnicas y sociales de los frailes que ingresaron a la orden en América, y evitar que el creciente mestizaje no se reflejara en las toldas de los religiosos250. Si hasta entonces se podían dar casos como los enunciados por Fr. Alonso de Zamora, como el de Fr. Juan de Alvarado en Cartagena251, o como el célebre de San Martín de Porres, en Lima, a partir de esta fecha, las puertas de la Orden se cerraron por dos largos siglos para la población diferente a la hispano-criolla. Hubo que esperar hasta el final de la época colonial para volver a ver frailes mestizos, y desde los años 1600 hasta el día de hoy no ha vuelto a verse un indígena, propiamente dicho, pasearse con hábitos de profeso por algún corredor de los conventos dominicanos en Colombia.

La criollización del Convento

Descartados los indígenas y los miembros de las castas, los vínculos humanos se estrecharon con la población hispana y criolla. El noviciado del Convento del Rosario de Santafé fue inaugurado con Fr. Bernardino de Ulloa, natural de Galicia. Ulloa, según Zamora, era «del noble linaje de su apellido» y se constituía en el primer fraile formado totalmente en el Convento y que había sido ordenado hacia 1558 por el obispo Fr. Juan de los Barrios252.

Pronto, dada la satisfacción de las necesidades religiosas que el Convento daba a los vecinos de la ciudad, comenzaron a ingresar miembros procedentes de los linajes y las familias más distinguidas, lo que contribuyó a la rápida criollización del Convento, que se convirtió en una excelente oportunidad para que los ‘segundones’ y ‘tercerones’ pudieran colocarse y sustentarse, para evitar disgregar el patrimonio familiar, que heredaba el hijo mayor253. Esta criollización sería definitiva no solo en la orientación pastoral que se tomó a partir de fines del siglo XVI, sino en el estilo de vida mismo del Convento.

No hace falta ahondar mucho en las hojas de vida de los frailes para detectar esto. En el caso de Santafé, el Convento de los predicadores tenía, en el siglo XVII, entre sus miembros a varios hijos de encomenderos, terratenientes y autoridades locales. Se crearon así vínculos estrechos con los poderosos de la ciudad y la región254. Tomemos, a manera de ejemplo, algunos casos de la segunda mitad del siglo XVII: Fr. Francisco Farfán, santafereño, era hijo de encomenderos; Fr. Francisco de León era «hijo legítimo del licenciado Cristóbal de León Avendaño, jurista, y de doña Catalina de Orellana», descendientes de sevillanos, y, como era usual entre las élites, tenía hermanos y parientes en el clero secular y los conventos femeninos; Fr. Diego de Balderas, santafereño, era «hijo legítimo del gobernador Bartolomé de Masmela y de doña Adriana Maldonado, hija única de Diego Rodríguez de Balderas, conquistador del Nuevo Reino de Granada». También se encuentran Fr. Jerónimo de Berrío, por su parte, «tuvo por padres a don Luis de Berrío y doña María de Berrío, su mujer y prima y por patria la ciudad de Santafé; nació en las haciendas de campo y encomienda de los indios de Síquima, de sus abuelos»255.

En el siglo XVIII es representativo el caso de Fr. Agustín Manuel Camacho y Rojas (1701-1773), integrante de una poderosa familia de Tunja. Camacho fue rector de la Universidad de Santo Tomás, prior de los conventos dominicanos de Santafé y Tunja, luego provincial (1745-49 y 1761) y más tarde obispo de Santa Marta (1764-1771) y arzobispo de Santafé (1771-1773). Su hermano se llamaba Fernando Antonio, también nacido en Tunja. Fue tres veces rector del Colegio del Rosario, canónigo y vicario general en la Arquidiócesis de Santafé. Finalmente, fue consagrado obispo de Santa Marta (1754), aunque no alcanzó a llegar con vida a su sede256.

Entre los frailes que mencionan los cronistas Zamora y Flórez de Ocáriz, quienes escribieron ambos en la segunda mitad del siglo XVII, puede verse la altísima proporción de criollos. Muy pocos eran españoles, algo que apoya la hipótesis de que en la Nueva Granada, y al menos en la Orden de Predicadores, la criollización avanzó más rápido que en otros contextos americanos. Las escasas noticias sobre conflictos entre peninsulares (blancos nacidos en España) y criollos, tan recurrentes en otras órdenes establecidas en América, es otro elemento que sostiene esta hipótesis257.

A mediados del siglo XVIII la tendencia ya era abrumadora: de los casi doscientos cincuenta frailes con que contaba la Provincia de San Antonino en 1763, solo nueve eran oriundos de España. De ellos, tres estaban en su lugar de asignación original (las misiones de Barinas y Apure), uno estaba en el convento de Tunja, donde llegó a ser prior; dos vivían en Cartagena y uno más, lego, se quedó de portero en el Convento del Rosario de Santafé; otro había desertado a Quito, donde vivía en el momento del informe. El noveno era Fr. Antonio Auertenechea, religioso vasco de gran ascendencia en la Provincia y en el convento de Santafé, donde había ejercido casi todos los cargos de dirección, formación y administración258. No era pues muy grande el grupo de españoles que vivían en la Nueva Granada. Aunque en teoría los que venían por estas fechas debían partir a las misiones, al parecer un buen grupo daba marcha atrás (la mayoría), y, en general, ocupaban buenos puestos en la jerarquía interna.

Pese a la influencia que el minoritario grupo español podía tener en el Convento y en la Provincia misma, es claro que desde la primera mitad del siglo XVII los criollos tomaron las riendas de estas entidades; de hecho, la famosa ‘alternativa’ (alternancia del poder de la provincia entre criollos y peninsulares), que se aplicó insistentemente en otros lares no lo fue de la misma manera en las comunidades religiosas establecidas en la Nueva Granada. Aún más, parece que entre los dominicos no se llegó a introducir esta práctica, debido al alto número de criollos existente de manera temprana259. Lo cierto es que las crónicas dominicanas, como la de Zamora, no mencionan el tema de la alternativa. Tampoco se ha encontrado en la documentación explorada para este trabajo.

Tal criollización repercutiría en un mayor arraigo de la Orden y del Convento del Rosario, en este caso, entre las élites locales. ¿Por qué el porcentaje de españoles disminuyó tanto? Pita Morada afirma que, paralelamente a lo que sucedía en América, el ideal de ‘misionero’ surgido en la primera mitad del siglo XVI pronto entró en declive. Cada vez había menos vocaciones misioneras en España, y no era por falta de personal. Otros estudios dicen que la península experimentaba una auténtica superpoblación de religiosos260. Pero «los frailes que llegaban a América carecían del entusiasmo de los primeros momentos, y llegó incluso, en la última década del siglo XVI y primera del XVII, a enviarse personal sin que apenas tuviera idoneidad misionera; muchos de esos frailes tenían incluso problemas de disciplina en sus conventos respectivos»261.

Pero un elemento más importante que ayudó a la criollización de los frailes fue aquel de los lazos de parentesco, característico de la dinámica del catolicismo y de la vida religiosa en estas regiones. En muchos casos, un religioso que profesaba tenía algún pariente ligado con la institución eclesiástica o con la comunidad religiosa en la que iba a entrar. Esta tendencia, observada también en otros contextos, como México262, era más fuerte antes de iniciar el siglo XVIII, y declinó a medida que avanzó dicho siglo. Estos lazos de parentesco proporcionaban seguridad y estabilidad a los conventos, y, de cierta forma, los conventos fueron una prolongación de la familia, pues, es sabido que muchas monjas, y también algunos frailes, ayudaban a la crianza de sus sobrinos o primos, quienes representaban potencialmente nuevas profesiones a mediano plazo263.

En el caso de los dominicos neogranadinos, no es necesario hurgar mucho en los documentos para hallar casos de niños criados en el Convento. Uno de ellos es Fr. Francisco Farfán, quien vivió en el siglo XVII. Era de Santafé y había sido criado por un tío suyo en el convento dominicano de San José de Cartagena, a donde lo habían llevado de pequeño. Francisco incluso tomó el hábito en su niñez, y una vez profeso, volvió a Santafé264. Otros casos se mencionan en un detallado informe, elaborado en 1763, sobre la Provincia de San Antonino. En este informe aparecen niños de entre los once y quince años de edad, en calidad de devotos y novicios265. Otros testimonios dan a entender que la crianza de niños en los conventos era una práctica común y aceptada dentro de las comunidades religiosas de la época y el medio266.

El parentesco también manifestaba su importancia en los certificados de pureza de sangre que se pedían para ingresar al Convento. En ellos los firmantes debían comprobar que conocían al padre del aspirante o a los abuelos paternos, para identificarlos como ‘cristianos viejos’. Es decir, el fraile era presentado como de ‘casa conocida’ y con buenas relaciones familiares. La vinculación con los conventos proporcionaba a las élites un elemento de identidad y cohesión, pues las agrupaba, las reunía en torno a proyectos concretos que les proporcionaban visiones homogéneas sobre sí mismas. También les daba prestigio y nada mejor que plasmar este vínculo privilegiado en el edificio mismo de los conventos, sus capillas, sus templos, sus fachadas, en las cuales podían ubicar placas conmemorativas o escudos de armas de los benefactores, de manera que quedara patente para toda la sociedad. Este era un capital simbólico muy preciado e importante por entonces.

Además, a través de la vinculación de las familias al convento, estas buscaban intervenir en las decisiones que se tomaban267. Y es que, según he visto en los documentos, eran los frailes procedentes de encumbradas familias quienes generalmente lograban adquirir los mejores puestos de la estructura conventual, llegaban a ser catedráticos, priores, vicarios, procuradores, visitadores y provinciales, entre otros268.

Pero muchos otros vecinos no tomaban el hábito por vínculos de linaje o búsqueda de prestigio. Lo hacían por motivos más prácticos. Un amargo informe del provincial Fr. Gabriel Jiménez (español), elaborado en 1615, afirmaba que muchos dominicos ingresaban porque buscaban en el convento un lugar donde encontrar sustento, con esto se refería especialmente a los criollos empobrecidos, que comenzaban a tomar notoriedad en este siglo de crisis económica para la región. «Los que no tienen oficio ni trabajo se arrojan a los conventos», decía. Tales ingresos eran apoyados por los priores –y se refiere al convento de Santafé– que buscaban con ello multiplicar rápidamente la población criolla del convento y de esta forma, «sacar a los españoles», según interpretaba ese provincial269.

Se puede afirmar que era pequeño el grupo de frailes que ingresaba al convento guiado por la fe y la vocación. Entre los «hermanos dignos de especial recuerdo» por sus cualidades personales, Alberto Ariza y Alonso de Zamora rescatan, en el caso del convento de Santafé, a religiosos como Fr. Diego de Rosas, hermano lego, quien había sido soldado en la batalla de Lepanto; se hizo fraile cuando, herido de muerte («una bala le echó fuera las tripas», dice Zamora270), prometió a Nuestra Señora del Rosario entrar de dominico si le salvaba la vida. Vino entonces a Santafé y vistió el hábito de hermano, ejerció el oficio de portero hasta su muerte. Otro fraile, Luis de Colmenares, era hijo de un rico encomendero homónimo. Su padre quería que su hijo le sucediera y heredara las encomiendas de Bosa, Soacha y Cubsio. Luis hijo se le opone y contra la voluntad de su padre se hace fraile dominico, llegó luego a ser prior del Convento en 1638, y provincial, en 1639271. Podría ser este un caso de una auténtica vocación religiosa.

El apego de los vecinos a los frailes no carecía de fundamento, pues las órdenes religiosas –y la dominicana en particular– estaban rodeadas de una aureola de gran prestigio a raíz de su temprana presencia en América y de su apoyo decidido al proceso de colonización. Esto, por ejemplo, fue decisivo en la superación de los roces que se dieron con los encomenderos, en el siglo XVI, por el trato que estos daban a los indígenas. En cifras, el clero regular siempre fue mayoritario frente al clero secular, en proporciones relativas que superaban con mucho a las de España272.

Tal influencia hacía que la población estuviera muy pendiente de todo lo que se discutiera o se produjera en el claustro273; una elección, un conflicto, cualquier acontecimiento. Fr. Andrés Mesanza transcribe un acta de elección, en junio de 1732, del prior del convento de Santafé, Fr. José Sánchez, y su posterior posesión. En ella, tras describir las ceremonias de rigor, se dice que la ceremonia terminó «con aplauso de toda la ciudad»; lo que significa que el acto era observado por los notables y otras figuras de la capital274. Los capítulos celebrados en el Convento del Rosario de Santafé concentraban toda la atención de parte de las autoridades civiles y eclesiásticas y vecinos notables, quienes llegaban a intervenir cuando se producían choques y rupturas internas275.

La inmediata consecuencia entre la vinculación estrecha entre el Convento y la población criolla local fue el progresivo crecimiento del número de frailes que componían la comunidad conventual y de la Provincia. Veamos las estadísticas:

Tanto la tabla 1 como la figura 15 confirman algo expresado por los historiadores de la vida religiosa en América Latina, y es el crecimiento sostenido del número de religiosos durante la época colonial. En el caso de la Provincia dominicana de San Antonino, la línea se agudiza a partir de fines del siglo XVI hasta comienzos del siglo XVIII. El tope de crecimiento se alcanza hacia mediados de este último siglo, no solo para la época colonial, sino para toda la historia. Estas cifras deben, además, ponderarse en la medida en que la población total de la Nueva Granada a mediados del siglo XVIII no llegaba a los 800.000 habitantes, y la de Santafé de Bogotá rondaba apenas los 16.000276.

No obstante, hay que decir que las cifras de religiosos dominicos presentes en el territorio siempre estuvieron muy lejanas a aquellas presentadas en otros contextos, como en la península ibérica y en general en Europa. La escasez y la dispersión en un enorme territorio fue entonces la nota predominante. Este aspecto fue resaltado frecuentemente por los informes presentados por las autoridades de la Provincia277, quienes durante toda la época colonial nunca dejaron de solicitar expediciones de frailes provenientes de España.

Tabla 1. Frailes de la Provincia de San Antonino del Nuevo Reino de Granada (1567-1770)


AñoN.° de frailes
156780
157994
1594124
1615146
1676189
1749231
1763242
1770235

Fuente: elaboración propia con base en cifras ofrecidas por ARIZA Alberto. Los dominicos... Op. cit., t. 1, págs. 1036, 1075, 1139, 1184-1190, 1215, 1221-1229; BÁEZ Enrique. La orden dominicana... t. II, págs. 197-206; MESANZA Andrés. Apuntes y documentos… Op. cit., pág. 21. MANTILLA Luis Carlos. Fuentes... Op. cit., págs. 16-17. Las cifras de 1567 y de 1615 son aproximativas.

En cuanto al Convento de Nuestra Señora del Rosario, puede verse que, de una población de 16 religiosos, existente en el año de fundación del Convento (1550), se pasó a 48 en 1609, a 70 en 1676, a 110 en 1749 y a 142 en 1763, año que contiene el pico poblacional más grande. El siglo XVII y la primera mitad del siglo XVIII, que corresponden a una regresión en lo que se refiere a la actividad realizada por los frailes en las doctrinas, es a la vez el tiempo de mayor crecimiento porcentual de la población del Convento, con porcentajes que oscilan entre el 37 % y el 57 % entre cada periodo referenciado. Este crecimiento va a desacelerarse radicalmente a partir de mediados del siglo XVIII, cuando comience el progresivo alejamiento de la población criolla respecto del Convento, cuestión que se analizará después.


Figura 15. Evolución demográfica de la Provincia de San Antonino del Nuevo Reino de Granada (1567-1770). Fuente de datos: ARIZA Alberto. Los dominicos… Op. cit., t. 2, págs. 1036, 1075, 1139, 1236, 1184-1190; 1215; 1221-1229; BÁEZ Enrique. La orden dominicana en Colombia. S. l., ¿1950? (inédito), t. II, págs. 197-206.; MESANZA Andrés. Apuntes y documentos… Op. cit., pág. 21; MANTILLA Luis Carlos. Fuentes para la historia demográfica… Op. cit., págs. 16-17; MORENO Y ESCANDÓN Francisco Antonio. “Estado del virreinato de Santafé, Nuevo Reino de Granada”. Boletín de Historia y Antigüedades. 1936, vol. 23, n.° 264-265, pág. 614; Archivo General de la Orden de Predicadores, XIII - 016045. Las cifras de 1567 y de 1615 no son exhaustivas.

Estas cifras se apoyan en el contexto hispanoamericano. De acuerdo con Isabelo Macías, la aceleración de las vocaciones criollas en el siglo XVII fue una tendencia general en el continente, lo que llevó a que algunos conventos pidieran la supresión de los envíos de personal español a América. Pero si las cifras eran relativamente altas (Lázaro de Aspurz calcula en 11.000 el número de religiosos presentes en toda América y Filipinas a mediados del siglo XVIII)278, los religiosos se concentraban en las áreas más densamente pobladas y, a su vez, cercana a los grupos criollos. Macías dice al respecto que

Los clérigos abundaban en las zonas urbanas y ricas, pero desdeñaban las más pobres. Además [...], este sector de religiosos, criollos o no, dedicado al apostolado entre los fieles, no acostumbraba a ir de misiones, dejando que estas corrieran a cargo de los que llegaban de España con este destino preciso279.

Esto explica que los envíos de religiosos desde España hayan continuado aún en el siglo XVIII, aunque en bajo número.


Figura 16. Población del Convento de Nuestra Señora del Rosario, Santafé de Bogotá (1550-1770). Fuente de datos: ARIZA Alberto. Los dominicos… t. 1, págs. 372, 446-457; t. 2, págs. 1184-1189, 1222-1226, 1240; MANTILLA Luis Carlos. Fuentes para la historia… Op. cit., págs. 16-24, 28-32, 48-54; MESANZA Andrés. Apuntes y documentos… Op. cit., pág. 63. El cálculo tiene en cuenta a los “afiliados” al Convento, aunque no fueran residentes.

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