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Una tarde, la pobre mujer de Batiste apeló á gritos á Dios y á los santos viendo el estado en que llegaban sus pequeños.

Aquel día la batalla había sido dura. ¡Ah, los bandidos! Los dos mayores estaban magullados; era lo de siempre: no había que hacer caso. Pero el pequeñín, el Obispo, como cariñosamente le llamaba su madre, estaba mojado de pies á cabeza, y lloraba temblando de miedo y de frío.

La feroz pillería lo había arrojado en una acequia de aguas estancadas, y de allí le sacaron sus hermanos cubierto de légamo nauseabundo.

Teresa le acostó en su cama al ver que el pobrecillo seguía temblando entre sus brazos, agarrándose á su cuello y murmurando con voz semejante á un balido:

–¡Mare! ¡mare!…

La madre reanudó sus lamentaciones.

«¡Señor! ¡dadnos paciencia!» Toda aquella gentuza, grandes y chicos, se habían propuesto acabar con la familia.

VII

Triste y ceñudo, como si fuese á un entierro, emprendió Batiste el camino de Valencia un jueves por la mañana. Era día de mercado de animales en el cauce del río, y llevaba en la faja, como una gruesa protuberancia, el saquito de arpillera con el resto de sus ahorros.

Llovían desgracias sobre la barraca. Sólo faltaba que se derrumbase su techumbre encima de ellos, aplastándolos á todos.... ¡Qué gente! ¡Dónde se había metido!…

El chiquitín cada vez peor, temblando de fiebre en los brazos de su madre, que lloraba á todas horas, y visitado dos veces al día por el médico. En resumen, una enfermedad que iba á costarle doce ó quince duros: ¡como quien dice nada!

El mayor, Batistet, apenas si podía ir más allá de sus campos. Aún tenía la cabeza envuelta en trapos y la cara cruzada de chirlos, luego del descomunal combate que una mañana sostuvo en el camino con otros de su edad que iban como él á recoger estiércol en Valencia. Todos los fematers del contorno se habían unido contra Batistet, y el pobre muchacho no podía asomarse al camino.

Los dos pequeños ya no iban á la escuela, por miedo á las peleas que debían sostener al regreso.

Y Roseta, ¡pobre muchacha! era la que se mostraba más triste.

El padre, con gesto fosco y severas ojeadas, le recordaba mudamente que debía mostrarse indiferente, ya que sus penas eran un atentado á su autoridad paternal. Pero á solas, el buen Batiste lamentaba la tristeza de la pobre muchacha. Él también había sido joven y sabía cuan pesadas resultan las penas del querer.

Todo se había descubierto. Después de la famosa riña en la fuente de la Reina, la huerta entera estuvo varios días hablando de los amores de Roseta con el nieto del tío Tomba.

El carnicero de Alboraya bufó de coraje contra su criado. ¡Ah, grandísimo pillo! Ahora comprendía él por qué olvidaba sus deberes, por qué perdía las tardes vagando por la huerta como un gitano. El señor se permitía tener novia, como si fuese un hombre capaz de mantenerla. ¡Y qué novia, Santo Dios! No había mas que oir á los parroquianos cuando parloteaban ante su mesa. Todos decían lo mismo: se extrañaban de que un hombre como él, religioso, honrado y sin otro defecto que robar algo en el peso, permitiera que su criado acompañase á la hija del enemigo de la huerta, de un hombre malo, del cual se afirmaba que había estado en presidio.

Y como todo esto, en concepto del ventrudo patrón, era una deshonra para su establecimiento, al escuchar las murmuraciones de las comadres volvía á enfurecerse, amenazando con su cuchilla al tímido criado, ó increpaba al tío Tomba para que corrigiese al pillete de su nieto.

Total: que el carnicero despidió al mu chacho, y su abuelo le buscó colocación en Valencia en casa de otro cortante, rogando que no le concediesen libertad ni aun en días de fiesta, para que no volviera á esperar en el camino á la hija de Batiste.

Tonet partió sumiso, con los ojos húmedos, como uno de los borregos que tantas veces había llevado á rastras hasta el cuchillo de su amo. No volvería más á la huerta. En la barraca quedaba la pobre muchacha ocultándose en su estudi para gemir, haciendo esfuerzos por no mostrar su dolor ante la madre, que, irritada por tantas contrariedades, se mostraba intratable, y ante el padre, que hablaba de hacerla pedazos si volvía á tener novio y daba que hablar con ello á los enemigos del contorno.

Al pobre Batiste, tan severo y amenazador, lo que más le dolía de todas sus desgracias era el desconsuelo de la pobre muchacha, falta de apetito, amarillenta, ojerosa, haciendo esfuerzos por mostrarse indiferente, sin dormir apenas, lo que no impedía que todas las mañanas marchase puntualmente á la fábrica, con una vague dad en las pupilas reveladora de que su pensamiento rodaba lejos, de que estaba soñando por dentro á todas horas.

¿Eran posibles más desgracias?… Sí, aún quedaban otras. En aquella barraca, ni las bestias se libraban de la atmósfera envenenada de odio que parecía flotar sobre su techumbre. Al que no lo atropellaban le hacían sin duda mal de ojo, y por eso su pobre Morrut, el caballo viejo, un animal que era como de la familia, que había arrastrado por los caminos el pobre ajuar y los chicos en las peregrinaciones de miseria, se iba debilitando poco á poco en el establo nuevo, el mejor alojamiento durante su larga vida de trabajo.

Se portó como persona honrada en la época peor, cuando, recién establecida la familia en la barraca, había que arar la tierra maldita, petrificada por diez años de abandono; cuando había que hacer continuos viajes á Valencia en busca del cascote de los derribos y las maderas viejas; cuando el pasto no era mucho y el trabajo abrumante. Y ahora que frente al ventanuco de la cuadra se extendía un gran campo de hierba fresca, erguida, ondeante, toda para él; ahora que tenía la mesa puesta, con aquel verde y jugoso mantel que olía á gloria; ahora que engordaba, se redondeaban sus ancas puntiagudas y su dorso nudoso, moría de repente, sin saber de qué, tal vez en uso de su perfecto derecho al descanso, después de sacar á flote la familia.

Se acostó un día sobre la paja, negándose á salir, mirando á Bastiste con ojos vidriosos y amarillentos que hacían expirar en los labios del amo los votos y amenazas de la indignación. Parecía una persona el pobre Morrut; Batiste, al recordar su mirada, sentía muchas veces deseos de llorar. La barraca sufrió una conmoción, y tal desgracia hasta hizo que la familia olvidase momentáneamente al pobre Pascualet; que temblaba de fiebre en la cama.

Lloró la mujer de Batiste. Aquel animal alargando su manso hocico había visto venir al mundo á casi todos sus hijos. Aún recordaba ella, como si fuera ayer, cuando lo compraron en el mercado de Sagunto, pequeño, sucio, lleno de costras y asquerosidades, como un jaco de desecho. Era alguien de la familia que se iba. Y cuando unos tíos repugnantes llegaron en un carro para llevarse su caballo á la «Caldera»16, donde convertirían su esqueleto en hueso de pulida brillantez y sus carnes en abono fecundizante, lloraban los chicos, gritando desde la puerta un adiós interminable al pobre Morrut, que se alejaba con las patas rígidas y la cabeza balanceante, mientras la madre, como si tuviese un horrible presentimiento, se arrojaba con los brazos abiertos sobre el enfermito.

Recordaba á sus hijos cuando se introducían en la cuadra para tirar de la cola al Morrut, el cual aguantaba con dulce pasividad todos los juegos de los chicos. Veía al pequeñín cuando lo colocaba su padre sobre la dura espina del animal, golpeando con sus piececitos los lustrosos flancos y gritando «¡arre! ¡arre!» con infantil balbuceo. Con la muerte de esta pobre bestia creía Teresa que iba á quedar abierta una brecha en la familia por donde se irían otros. ¡Señor, que la engañasen sus presen timientos de madre dolorosa; que fuese sólo este sufrido animal el que se iba; que no se llevase sobre sus lomos al pobre chiquitín camino del cielo, como en otros tiempos le llevaba por las sendas de la huerta agarrado á sus crines, á paso lento, para no derribarlo!

Y el pobre Batiste, con el pensamiento ocupado por tantas desgracias, barajando en su imaginación el niño enfermo, el caballo muerto, el hijo descalabrado y la hija con su reconcentrado pesar, llegó á los arrabales de la ciudad y pasó el puente de Serranos.

Al extremo del puente, en una planicie entre dos jardines, frente á las ochavadas torres que asomaban sobre la arboleda sus arcadas ojivales, sus barbacanas y la corona de sus almenas, se detuvo Batiste, pasándose las manos por el rostro. Tenía que visitar á los amos, los hijos de don Salvador, y pedirles á préstamo un piquillo para completar la cantidad que iba á costarle la compra de un rocín que sustituyese al Morrut. Y como el aseo es el lujo del pobre, se sentó en un banco de piedra, espe rando que le llegara el turno para limpiarse de unas barbas de dos semanas, punzantes y duras como púas, que ennegrecían su cara.

A la sombra de los altos plátanos funcionaban las peluquerías de la gente huertana, los barberos de «cara al sol». Un par de sillones con asiento de esparto y brazos pulidos por el uso, un anafe en el que hervía el puchero del agua, los paños de dudoso color y unas navajas melladas, que arañaban el duro cutis de los parroquianos con rascones espeluznantes, constituían toda la fortuna de estos establecimientos al aire libre.

Muchachos cerriles que aspiraban á ser mancebos en las barberías de la ciudad hacían allí sus primeras armas; y mientras se amaestraban infiriendo cortes ó poblando las cabezas da trasquilones y peladuras, el amo daba conversación á los parroquianos sentados en el banco del paseo, ó leía en alta voz un periódico á este auditorio, que, con la quijada en ambas manos, escuchaba impasible.

A los que se sentaban en el sillón de los tormentos pasábanles un pedazo de jabón de piedra por las mejillas, y frota que frota, hasta que levantaba espuma. Después venía el navajeo cruel, los cortes, que aguantaba firmemente el cliente con la cara manchada de sangre. Un poco más allá sonaban las enormes tijeras en continuo movimiento, pasando y repasando sobre la redonda testa de algún mocetón presumido, que quedaba esquilado como perro de aguas; el colmo de la elegancia: larga greña sobre la frente y la media cabeza de atrás cuidadosamente rapada.

Batiste fué afeitado con bastante suerte, mientras escuchaba, hundido en el sillón de esparto y teniendo los ojos entornados, la lectura del «maestro», hecha con voz nasal y monótona, sus comentarios y glosas de hombre experto en la cosa pública. No sacó mas que tres raspaduras y un corte en la oreja. Otras veces había sido más. Dió su medio real, y se metió en la ciudad por la puerta de Serranos.

Dos horas después volvió á salir, y se sentó en el banco de piedra, entre el grupo de los parroquianos, para oír otra vez al maestro mientras llegaba la hora del mercado.

Los amos acababan de prestarle el piquillo que le faltaba para la compra del rocín. Ahora lo importante era tener buen ojo para escoger; serenidad para no dejarse engañar por la astuta gitanería que pasaba ante él con sus bestias, descendiendo luego por una rampa al cauce del río.

Las once. El mercado debía estar en su mayor animación. Llegaba hasta Batiste el confuso rumor de un hervidero invisible; subían los relinchos y las voces desde el fondo del cauce. Dudaba, permanecía quieto, como el que desea retrasar el momento de una resolución importante, y al fin se decidió á bajar al mercado.

El cauce del Turia estaba, como siempre, casi seco. Algunas vetas de agua, escapadas de los azudes y presas que refrescan la vega, serpenteaban formando curvas ó islas en un suelo polvoriento, ardoroso, desigual, que más parecía de desierto africano que lecho de un río.

A tales horas estaba todo él blanco de sol, sin la menor mancha de sombra.

Los carros de los labriegos, con sus toldos claros, formaban un campamento en el centro del cauce, y á lo largo de la ribera de piedra, puestas en fila, estaban las bestias á la venta: mulas negras y coceadoras, con rojos caparazones y ancas brillantes agitadas por nerviosa inquietud; caballos de labor, fuertes pero tristes, cual siervos condenados á eterna fatiga, mirando con sus ojos vidriosos á todos los que pasaban, como si adivinasen al nuevo tirano, y pequeñas y vivarachas jacas, hiriendo el polvo con sus cascos, tirando del ronzal que las mantenía atadas al muro.

Junto á la rampa de bajada estaban los animales de desecho: asnos sin orejas, de pelo sucio y asquerosas pústulas; caballos tristes, cuyo pellejo parecía agujerearse con lo anguloso de la descarnada osamenta; mulas cegatas, con cuello de cigüeña; toda la miseria del mercado, los náufragos del trabajo, que, con el cuero rayado á palos, el estómago contraído y las excoriaciones inflamadas por las moscas verdosas y panzudas, esperaban la llegada del contratista de las corridas de toros ó del mendigo, que aún sabrían utilizarlos.

Junto á las corrientes de agua, en el centro del cauce y en las riberas que la humedad había cubierto de una débil capa de césped, trotaban las manadas de potros sin domar, al aire la luenga crin, arrastrando la cola por el suelo. Más allá de los puentes, al través de sus arcos de piedra, veíanse los rebaños de toros, con las patas encogidas, rumiando tranquilamente la hierba que les arrojaban los pastores, ó andando perezosamente por el suelo abrasado, sintiendo la nostalgia de las frescas dehesas, plantándose fieramente cada vez que los chicuelos les silbaban desde los pretiles.

La animación del mercado iba en aumento. En torno á cada caballería cuya venta se estaba ajustando se formaban grupos de gesticulantes y parlanchines labriegos en mangas de camisa, con una vara de fresno en la diestra. Los gitanos, secos, bronceados, de zancas largas y arqueadas, zamarra con remiendos y gorra de pelo, bajo la cual brillaban sus ojos con resplandor de fiebre, hablaban sin cesar, echando su aliento á la cara del comprador como si quisieran hipnotizarle.

–Pero fíjese usted bien en la jaca. Re pare en sus líneas … ¡si parece una señorita!

Y el labriego, insensible á las melosidades gitanas, encerrado en sí mismo, pensativo é incierto, miraba al suelo, miraba á la bestia, se rascaba el cogote, y acababa diciendo con energía de testarudo:

Bueno; pues no done mes17.

Para concertar los chambos y solemnizar las ventas buscábase el amparo de un sombrajo, bajo el cual una mujerona vendía bollos adornados por las moscas ó llenaba pegajosas copas con el contenido de media docena de botellas alineadas sobre una mesa de cinc.

Batiste pasó y repasó varias veces entre las bestias, sin hacer caso de los vendedores que le asediaban adivinando su intención.

Ninguna le gustaba. ¡Ay, pobre Morrut! ¡Cuán difícil era encontrarle un sucesor! De no verse acosado por la necesidad, se hubiera ido sin comprar; creía ofender al difunto fijando su atención en aquellas bestias antipáticas.

Al fin se detuvo ante un rocín blanco, no muy gordo ni lustroso, con algunas rozaduras en las piernas y cierto aire de cansancio; una bestia de trabajo que, no obstante su aspecto de abrumamiento, parecía fuerte y animosa.

Apenas pasó una mano por las ancas del rocín, apareció junto á éste un gitano, obsequioso, campechanote, tratándole como si le conociese toda su vida.

–Es un animal de perlas; bien se ve que usted conoce las buenas bestias.... Y barato: me parece que no reñiremos.... ¡Monote! Sácalo de paseo, para que vea el señor con qué garbo bracea.

Y el aludido Monote, un gitanillo con el trasero al aire por las roturas del pantalón y la cara llena de costras, cogió el caballo del ronzal y salió corriendo por los altibajos de arena seguido de la pobre bestia, que trotaba displicente, como fatigada de una operación tantas veces repetida.

Corrió la gente curiosa, agrupándose en torno á Batiste y el gitano, que seguían con sus miradas la marcha del animal. Guando volvió Monote con el caballo, el la briego lo examinó detenidamente. Metió sus dedos entre la amarillenta dentadura, pasó sus manos por las ancas, levantó sus cascos para inspeccionarlos, lo registró cuidadosamente entre las piernas.

–Mire usted, mire usted—decía el gitano—, que para eso está.... Más limpio que la patena. Aquí no se engaña á nadie: todo natural. No se arreglan los animales, como hacen otros, que desfiguran un burro en un santiamén. Lo compré la semana pasada y ni me he cuidado de arreglarle esas cosillas que tiene en las piernas. Ya ha visto usted con qué salero bracea. ¿Y tirar de un carro?… Ni un elefante tiene su empuje. Ahí en el cuello verá usted las señales.

Batiste no parecía descontento del examen, pero hizo esfuerzos por mostrarse disgustado, valiéndose de mohines y toses. Sus infortunios como carretero le habían hecho conocer las bestias, y se reía interiormente de algunos curiosos que, influídos por el mal aspecto del caballo, discutían con el gitano, diciendo que sólo era bueno para enviarlo á la «Caldera». Su aspecto triste y cansado era el de los ani males de trabajo que obedecen con resignación mientras pueden sostenerse.

Llegó el momento decisivo. Se quedaría con él.... ¿Cuánto?

–Por ser para usted, que es un amigo—dijo el gitano palmeándole en la espalda—, por ser para usted, persona simpática que sabrá tratar bien á esta prenda … lo dejaremos en cuarenta daros y trato hecho.

Batiste aguantó el disparo con calma, como hombre acostumbrado á tales discusiones, y sonrió socarronamente:

–Bueno: pos por ser tú, rebajaré poco. ¿Quieres ventisinco?

El gitano estendió sus brazos con teatral indignación, retrocedió algunos pasos, se arañó la gorra de pelo ó hizo toda clase de extremos grotescos para expresar su asombro.

–¡Mare de Dios! ¡Veinticinco duros!… ¿Pero se ha fijao usted en el animal? Ni robao se lo podría dar á tal precio.

Pero Batiste á todas sus lamentaciones contestaba siempre lo mismo:

Ventisinco … ni un chavo más.

Y el gitano, apuradas sus razones, que no eran pocas, apeló al supremo argumento:

Monote … saca el animal … que el señor se fije bien.

Y allá fué Monote otra vez, trotando y tirando del ronzal delante del pobre caballo, cada vez más aburrido de tantos paseos.

–¡Qué meneo! ¿eh?—dijo el gitano—. ¡Si parece una marquesa en un baile! ¿Y eso vale para usted veinticinco duros?…

–Ni un chavo más—repitió el testarudo.

Monote … vuelve. Ya hay bastante.

Y fingiendo indignación, volvió el gitano la espalda al comprador como si diese por fracasado todo arreglo; paro al ver que Batiste se iba verdaderamente, desapareció su seriedad.

–Vamos, señor … ¿cuál es su gracia?… ¿Batiste? ¡Ah! Pues mire usted, señor Bautista: para que vea que le quiero y deseo que esa joya sea suya, voy á hacer lo que no haría por nadie. ¿Conviene en treinta y cinco duros? Vamos, que sí. Le jura por su salú que no haría esto ni por mi pare.

Esta vez aún fué más viva y gesticulante su protesta al ver que el labrador no se ablandaba con la rebaja y á duras penas le ofrecía dos duros más.

–¿Pero tan poco cariño le inspira esta perla fina? ¿Es que no tiene usté ojos para apreciarla? A ver, Monote: á sacarlo otra vez.

Mas no tuvo Monote que echar de nuevo los bofes, pues Batiste se alejó fingiendo haber desistido de tal compra.

Vagó por el mercado, mirando de lejos otros animales, pero vigilando siempre con el rabillo de un ojo al gitano, el cual, fingiendo igualmente indiferencia, le seguía, le espiaba.

Se acercó á un caballote fuerte y de pelo brillante, que no pensaba comprar, adivinando su alto precio. Apenas le pasó la mano por las ancas, sintió junto á sus orejas un aliento ardoroso y un murmullo:

–Treinta y tres.... Por la salú de sus pequeños, no diga que no; ya ve que me pongo en razón.

Ventiocho—dijo Batiste sin volverse.

Cuando se cansó de admirar aquella hermosa bestia siguió adelante, y por hacer algo presenció cómo una vieja labradora regateaba un borriquillo.

El gitano había vuelto á colocarse junto á su caballo y le miraba desde lejos, agitando la cuerda del ronzal como si le llamase. Batiste se aproximó lentamente, simulando distracción, mirando los puentes, por donde pasaban como cúpulas movibles de colores las abiertas sombrillas de las mujeres de la ciudad.

Era ya mediodía. Abrasaba la arena del cauce; el aire, encajonado entre los pretiles, no se conmovía con la más leve ráfaga. En este ambiente cálido y pegajoso, el sol, cayendo de plano, pinchaba la piel y abrasaba los labios.

El gitano avanzó algunos pasos hacia Batiste, ofreciéndole el extremo de la cuerda como una toma de posesión:

–Ni lo de usted ni lo mío. Treinta, y bien sabe Dios que nada gano.... Treinta, no me diga que no, porque me muero de rabia. Vamos … choque usted.

Batiste agarró la cuerda y tendió una mano al vendedor, que se la apretó enérgicamente. Trato cerrado.

El labrador fué sacando de su faja toda aquella indigestión de ahorros que le hin chaba el vientre: un billete que le había prestado el amo, unas cuantas piezas de á duro, un puñado de plata menuda envuelta en un cucurucho de papel; y cuando la cuenta estuvo completa no pudo librarse de ir con el gitano al sombrajo para convidarle á una copa y dar unos cuantos céntimos á Monote por sus trotes.

–Se lleva usted la joya del mercado. Hoy es buen día para usted, señó Bautista: se ha santiguao con la mano derecha, y la Virgen ha salió á verle.

Aún tuvo que beber una segunda copa, obsequio del gitano, y al fin, cortando en seco su raudal de ofrecimientos y zalamerías, cogió el ronzal de su nuevo caballo, y con ayuda del ágil Monote, montó en el desnudo lomo, saliendo á paso corto del ruidoso mercado.

Iba satisfecho del animal: no había perdido el día. Apenas si se acordaba del pobre Morrut, y sintió el orgullo del propietario cuando en el puente y en el camino volviéronse algunos de la huerta á examinar el blanco caballejo.

Su mayor satisfacción fué al pasar fren te á la casa de Copa. Hizo emprender al rocín un trotecillo presuntuoso, cual si fuese un caballo de casta, y vio cómo después de pasar él se asomaban á la puerta Pimentó y todos los vagos del distrito con ojos de asombro. ¡Miserables! Ya estarían convencidos de que era difícil hincarle el diente, de que sabía defenderse solo. Bien podían verlo: caballo nuevo. ¡Ojalá lo que ocurría dentro de la barraca pudiera arreglarse tan fácilmente!

Sus trigos, altos y verdes, formaban como un lago de inquietas ondas al bordo del camino; la alfalfa mostrábase lozana, con un perfume que hizo dilatarse las narices del caballo. No podía quejarse de sus tierras; pero dentro de la barraca era donde temía encontrar á la desgracia, eterna compañera de su existencia, esperándole para clavar en él sus uñas.

Al oir el trote del rocín, salió Batistet con la cabeza cubierta de trapos, para apoderarse del ronzal mientras su padre desmontaba. El muchacho se mostró entusiasmado por la nueva bestia. La acarició, metióle sus manos entre los morros, y con el ansia de tomar posesión de ella, puso un pie sobre el corvejón, se agarró á la cola y montó por la grupa como un moro.

Batiste entró en la barraca, blanca y pulcra como siempre, con los azulejos luminosos y todos los muebles en su sitio, pero que parecía envuelta en la misma tristeza de una sepultura limpia y brillante.

Su mujer salió á la puerta del cuarto con los ojos hinchados, enrojecidos, y el pelo en desorden, revelando en su aspecto cansado varias noches pasadas en vela.

Acababa de marcharse el médico; lo de siempre: pocas esperanzas. Después de examinar un rato al pequeño, se había ido sin recetar nada nuevo. Únicamente al montar en su jaca había dicho que volvería al anochecer. Y el niño siempre igual, con una fiebre que devoraba su cuerpecillo cada vez más extenuado.

Era lo de todos los días. Se habían acostumbrado ya á aquella desgracia: la madre lloraba automáticamente, y los demás, con una expresión triste, seguían dedicándose á sus habituales ocupaciones.

Después, Teresa, mujer hacendosa, pre guntó á su marido por el resultado del viaje, quiso ver el caballo, y hasta la triste Roseta olvidó sus pesares amorosos para enterarse de la adquisición.

Todos, grandes y pequeños, fuéronse al corral para ver el caballo, que Batistet acababa de instalar en el establo. El niño quedó abandonado en el camón del estudi, revolviéndose con los ojos empañados por la enfermedad, y balando débilmente: «¡Mare! mare

Teresa, mientras tanto, examinaba con rostro grave la compra de su marido, calculando detenidamente si aquello valía treinta duros; la hija buscaba diferencias entre la nueva bestia y el Morrut, de feliz memoria; y los dos pequeños, con repentina confianza, tirábanle de la cola y le acariciaban el vientre, rogando en vano al hermano mayor que los subiera sobre su blanco lomo.

Decididamente, gustaba á todos este nuevo individuo de la familia, que hociqueaba el pesebre con extrañeza, como si encontrase en él algún lejano olor del compañero muerto.

Comió toda la familia, y era tal la fiebre de la novedad, el entusiasmo por la adquisición, que varias veces Batistet y los pequeños escaparon de la mesa para ir á echar una mirada al establo, como si temiesen que al caballo le hubieran salido alas y ya no estuviese allí.

La tarde transcurrió sin ningún accidente. Batiste tenía que labrar una parte del terreno que aún conservaba inculto, preparando la cosecha de hortalizas, y él y su hijo engancharon el caballo, enorgulleciéndose al ver la mansedumbre con que obedecía y la fuerza con que tiraba del arado.

Al anochecer, cuando ya iban á retirarse, les llamó á grandes gritos Teresa desde la puerta de la barraca. Era como si pidiese socorro.

–¡Batiste! ¡Batiste!… Vine pronte.

Y Batiste corrió á través del campo, asustado por el tono de voz de su mujer. Luego vió que se mesaba los cabellos gimiendo.

El chico se moría: bastaba verlo para convencerse. Batiste, al entrar en el estudi é inclinarse sobre la cama, se agitó con un estremecimiento de frío, algo así como si acabasen de soltarle un chorro de agua por la espalda. El pobre Obispo apenas si se movía: únicamente su pecho continuaba agitándose con penoso estertor. Sus labios tomaban un tinte violáceo; sus ojos casi cerrados dejaban entrever un globo empañado ó inmóvil. Eran unos ojos que ya no miraban, y su morena carita parecía ennegrecida por misteriosa lobreguez, como si sobre ella proyectasen su sombra las alas de la muerte. Lo único que brillaba en su cabeza eran los pelitos rubios, tendidos sobre las almohadas, y en esta madeja rizosa quebrábase con extraña luz el resplandor del candil.

La madre lanzaba gemidos desesperados, aullidos de fiera enfurecida. Su hija, llorando silenciosamente, tenía necesidad de contenerla, de sujetarla, para que no se arrojase sobre el pequeño ó se estrellara la cabeza contra la pared. Fuera lloriqueaban los pequeños sin atreverse á entrar, como si les infundieran terror los lamentos de su madre; y junto á la cama estaba Batiste, absorto, apretando los puños, mordiéndose los labios, con la vista fija en aquel cuerpecito, al que tantas angustias y estremecimientos costaba soltar la vida. La falsa calma del hombretón, sus ojos secos agitados por nervioso parpadeo, la frente inclinada sobre su hijo, ofrecían una expresión aún más dolorosa que los lamentos de la madre.

De pronto se fijó en que Batistet estaba junto á él. Le había seguido, alarmado por los gritos de su madre. Batiste se enfadó al saber que dejaba abandonado el caballo en medio del campo, y el muchacho, enjugándose las lágrimas, salió corriendo para traer la bestia al establo.

Al poco rato nuevos gritos sacaron á Batiste de su doloroso estupor.

–¡Pare!… ¡pare!

Era Batistet llamándole desde la puerta de la barraca. El padre, presintiendo una nueva desgracia, corrió tras él, sin comprender sus atropelladas palabras. «El caballo … el pobre Blanco … estaba en el suelo … sangre …»

Y á los pocos pasos lo vió caído sobre sus ancas, enganchado aún al arado, pero intentando en vano levantarse, tendiendo su cuello, relinchando dolorosamente, mientras de su costado, junto á una pata delantera, manaba lentamente un líquido negruzco, del que se iban empapando los surcos recién abiertos.

Se lo habían herido; tal vez iba á morir. ¡Recristo! Un animal tan necesario para él como la propia vida y que le había costado empeñarse con el amo....

Miró en torno, buscando al criminal. Nadie. En la vega, que azuleaba bajo el crepúsculo, no se oía mas que un ruido lejano de carros, el susurro de los cañares y los gritos con que se llamaban de una barraca á otra. En los caminos inmediatos, en las sendas, ni una persona.

Batistet intentó disculparse ante su padre de este descuido. Cuando corría hacia la barraca, asustado por los gritos de su madre, había visto venir por el camino un grupo de hombres, gente alegre que reía y cantaba, regresando sin duda de la taberna. Tal vez eran ellos.

El padre no quiso oir más … ¡Pimentó! ¿quién otro podía ser? El odio de la huerta le asesinaba un hijo, y ahora aquel ladrón le mataba su caballería, adivinando lo necesaria que era para su existencia. ¡Cristo! ¿No había ya bastante para que un cristiano se perdiese?…

Y no razonó más. Sin saber lo que hacía, regresó á la barraca, cogió su escopeta detrás de la puerta, y salió corriendo, mientras instintivamente abría la recámara de su arma para ver si los dos cañones estaban cargados.

Batistet se quedó junto al caballo, intentando restañarle la sangre con su pañuelo de la cabeza.

Sintió miedo viendo á su padre correr por el camino con la escopeta preparada, ansioso de dar desahogo á su furor matando.

Era terrible el aspecto de aquel hombretón siempre tranquilo y cachazudo. Despertaba la fiera en él, cansado de que lo hostigasen un día y otro día. En sus ojos inyectados de sangre brillaba la fiebre del asesinato; todo su cuerpo se estremecía de cólera, esa terrible cólera del pacífico, que cuando rebasa el límite de la mansedumbre es para caer en la ferocidad.

Como un jabalí furioso se entró por los campos, pisoteando las plantas, saltando las arterias regadoras, tronchando cañares. Si abandonó el camino, fué por llegar antes á la barraca de Pimentó.

Alguien estaba en la puerta. La ceguera de la cólera y la penumbra crepuscular no le permitieron distinguir si era hombre ó mujer, pero vio cómo de un salto se metía dentro y cerraba la puerta de golpe, asustado por aquella aparición próxima á echarse la escopeta á la cara.

16.Lugar donde son incinerados los animales muertos para aprovechar sus huesos.
17.—Bueno; pues no doy más.
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