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La vista de la navaja daba escalofríos á la señora, la ponía nerviosa, y por eso mismo el socarrón cortaba el tabaco con lentitud y tardaba en guardársela, repitiendo siempre los mismos argumentos del abuelo para explicar su retraso en el pago.

Las niñas de los lacitos le apodaban «el de las cadenas»; la mamá sentíase inquieta con la presencia de este bárbaro de negra fama, que olía á vino y hablaba accionando con la navaja; y convencida al fin de que nada había de sacar de él, indicábale que se fuese; pero él experimentaba un hondo gozo siendo molesto y procuraba prolongar la entrevista. Hasta le llegaron á decir que ya que no pagaba podía ahorrar sus visitas. La señora se olvidaría de la existencia de sus tierras. ¡Ah, no, doña Manuela! Pimentó era exacto cumplidor de sus deberes, y como arrendatario debía visitar á su ama en Navidad y en San Juan, para demostrarle que si no pagaba no por eso dejaba de ser su humilde servidor.

Y allá iba dos veces al año, para manchar el piso con sus alpargatas cubiertas de barro y repetir que las cadenas son para los hombres, haciendo molinetes con la navaja. Era una venganza de esclavo, el amargo placer del mendigo que comparece con sus pestilentes andrajos en medio de una fiesta de ricos.

Todos los labriegos reían, comentando la conducta de Pimentó para con su ama.

Y el valentón apoyaba con razones su conducta. ¿Por qué había de pagar él? Vamos á ver, ¿por qué?… Sus tierras ya las cultivaba su abuelo. A la muerte de su padre se las habían repartido los hermanos á su gusto, siguiendo la costumbre de la huerta, sin consultar para nada al propietario. Ellos eran los que las trabajaban, los que las hacían producir, los que dejaban poco á poco la vida sobre sus terrones.

Pimentó, hablando con vehemencia de su trabajo, mostraba tal impudor, que algunos sonreían.... Bueno; él no trabajaba mucho, porque era listo y había conocido la farsa de la vida. Pero alguna vez trabajaba, de tarde en tarde, y esto era bastante para que las tierras fuesen con más justicia de él que de aquella señorona gorda de Valencia. Que viniera ella á trabajarlas; que fuese agarrada al arado con todas sus arrobas de carne, y las dos chicas de los lacitos uncidas y tirando de él, y entonces sería su legítima dueña.

Las bromas groseras del valentón hacían rugir de risa á la concurrencia. A toda aquella gente, que aún guardaba el mal sabor de la paga de San Juan, le hacía mucha gracia ver tratados á sus amos tan cruelmente. ¡Ah! Lo del arado era muy chistoso; y cada cual se imaginaba ver á su amo, al panzudo y meticuloso rentista ó á la señora vieja y altiva, enganchados á la reja, tirando y tirando para abrir el surco, mientras ellos, los de abajo, los labradores, chasqueaban el látigo.

Y todos se guiñaban un ojo, reían, se daban palmadas para expresar su contento. ¡Oh! Se estaba muy bien en casa de Copa oyendo á este hombre. ¡Qué cosas se le ocurrían!…

Pero el marido de Pepeta se mostró sombrío, y muchos advirtieron en él la mirada de través, aquella mirada de homicida que conocían de antiguo en la taberna, como signo indudable de inmediata agresión. Su voz tornóse fosca, como si todo el alcohol que hinchaba su estómago hubiese subido en oleada ardiente á su garganta.

Podían reir sus amigos hasta reventar, pero tales risas serían las últimas. La huerta ya no era la misma que había sido durante diez años. Los amos, conejos miedosos, se habían vuelto ahora lobos intratables. Ya sacaban los dientes, como en otro tiempo. Hasta su ama se atrevía con él—¡con él, que era el terror de todos los propietarios de la huerta!—, y en su visita de San Juan habíase burlado de su dicho de las cadenas y hasta de la navaja, anunciándole que se preparase á dejar las tierras ó pagar el arrendamiento, sin olvidar los atrasos.

¿Y por qué se crecían de tal modo? Porque ya no les tenían miedo.... ¿Y por qué no les tenían miedo? ¡Cristo! Porque ya no estaban abandonadas é incultas las tierras de Barret, aquel espantajo de desolación, que aterraba á los amos y les hacía ser dulces y transigentes. Se había roto el encanto. Desde que un ladrón «muerto de hambre» había logrado imponerse á todos ellos, los propietarios se reían, y para vengarse de diez años de forzada mansedumbre, se hacían más malos que el famoso don Salvador.

Veritat … veritat23—decían en todo el corro, apoyando las razones de Pimentó con furiosas cabezadas.

Todos reconocían que sus amos habían cambiado al recordar los detalles de su última entrevista con ellos: las amenazas de desahucio, la negativa á aceptar la paga incompleta, la expresión irónica con que les habían hablado de las tierras del tío Barret, otra vez cultivadas á pesar del odio de toda la huerta. Y ahora, repentinamente, después de la dulce flojedad de diez años de triunfo, con la rienda á la espalda y el amo á los pies, venía el cruel tirón, la vuelta á otros tiempos, el encontrar amargo el pan y el vino más áspero pensando en el maldito semestre, y todo por culpa de un forastero, de un piojoso que ni siquiera había nacido en la huerta, descolgándose entre ellos para embrollar su negocio y hacerles más difícil la vida. ¿Y aún vivía ese tunan te? ¿Es que en la huerta no quedaban hombres?…

¡Adiós amistades recientes, respetos nacidos junto al ataúd de un pobre niño! Toda la consideración creada por la desgracia veníase abajo como torre de naipes, desvanecíase como tenue nube, reapareciendo de golpe el antiguo odio, la solidaridad de toda la huerta, que al combatir al intruso defendía su propia existencia.

¡Y en qué momento resurgía esta animosidad! Brillaban los ojos, fijos en él con el fuego del odio; las cabezas, turbadas por el alcohol, parecían sentir el escarabajeo de la tentación homicida; instintivamente iban todos hacia Batiste, y éste comenzó á sentirse empujado por todos lados, como si el círculo se estrechase para devorarle.

Estaba arrepentido de haberse quedado junto á los jugadores. No tenía miedo, pero maldecía la hora en que se le ocurrió entrar en la taberna, sitio extraño que parecía robarle su energía. Aquí había perdido aquella entereza que le animaba cuando sentía bajo sus plantas las tierras cultiva das á costa de tantos sacrificios y en cuya defensa estaba pronto á perder su vida.

Pimentó, rodando por la pendiente de su cólera, sintió caer de un golpe sobre su cerebro todo el aguardiente bebido en dos días. Había perdido su serenidad de ebrio inquebrantable, y al levantarse, tambaleando, tuvo que hacer un esfuerzo para sostenerse sobre sus piernas. Sus ojos estaban inflamados, como si fuesen á manar sangre; su voz era trabajosa, cual si tirasen de ella, no dejándola salir el alcohol y la cólera.

–¡Vesten!—dijo con imperio á Batiste, avanzando una mano amenazante hasta rozar su rostro—. ¡Vesten ó te mate!24.

¡Irse!… Esto es lo que deseaba Batiste, cada vez más pálido, más arrepentido de verse allí. Pero bien adivinaba el significado de aquel imperioso «¡Vete!» del valentón, apoyado por las muestras de asentimiento de todos.

No le exigían que se fuese de la taberna, librándolos de su presencia odiosa; le ordenaban con amenaza de muerte que abandonase sus tierras, que eran como la carne de su cuerpo; que perdiese para siempre la barraca donde había muerto su chiquitín, y en la cual cada rincón guardaba un recuerdo de las luchas y alegrías de la familia en su batalla con la miseria. Y rápidamente se vió otra vez con todos sus muebles sobre el carro, errante por los caminos, en busca de lo desconocido, para crearse otra existencia, llevando como tétrica escolta la fea hambre, que iría pisándole los talones.... ¡No! El rehuía las cuestiones, pero que no le tocasen el pan de los suyos.

Ya no sentía inquietud. La imagen de su familia hambrienta y sin hogar le dió una agresividad colérica. Hasta sintió deseos de acometer á aquella gente sólo por haberle exigido tal monstruosidad.

–¿T'en vas? ¿t'en vas?25—preguntaba Pimentó, cada vez más fosco y amenazante.

No, no se iba. Lo dijo con la cabeza, con su sonrisa de desprecio, con una mirada de firmeza y de reto que fijó en todo el corro.

–¡Granuja!—rugió el matón, al mismo tiempo que caía una de sus manos sobre la cara de Batiste, sonando una terrible bofetada.

Como animado por tal agresión, todo el corro se lanzó contra el odiado intruso; pero encima de la línea de cabezas empezó á moverse un brazo nervudo empuñando un taburete con asiento de esparto, el mismo tal vez en que estuvo hasta poco antes Pimentó.

Para el forzudo Batiste era un arma terrible este asiento de fuertes travesaños y gruesas patas de algarrobo, con aristas pulidas por el uso.

Rodaron jarros y mesillas; la gente se hizo atrás instintivamente, aterrada por el ademán agresivo de este hombre siempre pacífico, que parecía ahora agigantado por la rabia; y antes de que pudieran todos retroceder un nuevo paso, «¡plaf!», sonó un ruido de puchero que estalla y cayó Pimentó con la cabeza rota de un taburetazo.

En la plazoleta se produjo una confusión indescriptible.

Copa, que desde su cubil parecía no fijarse en nada y era el primero en husmear las reyertas, así que vio el taburete por el aire, tiró del as de bastos oculto bajo el mostrador, y á porrada seca limpió en un santiamén la taberna de parroquianos, cerrando inmediatamente la puerta, según su sana costumbre.

Quedó revuelta la gente en la plazoleta, rodaron las mesas, enarboláronse varas y garrotes, poniéndose cada uno en guardia contra el vecino, por lo que pudiera ocurrir; y mientras tanto, el causante de toda la zambra, Batiste, permanecía inmóvil, con los brazos caídos, empuñando todavía el taburete con manchas de sangre, asustado de lo que acababa de hacer.

Pimentó, de bruces en el suelo, se quejaba con lamentos que parecían ronquidos, saliendo á borbotones la sangre de su rota cabeza.

Con la fraternidad del ebrio, acudió Terreròla el mayor en auxilio de su rival, mirando hostilmente á Batiste. Le insul taba, buscando en su faja un arma para herirle.

Los más pacíficos huían por las sendas, volviendo atrás la cabeza con malsana curiosidad; los demás seguían inmóviles, puestos á la defensiva, capaz cada uno de despedazar al vecino sin saber por qué, pero no queriendo ser el primero en la agresión. Los palos seguían en alto, relucían las navajas en los grupos, pero nadie se aproximaba á Batiste, y éste retrocedió lentamente de espaldas, enarbolando el ensangrentado taburete.

Así salió de la plazoleta, mirando con ojos de reto al grupo que rodeaba al caído Pimentó. Eran todos gente brava, pero parecían dominados por la fuerza de este hombre.

Viéndose en el camino, á cierta distancia de la taberna, echó á correr, y cerca ya de su barraca arrojó en una acequia el pesado taburete, mirando con horror las manchas negruzcas de la sangre ya seca.

X

Batiste perdió toda esperanza de vivir tranquilo en sus tierras.

La huerta entera volvía á levantarse contra él. Otra vez tuvo que aislarse en la barraca con su familia, vivir en perpetuo vacío, como un apestado, como una fiera enjaulada á la que todos enseñaban el puño desde lejos.

Su mujer le había contado al día siguiente cómo fué conducido á su barraca el herido valentón. El mismo, desde su vivienda, había oído los gritos y las amenazas de toda la gente que acompañaba solícita al magullado Pimentó.... Una verdadera manifestación. Las mujeres, sabedoras de lo ocurrido gracias á la pasmosa rapidez con que en la huerta se transmiten las noticias, salían al camino para ver de cerca al bravo marido de Pepeta y compadecerle como á un héroe sacrificado por el interés de todos.

Las mismas que horas antes hablaban pestes de él, escandalizadas por su apuesta de borracho, le compadecían, se enteraban de si su herida era grave, y clamaban venganza contra aquel «muerto de hambre», aquel ladrón, que, no contento con apoderarse de lo que no era suyo, todavía intentaba imponerse por el terror atacando á los hombres de bien.

Pimentó se mostraba magnífico. Mucho le dolía el golpe, andaba apoyado en sus amigos, con la cabeza entrapajada, hecho un Ecce homo, según afirmaban las indignadas comadres; pero hacía esfuerzos para sonreir, y á cada excitación de venganza contestaba con un gesto arrogante, afirmando que corría de su cuenta el castigar al enemigo.

Batiste no dudó que aquellas gentes se vengarían. Conocía los procedimientos usuales en la huerta. Para aquella tierra no se había hecho la justicia de la ciudad; el presidio era poca cosa tratándose de satisfacer un resentimiento. ¿Para qué necesi taba un hombre jueces ni Guardia civil, teniendo buen ojo y una escopeta en su barraca? Las cosas de los hombres deben resolverlas los hombres mismos.

Y como toda la huerta pensaba así, en vano al día siguiente de la riña pasaron y repasaron por las sendas dos charolados tricornios, yendo de casa de Copa á la barraca de Pimentó para hacer preguntas insidiosas á la gente que estaba en los campos. Nadie había visto nada, nadie sabía nada; Pimentó contaba con risotadas brutales cómo se había roto él mismo la cabeza volviendo de la taberna, á consecuencia de su apuesta, que le hizo andar con paso vacilante, chocando contra los árboles del camino; y los dos guardias civiles tuvieron que volverse á su cuartelillo de Alboraya, sin sacar nada en claro de los vagos rumores de riña y sangre que habían llegado hasta ellos.

Esta magnanimidad de la víctima y de sus amigos alarmaba á Batiste, haciéndole vivir en perpetua defensiva.

La familia, como medroso caracol, se replegó dentro de la vivienda, huyendo del contacto con la huerta.

Los pequeños ya no asistieron á la escuela, Roseta dejó de ir á la fábrica y Batistet no daba un paso más allá de sus campos. El padre era el único que salía, mostrándose tan confiado y tranquilo por su seguridad, como cuidadoso y prudente era para con los suyos.

Pero no hacía ningún viaje á Valencia sin llevar consigo la escopeta, que dejaba confiada á un amigo de los arrabales. Vivía en continuo contacto con su arma, la pieza más moderna de su casa, siempre limpia, brillante y acariciada con ese cariño de moro que el labrador valenciano siente por su escopeta.

Teresa estaba tan triste como al morir el pequeñuelo. Cada vez que veía á su marido limpiando los dos cañones del arma, cambiando los cartuchos ó haciendo jugar la palanca para convencerse de que se abría con suavidad, pasaba por su memoria la imagen del presidio y la terrible historia del tío Barret. Veía sangre, y maldecía la hora en que se les ocurrió establecerse sobre estas tierras malditas. Y después venían las horas de inquietud por la ausencia de su marido, unas tardes interminables, de angustia, esperando al hombre que nunca regresaba, saliendo á la puerta de la barraca para explorar el camino, estremeciéndose cada vez que sonaba á lo lejos algún disparo de los cazadores de golondrinas, creyéndolo el principio de una tragedia, el tiro que destrozaba la cabeza del jefe de la familia ó que le abría las puertas del presidio. Y cuando, finalmente, aparecía Batiste, gritaban los pequeños de alegría, sonreía Teresa limpiándose los ojos, salía la hija á abrazar al pare, y hasta el perro saltaba junto á él, husmeándolo con inquietud, como si olfatease en su persona el peligro que acababa de arrostrar.

Y Batiste, sereno, firme, sin arrogancia, reía de la inquietud de su familia, mostrándose cada vez más atrevido según iba transcurriendo el tiempo desde la famosa riña.

Se consideraba seguro. Mientras llevase pendiente del brazo el magnífico «pájaro de dos voces», como él llamaba á su escopeta, podía marchar con tranquilidad por toda la huerta. Yendo en tan buena compañía, sus enemigos fingían no conocerle. Hasta algunas veces había visto de lejos á Pimentó, que paseaba por la huerta como bandera de venganza su cabeza entrapajada, y el valentón, á pesar de que estaba repuesto del golpe, huía, temiendo el encuentro tal vez más que Batiste.

Todos le miraban de reojo, pero jamás oyó desde los campos cercanos al camino una palabra de insulto. Le volvían la espalda con desprecio, se inclinaban sobre la tierra y trabajaban febrilmente hasta perderle de vista.

El único que le hablaba era el tío Tomba, el pastor loco, que le reconocía con sus ojos sin luz, como si oliese en torno de Batiste el ambiente de la catástrofe. Y siempre lo mismo.... ¿No quería abandonar las tierras malditas?

Fas mal, fill meu; te portarán desgrasia26.

Batiste acogía con una sonrisa la cantilena del viejo.

Familiarizado con el peligro, nunca lo había temido menos que ahora. Hasta sentía cierto goce secreto provocándolo, marchando rectamente hacia él. Su hazaña de la taberna había modificado su carácter, antes pacífico y sufrido, despertando en su interior una brutalidad agresora. Quería demostrar á toda aquella gente que no la temía, y así como le había abierto la cabeza á Pimentó, era capaz de andar á tiros con toda la huerta. Ya que le empujaban á ello, sería valentón y jactancioso por algún tiempo, para que le respetasen, dejándole después vivir tranquilamente.

Metido en tan peligroso empeño, hasta abandonó sus campos, pasando los días en los senderos de la huerta con pretexto de cazar, pero en realidad para exhibir su escopeta y su gesto de pocos amigos.

Una tarde, tirando á las golondrinas en el barranco de Carraixet, le sorprendió el crepúsculo.

Los pájaros tejían con su inquieto vuelo una caprichosa contradanza, reflejada por las tranquilas charcas con orlas de juncos. Este barranco, que cortaba la huerta como una grieta profunda, sombrío, de aguas estancadas y putrefactas, con orillas fangosas junto á las cuales se agitaba alguna piragua medio podrida, era de un aspecto desolado y salvaje. Nadie hubiera sospechado que detrás de los altos ribazos, más allá de los juncos y los cañares, estaba la vega con su ambiente risueño y sus verdes perspectivas. Hasta la luz del sol parecía lúgubre bajando al fondo de este barranco tamizada por una áspera vegetación y reflejándose pálidamente en las aguas muertas.

Batiste pasó la tarde tirando. En su faja quedaban ya pocos cartuchos, y á sus pies, como montón de plumas ensangrentadas, tenía hasta dos docenas de pájaros. ¡La gran cena!… ¡Cómo se alegraría su familia!

Empezó á anochecer en el profundo barranco; de las charcas surgió un hálito hediondo, la respiración venenosa de la fiebre palúdica. Las ranas cantaban á miles, como si saludasen á las primeras estrellas, contentas de no oir ya los tiros que interrumpían su croqueo y las obligaba á arrojarse medrosamente de cabeza, rompiendo el terso cristal de los estanques putrefactos.

Recogió Batiste los manojos de pájaros, colgándolos de su faja, y con sólo dos saltos subió el ribazo, emprendiendo por las sendas el regreso á su barraca.

El cielo, impregnado aún de la débil luz del crepúsculo, tenía un tono dulce de violeta; brillaban las estrellas, y en la inmensa huerta sonaban los mil ruidos de la vida campestre antes de extinguirse con la llegada de la noche. Pasaban por las sendas las muchachas que regresaban de la ciudad, los hombres que volvían del campo, las cansadas caballerías arrastrando el pesado carro, y Batiste contestaba al «¡Bòna nit!» de todos los que transitaban junto á él, gente de Alboraya que no le conocía ó no tenía los motivos que sus convecinos para odiarle.

Dejó atrás el pueblo, y según avanzaba Batiste hacia su barraca marcábase cada vez más la hostilidad. La gente tropezaba con él en las sendas sin darle las buenas noches.

Entraba en tierra extranjera, y como soldado que se prepara á combatir apenas cruza la frontera enemiga, Batiste buscó en su faja las municiones de guerra, dos car tuchos con bala y postas fabricados por él mismo, y cargó su escopeta.

El hombretón rió después de hacer esto. Buena rociada de plomo iba á recibir todo el que intentase cortarle el paso.

Caminaba sin prisa, tranquilamente, gozándose en respirar la frescura de aquella noche de verano. Pero esta calma no le impedía ir pensando en lo aventurado que era recorrer la huerta á tales horas teniendo enemigos.

Su oído sutil de campesino percibió un ruido á su espalda. Volvióse rápidamente, y á la difusa luz de las estrellas creyó ver un bulto negro saliendo del camino con silencioso salto y ocultándose detrás de un ribazo.

Batiste requirió su escopeta, y montando las llaves se aproximó cautelosamente á dicho sitio. Nadie.... Únicamente á alguna distancia le pareció que las plantas ondulaban en la obscuridad, como si un cuerpo se arrastrase entre ellas.

Le venían siguiendo: alguien intentaba sorprenderle traidoramente por la espalda. Pero esta sospecha duró poco. Tal vez fuese algún perro vagabundo que huía al sentir su aproximación.

En fin: lo cierto era que alguien huía de él, fuese quien fuese, y nada tenía que hacer allí.

Siguió adelante por el lóbrego camino, andando silenciosamente, como hombre que conoce el terreno á ciegas y por prudencia desea no llamar la atención. Según se aproximaba á su barraca sentía mayor inquietud. Este era su distrito, pero en él estaban sus más tenaces enemigos.

Algunos minutos antes de llegar á su vivienda, cerca de la alquería azul donde las muchachas bailaban los domingos, el camino se estrangulaba, formando varias curvas. A un lado, un ribazo alto coronado por doble fila de viejas moreras; al otro, una ancha acequia, cuyos bordes en pendiente estaban cubiertos por espesos y altos cañares.

Esta vegetación parecía en la obscuridad un bosque indiano, una bóveda de bambúes cimbreándose sobre el camino negro. La masa de cañas, estremecida por el vientecillo de la noche, lanzaba un que jido lúgubre; parecía olerse la traición en este lugar, tan fresco y agradable durante las horas de sol.

Batiste, para burlarse de su propia inquietud, exageraba el peligro mentalmente. ¡Magnífico lugar para soltarle un escopetazo seguro! Si Pimentó anduviese por allí, no despreciaría tan hermosa ocasión.

Y apenas se dijo esto, salió de entre las cañas una recta y fugaz lengua de fuego, una flecha roja, que al disolverse produjo un estampido, y algo pasó silbando junto á una oreja de Batiste. Tiraban contra él.... Instintivamente se agachó, queriendo confundirse con la lobreguez del suelo, no presentar blanco al enemigo. Y en el mismo momento brilló un segundo fogonazo, sonó otra detonación, confundiéndose con los ecos aún vivos de la primera, y Batiste sintió en el hombro izquierdo un dolor de desgarramiento, algo así como una uña de acero arañándole superficialmente.

Apenas si paró en ello su atención. Sentía una alegría salvaje. Dos tiros … el enemigo estaba desarmado.

– ¡Cristo! ¡Ara't pille!27

Se lanzó por entre las cañas, bajó casi rodando la pendiente de una de las orillas de la acequia, y se vio metido en el agua hasta la cintura, los pies en el barro y los brazos altos, muy altos, para impedir que se le mojase la escopeta, guardando avaramente los dos tiros hasta el momento de dispararlos con toda seguridad.

Ante sus ojos cruzábanse las cañas, formando apretada bóveda, casi al ras del agua. Delante de él iba sonando en la lobreguez un chapoteo sordo, como si un perro huyese acequia abajo.... Allí estaba el enemigo: ¡á él!

Y empezó una carrera loca en el profundo cauce, andando á tientas en la sombra, dejando perdidas las alpargatas en el légamo del lecho, con los pantalones pegados á la carne, tirantes, pesados, dificultando los movimientos, recibiendo en el rostro el bofetón de las cañas tronchadas, los arañazos de las hojas rígidas y cortantes.

Hubo un momento en que Batiste creyó ver algo negro que se agarraba á las cañas pugnando por remontar el ribazo. Pretendía escaparse … ¡fuego! Sus manos, que sentían la comezón del homicidio, echaron la escopeta á su cara; partió el gatillo … sonó el disparo, y cayó el bulto en la acequia entre una lluvia de hojas y cañas rotas.

¡A él! ¡á él!… Otra vez volvió Batiste á oir aquel chapoteo de perro fugitivo; pero ahora con más fuerza, como si extremara la huída espoleado por la desesperación.

Fué un vértigo esta carrera á través de la obscuridad, de la vegetación y del agua. Resbalaban los dos en el blanducho suelo, sin poder agarrarse á las cañas por no soltar la escopeta; arremolinábase el agua, batida por la furiosa carrera, y Batiste, que cayó de rodillas varias veces, sólo pensó en estirar los brazos para mantener su arma fuera de la superficie, salvando el tiro de reserva.

Y así continuó la cacería humana, á tientas, en la obscuridad profunda, hasta que en una revuelta de la acequia salieron á un espacio despejado, con los ribazos limpios de cañas.

Los ojos de Batiste, habituados á la lobreguez de la bóveda vegetal, vieron con toda claridad á un hombre que, apoyándose en la escopeta, salía tambaleándose de la acequia, moviendo con dificultad sus piernas cargadas de barro.

Era él … ¡él! ¡El de siempre!

–¡Lladre … lladre: no t'escaparás!28—rugió Batiste, disparando su segundo tiro desde el fondo de la acequia con la seguridad del tirador que puede apuntar bien y sabe que «hace carne».

Le vió caer de bruces pesadamente sobre el ribazo y gatear luego para no rodar hasta el agua. Batiste quiso alcanzarle, pero con tanta precipitación, que fué él quien, dando un paso en falso, cayó cuan largo era en el fondo de la acequia.

Su cabeza se hundió en el barro, tragando el líquido terroso y rojizo; creyó morir, quedar enterrado en aquel lecho de fango, y al fin, con un esfuerzo poderoso, consiguió enderezarse, sacando fuera del agua sus ojos ciegos por el limo, su boca que aspiraba anhelante el viento de la noche.

Apenas recobró la vista, buscó á su enemigo. Había desaparecido.

Chorreando barro y agua, salió de la acequia, subió la pendiente por el mismo sitio que su adversario; pero al llegar arriba no le vió.

En la tierra seca se marcaban algunas manchas negruzcas, y las tocó con las manos. Olían á sangre. Bien sabía él que no había errado el tiro. Pero en vano buscó al contrario, con el deseo de contemplar su cadáver.

Aquel Pimentó tenía el pellejo duro, y arrojando sangre y barro iba tal vez á rastras hasta su barraca. De él debía proceder un vago roce que creyó percibir en los inmediatos campos semejante al de una gran culebra arrastrándose por los surcos; por él ladraban todos los perros de la huerta con desesperados aullidos. Le había oído arrastrarse del mismo modo un cuarto de hora antes, cuando intentaba sin duda matarle por la espalda, y al verse descubierto huyó á gatas del camino para apostarse más allá, en el frondoso cañar, y acecharlo sin riesgo.

Batiste sintió miedo de pronto. Estaba solo, en medio de la vega, completamente desarmado; su escopeta, falta de cartuchos, no era ya mas que una débil maza. Pimentó no podía retornar contra él, pero tenía amigos. Y dominado por súbito terror, echó á correr, buscando á través de los campos el camino que conducía á su barraca.

La vega se estremecía de alarma. Los cuatro tiros en medio de la noche habían puesto en conmoción á todo el contorno. Ladraban los perros, cada vez más furiosos; entreabríanse las puertas de alquerías y barracas, arrojando negras siluetas que ciertamente no salían con las manos vacías.

Con silbidos y gritos entendíanse los convecinos á grandes distancias. Tiros de noche podían ser una señal de incendio, de ladrones, ¡quién sabe de qué!… seguramente de nada bueno; y los hombres salían de sus casas dispuestos á todo, con la abnegación y la solidaridad de los que viven en pleno campo.

Asustado por este movimiento, corrió Batiste hacia su barraca, encorvándose muchas veces para pasar inadvertido al amparo de los ribazos ó de los grandes montones de paja.

Ya veía su vivienda, con la puerta abierta é iluminada y en el centro del rojo cuadro los bultos negros de su familia.

El perro le olfateó y fué el primero en saludarle. Teresa y Roseta dieron un grito de regocijo.

Batiste, ¿eres tú?

–¡Pare! ¡pare!…

Y todos se abalanzaron á él, en la entrada de la barraca, bajo la vetusta parra, á través de cuyos pámpanos brillaban las estrellas como gusanos de luz.

La madre, con su fino oído de mujer inquieta y alarmada por la tardanza del marido, había oído lejos, muy lejos, los cuatro tiros, y el corazón le dió un vuelco, como ella decía. Toda la familia se había lanzado á la puerta, devorando ansiosa el obscuro horizonte, convencida de que las detonaciones que alarmaban la vega tenían alguna relación con la ausencia del padre.

Locos de alegría al verle y al oir sus palabras, no se fijaban en su cara manchada de barro, en sus pies descalzos, en la ropa sucia y chorreando fango.

Le empujaron hacia dentro. Roseta se colgaba de su cuello, suspirando amorosamente, con los ojos todavía húmedos:

–¡Pare! ¡pare!…

Pero el pare no pudo contener una mueca de sufrimiento, un «¡ay!» ahogado y doloroso. Un brazo de Roseta se había apoyado en su hombro izquierdo, en el mismo sitio donde sufrió el desgarrón de la uña de acero, y en el que ahora sentía un peso cada vez más abrumador.

Al entrar en la barraca y darle de lleno la luz del candil, las mujeres y los chicos lanzaron un grito de asombro. Vieron la camisa ensangrentada … y además su facha de forajido, como si acabara de escaparse de un presidio saliendo por la letrina.

Roseta y su madre prorrumpieron en gemidos. «¡Reina Santísima!… ¡Señora y soberana! ¿Le habían matado?…»

Pero Batiste, que sentía en el hombro un dolor cada vez más insufrible, las sacó de sus lamentaciones ordenando con gesto hosco que viesen pronto lo que tenía.

Roseta, más animosa, rasgó la gruesa y áspera camisa hasta dejar el hombro al descubierto … ¡Cuánta sangre! La muchacha palideció, haciendo esfuerzos para no desmayarse. Batistet y los pequeños empezaron á llorar y Teresa continuó los alaridos como si su esposo se hallase en la agonía.

Pero el herido no estaba para sufrir lamentaciones y protestó con rudeza. Menos lloros: aquello era poca cosa; la prueba estaba en que podía mover el brazo, aunque cada vez sentía mayor peso en el hombro. Era un rasguño, una rozadura de bala y nada más. Sentíase demasiado fuerte para que aquella herida fuese grave. ¡A ver!… agua, trapos, hilas, la botella de árnica que Teresa guardaba como milagroso remedio en su estudi … ¡moverse! el caso no era para estar todos mirándole con la boca abierta.

23.—Verdad … verdad.
24.—¡Vete!.. ¡Vete ó te mato!
25.—¿Te vas? ¿te vas?
26.—Haces mal, hijo mío; te traerán desgracia.
27.—¡Cristo! ¡Ahora te pillo!
28.—¡Ladrón … ladrón: no te escaparás!
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01 декабря 2018
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