Читать книгу: «La formación de los sistemas políticos», страница 3

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Otra vez, sin embargo, esta visión condenatoria del periodo merece un examen más atento. La guerra, sin duda, es siempre espantosa, ¿pero fueron las guerras de los siglos XIV y XV mucho peores que las anteriores? Gran parte de ellas no parecen haber sido tan enormes, frecuentes y destructivas como las del XVI o el XVII, pero la guerra no ha moldeado la interpretación de estos periodos de una manera tan desalentadora. Las estadísticas de Sorokin sobre la frecuencia de las guerras registran 311 para el siglo XV, 732 para el XVI y 5.193 para el XVII: por muy cuestionables que puedan ser sus datos, las diferencias en proporción son espectaculares, especialmente cuando se les suma la multiplicación por diez del número total de soldados en Europa entre 1500 y 1800.31 Si bien los ejércitos de finales del siglo XIII tenían ciertamente un tamaño considerable –Eduardo I llevó unos 30.000 hombres a Escocia en 1298, Felipe III 19.000 a Aragón en 1285, los florentinos tuvieron 16.000 en Montaperti en 1260 y los ejércitos de la batalla de Courtrai/Kortrijk de 1302 fueron probablemente de 10.500 cada uno–, las altamente móviles fuerzas del siglo XIV eran, en general, bastante más pequeñas.32 Eduardo III llevó poco más de 5.000 hombres a Francia en 1338, mientras que el Príncipe Negro tuvo quizás unos 8.500 hombres en Nájera en 1367 y Juan de Gante lideró unos 6.000 en su cabalgada de 1373; las Grandes Compagnies, que aterrorizaron el sur de Francia en la década de 1360, no eran más de 4.500 en su momento álgido, mientras que las compañías mercenarias más grandes de la Italia de mediados del siglo XIV no excedían los 10.000 combatientes.33 Es cierto que la Baja Edad Media experimentó largas e intensas guerras, ¿pero tan diferentes eran a los conflictos de Normandía en torno al año 1100 y la década de 1150 (o los de 1193-1204)?, ¿o tan distintos eran a la secuencia de guerras que se prolongó casi ininterrumpidamente en Italia desde la primera invasión de Barbarroja hasta la década de 1260? Los conflictos de los siglos XI y XII conllevaron normalmente abundantes saqueos, incendios y matanzas, y podemos cuestionar que las destrucciones causadas por las cabalgadas de Eduardo III, o por las guerras husitas, fueran realmente mayores que las de las cruzadas anticátaras de las décadas de 1210 y 1220, las invasiones mongolas de 1240, las guerras ibéricas de 1229 a 1265 o, por otra parte, que las de las guerras italianas de los decenios posteriores a 1494. Por lo que respecta a la brutalidad, Malcolm Vale sugiere que –dejando a un lado las guerras civiles– la más discernible corresponde a la violencia del final de nuestro periodo, es decir, a partir de las últimas décadas del siglo XV, que es, en este sentido, la época en que el tamaño de los ejércitos volvió a aumentar y se renovó la función de la infantería.34

Podemos cuestionar, por tanto, que los siglos XIV y XV fueran testigos de una expansión significativa de la guerra. Una razón por la que el periodo anterior se considera como relativamente pacífico es que muchos de sus conflictos tuvieron lugar fuera de Francia, o se resolvieron en favor de la corona de los Capetos, por lo que han tenido un impacto menos negativo en la historiografía francocéntrica. Por otra parte, también es importante recordar que incluso un conflicto como la Guerra de los Cien Años comportó largos periodos de tregua y que respetó grandes áreas de Francia (por no hablar de Inglaterra, Escocia o España). Incluso en el siglo XIV la guerra se mantuvo como un fenómeno localizado y la cultura de las parcialidades y los enfrentamientos que comúnmente invocan los historiadores para generalizar su extensión fue, en todo caso, más o menos endémica por casi todo el continente, como ha señalado de manera reciente Howard Kaminsky.35 Hay un aspecto muy revelador de la insistencia de la corona francesa en que la guerra «privada» debía abandonarse durante los periodos de guerra «pública» o del rey: sugiere que los problemas con los routiers y écorcheurs eran más habituales en las sociedades fragmentadas y militarizadas de la periferia francesa de lo que podríamos imaginar.36 Igualmente, las diversas exacciones impuestas sobre el campesinado francés por parte de señores armados, captores de botín y jefes militares son, por un lado, difícilmente separables de las tradicionales tailles señoriales y, por otro, de los nuevos impuestos reales.37 Es cierto que la violencia marcial se organizó de una manera distinta durante la Baja Edad Media –las bandas y los ejércitos se unieron mediante mecanismos diferentes y algunas de estas organizaciones adquirieron nuevos tipos de poder o de perdurabilidad– y no sorprende que en ocasiones los coetáneos reaccionaran con protestas amargas ante dichos cambios. Pero dichos factores nos pueden aportar más información sobre las transformaciones de la tecnología política, la opinión pública o los discursos predominantes que sobre el nivel real de violencia en la sociedad.

Esto lleva a una importante acotación sobre las fuentes materiales. Contamine comienza su análisis sobre la guerra en expansión de los siglos XIV y XV destacando una explosión de pruebas, pero este destacado factor no refleja simplemente el aumento de los conflictos: sobre todo, es testimonio de un aumento de la escritura, de unos gobiernos en crecimiento y de las propias expectativas generadas durante el periodo. Lo mismo pasa seguramente con el incremento de las pruebas sobre el desorden: cuantas más intrusiones judiciales y mayor registro documental hubo, más pruebas de violencia y criminalidad tenemos, y mayor el horror aparente mostrado por la sociedad, cuyos comentaristas ajustaron rápidamente sus expectativas para reflejar el fracaso recurrente de lo que la legislación real prometía respecto al orden público. Los historiadores ingleses están familiarizados con las formas en las que los resortes ofrecidos por el sistema judicial estimularon tipos particulares de alegación: si acusar a alguien por agresión «con fuerza y armas» permitía que el juicio fuera elevado a un tribunal más alto y poderoso, entonces había buenas razones para realizar dicha acusación, independientemente de lo que hubiera sucedido en realidad.38 Como K. B. McFarlane señaló hace mucho tiempo, «es la propia riqueza de sus fuentes la que ha dado una mala reputación a la Baja Edad Media».39 Cuando miramos con más atención al mundo anterior al año 1300, a menudo lo encontramos tan brutal y desordenado como el periodo posterior: era más amable con las clases altas, pero eso explica más cosas sobre la relativa concentración de poder en manos aristocráticas que sobre el aparente orden público. La Europa de la Alta y la Plena Edad Media pudo diferir más del periodo subsiguiente en los testimonios que dejó y en los mecanismos limitados por los que fue gobernada que por sus principios políticos generales.

El surgimiento del «Estado»

Quizás el mayor problema de dar demasiado poder causal a la guerra resida en el hecho de que en realidad la guerra era simplemente una consecuencia. Las guerras de los siglos XIV y XV fueron producto no solo de la violencia, sino también de un desarrollo conceptual y gubernamental –del crecimiento de las jurisdicciones centralizadas, las intrusiones gubernamentales y la capacidad administrativa–. Así pues, explicar la política de la Baja Edad Media en términos de guerra es, en cierto sentido, explicarla en términos de crecimiento estatal. Esto nos lleva directamente a la tercera gran narrativa sobre el periodo bajomedieval: su papel como lugar de nacimiento del «Estado moderno».

Hasta hace relativamente poco los relatos sobre la formación estatal obviaban en general la Baja Edad Media. Obras clave como Lineages of the Absolutist State (1974) de Perry Anderson o la colección de Charles Tilly sobre The Formation of National States in Western Europe (1975) se centraban en un periodo que se iniciaba a finales del siglo XV, y cuando los medievalistas alegaban unos orígenes previos comúnmente llamaban la atención sobre el periodo anterior a 1300.40 En la formulación clásica del historiador estadounidense Joseph R. Strayer, por ejemplo, los logros judiciales, administrativos y financieros de los reinos plenomedievales fueron fundamentales en la construcción de los estados modernos, pero quedaron frenados por los problemas de los siglos XIV y XV: durante casi doscientos años cesaron las innovaciones gubernamentales y el «Estado soberano» dejó de realizar progresos hasta que la relativa prosperidad y paz social de finales del siglo XV permitió la recuperación.41 Por tanto, conectaran o no con la Edad Media, las viejas historias del «Estado» encajaban pulcramente con la narrativa tradicional de la estagnación bajomedieval y la recuperación renacentista; con todo, a partir de la década de 1970 hubo entre los medievalistas dos vías de reflexión alternativas –una derivada del interés por la guerra y la otra de una maniobra deliberadamente revisionista de Bernard Guenée– que llevaron a realizar interpretaciones distintas.

La concisa observación de Tilly, «la guerra hizo el estado y el estado hizo la guerra», refleja un razonamiento apuntado por Strayer, y su primera mitad, en particular, ha quedado reflejada en el trabajo de diversos historiadores que han explorado el papel de la guerra en la configuración de la evolución política y gubernamental de la Baja Edad Media.42 En determinadas interpretaciones, como las de Gerald Harris sobre Inglaterra, lo dinámico es positivo: las tensiones de las guerras de los siglos XIII y XIV produjeron desarrollos fiscales y de representación que forjaron una comunidad política cohesionada.43 De manera más común, en cambio, la visión suele ser neutral o negativa: el «estado de la ley» de Richard W. de Kaeuper, modelado sobre las ideas de Strayer y que avanzaba netamente en torno a 1300, habría sido perturbado y parcialmente anulado por las guerras del siglo XIV, incluso a pesar de que el «estado de la guerra» que emergió en dicho periodo hubiera mostrado ciertas fortalezas, especialmente en Francia.44 En cualquier caso, todas estas interpretaciones tienden a reafirmar la visión de que la guerra es el gran motor de la vida política bajomedieval y eso mismo queda reflejado en las obras de síntesis, que tienden a narrar los principales progresos de la fiscalidad y la representación presentándolos sobre todo como un subproducto de la presión bélica. Por consiguiente, aunque la mayoría de los manuales documenten el innegable crecimiento de las instituciones fiscales y políticas durante el siglo XIV, lo hacen de una manera esencialmente alejada de la política doméstica. Esto, a su vez, tiene serias consecuencias tanto para la historia de las instituciones como para la de la política, de modo que la primera parece casi exclusivamente conducida por las exigencias de la actividad militar, mientras que la segunda queda reducida a una narrativa de buenos reyes, malos reyes, facciones y patronazgo.

Bernard Guenée tomó un camino bastante distinto. En varios ensayos publicados en la década de 1960 y en su libro de 1971 sobre Les États, lanzó una poderosa y multifacética crítica contra las antiguas obras que hablaban del crecimiento estatal. Una parte esencial de su interés era apartarse del énfasis en «la transición» que realizaban los relatos del periodo. Pensó que las formas de estado de la Baja Edad Media debían ser vistas en sus propios términos, como algo distintivo de los siglos XIV y XV. Lo que en su visión caracterizaba a los estados de este periodo era un tipo de dualidad: la prominencia equivalente del gobernante, por un lado, y del país, la nación o la comunidad, por el otro, en las ideas y estructuras de la época. El primero era normalmente un príncipe; el segundo estaba parcialmente representado por organizaciones estamentales, pero también podía manifestarse a través de redes aristocráticas o revueltas populares. La cultura política prescribía el «diálogo» como la mejor manera para hacer funcionar dicha estructura dual, y el desarrollo de las instituciones gubernamentales y las prácticas políticas del periodo se combinaron para asegurar que aquella fuera ciertamente la figura clave de la evolución política. Una consecuencia del intento de Guenée por rescatar el periodo de la posición que ocupaba en las narrativas de gran escala fue que se centró más en describir las estructuras de los estados bajomedievales que en explicarlas u observar sus transformaciones con el paso del tiempo. Con todo, su obra no está desprovista de un elemento narrativo y, como se ha indicado anteriormente, ofrece, de forma esquemática, un modelo de tres fases para el periodo. Según proponía, desde finales del siglo XIII a mediados del XIV se habría producido un largo periodo de crecimiento burocrático que incluía la aparición de oficinas de gobierno y la multiplicación de los oficiales, lo que acabaría favoreciento a los estados regios y estimulando la conciencia nacional, aunque no hubiera una continuidad. Las crisis de las décadas de 1340 y 1350, causadas por las pestes, la guerra y la escasez de plata, habrían frenado el desarrollo gubernamental e introducido un segundo periodo de cincuenta a setenta y cinco años protagonizado por las órdenes caballerescas, las instituciones representativas, las revueltas populares y la concesión de privilegios a nobles, municipios y provincias. Estas tendencias descentralizadoras habrían producido una corriente democrática que habría alcanzado una especie de cénit en torno a 1400, aunque el caos que acompañaría los acontecimientos posteriores, como el «movimiento conciliar», la revolución husita de Bohemia o las luchas entre los Borgoña y los Armañac en Francia, habrían llevado a un tercer periodo de reafirmación monárquica, que ganaría fuerza a partir de 1425 aproximadamente. En muchos sentidos, la Baja Edad Media habría finalizado con un regreso a la situación de finales de siglo XIII –reyes fuertes que gobernaban mediante burocracias nacionales–, pero con ciertos avances permanentes por la experiencia de aquellos dos siglos: un sentido más fuerte del estado nacional, quizás, y una sociedad más organizada y estratificada.

Estas ideas llegaron demasiado tarde como para causar un impacto notable en el contenido de los manuales británicos, que fueron redactados mayoritariamente en la misma época. En todo caso, además, a pesar del refrescante razonamiento que había detrás, el modelo de tres fases de Guenée se basaba en ciertas explicaciones habituales sobre el cambio constitucional que recordaban a las antiguas narrativas de crisis y recuperación. En su énfasis en el diálogo, sin embargo, y en su serio intento de conectar con la sociedad política y con la cultura política (o con los propios procesos políticos en sí mismos), el trabajo de Guenée anticipó en cierta manera los proyectos europeos de estudio del crecimiento estatal iniciados por Jean-Philippe Genet y Wim Blockmans en la década de 1980. Gracias a la iniciativa de estos, ha empezado a emerger un relato comparativo más rico y razonado sobre la formación de los estados europeos en la Baja Edad Media. Los volúmenes temáticos publicados por la European Science Foundation abarcan de 1200 a 1800 y prestan una atención variable a nuestro periodo, pero, en cualquier caso, el «modelo de funcionamiento» de Genet sobre la «génesis» del estado moderno está directa y sensiblemente relacionado con los siglos XIV y XV, y ha ejercido una influencia muy amplia, en particular en Francia y en España.45 En esta interpretación el nacimiento del estado moderno se da aproximadamente entre 1280 y 1360, y su factor clave es, nuevamente, la presión de la guerra y los mecanismos fiscales y de representación vinculados a ella. Los cambios socioeconómicos, que junto al desarrollo de la fiscalidad estatal erosionaron la independencia política de los señores feudales, facilitaron su crecimiento y aseguraron que las jerarquías sociales informales se remodelaran en torno a las estructuras estatales en expansión, buscando controlarlas más que rechazarlas. Este patrón, conocido como bastard feudalism en la historiografía inglesa, pudo implicar alguna perturbación del poder estatal, pero Genet destaca que también ayudó a confirmarlo y a esparcir su influencia entre la sociedad; así, la ambivalente relación entre gobierno y sociedad política puede ayudar a estructurar y explicar tanto los convulsos hechos políticos de la Baja Edad Media como su resultado a comienzos del siglo XVI en un tipo de estados con menos impugnaciones y mayor centralización. De manera similar, el temprano desarrollo del estado secular habría tendido a producir conflictos con la Iglesia, pero en el largo plazo las técnicas clericales, el personal y en definitiva la institución en sí misma habrían sido asimilados con éxito. Finalmente, no habrían sido solo los factores sociales y políticos los que habrían determinado el progreso del estado, sino también los culturales. Genet pone un especial énfasis en tres desarrollos: la creación de una comunidad política nacional en diálogo con el príncipe, que sitúa en la década de 1290; la gradual evaporación del monopolio eclesiástico sobre los lenguajes del poder, en favor de una diversidad de campos discursivos, y la creciente preeminencia de un lenguaje específicamente político a finales de siglo XV. Ciertamente el estado afrontó problemas en dicho periodo y aún más tarde, pero constituía ya irreversiblemente el presente de la política europea.

Wim Blockmans, por su parte, presta más atención al papel de las ciudades en el desarrollo de los estados.46 Según argumenta, después de que una primera ola de formación estatal en los siglos XI y XII creara reinos y principados feudales, una segunda ola, vinculada a la comercialización del siglo XIII, habría producido un escenario más complejo, en el que los gobernantes pudieron crear a menudo gobiernos más poderosos, al tiempo que los municipios recién enriquecidos aprovecharon su concentración de capital y población para adquirir derechos políticos. En consecuencia, los siglos XIV y XV se habrían caracterizado por un espectro de formas políticas que iba desde las ciudades autónomas, allí donde los gobernantes eran notablemente débiles, hasta los reinos aristocráticos, allí donde los municipios estaban menos desarrollados. Entre ambos extremos se daría otra situación más habitual en la que unos reyes y príncipes razonablemente vigorosos se enfrentaban a unos municipios cuyo poder era sustancial, pero no arrollador. Normalmente, estos municipios se unirían con otros en ligas o estamentos representativos, lo que acabaría contribuyendo a una política de negociación con los gobernantes circundantes. A finales del siglo XV, sin embargo, las exigencias de los «sistemas estatales» en desarrollo llevarían a los gobernantes más poderosos a reunir ejércitos más grandes e imponer tributos más onerosos, mientras que la estagnación económica habría reducido la riqueza relativa y el poder de negociación de la mayor parte de los municipios. Bajo estas circunstancias, los municipios quedarían definitivamente subordinados, las instituciones representativas perderían gran parte de su vigor y surgirían así los «estados monárquicos consolidados».

Queda claro que todas estas interpretaciones conllevan ciertos avances muy notables respecto a la antigua bibliografía sobre la formación estatal. No solo reconocen la expansión de las instituciones gubernamentales y prestan cierta atención a la dinámica política del periodo, sino que además, como en el trabajo de Guenée, admiten tímidamente que el crecimiento de las formas estatales pudo contribuir a la complejidad y conflictividad política –quizás este sea el tema más importante que obvian el resto de obras históricas sobre el periodo–. Estos modelos van más allá de un enfoque estrechamente institucional y reconocen no solo la importancia de las ideas –al fin y al cabo la historiografía del siglo XIX ya lo había hecho–, sino también el papel de las estructuras y el comportamiento sociales, los patrones de comunicación y otros aspectos similares; en definitiva, ofrecen un relato mucho más completo y realista del crecimiento estatal. También abandonan las afirmaciones finalistas que caracterizaban la antigua bibliografía sobre el estado. Para un escritor como Joseph R. Strayer, el estado francés se habría construido por la acción deliberada y determinada de reyes como Felipe IV y sus instruidos ministros, pero en el modelo de Genet es en cambio una machine folle, un manojo irreflexivo de estructuras y nociones que se movía hacia delante por una mezcla de usos sociales y tendencias propias inherentes.47 Esto parece mucho más plausible y también evita el antiguo problema de la acomodación de los muchos valores y prácticas de los contemporáneos que no parecían tener en consideración los intereses del estado. Las acciones de Carlos V, que puso las bases de la fiscalidad permanente y el ejército nacional, pero también fomentó la existencia de los principados semiindependientes de Borgoña, Berry y Anjou, son mucho más comprensibles desde esta perspectiva y, de hecho, su comportamiento fue, como veremos, absolutamente característico de los líderes políticos de la época.

En el presente libro aceptaremos y seguiremos muchas de estas ideas, pero también señalaremos, a continuación, algunas de sus limitaciones. Un problema inmediato es la importancia causal otorgada a la guerra, cuando, como acabamos de indicar, las guerras del periodo fueron tanto la causa como la consecuencia del desarrollo político y constitucional. El papel de los conceptos legales y judiciales y de las instituciones, que se desarrollaron en muchas partes de Europa con bastante anterioridad al periodo 1280-1360 y seguramente guiaron muchos de sus conflictos, merece más atención en la explicación del progreso de los estados: de hecho, un lamento particular de Tilly era que las instituciones judiciales no habían sido tenidas en cuenta por su equipo de investigadores de la década de 1970.48 Igualmente, no puede ser suficiente decir que los gobernantes de finales del siglo XV tenían la obligación de imponer tributos más altos y reunir ejércitos más grandes por la presión de las guerras que se esperaba que mantuvieran: necesitamos saber por qué la escala de la guerra estaba en expansión y de qué manera los gobernantes fueron capaces de incrementar las peticiones sobre los recursos que estaban bajo su jurisdicción. La guerra puede ser una de las formas más drásticas en que los recursos políticos humanos se implementan y coordinan, pero está muy lejos de ser la única, de modo que una explicación de los procesos políticos centrada en la guerra implica tanta distorsión en la causación política como las que se centran en la lucha de clases.

Otros problemas provienen de la preocupación de estas obras por el nacimiento del estado moderno. Ha sido una preocupación de la historia académica desde sus orígenes en la cultura nacionalista del siglo XIX, cuando la historia política y constitucional se centraba en la evolución de los estados nacionales por entonces existentes. Dicha empresa conllevó toda una serie de sesgos y distorsiones: la imposición de las fronteras modernas en un mundo que estaba dividido de una manera distinta, o totalmente distinta; un énfasis en la singularidad nacional, a costa de obviar el extenso patrimonio común de los pueblos europeos, y un relato del desarrollo histórico que se centraba en la forja de la unidad política nacional. Esto último, en particular, significó que los actores que parecían trabajar en favor de los objetivos de los estados del siglo XIX (típica pero no exclusivamente reyes y ministros) fueran extensamente estudiados y celebrados, mientras que los actores, fuerzas y grupos que parecían actuar en contra de aquellos objetivos –municipios y magnates particularistas, imperios e iglesias universales, rebeldes, cortesanos o facciosos– fueron obviados y despreciados. La nueva bibliografía sobre el surgimiento de los estados escapa en gran parte a la vieja inevitabilidad nacionalista: presta mucha más atención que en el siglo XIX a ciertos sistemas políticos, como el ducado Valois de Borgoña, la Liga Hanseática o las ciudades y los estados territoriales de Italia; está dispuesta a hablar de «transformación» más que de «creación», y se muestra tan inclinada a examinar ideologías, gobiernos locales o relaciones entre regímenes y repertorios de protestas como a centrarse en la guerra y la fiscalidad.49 Un espíritu igualmente revisionista ha prevalecido en el tratamiento de los desarrollos políticos y gubernamentales de cada país: generalmente también se ha prescindido de los paradigmas del siglo XIX y ahora existen una gran cantidad de interpretaciones altamente sofisticadas y persuasivas que incorporan el crecimiento de las instituciones en los mecanismos de la sociedad política. Pero a veces el trabajo comparativo de la tradición Genet-Blockmans revela antiguos presupuestos. Dado que su relato central es el surgimiento de estados étnicos nacionales, dicha clase de narrativa tiende a observar el resto de formaciones de poder –la Iglesia y el Imperio universal, las otras iglesias, los principados, los estamentos, los municipios, las comunas rurales o las ligas– esencialmente en relación con aquellos Leviatanes emergentes. Incluso Guenée, que notablemente no mostraba interés por el camino hacia la modernidad, refleja esta tendencia a privilegiar el ámbito nacional, o «regnal» según el término utilizado por Susan Reynolds.50 El problema con esta interpretación es que diversas formas de poder europeas, como las jurisdicciones de tamaño considerable que existían por encima y por debajo de los estados, estaban experimentando muchos de los procesos que también experimentaban esos mismos estados en formación. En concreto, aquellas diversas formas de poder interactuaban directamente entre sí y no solo a través de mecanismos «regnales», por lo que hablar simplemente de «diálogo» puede resultar una simplificación drástica de la multiplicidad de relaciones políticas que había en un determinado territorio. Durante mucho tiempo, además, estas otras formas de poder tuvieron legitimidad objetiva y credibilidad para extenderse de manera similar a como lo hacían las autoridades «regnales», que fueron las que finalmente triunfaron. El propio Blockmans, como cabría esperar de un historiador de los Países Bajos, es altamente sensible a esta cuestión, pero incluso en su obra es difícil encontrar una vía de desarrollo entre el primer surgimiento de la negociación entre las autoridades principescas y urbanas a principios del siglo XIV y el triunfo de los «estados consolidados» a finales del XV; sin embargo, necesitamos saber por qué los marcos «regnales» fueron capaces de prevalecer, finalmente, sobre las otras estructuras estatales. El surgimiento de los estados nacionales ofrece, ciertamente, una ruta para navegar por los complejos procesos políticos de la Baja Edad Media, pero necesita ser entendido en relación con la política del periodo y compensado con el reconocimiento de otras clases de estados –y otras clases de crecimiento estatal– que configuraron dichos procesos políticos. Como mínimo, los desarrollos institucionales en otros niveles políticos deben ocupar un papel principal en la explicación de los conflictos del periodo: los états intermédiaires de Genet no solo propagaron una familiaridad con el estado del rey, sino que al mismo tiempo también facilitaron la resistencia a sus pretensiones y excesos.51

Existen también otros problemas. Genet, como la mayoría de los analistas modernos del estado, destaca lo mucho que los poderes seculares tomaron prestado de la Iglesia en la evolución de sus propios regímenes; no obstante, en su modelo la Iglesia es presentada como un tipo diferente de institución, un «otro» junto al que inevitablemente existía el estado secular en tensión, hasta que lo absorbió de manera efectiva a final de nuestro periodo. ¿Merece «la Iglesia» esta cualidad distintiva entre las muchas otras estructuras de poder que existieron junto al estado regio? Parece dudoso. Por más que hubiera legitimaciones y prácticas peculiares de las estructuras de poder eclesiásticas, muchísimas de ellas se compartían con otras formas políticas del periodo. Siguiendo a Maitland, Sir Richard W. Southern presentó a la Iglesia universal, como es sabido, como un «estado»; por otra parte, muchos historiadores se han preocupado igualmente por las pretensiones espirituales, incluso taumatúrgicas, de los reyes y otras autoridades.52 Southern procedió a señalar que las estructuras y mentalidades eclesiásticas cambiaron junto a las del resto de la sociedad y, en efecto, la política de la Iglesia papal –de hecho, de todas las iglesias– recuerda durante los siglos XIV y XV a las políticas laicas, incluso cuando interactuaba con ellas. Nuevamente, necesitamos distanciarnos de todo énfasis indebido sobre el estado «regnal»/nacional, reconociéndolo como una forma entre otras muchas del periodo: las estructuras de tipo estatal no derivaban necesariamente de él, ni eran suyas en exclusiva. De hecho, siguiendo este punto, podemos enfatizar que las prácticas de tipo estatal no eran la única manera, ni incluso la manera normativa, a través de las que gobernaban los reyes. La gracia era el medio característico a través del que se expresaba la autoridad personal, al menos en el contexto cara a cara en el que buena parte de la actividad política medieval se gestionaba todavía: justicia flexible, misericordia e ira, regalos, sobornos y compromisos, acuerdos tácitos o recompensas –a veces muy vagamente definidas– en expectativa de futuros servicios o de un beneficio inmediato, etc. Esta clase de poder tenía que ser ejercida a menudo –cada vez más– y tenía que ser justificada en ocasiones en contextos públicos, pero era una forma diferente de poder a la del «estado» y descansaba frecuentemente en legitimaciones, escenarios y medios diferentes. Cuando los reyes la ejercían con éxito, como hacían frecuentemente, es muy fácil confundirla con el avance del estado, pero la libertad que caracterizaba dicho modo de gobernar no encajaba a menudo con las expectativas y formalidades que acompañaban al poder estatal, y, en este sentido, su ineludible provisionalidad ayuda a explicar la fluctuación en la eficacia del gobierno en todas sus formas, tanto en este periodo como más adelante. Genet admite la presencia de la autoridad informal en la Baja Edad Media, pero tiende a verla como una característica de los señores, no de los reyes. La ve también como jerárquica y vertical, y la yuxtapone con las asociaciones horizontales del estado, pero cabe tener en cuenta que las asociaciones de grupos de iguales –facciones, partidos, gremios, ligas– podían ser tan formales o informales como las afinidades, los grupos familiares u otras organizaciones estratificadas. Otra vez, más que dar prioridad a una forma de poder –el «estado moderno» emergente– y mirar hacia todo lo demás a través de su lente, necesitamos, sobre todo en este periodo, reconocer la interacción de una multiplicidad de formas y tipos vigentes y efectivos de poder.

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