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Las que ya habían llenado sus cántaros sentábanse en los bordes de la balsa, con las piernas colgando sobre el agua, encogiéndolas luego con escandalizados chillidos cada vez que algún muchacho bajaba á beber y miraba á lo alto.

Era una reunión de gorriones revoltosos. Todas hablaban á un tiempo; unas se insultaban, otras iban despellejando á los ausentes haciendo público todos los escándalos de la huerta. La juventud, libre de la severidad paternal, se desprendía del gesto hipócrita fabricado para la casa, y se mostraba con toda la acometividad de una rudeza falta de expansión. Aquellos ángeles morenos, que tan mansamente cantaban gozos y letrillas en la iglesia de Alboraya al celebrarse las fiesta de las solteras, enardecíanse á solas y matizaban su conversación con votos de carretero, hablando de cosas internas con el aplomo de una comadrona.

Allí cayó Roseta con su cántaro, sin haber encontrado al novio en el camino, á pesar de que anduvo lentamente, volviendo con frecuencia la cabeza, esperando á cada momento que saliese de una senda.

La ruidosa tertulia de la fuente callóse al verla. Causó estupefacción en el primer momento la presencia de Roseta: algo así como la entrada de un moro en la iglesia de Alboraya en plena misa mayor. ¿A qué venía allí aquella «hambrienta»?…

Saludó Roseta á dos ó tres que eran de su fábrica, y apenas si le contestaron, apretando los labios y con un retintín de desprecio.

Las demás, repuestas de la sorpresa, siguieron hablando, como si nada hubiera pasado, no queriendo conceder á la intrusa ni el honor del silencio.

Bajó Roseta á la fuente, y después de llenar el cántaro, sacó, al incorporarse, su cabeza por encima del muro, lanzando una mirada ansiosa por toda la vega.

Mira, mira, que no vindrá13.

Era una sobrina de Pimentó, hija de una hermana de Pepeta, la que decía esto; morenilla, nerviosa, de nariz arremangada ó insolente, orgullosa de ser única en su casa y de que su padre no fuese arrendatario de nadie, pues los cuatro campos que trabajaba eran muy suyos.

Sí; podía mirar cuanto quisiera, que no vendría. ¿No sabían las otras á quién esperaba? Pues á su novio, el nieto del tío Tomba. ¡Vaya un acomodo!

Y las treinta bocas crueles empezaron á reir como si mordieran; no porque encontrasen gran chiste á la cosa, sino por abrumar á la hija del odiado Batiste.

–¡La «Pastora»!…—dijeron algunas–. ¡La «Divina Pastora»!…

Roseta alzó los hombros con expresión de indiferencia. Esperaba este apodo. Además, las bromas de la fábrica habían embotado su susceptibilidad.

Cargóse el cántaro y subió los peldaños, pero en el postrero le detuvo la vocecita mimosa de la sobrina de Pimentó. ¡Cómo mordía esta sabandija!…

Nunca sería la mujer del nieto del tío Tomba. Era un infeliz, un «muerto de hambre», pero muy honrado é incapaz de emparentar con una familia de ladrones.

Casi soltó su cántaro Roseta. Enrojeció, como si estas palabras, rasgándole el corazón, hubieran hecho subir toda la sangre á su cara, y después quedóse blanca, con palidez de muerte.

–¿Quí es lladre? ¿Quí?14—preguntó con una voz temblona que hizo reir á todas las de la fuente.

¿Quién? Su padre. Pimentó, su tío, lo sabía bien, y en casa de Copa no se hablaba de otra cosa. ¿Creían que el pasado iba á estar oculto? Habían huído de su pueblo porque les conocían allá demasiado; por eso habían venido á la huerta á apoderarse de lo que no era suyo. Hasta se tenían noticias de que el señor Batiste había estado en presidio por cosas feas …

Y así continuó la viborilla, soltando todo lo oído en su casa y en la vega: las mentiras fraguadas por los perdidos de casa de Copa, toda una urdimbre de calumnias inventada por Pimentó, que cada vez se sentía menos dispuesto á atacar cara á cara á Batiste, y pretendía hostilizarlo, cansarlo y herirlo por medio del insulto.

La firmeza del padre surgió de pronto en Roseta, trémula, balbuciente de rabia y con los ojos veteados de sangre. Soltó el cántaro, que se hizo pedazos, mojando á las muchachas más inmediatas, que protestaron á coro llamándola bestia. ¡Pero buena estaba ella para fijarse en tales cosas!

–¡Mon pare!…—gritó avanzando hacia la insolente—. ¿Mon pare lladre?… Tórnau á repetir y et trenque'ls morros15.

Pero no pudo repetirlo la morenilla, porque antes de que llegase á abrir la boca, recibió un puñetazo en ella, al mismo tiempo que Roseta hundía la otra mano en su moño. Instintivamente, movida por el dolor, se agarró también á los rubios pelos de la hilandera, y durante algunos minutos se las vió á las dos encorvadas, lanzando gritos de dolor y rabia, con las frentes cerca del suelo, arrastrándose mutuamente con los crueles tirones que cada una daba á la cabellera de la otra. Caían las horquillas al deshacerse las trenzas. Parecían sus opulentas cabelleras estandartes guerreros, no flotantes y victoriosos, sino enroscados y martirizados por las manos del enemigo.

Pero Roseta, más fuerte ó más furiosa, logró desasirse, é iba á arrastrar á su adversaria, tal vez á propinarla una zurra interior, pues con la mano libre pugnaba por despojarse de un zapato, cuando ocurrió algo inaudito, irritable, brutal.

Sin acuerdo previo, como si los odios de sus familias, las frases y maldiciones oídas en sus barracas surgiesen en ellas de golpe, todas cayeron á un tiempo sobre la hija de Batiste.

–¡Lladrona! ¡lladrona!…

Desapareció Roseta bajo los amenazantes brazos. Su cara cubrióse de rasguños. Agobiada por tantos golpes, ni caer pudo, pues las mismas apreturas de sus enemigas la mantenían derecha. Pero empujada de un lado á otro, acabó rodando por los resbaladizos escalones, y su frente chocó contra una arista de la piedra.

¡Sangre!… Fué como una pedrada en un árbol cargado de pájaros. Salieron todas corriendo en diversas direcciones, con los cántaros en la cabeza, y al poco rato no se veía en las cercanías de la fuente de la Reina mas que á la pobre Roseta, con el pelo suelto, las faldas desgarradas, la cara sucia de polvo y sangre, caminando llorosa hacia su casa.

¡Cómo gritó de angustia la madre al verla entrar y cómo protestó luego al ente rarse de lo ocurrido! Aquellas gentes eran peores que judíos. ¡Señor! ¡Señor! ¿Podía ocurrir tal crimen en tierra de cristianos?…

Ya no les bastaba á los de la huerta con que los hombres molestasen á su pobre Batiste, calumniándolo ante el tribunal para que le impusieran multas injustas. Ahora eran sus hijas las que perseguían á la pobre Roseta, como si la infeliz tuviese culpa alguna. ¿Y todo por qué?… Porque querían vivir trabajando, sin ofender á nadie, como Dios manda.

Batiste, al ver á su hija ensangrentada y llorosa, palideció, dando algunos pasos hacia el camino con la vista fija en la barraca de Pimentó, cuya techumbre asomaba sobre los cañares.

Pero se detuvo y acabó por reñir dulcemente á Roseta. Lo ocurrido la enseñaría á no pasear por gusto en la huerta. Ellos debían evitar todo roce con los demás: vivir juntos y unidos en su barraca, no separarse nunca de unas tierras que eran su vida.

Dentro de su casa ya se guardarían los enemigos de venir á buscarles.

VI

Era un rumor de avispero, un susurro de colmena, lo que oían mañana y tarde los huertanos al pasar frente al molino de la Cadena, por el camino que va al mar.

Una espesa cortina de álamos cerraba la plazoleta formada por el camino al ensancharse ante el amontonamiento de viejos tejados, paredes agrietadas y negros ventanucos del molino, fábrica antigua y ruinosa, montada sobre la acequia y apoyada en dos gruesos machones, por entre los cuales caía la corriente en espumosa cascada.

El ruido lento y monótono que surgía entre los árboles era el de la escuela de don Joaquín, establecida en una barraca oculta por la fila de álamos.

Nunca el saber se vió peor alojado; y eso que, por lo común, no habita palacios.

Era una barraca vieja, sin más luz que la de la puerta y la que se colaba por las grietas de la techumbre; las paredes de dudosa blancura, pues la señora maestra, mujer obesa que vivía pegada á su silleta de esparto, pasaba el día oyendo y admirando á su esposo; unos cuantos bancos, tres carteles de abecedario mugrientos, rotos por las puntas, pegados al muro con pan mascado, y en el cuarto inmediato á la escuela unos muebles, pocos y viejos, que parecían haber corrido media España.

En toda la barraca no había mas que un objeto nuevo: la luenga caña que el maestro tenía detrás de la puerta, y que renovaba cada dos días en el cañaveral vecino, siendo una felicidad que el género resultase tan barato, pues se gastaba rápidamente sobre las duras y esquiladas testas de aquellos pequeños salvajes.

Libros, apenas si se veían tres en la escuela: una misma cartilla servía á todos. ¿Para qué más?… Allí imperaba el método moruno: canto y repetición, hasta meter las cosas con un continuo martilleo en las duras cabezas.

A causa de esto, desde la mañana hasta el anochecer, la vieja barraca soltaba por su puerta una melopea fastidiosa, de la que se burlaban todos los pájaros del contorno.

–Pa …dre … nuestro, que … estás … en los cielos....

–Santa … María....

–Dos por dos … cuuuatro....

Y los gorriones, los pardillos y las calandrias, que huían de los chicos como del demonio cuando los veían en cuadrilla por los senderos, posábanse con la mayor confianza en los árboles inmediatos, y hasta se paseaban con sus saltadoras patitas frente á la puerta de la escuela, riéndose con escandalosos gorjeos de sus fieros enemigos al verlos enjaulados, bajo la amenaza de la caña, condenados á mirarlos de reojo, sin poder moverse y repitiendo un canto tan fastidioso y feo.

Da vez en cuando enmudecía el coro y sonaba majestuosa la voz de don Joaquín soltando su chorro de sabiduría.

–¿Cuántas son las obras de misericordia?…

–Dos por siete, ¿cuántas son?…

Y rara vez quedaba contento de las contestaciones.

–Son ustedes unos bestias. Me oyen como si les hablase en griego. ¡Y pensar que les trato con toda finura, como en un colegio de la ciudad, para que aprendan ustedes buenas formas y sepan hablar como las personas!… En fin, tienen ustedes á quien parecerse: son tan brutos como sus señores padres, que ladran, les sobra dinero para ir á la taberna, é inventan mil excusas para no darme el sábado los dos cuartos que me pertenecen.

Y paseábase indignado, especialmente al quejarse de los olvidos del sábado. Bien se notaba en el aspecto de su persona, que parecía dividida en dos partes.

Abajo, alpargatas rotas, siempre manchadas de barro; viejos pantalones de pana; manos escamosas, ásperas, conservando en las grietas de la piel la tierra de su huertecito, un cuadrado de hortalizas que tenía frente á la barraca, y muchas veces era lo único que llenaba su puchero. Pero de cintura arriba mostrábase el señorío, «la dignidad del sacerdote de la instrucción», como él afirmaba; lo que le distinguía de toda la gente de las barracas, gusarapos pegados al surco: una corbata de colores chillones sobre la sucia pechera, bigote cano y cerdoso partiendo su rostro mofletudo y arrebolado, y una gorra azul con visera de hule, recuerdo de uno de los muchos empleos que había desempeñado en su accidentada vida.

Esto era lo que le consolaba de su miseria; especialmente la corbata, adorno que nadie llevaba en todo el contorno y él lucía cual un signo de suprema distinción; algo así como el Toisón de Oro de la huerta.

La gente de las barracas respetaba á don Joaquín, aunque en lo concerniente á sostener su miseria anduviese remisa y remolona. ¡Lo que aquel hombre había visto!… ¡Lo que llevaba corrido por el mundo!… Unas veces empleado ferroviario; otras ayudando á cobrar contribuciones en las más apartadas provincias de España; hasta se decía que había estado en Cuba como guardia civil. En fin, que era un pájaro gordo venido á menos.

–Don Joaquín—decía su gruesa mujer, que era la primera en sostenerle el trata miento—nunca se ha visto como hoy; somos de muy buena familia. La desgracia nos ha traído aquí, pero hemos «paleado» las onzas.

Y las comadres de la huerta, sin perjuicio de olvidarse alguno que otro sábado de los dos cuartos de la escuela, respetaban como un ser superior á don Joaquín, reservándose un poco de burla para la casaquilla verde con faldones cuadrados que se endosaba los días de fiesta, cuando cantaba en el coro de la iglesia de Alboraya durante la misa mayor.

Empujado por la miseria, había caído allí con su enorme y blanducha mitad como podía haber caído en otra parte. Ayudaba al secretario del pueblo cercano en los trabajos extraordinarios, preparaba con hierbas de él tan sólo conocidas ciertos cocimientos que operaban milagros en las barracas. Todos reconocían que «aquel tío sabía mucho», y sin título de maestro ni miedo á que nadie se acordase de él para quitarle una escuela que no daba ni para pan, iba logrando á fuerza de repeticiones y cañazos que deletreasen y permanecieran inmóviles todos los pillos de cinco á diez años que en días de fiesta apedreaban á los pájaros, robaban la fruta y perseguían á los perros en los caminos de la huerta.

¿De dónde era el maestro? Todas las vecinas lo sabían: de muy lejos, de allá de la churrería. Y en vano se pedían más explicaciones, pues para la ciencia geográfica de la huerta todo el que no habla valenciano es de la churrería.

No eran flojos los trabajos sufridos por don Joaquín para hacerse entender de sus discípulos y que no reculasen ante el idioma castellano. Los había de ellos que llevaban dos meses en la escuela y abrían desmesuradamente los ojos y se rascaban el cogote sin entender lo que el maestro quería decirles con unas palabras jamás oídas en su barraca.

¡Cómo sufría el pobre señor! ¡Él que cifraba los triunfos de la enseñanza en su «finura», en su distinción de modales, en lo «bienhablado» que era, según declaración de su esposa!

Cada palabra que sus discípulos pronunciaban mal—y no decían bien una sola—le hacía dar bufidos y levantar las manos con indignación hasta tocar el ahumado techo de su vivienda. Estaba orgulloso de la urbanidad con que trataba á sus discípulos.

–Esta barraca humilde—decía á los treinta chicuelos que se apretaban y empujaban en los estrechos bancos, oyéndole entre aburridos y temerosos de la caña—la deben mirar ustedes como si fuese el templo de la cortesía y la buena crianza. ¡Qué digo el templo! Es la antorcha que brilla y disuelve las sombras de barbarie de esta huerta. Sin mí, ¿qué serían ustedes? Unas bestias, y perdonen la palabra: lo mismo que sus señores padres, á los que no quiero ofender. Pero con la ayuda de Dios, han de salir ustedes de aquí como personas cumplidas, sabiendo presentarse en cualquier parte, ya que han tenido la buena suerte de encontrar un maestro como yo. ¿No es así?…

Y los muchachos contestaban con furiosas cabezadas, chocando algunos la testa con la del vecino, y hasta su mujer, conmovida por lo del templo y la antorcha, cesaba de hacer media y echaba atrás la silleta de esparto, para envolver á su esposo en una mirada de admiración.

Interpelaba á toda aquella pillería roñosa, de pies descalzos y faldones al aire, con desmesurada urbanidad.

–A ver, señor de Llopis, levántese usted.

Y el «señor de Llopis», un granuja de siete años, con el pantalón á media pierna sostenido por un tirante, echábase del banco abajo y se cuadraba ante el maestro, mirando de reojo la temible caña.

–Hace un rato que veo á usted hurgándose las narices y haciendo pelotillas. Vicio feo, señor de Llopis; crea usted á su maestro. Por esta vez pase, porque es usted aplicado y sabe la tabla de multiplicar; pero la sabiduría es poca cosa cuando no va acompañada por la buena crianza. No olvide usted esto, señor de Llopis.

Y el de las pelotillas lo aprobaba todo, contento con salir de la advertencia sin cañazo, cuando otro grandullón que estaba á su lado en el banco y debía guardar antiguos resentimientos, al verle de pie y con las posaderas libres, le aplicó en ellas un pellizco traidor.

–¡Ay! ¡ay!… Siñor maestro—gritó el muchacho—, «Morros d'aca» me pellisca.

¡Qué explosión de cólera la de don Joaquín! Lo que más le irritaba era la afición de los muchachos á llamarse por los apodos de sus padres y aun á fabricarlos nuevos.

–¿Quién es Morros d'aca?… El señor de Peris, querrá usted decir. ¡Qué modo de hablar, Dios mío! Parece que esto sea una taberna … ¡Si á lo menos hubiese usted dicho Morros de jaca! Descrísmese usted enseñando á estos imbéciles. ¡Brutos!…

Y enarbolando la caña empezó á repartir sonoros golpes: al uno por el pellizco y al otro por «impropiedad de lenguaje», como decía bufando don Joaquín sin parar en sus cañazos. Tan á ciegas iban los golpes, que los demás muchachos se apretaban en los bancos, se encogían, escondiendo cada cual la cabeza en el hombro del vecino; y á un chiquitín, el hijo pequeño de Batiste, asustado por el estrépito de la caña, se le fué el cuerpo.

Esto amansó al profesor y le hizo reco brar su perdida majestad, mientras el apaleado auditorio se tapaba las narices.

–Doña Pepa—dijo á su mujer—, llévese usted al señor de Borrull, que está indispuesto, y límpielo detrás de la escuela.

Y la mujerona, que tenía cierto afecto á los tres hijos de Batiste porque pagaban todos los sábados, agarró de una mano al «señor de Borrull», el cual salió de la escuela balanceándose sobre las tiernas piernecitas, llorando todavía del susto y enseñando algo más que el faldón por la abertura trasera de los calzones.

Pasados estos incidentes volvía otra vez la lección cantada, y la arboleda parecía estremecerse de fastidio al tamizar entre su ramaje este monótono sonsonete.

Algunas tardes oíase un melancólico son de esquilas, y toda la escuela se agitaba de contento. Era el rebaño del tío Tomba que se aproximaba. Todos sabían que llegando el viejo con su ganado había un par de horas de asueto.

Si parlanchín era el pastor, no le iba en zaga el maestro. Ambos emprendían una interminable conversación, y los discípulos abandonaban los bancos para oirles de cerca ó iban á jugar con las ovejas que rumiaban la hierba de los ribazos cercanos.

A don Joaquín le inspiraba gran simpatía el viejo. Había corrido mundo, tenía la deferencia de hablarle siempre en castellano, era entendido en hierbas medicinales, sin arrebatarle por esto sus clientes; en fin, que resultaba la única persona de la huerta capaz de «alternar» con él.

La aparición era siempre igual. Primero llegaban las ovejas á la puerta de la escuela, metían la cabeza, husmeaban curiosas é iban retirándose con cierto desprecio, convencidas de que allí no había más pasto que el intelectual y valía poco. Después se presentaba el tío Tomba caminando con seguridad por aquella tierra conocida, pero con el cayado por delante, único auxilio de sus moribundos ojos.

Sentábase en el banco de ladrillos inmediato á la puerta, y el maestro y el pastor hablaban, admirados en silencio por doña Josefa y los más grandecitos de la escuela, que lentamente se iban aproximando para formar corro.

El tío Tomba que hasta por las sendas iba siempre conversando con sus ovejas, hablaba al principio con lentitud, como hombre que teme revelar su defecto; pero la charla del maestro iba enardeciéndole, y no tardaba á lanzarse en el inmenso mar de sus eternas historias. Lamentábase de lo pésimamente que «va España», repetía las noticias de los que venían de la ciudad, abominaba de los malos gobiernos, que tienen la culpa de las malas cosechas, y acababa por decir lo de siempre.

–Aquellos tiempos, don Juaquín, aquellos tiempos míos eran otros. Usted no los ha conocido; pero también los de usted eran mejores que éstos. Vamos cada vez peor … ¡Lo que verá toda esa gente menuda cuando sean hombres!

Ya se sabía que esto era el exordio de su historia.

–¡Si usted nos hubiera visto á los de la partida del Flaire!—el pastor nunca pudo decir fraile—. Aquéllos eran españoles; ahora sólo hay guapos en casa de Copa. Yo tenía diez y ocho años, un morrión con un águila de cobre, que le quité á un muerto, y un fusil más grande que yo. ¡Y el Flaire!… ¡Qué hombre! Ahora hablan del general tal y del cual. ¡Mentira, todo mentira! ¡Donde estaba el padre Nevot no podía existir otro! Había que verlo con el hábito arremangado, sobre su jaca, con sable corvo y pistolas. ¡Lo que corríamos! Unas veces aquí, otras en la provincia de Alicante, después por cerca de Albacete: siempre nos iban pisando los talones; pero nosotros, francés que pillábamos lo hacíamos polvo. Aún me parece que los veo: «¡Musiú … pardón!» Y yo, ¡zas, zas! bayonetazo limpio.

El arrugado viejo se erguía, sus mortecinos ojos brillaban como débiles pavesas; movía el cayado cual si aún estuviese pinchando á los enemigos. Luego venían los consejos: detrás del viejo bondadoso levantábase el hombre feroz, de entrañas duras, formado en una guerra sin cuartel. Hacíanse visibles sus fieros instintos, petrificados en plena juventud é insensibles al paso del tiempo. Hablaba en valenciano á los muchachos, regalándoles el fruto de su experiencia. Debían creerle á él, que había visto mucho. En la vida, paciencia para vengarse del enemigo; aguardar la pelota, y cuando viene bien, jugarla con fuerza. Y al dar estos consejos feroces guiñaba sus ojos, que en el fondo de las profundas órbitas parecían estrellas moribundas próximas á extiaguirse. Delataba con su malicia senil un pasado de luchas en la huerta, de emboscadas y astucias, un completo desprecio por la vida de sus semejantes.

El maestro, temeroso de que esto quebrantase la moral de su gente, cambiaba el curso de la conversación hablando de Francia, el gran recuerdo del tío Tomba.

Era tema para muchas horas. Conocía aquel país como si hubiese nacido en él. Al rendirse Valencia al mariscal Suchet, le habían llevado prisionero, con unos cuantos miles más, á una gran ciudad: Tolosa de Francia. Y mezclaba en la conversación, horriblemente desfiguradas, las palabras francesas que aún podía recordar después de tantos años. ¡Qué país! Allá los hombres van con unos sombreros blancos y felpudos, casacas de color con los cuellos hasta el cogote, botas altas como las de la caballería; las mujeres con unas faldas como fundas de flauta, tan estrechas, que se les marca todo lo que queda dentro. Y así seguía hablando de los trajes y costumbres del tiempo del Imperio, imaginándose que aún subsistía todo y la Francia de hoy era como á principios del siglo.

Mientras detallaba sus recuerdos, el maestro y su mujer le oían atentamente, y algunos muchachos, abusando del inesperado asueto, iban alejándose de la barraca atraídos por las ovejas, que huían de ellos como del demonio. Las tiraban del rabo, cogíanlas de las piernas, obligándolas á andar con las patas delanteras, las hacían rodar por los ribazos ó intentaban cabalgarlas colocándose de un salto sobre sus sucios vellones. Y los pobres animales en vano protestaban con tiernos balidos, pues no los oía el pastor, ocupado en relatar con fruición la agonía del último francés matado por él.

–¿Y como cuántos cayeron?—preguntaba el maestro al final del relato.

–Cuestión de ciento veinte ó ciento treinta. No recuerdo bien.

El matrimonio se miraba sonriendo. Desde la última conversación había aumentado veinte franceses. Según pasaban los años se agrandaban sus hazañas y el número de víctimas.

Los quejidos del rebaño llamaban finalmente la atención del maestro.

–Señores míos—gritaba á los audaces discípulos al mismo tiempo que requería la caña—, todos aquí. ¿Se imaginan que no hay mas que pasar el día divirtiéndose?… En este centro se trabaja.

Y para demostrarlo con el ejemplo, movía la caña que era un gusto, introduciendo á golpes en el redil de la sabiduría á todo el rebaño de pilletes juguetones.

–Con permiso de usted, tío Tomba: hace más de dos horas que estamos hablando. Tengo que continuar la lección.

Y mientras el pastor, despedido cortésmente, guiaba sus ovejas hacia el molino, para repetir allí sus historias, empezaba de nuevo en la escuela el canturreo de la tabla de multiplicar, que era para los discípulos de don Joaquín el gran alarde de sabiduría.

A la caída del sol soltaban los muchachos su último cántico, dando gracias al Señor «porque les había asistido con sus luces», y recogía cada cual el saquillo de la comida, pues como las distancias en la huerta no eran poca cosa, los chicos salían por la mañana de sus barracas con provisiones para pasar el día en la escuela. Esto hacía decir á algunos enemigos de don Joaquín que el maestro era aficionado á castigar á sus discípulos mermándoles la ración, para subsanar de este modo las deficiencias de la cocina de doña Pepa.

Los viernes, al salir de la escuela, oían invariablemente todos ellos el mismo discurso:

–Señores míos: mañana es sábado; recuérdenlo ustedes á sus señoras madres y háganlas saber que el que mañana no traiga los dos cuartos no entrará en la escuela. A usted se lo digo especialmente, «señor de … tal», y á usted, «señor de … cual»—y así soltaba una docena de nombres—. Tres semanas que no traen ustedes el estipendio prometido, y así no es posible la instrucción, ni puede procrear la ciencia, ni combatirse con desahogo la barbarie nativa de estos campos. Yo lo pongo todo: mi sabi duría, mis libros—y miraba las tres cartillas que iba recogiendo su mujer cuidadosamente para guardarlas en la vieja cómoda—, y ustedes no traen nada. Lo dicho: el que mañana llegue con las manos vacías no pasará de esa puerta. Aviso á las señoras madres.

Formaban los muchachos por parejas, cogidos de la mano—lo mismo que en los colegios de Valencia; ¿qué se creían algunos?—, y salían de la barraca, besando antes la diestra escamosa de don Joaquín y repitiendo todos de corrido al pasar junto á él:

–¡Usted lo pase bien! ¡Hasta mañana si Dios quiere!

Acompañábales el maestro hasta la plazoleta del molino, que era una estrella de caminos y sendas, y allí deshacíase la formación en pequeños grupos, alejándose hacia distintos puntos de la vega.

–¡Ojo, señores míos, que yo les vigilo!—gritaba don Joaquín como última advertencia—. Cuidado con robar fruta, hacer pedreas ó saltar acequias. Yo tengo un pájaro que todo me lo comunica; y si ma ñana sé algo malo, andará la caña suelta como un demonio.

Y plantado en la plazoleta, seguía mucho rato con la vista al grupo más numeroso, que se alejaba camino de Alboraya.

Estos discípulos eran los que pagaban mejor. Iban entre ellos los tres hijos de Batiste, para los cuales se convertía muchas veces el camino en una calle de Amargura.

Cogidos los tres de la mano, procuraban andar á la zaga de los otros muchachos, que, por ser de las barracas inmediatas á la suya, sentían el mismo odio de sus padres contra Batiste y su familia, y no perdían ocasión de molestarles.

Los dos mayorcitos sabían defenderse, y con arañazo más ó menos, hasta salían en ciertas ocasiones vencedores. Pero el más pequeño, Pascualet, un chiquillo regordete y panzudo, que sólo tenía cinco años, y á quien adoraba la madre por su dulzura y su mansedumbre, prometiéndose hacerlo capellán, lloraba apenas veía á sus hermanos enzarzados en terrible pelea con los otros condiscípulos.

Muchas veces los dos mayores llegaban á casa sudorosos y llenos de polvo, como si se hubieran revolcado en el camino, con los pantalones rotos y la camisa desgarrada. Eran las señales del combate; el pequeño lo contaba todo llorando. Y la madre tenía que curar á alguno de los mayores aplicándole una pieza de dos cuartos bien apretada sobre el chichón levantado por una piedra traidora.

Alborotábase Teresa al conocer los atentados de que eran objeto sus hijos, y como mujer ruda y valerosa nacida en el campo, sólo se tranquilizaba oyendo que los suyos habían sabido defenderse, dejando al enemigo malparado.

¡Por Dios, que cuidasen de Pascualet ante todo!… Y el hermano mayor, indignado por los relatos de los pequeños, prometía una paliza á toda la garrapata enemiga cuando la encontrase en las sendas.

Todas las tardes, apenas don Joaquín perdía de vista el grupo, empezaban las hostilidades.

Los enemigos, hijos ó sobrinos de los que en la taberna juraban acabar con Batiste, iban acortando el paso, para hacer menor la distancia entre ellos y los tres hermanos.

Aún sonaban en sus oídos las palabras del maestro: la amenaza del maldito pájaro que todo lo veía y todo lo contaba. Algunos se reían incrédulamente, pero de dientes afuera. ¡Aquel «tío» sabía tanto!…

Pero según se iban alejando amortiguábanse las amenazas del maestro. Comenzaban por caracolear en torno á los tres hermanos, á perseguirse riendo—pretexto malicioso inspirado por la instintiva hipocresía de la infancia—, para empujarles al pasar, con el santo deseo de arrojarlos en la acequia que bordeaba el camino.

Después, cuando estaba agotada sin éxito alguno esta maniobra, iniciaban los pescozones y repelones á todo correr.

–¡Lladres! ¡lladres!

Y lanzándoles este insulto, les tiraban de la oreja y se alejaban trotando, para retroceder un poco más allá y repetir las mismas palabras.

Esta calumnia, inventada por los enemigos de su padre, era lo que más enfurecía á los muchachos. Los dos mayores, abando nando á Pascualet, que se refugiaba lloriqueante detrás de un árbol, agarraban piedras y entablábase una batalla en medio del camino.

Silbaban los guijarros entre las ramas, haciendo caer una lluvia de hojas y rebotando contra troncos y ribazos; los perros barraqueros salían con ladridos feroces, atraídos por el estrépito de la lucha, y las mujeres, en las puertas de sus casas, levantaban los brazos al cielo, gritando indignadas:

–¡Condenats! ¡Dimònis!…

Estos escándalos indignaban á don Joaquín y le hacían mover su caña inexorable al día siguiente. ¡Qué dirían de su escuela, templo de la buena crianza!…

La lucha no tenía fin hasta que pasaba algún carretero que enarbolaba el látigo, ó salía de las barracas algún viejo, garrote en mano. Los agresores huían, se desbandaban, y arrepentidos de su hazaña al verse solos, pensaban aterrados, con el fácil cambio de impresiones de la infancia, en aquel pájaro que lo sabía todo y en lo que les guardaba don Joaquín para et día siguiente.

Mientras tanto, los tres hermanos se guían su camino rascándose las descalabraduras de la lucha.

13.—Mira, mira, que no vendrá.
14.—¿Quién es ladrón? ¿Quién?
15.—¿Mi padre ladrón?… Vuelve á repetirlo y te rompo los morros.
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