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Ciertamente nos hemos alejado en algunos aspectos de las grandes narrativas que dieron base en su momento a la última generación de manuales, pero también es cierto que las interpretaciones analíticas de gran escala sobre la política bajomedieval no han alterado aquellos antiguos relatos tanto como se podría esperar. La crisis de la sociedad feudal –sea esencialmente percibida en términos económicos, sociales o militares– ofrece una explicación general atractiva sobre los desórdenes políticos del siglo XIV; el crecimiento de las formas estatales se trata principalmente como un producto de dichos desórdenes y ofrece un motivo para que su resolución a largo plazo desemboque en los sistemas políticos más estables de principios del siglo XVI. Podemos preguntarnos, en cualquier caso, si estas interpretaciones han obtenido tanto sustento de las antiguas historias sobre el declive y la recuperación como han acabado contribuyendo a ellas. A pesar de todo su potencial, descansan sobre presunciones problemáticas y, más allá de lo que puedan ofrecer en el campo más amplio del cambio de lo «medieval» a lo «moderno», la mayoría de ellas ayudan sorprendentemente poco a explicar el curso de los acontecimientos y los desarrollos políticos del propio periodo de los siglos XIV y XV. Como consecuencia de ello, la historia política paneuropea permanece esencialmente sin sentido: una sucesión aleatoria de gobernantes fuertes y débiles, generada por los antojos de la herencia; incesantes juegos de facciones, que ascienden y se derrumban cuando la riqueza y el poder son redistribuidos y las redes se forman o vuelven a formar; una serie de guerras y luchas dirigidas por los instintos codiciosos y agresivos de las dinastías, las compañías mercantiles o las élites urbanas. Espero haber expuesto los suficientes argumentos como para sugerir que es necesario acercarse a los procesos políticos del periodo de una manera diferente –un acercamiento distinto que, de hecho, ya está presente en la mayoría de obras de ámbito nacional o regional–. En cualquier caso, antes de abandonar la historiografía y pasar a exponer las bases de una nueva posible interpretación, me gustaría mencionar un último problema que afecta a la mayor parte de la bibliografía existente. Es uno muy habitual: el alcance restringido de la «Europa» que se describe.

Generalmente, la historia europea medieval se ha interesado ante todo por el área actualmente ocupada por Francia, Alemania e Italia, con Gran Bretaña (o más bien Inglaterra), los Países Bajos y la península Ibérica en un lugar secundario, y cualquier otra zona muy por detrás en cuanto a cobertura e importancia. Las versiones actualizadas de Hay y Waley incluyen capítulos especialmente encargados sobre los reinos al este del Elba (aunque apenas sobre Escandinavia), pero el libro de Holmes está básicamente restringido a las tierras carolingias centrales y el Mediterráneo: siendo un trabajo para el mercado británico, excluye Inglaterra e ignora el resto del archipiélago.53 Evidentemente, han habido serios obstáculos para incorporar la historia de la Europa Septentrional y Oriental a las obras escritas en Occidente: el conocimiento limitado de las lenguas nórdicas y eslavas entre los occidentales; la imposición de la ideología oficial marxista-leninista entre los historiadores del bloque oriental; la dificultad de acceso a los archivos y el relativo subdesarrollo de la historia política medieval en algunas de esas regiones. Muchos de estos obstáculos comenzaron a poder ser superados a partir de las décadas de 1960 y 1970 –cuando se escribió la generación actual de manuales–, y los volúmenes de la NCMH, por ejemplo, contienen tratamientos actualizados en inglés de todas las formaciones políticas de la órbita europea. Los estudios adecuadamente comparativos e integradores han comenzado a darse en ciertas áreas, generalmente en aquellas en las que el encaje con el resto de Europa es casi ineludible –por el comercio y la circulación monetaria, por ejemplo, o por el destino divergente del campesinado entre Oriente y Occidente–, al tiempo que los volúmenes de la European Science Foundation sobre los orígenes del estado moderno también han realizado serios esfuerzos por incorporar a su análisis una Europa más amplia. Pero, aun así, todavía hay muchos retos para cualquier historiador que desee implicarse en un trabajo de este tipo. Naturalmente, la historiografía de la Europa Septentrional y Oriental también está llena de mitos nacionalistas, algunos en paralelo a los de Occidente y otros confrontados, mientras que dichos nacionalismos, al mismo tiempo –y en algunos campos–, también se han visto revitalizados como consecuencia de la historia reciente de aquellos países. Por otra parte, los intentos de los historiadores occidentales por recobrar aquellas historias tradicionalmente subalternas pueden tender a reforzar la división del continente al centrar exclusivamente su atención en la «Europa Centro-Oriental», en los «Balcanes» o en «Escandinavia», ignorando, o simplificando, las interacciones entre estas regiones y las formaciones políticas del oeste y del sur. En relación con todo ello, ciertamente no es fácil para el escritor de un manual identificar paralelos y discernir diferencias de una forma en la que pueda liberarse de las narrativas que discute y en la que, al mismo tiempo, evite la exageración, la subestimación o el desacuerdo, haciendo parecer que su propia explicación sea irrefutable.

3. LAS ESTRUCTURAS

Hemos sugerido en las páginas anteriores que los historiadores deberían prestar más atención a las estructuras y procesos políticos cambiantes de la Europa bajomedieval. Esto, por supuesto, es lo que han intentado las historias recientes sobre la formación estatal, pero no es necesario encuadrar –casi podríamos decir «incrustar»– la historia estructural de la política en la noción de estado.54 Como hemos sugerido, hubo muchas formas, prácticas y procesos políticos aparte de los que alimentaron al estado o de los que son comúnmente asociados con sus operaciones en las mentes de los historiadores. Ni, tampoco, las estructuras de autoridad y de poder, o incluso de gobierno, estaban necesaria o coherentemente coordinadas del modo que un término como el de «estado» puede implicar. Aunque los estados hubieran emergido durante este periodo, como algunos autores desean demostrar, no queda claro que dicho proceso sea un eje útil para abordar la historia política; de hecho, organizar el relato de esa manera podría hacer que explicar el surgimiento de los estados fuera finalmente más difícil, en vez de más fácil. Por el contrario, es más probable que una perspectiva con un final más abierto sobre las estructuras políticas cambiantes del periodo pueda ofrecer no solo una narrativa nueva y plausible, sino también una mejor explicación de los desarrollos del propio periodo.

La palabra «estructura» es una de esas que pesa, y tal vez necesite de alguna explicación previa. La uso para referirme a los marcos, formas y patrones en los que tuvo lugar la política; marcos, formas y patrones que condicionaron dicha política y que tuvieron también cierto papel a la hora de causar, así como de explicar, la acción política –porque proporcionaban herramientas, soluciones, ideas o posibilidades a los políticos–. Entre las más habituales de aquellas estructuras estaban las instituciones políticas y sociales sobre las que la atención histórica ya se ha prodigado: reinos, imperios, iglesias, comunas, principados, ligas, gremios, compañías, estamentos, tribunales, señoríos, dinastías, afinidades, partidos, etc. Dentro de ellas, y en ocasiones trascendiéndolas, había otras estructuras institucionales o subestructuras: redes de tributación, representación, administración y organización militar; jerarquías formales e informales; organismos de comunicación, explotación o regulación. Quizás valga la pena destacar que los acuerdos informales también pueden ser vistos en términos estructurales, incluso institucionales: las relaciones y prácticas de gracia o de servicio, el señorío o la asociación, descansaban igualmente en códigos y expectativas, reflejaban modelos y poseían toda clase de rasgos típicos; podemos destacar los aspectos interpersonales y flexibles de dichas estructuras para diferenciarlas de las rutinas y procedimientos más estandarizados, como los vinculados a las burocracias, pero también podemos reconocer sus formas comunes sin forzar demasiado sus variaciones –una afinidad, alianza o bando era tan parecida a otra afinidad, alianza o bando como una cancillería, un código legal o un rey a sus equivalentes–.

La historia política no puede quedar restringida a las organizaciones de poder que existieron físicamente; también debe ocuparse de los lenguajes e ideas y de las estructuras que se pueden identificar en dichas áreas. Hubo, por ejemplo, grandes cuerpos de terminología y razonamiento interconectados, como los derechos romano y canónico o las obras de Aristóteles y Agustín de Hipona. Fueron algunos de los grandes marcos del pensamiento político de la época –sus «lenguajes», como los ha denominado Antony Black–.55 Pero si nos interesamos por el uso político y social de las ideas, también debemos considerar otros formatos habituales de expresión, como los sermones, los romances, las cartas o los manifiestos. Estos influyeron en la presentación y conexión de las ideas, canalizándolas hacia tipos particulares de audiencia y creando tipos particulares de impacto: una vez Heiko Oberman llamó la atención sobre la cualidad «fraternal» de la religión en el siglo XIV, pero, como veremos, la predicación de los frailes tenía efectos mucho más allá de la propia esfera religiosa; los sermones de los mendicantes ayudaron a moldear la manera en que se explicaba el poder ante los públicos nacientes del periodo y también ante la posteridad, a través de crónicas y otros documentos moralizantes.56 Más allá de todas estas estructuras, aún hay otras: un sinfín de imágenes recicladas, narrativas y topoi que simplificaban y moldeaban la presentación de la realidad, como, por ejemplo, las convencionales fórmulas de las vidas de santos, los supuestos derechos y virtudes (o vicios) de los reyes, el repertorio de malvados consejeros con los que hemos iniciado la introducción, etc. En conjunto, se puede considerar que estas formas y patrones, físicos, mentales y lingüísticos, eran las unidades básicas a través de las que se dirigía la política bajomedieval: ayudan a explicar por qué la política de estos siglos siguió los cursos que siguió y por qué y cómo cambió a lo largo del tiempo.

Las aproximaciones estructurales han conllevado muchas críticas. En primer lugar, no queda claro que los paralelos entre cosas similares –los tribunales de los reyes de Inglaterra y Francia, por ejemplo– puedan ser tratados de manera útil como variaciones de un mismo tema: quizás las diferencias sean más importantes que las similitudes y que no sean solo espaciales, evidentemente, sino también temporales; con estructuras que se disuelven, fusionan y reforman con el paso del tiempo, las continuidades percibidas pueden proceder de distorsiones del observador. O quizás la contingencia sea tan importante a la hora de determinar lo que sucede que cualquier intento de modelar el desarrollo de instituciones similares esté condenado a ser inexacto y demasiado esquemático. Son viejos problemas.57 El argumento de este libro, en cualquier caso, será que podemos ganar más que perder a través de una aproximación estructural a este periodo concreto; algunas de las razones para esta postura se avanzarán más adelante, pero primero parece lógico detenernos en algunas de las objeciones más habituales que se realizan a los relatos estructurales.

Las obras que enfocan la atención en estructuras particulares han generado críticas por ponerlas en el centro y cosificarlas o esencializarlas de manera excesiva –como la propia crítica que hemos expuesto anteriormente respecto a las historias sobre la formación estatal–. El influyente trabajo de Otto Brunner ha experimentado esta objeción, ya que sus críticos dudan de que la «comunidad de la tierra» (land) que identificó en la Austria bajomedieval tuviera una existencia real, y destacan que el «señorío» (herrschaft) que suministró otra de las estructuras principales de su obra era un término que los coetáneos no utilizaban.58 Se han realizado críticas similares al relato de Georges Duby sobre el mallus publicus –el tribunal público cuyas presuntas alteraciones en el siglo XI en el Mâconnais están en el núcleo de su identificación de la mutation féodale–.59 Pero el objetivo del presente libro es tener en consideración muchas estructuras diferentes, o, más bien, proponer que hubo una significativa cantidad de formas comunes a través de Europa que interactuaron de diversas maneras para producir patrones particulares en la política del continente. Las estructuras por las que estaremos interesados, además, serán las que recibieron un reconocimiento coetáneo, una condición que reduce en algo la molestia de concretar, o inventar, lo que realmente no existía. Ni, tampoco, tenemos necesidad de asumir que las estructuras del periodo eran coherentes con un «sistema», como conllevan muchas tradiciones estructuralistas: de hecho, muchos de los testimonios bajomedievales apuntan hacia otra dirección –hacia un mundo en el que, de hecho, hubiera áreas de coherencia estructural, pero también abundantes divergencias e incompatibilidades–. En realidad, las interpretaciones estructurales pueden ayudar a poner en duda las interpretaciones esencialistas de otras clases. Por ejemplo, si reconocemos un reino, o una etnicidad, como una «estructura», más que como una unidad, lo convertimos en algo diferente y quizás más plausible –el objeto o la herramienta de la acción de los individuos, en vez de un sujeto sin complejidades–; podemos descubrir que dichas formas poseen o generan lo que Susan Reynolds denomina «solidaridad afectiva», pero no debemos considerar que su presencia estaba garantizada.60 Igualmente, también podemos evitar en parte el finalismo que frecuentemente hace que los relatos históricos de la motivación política sean poco convincentes: en lugar de especular sobre las creencias sinceras o las posturas cínicas de los políticos, podemos poner más énfasis en la variedad de estructuras a través de las que actuaban. Los hombres de la generación de Villena y Warwick, con quienes hemos empezado este capítulo, han sido condenados como ambiciosos y egoístas porque se levantaron en favor de programas públicos que posteriormente dejaron de apoyar, pero esto equivale a infravalorar y tergiversar en gran medida su dilema. Dichos programas eran lo que la retórica y los marcos políticos del periodo fomentaban; recibieron el apoyo de muchos otros grupos de poder y no solo (puede que incluso ni mayoritariamente) de los magnates que los lideraban; chocaron con otras estructuras, como la corona y todos aquellos poderes, redes e intereses que esta representaba, y normalmente socavaron la seguridad aristocrática, más que incentivarla. No sorprende, pues, que las iniciativas de la década de 1460 tuvieran resultados mixtos: los incognoscibles objetivos de sus supuestos líderes juegan únicamente una parte diminuta en la explicación de aquellos episodios.

Otra faceta de las interpretaciones estructurales que ha provocado críticas es el hecho de que el nivel estructural –normalmente el económico– sea a veces considerado como un nivel fundamental que cambió muy lentamente, o nada, y modeló en sentido amplio y básico las actividades supuestamente más superficiales de la cultura y la política. Esto ha generado la crítica de que tales acercamientos son apriorísticos y no se pueden falsar: preceden a la lectura de la prueba y nadie los puede verificar excepto sus autosatisfechos creadores. Pero no está claro que las estructuras tengan que ser fundamentales para ser reconocibles o para afectar a los comportamientos. Por otra parte, las formas y patrones tratados en este libro serán, hasta donde se pueda, empíricamente demostrables y abiertos al cuestionamiento empírico. También, de manera significativa, serán estructuras políticas, no económicas. Durante la mayor parte del siglo pasado, la historia estructural asumió la primacía de las presiones y marcos socioeconómicos sobre la política, pero, como han llegado a admitir los historiadores influenciados por la Escuela de los Annales –que han sido los principales exponentes de dicha clase de historia, junto a los marxistas–, «la política y las instituciones pueden contribuir por ellas mismas a la comprensión de la propia política y las propias instituciones».61 No se trata, por supuesto, de que la política sea un proceso totalmente independiente, sino del hecho de que necesita aprehender y dar preeminencia a sus propios patrones de causación e interacción, junto a otros. Es interesante que Wolfgang Reinhard haya desarrollado un modelo de causación política en paralelo al modelo de tres niveles de Fernand Braudel. Hay una «base» o «macro-nivel», compuesto por las influencias sociales más amplias; una «estructura» o «meso-nivel» de «procesos autónomos», determinado por las instituciones y paradigmas predominantes, y una «superestructura» o «micro-nivel», constituido por las operaciones a corto plazo de los individuos y grupos de interés.62

Finalmente, las interpretaciones estructurales han tenido normalmente problemas con la acomodación del cambio: si la acción está influenciada por la estructura, ¿por qué hay cambios? Si aceptamos que hay muchas estructuras en juego y que eran incompletas y estaban solapadas entre sí, no es difícil comprender que las propias estructuras estarán sujetas a procesos de adaptación y manipulación. Cualquier hombre que quisiera llevar un caso legal durante nuestro periodo sabía que debía contar con las estructuras de la ley y de los tribunales, pero también podía buscar ayuda en el señorío, los amigos o los profesionales. Estas estructuras diferentes se desarrollaban relacionándose parcialmente las unas con las otras: las leyes se modificaban para dar cobertura a la variedad cambiante de quejas o para estimular o anticipar las actividades extralegales y semilegales de los señores, amigos y abogados; los tribunales modificaban su estatus o sus procedimientos cuando se enfrentaban a la competencia de otros tribunales o sentían la influencia de nuevas leyes o de órdenes ejecutivas; las redes de amistad y señorío cambiaban con el clima social, legal y judicial, etc. Estos procesos de interacción y adaptación no eran infinitos –si lo hubieran sido, las estructuras no habrían tenido apenas significado–, pero eran suficientes como para explicar los cambios, como el crecimiento de la jurisdicción equitativa administrada de manera central (y su tendencia a convertirse en formal, para lo que eran necesarias más disposiciones) o la gradual centralización de la interferencia política en la justicia, así como su reenfoque por parte de los usuarios hacia las argucias legales, más que hacia las amenazas y sobornos.

Más allá de su conjunto de fortalezas y debilidades, parece que las interpretaciones estructurales, tienen algunas ventajas particulares para el historiador de la política bajomedieval. Ya hemos indicado una: la política de este periodo ha quedado poco conceptualizada y poco explicada, de modo que un acercamiento estructural puede prestarle un molde, un cierto rigor. Pero también hay otras razones firmemente arraigadas en las realidades pretéritas. Como hemos visto, los hombres y las mujeres de la Baja Edad Media estaban claramente expuestos a una variedad de marcos y entidades, muchos de los cuales estaban real o potencialmente en conflicto. Nuestro hombre en busca de justicia, por ejemplo, probablemente podía elegir entre diversos cuerpos diferentes de leyes y costumbres; con un poco de ingenio y algunas conexiones útiles, podía tener acceso a un amplio conjunto de tribunales diferentes, tribunales que no estaban mayoritariamente organizados en jerarquías claras; también podía buscar ayuda extralegal, como hemos visto, y la de diversas posibles entidades diferentes –la parentela, los amigos, los señores o patrones, los vecinos, los socios de negocio, etc.–. Esta multiplicidad de estructuras, presente en muchas esferas de la vida social y política, no solo en la judicial, ayuda a explicar rasgos habituales del periodo, como la tendencia de las grandes colectividades a experimentar altibajos, incluso a fragmentarse, o de las lealtades a ser flexibles y limitadas. Puede proveer algunas razones sobre la adhesión a asociaciones y métodos de mantenimiento de la paz informales y, además, también da indicios, a través de las estructuras jurisdiccionales en pugna, sobre los fundamentos de los conflictos y la escalada de las disputas.

Otras razones por las que las interpretaciones estructurales pueden ser útiles están en relación con los hábitos de pensamiento y expresión de la época. Analizaremos esto más adelante, pero algunos rasgos bien conocidos de la cultura bajomedieval, como el deseo común de basar la acción en la autoridad adecuada, la tendencia a lo sistemático en el pensamiento académico, la celebración y circulación de un número bastante limitado de textos mayores, los sesgos particulares de la educación bajomedieval o la «restringida capacidad de leer y escribir» que caracterizó a la sociedad política del periodo, se conjugaron estimulando el reconocimiento, la preservación y la transferibilidad de estructuras entre áreas y grupos diferentes. Esto no previno la mutación –todo lo contrario–, sino que significó la reproducción de formas comunes reconocibles a lo largo del continente. La consideración de estas estructuras ayuda a revelar las dinámicas que guiaron la política. Por supuesto, también nos ayuda a interpretar las evidencias. Cuando observamos que tanto Felipe IV de Francia (1285-1314) como Juan II de Castilla (1406-1454) son descritos por los cronistas coetáneos como indolentes y aficionados a la caza, podríamos percibir un topos en funcionamiento, más que una presentación fidedigna de la realidad; yendo más allá, podríamos reconocer tales observaciones, entre otras cosas, como formas de capturar el surgimiento de marcos de gobierno más burocráticos, que en determinados sistemas políticos podían aparecer bien rescatando al gobernante de su actividad a tiempo completo, o bien diluyendo el criterio y la energía personal en el acto de gobernar. El tono de queja y frecuentemente crítico de muchos de los textos más «medievales» del periodo, así como la lascivia, el cinismo o el seudorrealismo asociados a las voces «renacentistas», han tenido una poderosa influencia en la manera en que los historiadores han visualizado y descrito la Baja Edad Media. Pero, como sugieren todas las obras especializadas, dichos textos necesitan ser leídos a través de la deconstrucción: a menos que conozcamos las rutinas retóricas y la herencia textual de los escritores del periodo, no podemos encontrar demasiado sentido a lo que escribían.

Finalmente, el posicionamiento de nuestro periodo tras los grandes movimientos nacidos en los siglos XI, XII y XIII ayuda a explicar por qué la atención a las estructuras, y a las estructuras comunes en particular, puede ser útil. Las tendencias internacionalizadoras del periodo –la difusión de una Cristiandad coordinada por el papado, la empresa de las cruzadas, las redes comerciales y de crédito establecidas por los italianos o catalanes– ayudaron a crear un espacio político y social común, por muy superficial e incompleto que fuera todavía. La enseñanza legal y teológica de Bolonia, París y Oxford, las escuelas notariales y retóricas u otros centros donde se educaban las élites administrativas europeas, las cancillerías de los papas y de los reyes, o la predicación de los frailes, esparcieron un conjunto particular de nociones y tecnologías por todo aquel espacio. «La formación de Europa» en este periodo de «formación de la Edad Media» prepara el escenario para los siglos que nos ocupan, tanto historiográficamente como históricamente.63 Historiográficamente, como hemos visto, el «crecimiento» y la «formación» fueron aproximadamente seguidos por la crisis, el declive y la recuperación o el renacimiento: en efecto, solo es posible construir narrativas de la formación haciéndolas acabar entre 1250 y 1350, cuando las limitaciones, divergencias, desviaciones y fracasos de los procesos «plenomedievales» todavía no parecían claros. Históricamente, por el contrario, el «crecimiento» y la «formación» simplemente continuaron: la contracción de la población del continente no significó una contracción de todo lo demás. Un estudio de la política de la Baja Edad Media debe comenzar, por lo tanto, con una visión general de las formas y estructuras heredadas de la «edad del crecimiento», y ese es precisamente el tema del capítulo siguiente.64

1 En inglés existen tres términos principales relacionados con el campo semántico de la política: politics, policy y polity. El primero, politics, se refiere a «la política» tal y como solemos entenderla en castellano, que envuelve los procesos, ideas y hechos políticos; el segundo, policy, hace más bien referencia a las normas y actuaciones que una institución puede imponer o desarrollar de manera concreta; finalmente, el tercero, polity, se refiere a los grandes sistemas políticos, con todo el conjunto de estructuras que permiten mantener formas de gobierno complejas. En general, aquí hemos traducido los dos primeros términos, politics y policy, como «política», mientras que para el tercero hemos utilizado la expresión «sistema político». De hecho, hemos traducido el título del libro The Making of Polities: Europe, 1300-1500 como La formación de los sistemas políticos: Europa (1300-1500); no es que en Europa no existieran «sistemas políticos» con anterioridad a la Baja Edad Media, pero el proceso que explica John L. Watts a lo largo del libro es, precisamente, el de la formación y desarrollo de unos «nuevos» sistemas políticos, más amplios, complejos, poderosos, integrados y coordinados, resultantes del desarrollo de las diversas estructuras y factores comunes a las sociedades bajomedievales europeas. Véase la explicación sobre el uso del término polity realizada por el mismo autor, más adelante, en las pp. 404-405. Por otra parte, sobre la traducción de los nombres de los personajes históricos que aparecen a lo largo del libro, véase el comentario realizado al inicio del índice toponomástico y temático, en la p. 483 [N. del t.].

2 B. Guenée: States and Rulers in Later Medieval Europe, traducción de J. Vale (Oxford, 1985), pp. 207-208.

3 G. Holmes, Europe: Hierarchy and Revolt, 1320-1450 (Londres, 1975), p. 12.

4 D. Hay, Europe in the Fourteenth and Fifteenth Centuries, 2.ª ed. (Harlow, 1989), pp. 25-26.

5 J. Heers, Parties and Political Life in the Medieval West, traducción de D. Nicholas (Ámsterdam, 1977), pp. 1-2.

6 Publicado en J. O. Halliwell (ed.), A Chronicle of the First Thirteen Years of King Edward the Fourth by John Warkworth D. D., Camden Society, serie antigua, 10 (Londres, 1839), pp. 46-51.

7 Memorias de Don Enrique IV de Castilla, edición de F. Fita y A. Bonilla, Real Academia de Historia (Madrid, 1913), vol. II, pp. 328 y ss.

8 Publicado en Diplomatarium Danicum 2.raekke, 8.bind, 1318-1322, edición de A. Afzelius et alii (Copenhague, 1953), n.º 176.

9 Les ordonnances des rois de France de troisième race, edición de E. de Lauri et alii, 22 vols. (París, 1723-1849), vol. I, pp. 562-563.

10 Ordonnances, vol. I, pp. 354, 562; English Historical Documents, vol. III, edición de H. Rothwell (Londres, 1969), pp. 485-486.

11 R. W. Southern, Western Society and the Church in the Middle Ages (Londres, 1970), cap. 2.II; D. Nicholas, The Evolution of the Medieval World, 312-1500 (Londres, 1992).

12 Citas en J. L. Watts (ed.), The End of the Middle Ages (Stroud, 1998) y D. Nicholas, The Transformation of Europe, 1300-1600 (Londres, 1999), p. I.

13 Holmes, Hierarchy and Revolt, p. 11: «Muy a grandes rasgos, este libro trata sobre la transición de la Europa “medieval” a la del “Renacimiento”».

14 W. K. Ferguson, Europe in Transition, 1300-1520 (Londres, 1962), p. vii.

15 Los títulos y subtítulos de dichos capítulos han sido tomados de D. Waley y P. Denley, Later Medieval Europe, 1250-1550, 3.ª ed. (Londres, 2001) y J. Le Goff, The Birth of Europe, traducción de J. Lloyd (Oxford, 2005).

16 Las obras claves son las de R. Brenner, «Agrarian Class Structure and Economic Development in Pre-Industrial Europe», Past and Present, 70 (1976) (véase también The Brenner Debate, edición de T. H. Aston y C. H. E. Philpin (Cambridge, 1985)); R. Hilton, Bond Men Made Free (Londres, 1973); G. Bois, The Crisis of Feudalism (Cambridge, 1984); É. Perroy, «Les crises du XIVe siècle», Annales ESC, 4 (1949), 167-182; R. Boutruche, La crise d’une société (París, 1947); J. Heers, L’Occident aux XIVe et XVe siècles: aspects économiques et sociaux (París, 1963); M. Mollat y P. Wolff, The Popular Revolutions of the Late Middle Ages (Londres, 1973).

17 La frase es de Philippe Contamine, «The French Nobility and the War», en K. Fowler (ed.), The Hundred Years War (Londres, 1971), pp. 135-162 (en la p. 151).

18 Perroy, «Crises», p. 168.

19 S. R. Epstein, Freedom and Growth. The Rise of States and Markets in Europe, 1300-1750 (Londres, 2000), pp. 38 y 41-46; J. Goldsmith, «The Crisis of the Late Middle Ages, The Case of France», French History, 9 (1995), pp. 417-450.

20 Véanse, por ejemplo, P. Charbonnier, «La crise de la seigneurie à la fin du moyen âge, vue de l’autre France», en Seigneurs et seigneuries au moyen-âge, Actes du 117e Congrès Nationale des Sociétés Savantes (París, 1995), pp. 99-110; T. Scott, Society and Economy in Germany, 1300-1600 (Basingstoke, 2002), pp. 153-166.

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