Читать книгу: «La Barraca», страница 9

Шрифт:

La soledad le reanimó. Empezaba á darse cuenta exacta de su situación.

La vega tenía el aspecto de siempre, pero á él le parecía más hermosa, más «tranquilizadora», como un rostro ceñudo que se desarruga y sonríe.

Las gentes, cuyos gritos sonaban á lo lejos, en las puertas de las barracas, ya no le odiaban, ya no perseguirían á los suyos. Habían estado bajo su techo, borrando con sus pasos la maldición que pesaba sobre las tierras del tío Barret. Iba á empezar una nueva vida. ¡Pero á qué precio!…

Y al tener de repente la visión clara de su desgracia, al pensar en el pobre Pascualet, que á tales horas estaba aplastado por una masa de tierra húmeda y hedionda, rozando su blanca envoltura con la corrupción de otros cuerpos, acechado por el gusano inmundo, él, tan hermoso, con aquella piel fina por la que resbalaba su callosa mano, con sus pelos rubios que tantas veces había acariciado, sintió como una oleada de plomo que subía y subía desde el estómago á su garganta.

Los grillos que cantaban en el vecino ribazo callaron, espantados por un extraño hipo que rasgó el silencio y sonó en la obscuridad gran parte de la noche, como el estertor de una bestia herida.

IX

Había llegado San Juan, la mejor época del año: el tiempo de la recolección y la abundancia.

El espacio vibraba de luz y de calor. Un sol africano lanzaba torrentes de oro sobre la tierra, resquebrajándola con sus ardorosas caricias. Sus flechas de oro deslizábanse entre el follaje, toldo de verdura bajo el cual cobijaba la vega sus rumorosas acequias y sus húmedos surcos, como temerosa del calor que hacía germinar la vida por todas partes.

Los árboles mostraban sus ramas cargadas de frutos. Doblegábanse los nispereros con el peso de los amarillos racimos cubiertos de barnizadas hojas; asomaban los albaricoques entre el follaje como rosadas mejillas de niño; registraban los mu chachos con impaciencia las corpulentas higueras, buscando codiciosos las brevas primerizas, y en los jardines, por encima de las tapias, exhalaban los jazmines su fragancia azucarada, y las magnolias, como incensarios de marfil, esparcían su perfume en el ambiente ardoroso impregnado de olor de mies.

Las hoces relampagueantes iban tonsurando los campos, echando abajo las rubias cabelleras de trigo, las gruesas espigas, que, apopléticas de vida, buscaban el suelo, doblando tras ellas las delgadas cañas.

En las eras amontonábase la paja formando colillas de oro que reflejaban la luz del sol; aventábase el trigo entre remolinos de polvo, y en los campos desmochados, á lo largo de los rastrojos, saltaban los gorriones buscando los granos perdidos.

Todo era alegría y trabajo gozoso. Chirriaban carretas en los caminos; bandas de muchachos correteaban por los campos ó daban cabriolas en las eras, pensando en las tortas de trigo nuevo, en la vida de abundancia y satisfacción que empezaba en las barracas al llenarse el granero; y hasta los viejos rocines mostraban los ojos alegres, marchando con mayor desembarazo, como fortalecidos por el olor de los montes de paja que, lentamente, como un río de oro, iban á deslizarse por sus pesebres en el curso del año.

El dinero, cautivo en los estudis durante el invierno, oculto en el arca ó en el fondo de una media, comenzaba á circular por la vega. A la caída de la tarde llenábanse las tabernas de hombres enrojecidos y barnizados por el sol, con la recia camisa sudosa, que hablaban de la cosecha y de la paga de San Juan, el semestre que había que entregar á los amos de la tierra.

También la abundancia había hecho renacer la alegría en la barraca de Batiste. La cosecha hacía olvidar al albaet. Únicamente la madre delataba con repentinas lágrimas y algún profundo suspiro el fugaz recuerdo del pequeño.

El trigo, los sacos repletos que Batiste y su hijo subían al granero y al caer de sus espaldas hacían temblar el piso, conmoviendo toda la barraca, era lo que interesaba á la familia.

Comenzaba para todos ellos la buena época. Tan extremada como había sido hasta poco antes la desgracia, era ahora la fortuna. Deslizábanse los días en santa calma, trabajando mucho, pero sin que un leve contratiempo viniera á turbar la monotonía de una existencia laboriosa.

Algo se había enfriado el afecto que mostraron todos los vecinos al enterrar al pequeño. Según se amortiguaba el recuerdo de aquella desgracia, la gente parecía arrepentirse de su impulso de ternura, y se acordaba otra vez de la catástrofe del tío Barret y la llegada de los intrusos.

Pero la paz ajustada espontáneamente ante el blanco ataúd del pequeño no llegaba á turbarse. Algo fríos y recelosos, eso sí, pero todos cambiaban su saludo con la familia. Los hijos podían ir por la vega sin ser hostilizados, y hasta Pimentó, cuando encontraba á Batiste, movía la cabeza amistosamente, rumiando algo que era como contestación á su saludo.... En fin, que si no los querían les dejaban tranquilos, que era todo lo que podían desear.

En el interior de la barraca, ¡qué abun dancia! ¡qué paz!… Batiste se mostraba admirado de su cosecha. Las tierras, descansadas, vírgenes de cultivo en mucho tiempo, parecían haber soltado de una vez toda la vida acumulada en sus entrañas durante diez años de reposo. El grano era grueso y abundante, y según las noticias que circulaban por la vega, iba á alcanzar buen precio. Había algo mejor—y esto lo pensaba Batiste sonriendo—: él no debía partir el producto satisfaciendo arrendamiento alguno, pues tenía franquicia por dos años. Bien había pagado esta ventaja con largos meses de alarma y de coraje y con la muerte del pobre Pascualet.

La prosperidad de la familia parecía reflejarse en la barraca, limpia y brillante como nunca. Vista de lejos, destacábase de las viviendas vecinas, como revelando que había en ella más prosperidad. Nadie hubiera reconocido la trágica barraca del tío Barret. Los ladrillos rojos del pavimento frente á la puerta brillaban bruñidos por las diarias frotaciones; los macizos de albahacas y dompedros y las enredaderas formaban pabellones floridos, por encima de los cuales recortábase sobre el cielo el frontón triangular y agudo de la barraca, de inmaculada blancura. En su interior notábase inmediatamente el revoloteo de las planchadas cortinas cubriendo las puertas de los estudis, los vasares con pilas de platos y con fuentes cóncavas apoyadas en la pared, exhibiendo pajarracos fantásticos y flores como tomates pintadas en su fondo, y sobre la cantarera, semejante á un altar de azulejos, mostrábanse, como divinidades contra la sed, los panzudos y charolados cántaros, y los jarros de loza y de cristal verdoso pendientes en fila de los clavos.

Los muebles viejos y maltrechos, recuerdo perenne de las antiguas peregrinaciones huyendo de la miseria, comenzaban á desaparecer, dejando sitio libre á otros que la hacendosa Teresa adquiría en sus viajes á la ciudad. El dinero producto de la recolección invertíase en reparar las brechas abiertas en el ajuar de la barraca por los meses de espera.

Algunas veces sonreía la familia recordando las amenazadoras palabras de Pimentó. Aquel trigo que, según el valentón, nadie llegaría á segar, empezaba á embellecer á la familia. Roseta tenía dos faldas más y Batistet y los pequeños se pavoneaban los domingos vestidos de nuevo de cabeza á pies.

Atravesando la vega en las horas de más sol, cuando ardía la atmósfera y moscas y abejorros zumbaban pesadamente, sentíase una impresión de bienestar ante esta barraca limpia y fresca. El corral delataba, á través de sus bardas de barro y estacas, la vida contenida en él. Cloqueaban las gallinas, cantaba el gallo, saltaban los conejos por las sinuosidades de un gran montón de leña tierna, y vigilados por los dos hijos pequeños de Teresa, flotaban los ánades en la vecina acequia y correteaban las manadas de polluelos por los rastrojos, piando incesantemente, moviendo sus cuerpecillos sonrosados, cubiertos apenas de fino plumón.

Todo esto sin contar que Teresa, más de una vez, se encerraba en su estudi, y abriendo un cajón de la cómoda, desliaba pañuelos sobre pañuelos para extasiarse ante un montoncillo de monedas de plata, el primer dinero que su marido había hecho sudar á las tierras. Todo exige un principio, y si los tiempos eran buenos, á este dinero se uniría otro y otro, y ¡quién sabe si al llegar los chicos á la edad de las quintas podría librarlos con sus ahorros de ir á servir al rey como soldados!

La reconcentrada y silenciosa alegría de la madre notábase también en Batiste. Había que verle un domingo por la tarde, fumando una tagarnina de á cuarto en honor á la festividad, paseando ante la barraca y mirando sus campos amorosamente. Dos días antes había plantado en ellos maíz y judías, como muchos de sus vecinos, pues á la tierra no hay que dejarla descansar.

Apenas si podía él llevar adelante los dos campos que había roturado y cultivado. Pero, lo mismo que el difunto tío Barret, sentía la embriaguez de la tierra; cada vez deseaba abarcar más con su trabajo, y aunque era algo pasada la sazón, pensaba remover al día siguiente la parte de terreno que permanecía inculta á espaldas de la barraca, para plantar en ella melones, cosecha inmejorable, á la que su mujer sacaría muy buen producto llevándolos, como otras, al Mercado de Valencia.

Había que dar gracias á Dios, que le permitía al fin vivir tranquilo en aquel paraíso. ¡Qué tierras las de la vega!… Por algo, según las historias, lloraban los moros al ser arrojados de allí.

La siega había limpiado el paisaje, echando abajo las masas de trigo matizadas de amapolas que cerraban la vista por todos lados como murallas de oro. Ahora la vega parecía mucho más grande, infinita, y extendía hasta perderse de vista los grandes cuadros de tierra roja, cortados por sendas y acequias.

En todas las casas se observaba rigurosamente la fiesta del domingo, y como había cosecha reciente y no poco dinero, nadie pensaba en contravenir el precepto. No se veía un solo hombre trabajando en los campos, ni una caballería en los caminos. Pasaban las viejas por las sendas con la reluciente mantilla sobre los ojos y una silleta en un brazo, como si tirase de ellas la campana que volteaba lejos, muy lejos, sobre los tejados del pueblo. En una encruci jada chillaba persiguiéndose un grupo numeroso de niños; sobre el verde de los ribazos destacábanse los pantalones rojos de algunos soldaditos que aprovechaban la fiesta para pasar una hora en sus casas. Sonaban á lo lejos, como una tela que se rasga, los escopetazos contra las bandas de golondrinas que volaban á un lado y á otro en contradanza caprichosa, silbando agudamente, como si rayasen con sus alas el cristal azul del cielo; zumbaban sobre las acequias las nubes de mosquitos casi invisibles, y en una alquería verde, bajo el añoso emparrado, agitábanse como una amalgama de colores faldas floreadas, pañuelos vistosos. La dormilona cadencia de las guitarras parecía arrullar á un cornetín chillón que iba lanzando á todos los extremos de la vega, dormida bajo el sol, los morunos sones de la jota valenciana.

Este tranquilo paisaje era la idealización de una Arcadia laboriosa y feliz. Allí no podía existir gente mala. Batiste desperezábase con voluptuosidad, dominado por el bienestar tranquilo de que parecía impregnado el ambiente. Roseta, con los chi cos, se había ido al baile de la alquería; su mujer dormitaba bajo el sombrajo, y él se paseaba desde su vivienda al camino, por el pedazo de tierra inculta que daba entrada al carro.

De pie en el puentecito, iba contestando á los saludos de los vecinos, que pasaban riendo como si fuesen á presenciar un espectáculo graciosísimo.

Se dirigían todos á casa de Copa, para ver de cerca la famosa «porfía» de Pimentó con los hermanos Terreròla, dos malas cabezas lo mismo que el marido de Pepeta, que habían jurado igualmente odio al trabajo y pasaban el día entero en la taberna. Surgían entre ellos numerosas rivalidades y apuestas, especialmente en esta época, que era cuando aumentaba la concurrencia del establecimiento. Los tres valentones pujaban en brutalidad, ansioso cada uno de alcanzar renombre sobre los otros.

Batiste había oído hablar de esta apuesta que hacía ir las gentes á la famosa taberna como en jubileo.

Se trataba de permanecer sentados ju gando al truque, y sin beber más líquido que aguardiente, hasta ver quién era el último que caía.

Empezaron el viernes al anochecer, y aún estaban los tres en sus silletas de cuerda el domingo por la tarde, jugando la centésima partida de truque, con el jarro de aguardiente sobre la mesilla de cinc, dejando sólo las cartas para tragarse las sabrosas morcillas que daban gran fama al tabernero Copa por lo bien que sabía conservarlas en aceite.

La noticia, esparciéndose por la vega, hacía venir como en procesión á todas las gentes de una legua á la redonda. Los tres guapos no quedaban solos un momento. Tenían sus apasionados, que se encargaban de ocupar el cuarto sitio en la partida, y al llegar la noche, cuando la masa de espectadores se retiraba á sus barracas, quedábanse allí viendo cómo jugaban á la luz de un candil colgado de un chopo, pues Copa era hombre de malas pulgas, incapaz de aguantar la pesada monotonía de esta apuesta, y así que llegaba la hora de dormir cerraba su puerta, dejando en la plazo leta á los jugadores después de renovar su provisión de aguardiente.

Muchos fingían indignación ante la brutalidad de esta «porfía», pero en el fondo de su ánimo escarabeajaba cierto orgullo por el hecho de ser tales hombres sus vecinos. ¡Vaya unos mozos de hierro que cría la huerta! El aguardiente pasaba por sus cuerpos como si fuese agua.

Todo el contorno parecía tener la vista fija en la taberna, esparciéndose con celeridad prodigiosa las noticias sobre el curso de la apuesta. Ya se habían bebido dos cántaros, y como si nada.... Ya iban tres … y tan firmes. Copa llevaba la cuenta de lo bebido. Y la gente, según su predilección, apostaba por alguno de los tres contendientes.

Esta lucha, que durante dos días apasionaba á toda la vega y no parecía aún próxima á su fin, había llegado á oídos de Batiste. Él, hombre sobrio, incapaz de beber alcohol sin sentir náuseas y dolores de cabeza, no podía ocultar un asombro muy cercano á la admiración ante estos brutos, que, según sus suposiciones, debían tener el estómago forrado de hoja de lata.

Y seguía con mirada de envidia á todos los que marchaban hacia la taberna. ¿Por qué no había de ir él adonde iban los otros?… Nunca había entrado en casa de Copa, el antro en otro tiempo de sus enemigos; pero ahora justificaba su presencia lo extraordinario del suceso.... Además, ¡qué demonio! después de tanto trabajo y tan buena cosecha, bien podía un hombre honrado permitirse un poco de expansión.

Y dando un grito á su dormida mujer para avisarla que se iba, emprendió el camino de la taberna.

Era como un hormigueo humano la masa de gente que llenaba la plazoleta frente á casa de Copa. Allí estaban, en cuerpo de camisa, con pantalones de pana, ventruda faja negra y pañuelo á la cabeza en forma de mitra, todos los hombres del contorno. Los viejos se apoyaban en gruesos cayados de Liria, amarillos y con arabescos negros; la gente joven mostraba arremangados los brazos nervudos y rojizos, y como contraste movía delgadas varitas de fresno entre sus dedos enormes y callosos. Los enormes chopos que rodeaban la taberna daban sombra á los animados grupos.

Batiste se fijó por primera vez detenidamente en la famosa taberna, con sus paredes blancas, sus ventanas pintadas de azul y los quicios chapados con vistosos azulejos de Manises.

Tenía dos puertas. Una era la de la bodega, y por entre sus hojas abiertas veíanse las dos filas de toneles enormes que llegaban hasta el techo, los montones de pellejos vacíos y arrugados, los grandes embudos y las medidas de cinc teñidas de rojo por el continuo resbalar del líquido. En el fondo de la pieza estaba el pesado carro que rodaba hasta los últimos límites de la provincia para traer las compras de vino. Esta habitación obscura y húmeda exhalaba un vaho de alcohol, un perfume de mosto, que embriagaba el olfato y turbaba la vista, haciendo pensar que la tierra entera iba á quedar cubierta por una inundación de vino.

Allí estaban los tesoros de Copa, de los cuales hablaban con unción y respeto todos los borrachos de la huerta. Él solo co nocía el secreto de sus toneles; atravesando con su vista las viejas duelas, apreciaba la calidad de la sangre que contenían; era el sumo sacerdote de este templo del alcohol, y al querer obsequiar á alguien, sacaba, con tanta devoción como si llevase entre las manos la custodia, un vaso en el que centelleaba el líquido color de topacio con irisada corona de brillantes.

La otra puerta era la de la taberna, la que estaba abierta desde una hora antes de apuntar el día y por las noches hasta las diez, marcando sobre el negro camino como un gran rectángulo rojo la luz de la lámpara de petróleo colgada sobre el mostrador.

Tenían las paredes zócalos de ladrillos rojos y barnizados, á la altura de un hombre, con una orla terminal de floreados azulejos. Desde allí hasta el techo todas las paredes estaban dedicadas al sublime arte de la pintura, pues Copa, aunque parecía hombre burdo, atento únicamente á que por la noche estuviese lleno el cajón de su mostrador, era un verdadero Mecenas. Había traído un pintor de la ciudad, mantenién dolo allí más de una semana, y este capricho de magnate protector de las artes le había costado, según declaraba él, unos cinco duros, peseta más que menos.

Bien era verdad que no podía volverse la vista á ningún lado sin tropezar con alguna obra maestra, cuyos rabiosos colores parecían alegrar á los parroquianos, animándoles á beber. Arboles azules sobre campos morados, horizontes amarillos, casas más grandes que los árboles y personas más grandes que las casas; cazadores con escopetas que parecían escobas y majos andaluces, con el trabuco sobre las piernas, montados en briosos corceles que tenían aspecto de ratas. Un portento de originalidad que entusiasmaba á los bebedores. Y sobre las puertas de los cuartos, el artista, aludiendo discretamente al establecimiento, había pintado asombrosos «bodegones»: granadas como hígados abiertos y ensangrentados, sandías que parecían enormes pimientos, ovillos de estambre rojo que intentaban pasar por melocotones.

Muchos sostenían que la preponderancia de la casa sobre las otras tabernas de la huerta se debía á estos asombrosos adornos, y Copa maldecía las moscas que empañaban tanta hermosura con el negro punteado de sus desahogos.

Junto á la puerta principal estaba el mostrador, mugriento y pegajoso; detrás de él, la triple fila de pequeños toneles, coronada por almenas de botellas conteniendo los diversos é innumerables líquidos del establecimiento. De las vigas, como bambalinas grasientas, colgaban pabellones de longanizas y morcillas, ó ristras de pequeños pimientos rojos y puntiagudos como dedos de diablo, y rompiendo la monotonía de tal decorado, algún jamón rojo y borlones majestuosos de chorizos.

El regalo para los paladares delicados estaba en un armario de turbios cristales junto al mostrador. Allí las estrellas de pastaflora, las tortas de pasas, los rollos escarchados de azúcar, las magdalenas, todo con cierto tonillo obscuro y motas sospechosas que denunciaban antigüedad, y el queso de Murviedro, tierno, fresco, de suave blancura, en piezas como panes, destilando todavía suero.

Además, contaba Copa con su cuarto-despensa, donde estaban en tinajas grandes como monumentos las verdes aceitunas partidas y las morcillas de cebolla conservadas en aceite: artículos de mayor despacho. Al final de la taberna abríase la puerta del corral, enorme, espacioso, con su media docena de fogones para guisar las paellas. Las pilastras blancas sostenían una parra vetusta, que daba sombra á tan vasto espacio, y apilados á lo largo de un lienzo de pared, taburetes y mesitas de cinc, en tan prodigiosa cantidad, que parecía haber previsto Copa la invasión de su casa por la vega entera.

Batiste, escudriñando la taberna, se fijó en el dueño, hombrón despechugado, pero con una gorra de orejeras encasquetada en pleno estío sobre su rostro enorme, mofletudo, amoratado. Era el primer parroquiano de su establecimiento: jamás se acostaba satisfecho si no había bebido en sus tres comidas medio cántaro de vino.

Por ello, sin duda, apenas si llamaba su atención esta apuesta que tan alborotada traía á la vega entera.

Su mostrador era una atalaya desde la cual, como experto conocedor, vigilaba la borrachera de sus parroquianos. Que nadie alardease de guapo dentro de su casa, pues antes de hablar ya había echado mano él á una porra que tenía bajo el mostrador, especie de as de bastos, al que le temblaban Pimentó y todos los valentones del contorno … En su casa, nada de reyertas. ¡A matarse, al camino! Y cuando se abrían las navajas y se enarbolaban taburetes, en noche de domingo, Copa, sin hablar palabra ni perder la calma, surgía entre los combatientes, agarraba del brazo á los más bravos, los llevaba en vilo hasta la carretera, y atrancando la puerta por dentro, empezaba á contar tranquilamente el dinero del cajón antes de acostarse, mientras afuera sonaban los golpes y los lamentos de la riña reanudada. Todo era asunto de cerrar una hora antes la taberna; pero dentro de ella jamás tendría la justicia quehacer alguno mientras estuviese él detrás del mostrador.

Batiste, después de mirar furtivamente desde la puerta al tabernero, que con la ayuda de su mujer y un criado despachaba á los parroquianos, volvió á la plazoleta. Allí se agregó á un corrillo de viejos que discutían sobre cuál de los tres sostenedores de la apuesta se mostraba más sereno.

Muchos labradores, cansados de admirar á los tres guapos, jugaban por su cuenta ó merendaban formando corro alrededor de las mesillas. Circulaba el porrón, soltando su rojo chorrillo que levantaba un tenue glu-glu al caer en las abiertas bocas; obsequiábanse unos á otros con puñados da cacahuetes y altramuces. En platos cóncavos de loza servían las criadas da la taberna las negras y aceitosas morcillas, el queso fresco, las aceitunas partidas, con su caldo en el que flotaban olorosas hierbas; y sobre las mesas veíase el pan de trigo nuevo, los rollos de rubia corteza, mostrando en su interior la miga morena y suculenta de la gruesa harina de la huerta.

Toda esta gente, comiendo, bebiendo y gesticulando, levantaba el mismo rumor que si la plazoleta estuviese ocupada por un avispero enorme, y en el ambiente flotaban vapores de alcohol, un vaho asfixiante de aceite frito y el penetrante olor del mosto, mezclándose con el perfume de los campos vecinos.

Batiste se aproximó finalmente al gran corro que rodeaba á los de la apuesta.

Al principio no vió nada; pero lentamente, empujado por la curiosidad de los que estaban detrás de él, fué abriéndose paso entre los cuerpos sudorosos y apretados, hasta verse en primera fila. Algunos espectadores estaban sentados en el suelo, con la mandíbula apoyada en ambas manos, la nariz sobre el borde de la mesilla y la vista fija en los jugadores, para no perder detalle del famoso suceso. Allí era donde más intolerable resultaba el olor de alcohol. Parecían impregnados de él los alientos y la ropa de toda la gente.

Vió Batiste á Pimentó y á sus contrincantes sentados en taburetes de fuerte madera de algarrobo, con los naipes ante los ojos, el jarro de aguardiente al alcance de una mano y sobre el cinc el montoncito de granos de maíz que equivalía á los tantos del juego. A cada jugada, alguno de los tres agarraba el jarro, bebía en él reposadamen te y lo pasaba á los compañeros, que lo iban empinando igualmente con no menos ceremonia.

Los espectadores más inmediatos miraban los naipes á cada uno por encima del hombro para convencerse de que jugaba bien. No había cuidado: las cabezas estaban sólidas; como si allí no se bebiese mas que agua, nadie incurría en descuido ni hacía jugadas torpes.

Y seguía la partida, sin que por ello los de la apuesta dejasen de hablar con los amigos, bromeando sobre el final de la lucha.

Pimentó, al ver á Batiste, masculló un «¡Hola!» que pretendía ser un saludo, y volvió la vista á sus cartas.

Sereno, podría estarlo; pero tenía los ojos enrojecidos, brillaba en sus pupilas una chispa azulada é indecisa, semejante á la llama del alcohol, y su cara iba adquiriendo por momentos una palidez mate. Los otros no estaban mejor; pero todos reían. Los espectadores, contagiados por los del juego, se pasaban de mano en mano los jarros pagados á escote, y era aquello una verdadera inundación de aguardiente, que, desbordándose fuera de la taberna, bajaba como oleada de fuego á todos los estómagos.

Hasta Batiste tuvo que beber, apremiado por los del corro. No le gustaba, pero un hombre debe probar todas las cosas, y volvió á animarse con las mismas reflexiones que le habían llevado hasta la taberna. Cuando un padre de familia ha trabajado y tiene en el granero la cosecha, bien puede permitirse su poquito de locura.

Sintió calor en el estómago y en la cabeza una deliciosa turbación. Comenzaba á acostumbrarse á la atmósfera de la taberna, encontrando cada vez más graciosa la «porfía».

Hasta Pimentó le resultaba un hombre notable … á su modo.

Los jugadores habían terminado la partida número … (nadie sabía cuántos) y discutían con sus amigos sobre la próxima cena. Uno de los Terreròla perdía terreno visiblemente. Dos días de aguardiente á todo pasto, con sus dos noches pasadas en turbio, empezaban á pesar sobre él. Se iban ce rrando sus ojos y dejaba caer pesadamente la cabeza sobre su hermano, el cual pretendía reanimarle con tremendos puñetazos en los ijares, dados en sordina por debajo de la mesa.

Pimentó sonreía socarronamente ante este triunfo. Ya tenía uno en el suelo. Y discutía la cena con sus admiradores. Debía ser espléndida, sin miedo al gasto: de todos modos, él no había de pagarla. Una cena que fuese digno final de la hazaña, pues en la misma noche seguramente quedaría terminada la apuesta venciendo al otro hermano.

Y cual trompeta gloriosa que anunciaba por anticipado el triunfo de Pimentó, empezaron á sonar los ronquidos de Terreròla el pequeño, caído de bruces sobre la mesa y próximo á desplomarse del taburete, como si todo el aguardiente que llevaba en el estómago buscase el suelo por ley de gravedad.

Su hermano hablaba de despertarle á bofetadas; pero Pimentó intervino bondadosamente, como un vencedor magnánimo. Ya le despertarían á la hora de cenar. Y afectando dar poca importancia á la porfía y á su propia fortaleza, habló de su falta de apetito como de una gran desgracia, después de haberse pasado dos días en aquel sitio devorando y bebiendo brutalmente.

Un amigo corrió á la taberna para traer una larga ristra de guindillas. Esto le devolvería el apetito. La bufonada provocó grandes risotadas, y Pimentó, para asombrar más á sus admiradores, ofreció el manjar infernal al Terreròla que aún se sostenía firme, mientras él, por su parte, lo iba devorando con la misma indiferencia que si fuese pan.

Un murmullo de admiración circuló por el corro. Por cada guindilla que se comía el otro, el marido de Pepeta se zampaba tres, y así dieron fin á la ristra, verdadero rosario de demonios colorados. Este bruto debía tener coraza en el estómago.

Y seguía firme, impasible, cada vez más pálido, con los ojos entumecidos y rojos, preguntando si Copa había ya matado un par de pollos para la cena y dando instrucciones sobre el modo de guisarlos.

Batiste le miraba con asombro y al mis mo tiempo sentía un vago deseo de irse. Comenzaba á caer la tarde; en la plazoleta subían de tono las voces; se iniciaba el escándalo de todas las noches de domingo. Además, Pimentó le miraba con demasiada frecuencia, con sus ojos molestos y extraños de borracho firme. Pero sin saber por qué, permanecía allí, como si este espectáculo tan nuevo para él pudiese más que su voluntad.

Los amigos del valentón le daban broma al ver que después de las guindillas daba tientos al jarro, sin cuidarse de si su enemigo le imitaba. «No debía beber tanto: iba á perder, y le faltaría dinero para pagar. Ahora ya no era tan rico como en los años anteriores, cuando la dueña de sus tierras se conformaba con no cobrarle el arrendamiento.»

Un imprudente dijo esto sin darse cuenta del valor de sus palabras, y se hizo un silencio doloroso, como en la alcoba de un enfermo cuando se pone al descubierto la parte dañada.

¡Hablar de arrendamientos y de pagas en aquel sitio, cuando entre actores y es pectadores se había consumido el aguardiente á cántaros!…

Batiste se sintió inquieto. Le pareció que pasaba de pronto por el ambiente algo hostil, amenazador. Sin gran esfuerzo hubiera echado á correr; pero se quedó, creyendo que todos le miraban á hurtadillas. Temió, si huía, anticipar la agresión, ser detenido por el insulto; y con la esperanza de pasar inadvertido, permaneció inmóvil, como subyugado por una impresión que no era de miedo, pero sí de algo más que prudencia.

Los admiradores de Pimentó le hacían repetir el procedimiento de que se valía todos los años para no pagar á la dueña de sus tierras, y lo celebraban con grandes risotadas, con estremecimientos de maligna alegría, como esclavos que se regocijan con las desgracias de su señor.

El valentón relataba modestamente sus glorias. Todos los años, por Navidad y por San Juan, emprendía el camino de Valencia, tòle, tòle, para ver á la propietaria de sus tierras. Otros llevaban el buen par de pollos, la cesta de tortas, la banasta de frutas, para enternecer á los señores, para que aceptasen la paga incompleta, lloriqueando y prometiendo redondear la suma más adelante. Él sólo llevaba palabras, y no muchas.

Su ama, una señorona majestuosa, lo recibía en el comedor de su casa. Por allí cerca andaban las hijas, unas señoritingas siempre llenas de lazos y colorines.

Doña Manuela echaba mano á la libreta para recordar los semestres que Pimentó llevaba atrasados.... «Venía á pagar, ¿eh?…» Y el socarrón, al oir la pregunta de la señora de Pajares, siempre contestaba lo mismo: «No, señora; no podía pagar porque estaba sin un cuarto. Sabía que con esto se acreditaba de pillo. Ya lo decía su abuelo, que era persona de mucho saber: ¿Para quién se han hecho las cadenas? Para los hombres. ¿Pagas? Eres buena persona. ¿No pagas? Eres un pillo.» Y después de este curso breve de filosofía rústica, apelaba al segundo argumento, que era sacar de su faja una tagarnina de tabaco negro, con una navaja enorme, y comenzaba á picarla para liar un cigarrillo.

Возрастное ограничение:
0+
Дата выхода на Литрес:
01 декабря 2018
Объем:
210 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, html, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают