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Читать книгу: «La araña negra, t. 6», страница 7

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– Un momento – dijo el padre Tomás levantándose de su silla, mientras que el iracundo jesuíta se detenía al ver este movimiento de su enemigo – . Puesto que usted, padre Claudio, se empeña en expulsarme y falta a las reglas de la Compañía, despreciando al General y pronunciando frases ofensivas al espíritu de la Orden, ha llegado el momento de que se aclare la situación. Lea usted.

Y el italiano, hasta entonces humilde y rastrero, se irguió con altanera friadad, e introduciendo su diestra en el bolsillo de la sotana, sacó un papel doblado que entregó al padre Claudio.

Apenas éste pasó sus ojos por él, sintió un escalofrío de terror. Estaba escrito el papel en la misteriosa taquigrafía que los jesuítas emplean en sus comunicaciones secretas y que sólo conocen los padres iniciados en el alto grado, y al pie del documento figuraba el garabato que era la firma simbólica del General.

El documento no podía ser más auténtico, y el padre Claudio, habituado a leer durante muchos años tal clase de comunicaciones, la descifró de corrido. Su contenido no podía ser más fatal.

La autoridad suprema le ordenaba, bajo la pena de pasar como traidor a la Compañía, en caso de desobediencia, que inmediatamente que leyese aquella comunicación se pusiera bajo las órdenes del padre Tomás Ferrari, que en adelante sería el vicario general de la sociedad de Jesús en España.

El viejo jesuíta se estremeció desde la cabeza a los pies, parecióle que la habitación entera se desplomaba sobre él, y hubo de apoyarse en la mesa para no caer.

Verse despojado en la vejez de la autoridad que había ejercido toda su vida; contemplarse súbdito de un desconocido, él, que estaba habituado, desde su juventud, al mando absoluto, era un golpe tan terrible, que le faltó poco para llorar.

Encontró, sin embargo, en su debilidad fuerza para reponerse, y ya que se consideraba caído, quiso al menos acabar con dignidad y que sus enemigos no se gozaran en su dolor.

Serenóse y se dispuso a contestar. La resistencia era inútil, pues conocía la especial organización de la Orden en que la autoridad lo es todo, y el afecto nada, y sabía que sus mayores protegidos se revolverían contra él a la menor indicación del General, estando, como estaba, despojado del poder.

Inclinóse ante su nuevo amo, y devolviéndole el papel, dijo al padre Tomás con acento humilde:

– Espero las órdenes de vuestra reverencia.

El padre Antonio, mudo espectador de aquella escena, había dejado de escribir, pero seguía con la cabeza baja, muy atento a todo cuanto ocurría. No se notaba en él la menor señal de extrañeza. Sin duda el secretario sabía con anticipación cuanto iba a ocurrir, y conocía antes que el padre Claudio aquella orden del General.

No se impresionaba gran cosa por aquel cambio de situación tan rápido. Cambiaba de amo en apariencia, pero siempre seguía unido a aquella Compañía, a la que amaba con el fiero cariño del lobezno a la loba. Además no dejaba de hacerle gracia la caída estrepitosa de su antiguo amo, que tan soberbio y déspota se mostraba. Aquello le hacía admirar aún más a la igualitaria Compañía que encumbra o arruina a los individuos con igual indiferencia, sin consideración de ninguna clase y como si se tratara de autómatas y no de hombres. Acariciaba la esperanza de que si el padre Claudio bajaba ahora, algún día le tocaría a él el turno de subir.

El jesuíta italiano contempló algunos instantes a su rival humillado, y después dijo con lentitud majestuosa:

– Padre Claudio, mis órdenes son que usted, de esa puerta para afuera, siga figurando como director de la Orden en España. Conviene por ahora a nuestros intereses que aparentemente continúe la misma situación. Pero aquí, dentro de este despacho, se restablecerá la verdad, y usted será sencillamente mi amanuense, estando para todos los asuntos de oficina a las órdenes del padre Antonio, que seguirá desempeñando el cargo de secretario. Ya conoce usted mis órdenes.

El padre Claudio temblaba y hacía esfuerzos para no llorar de rabia. ¡Oh! Aquello era demasiado fuerte para sufrirlo con calma. La humillación iba más allá de lo que él había podido imaginarse.

Si después de su caída le hubiesen castigado colocándolo de portero en la casa residencia, obligándole a barrer la cocina o a desempeñar los más bajos servicios, al menos su ruina hubiese tenido cierta grandeza. A los que le habían conocido poderoso y omnipotente, les hubiera inspirado una respetuosa y tierna simpatía, semejante a la que se siente ante Napoleón, hambriento y enfermizo, remendándose su uniforme en Santa Elena; pero obligarle a fingir en público una autoridad que no tenía, y dentro de aquel despacho ser el escribiente de su antiguo secretario, era privarle del amargo placer de una caída estrepitosa y envolverle en la humillación de una ruina secreta sin grandeza alguna.

En su porvenir había algo del suplicio de Tántalo. Viviría en adelante allí, corroído por la envidia, contemplando de cerca y a todas horas el poder que había perdido y que jamás volvería a recobrar.

La voz del nuevo superior le sacó de sus negras reflexiones:

– Padre Claudio, comience a ejercer sus nuevas funciones. Siéntese usted, y prepárese a escribir.

El viejo obedeció con la pasividad de un autómata. Su obesidad no le permitía estar inclinado mucho tiempo y sufría al doblarse sobre el borde de aquella antigua mesa, frente al secretario, que seguía papeleando, impasible, como si realmente fuese un escribiente obscuro su nuevo compañero de trabajo.

Tomó la pluma el padre Claudio y esperó.

– Va usted a escribir – dijo el superior – una comunicación a Roma, anunciando al General que el hermano Ricardo Baselga ha cedido a la Compañía toda su fortuna. Ponga usted la comunicación de modo que sea yo quien lo firme.

Luego continuó, dirigiéndose al secretario:

– Padre Antonio, saque usted la escritura de cesión de bienes que firmó el hermano Baselga. La enviaremos a Roma junto con la comunicación, para que la guarden en el archivo central. Allí estará más seguro el documento.

El padre Claudio creía soñar, y cuando vió que el secretario sacaba el citado documento de un cajón de la mesa, no pudo reprimir una exclamación.

Todo lo comprendía. Días antes había entregado al padre Antonio aquel documento para que lo enviase a Roma, con una comunicación en que se marcaran los grandes trabajos que había tenido que hacer el padre Claudio para alcanzar tal triunfo. El secretario le había hecho traición, guardándose el documento para no darle curso. Estaba, sin duda, en combinación con el italiano desde mucho antes, y ahora, al remitir la escritura a Roma, el padre Tomás se atribuía un servicio de gran importancia para la Orden, y aparecía como autor del negocio, que él había preparado tan cuidadosamente a costa de mucho tiempo y no menos paciencia.

Aquello fué el golpe de gracia para el humillado viejo.

No podía ya con el peso de tanto infortunio, y aquel hombre para quien la debilidad había sido siempre desconocida, al pensar que había estado trabajando tantos años en el interior de la familia Baselga para que un advenedizo gozase el fruto de sus fatigas y se cubriera de gloria en Roma, sintió que una oleada ardiente subía de su pecho a la cabeza oprimiéndole la garganta.

Sollozó con fuerza el viejo, y sus lágrimas cayeron sobre el papel sin que cuidara ya de ocultarlas.

El padre Tomás, de pie junto a la mesa, sonreía diabólicamente, y hasta el secretario esta vez creyó del caso el levantar la cabeza y hacer un gesto de admiración.

¡Lloraba el terrible jesuíta! Bien valía la pena aquel espectáculo.

XII
La última misa

Nadie se apercibió de aquel golpe de Estado, perpetrado en el mayor secreto, como todos los actos que se llevan a cabo en el seno de la Compañía.

Los padres jesuítas residentes en Madrid, siguieron considerando al padre Claudio como el vicario general de la Orden en España, en vista de que éste desempeñaba, como de costumbre, sus altas funciones.

El exterior macilento y el aire desalentado del padre Claudio no llamaban la atención de nadie.

Se presentaba, como siempre, en público acompañado de su “socius”, el padre Tomás, y nadie, a la vista del aspecto encogido y humilde de éste, hubiese sospechado que era el verdadero amo, y que cuando los dos se encerraban en el despacho, el padre Claudio le servía de escribiente y tenía que sufrir rudas reprimendas por su forma de letra, su lentitud en escribir y aquel cansancio que a causa de la edad le acometía, entorpeciendo su cabeza y sus miembros.

En la Compañía de Jesús no han sido nunca raros espectáculos de esta clase. El padre Claudio sabía que muchísimas veces el que había aparecido como director no era más que el criado del más humilde jesuíta; pero esto no le hacía sufrir con paciencia tales humillaciones y juzgaba insoportable por más tiempo la comedia que venía representando.

No transcurría día sin que sufriera los más agudos tormentos morales. Cada vez que algún inferior venía a consultarle, o que recibía las muestras de cariño y respeto propias de su cargo, no podía evitar el volverse con movimiento instintivo a su terrible “socius”, que contemplaba impasible aquella farsa por él ordenada.

El pensamiento del padre Claudio siempre era el mismo. ¡Cómo se reiría el maldito al considerar la irrisoria autoridad de aquel que momentos después le servía de amanuense! ¡Qué carcajadas sonarían en el interior del padre Tomás al ver a su amanuense dar órdenes y amonestar a los inferiores, fingiendo una autoridad que ya había huido de él para siempre!

La eterna presencia del italiano, que ahora no le dejaba solo ni un momento, era para el padre Claudio el peor de los tormentos, por lo mismo que equivalía a una burla perpetua. Aquello era querer que hiciese reír a sabiendas el mismo hombre cuyo fruncimiento de cejas aterrorizaba algunos días antes.

Si iban por la calle, importantes personajes saludaban al padre Claudio con todo el respeto rastrero que los políticos de oficio demuestran a los que tienen el favor real. A veces, al ocurrir esto, el padre Claudio, a pesar de su dolor, no podía evitar una sonrisa de amarga ironía. El había derribado ministerios, creado personajes de la nada; el mundo le tenía aún por muy poderoso y, sin embargo, la víspera, por ejemplo, el padre Tomás, en su despacho, le había llamado canalla y miserable por haber empezado tres veces la misma comunicación a causa de su falta de pulso.

Si sus enemigos se habían propuesto castigarlo sometiéndolo a un martirio lento e inacabable, sabían bien lo que se hacían, pues era imposible tortura mayor que la que sufría.

Su punto vulnerable era el orgullo y éste era el sentimiento que más sufría en aquella extraña situación.

Tan intensa era su tortura, que varias veces estuvo próximo a humillarse a su verdugo, suplicándole que le castigara con mayor rudeza, pero que le librara de aquella parodia de autoridad; mas un resto de orgullo le contuvo y siguió sufriendo en silencio, procurando conservar en su caída la mayor dignidad posible.

Una certidumbre cruel le agitaba en sus instantes de desaliento.

A pesar del desprecio con que le trataba el padre Tomás, obedeciendo sin duda las órdenes que de Roma le llegaban, él no podía creer que parase ahí la venganza del general.

Grande era la humillación que le hacían sufrir; pero un hombre como él, a pesar de su mísero estado, todavía era temible y el general no debía contentarse con saber que su rival había sido convertido en escribiente.

Aquella humillación la consideraba el padre Claudio como un refinamiento de crueldad del verdugo antes de decidirse a sacrificar su víctima.

La misma mano que había aniquilado al padre Corsi no tardaría en caer sobre él, inexorable y aplastante, acabando con su existencia.

Conocía él los procedimientos a que más afición mostraba la Compañía para acabar con sus enemigos, y, seguro de que el puñal no lo esgrimían los jesuítas en este siglo, procuraba guardarse de los venenos; de aquella “aqua toffana” que la Compañía había hecho célebre.

Su apariencia de autoridad le hacía ser respetado por todos los individuos de la Orden, y de aquí que pudiera vivir con relativa tranquilidad, confiando en la adhesión del hermano cocinero, que preparaba la comida de su reverencia por sus propias manos.

Por esta parte estaba seguro el padre Claudio de no ser víctima de un envenenamiento; pero la actitud siempre reservada y fría del padre Tomás le causaba verdadero miedo. Algo ideaba en silencio aquel terrible enemigo, y el padre Claudio le acechaba, intentando adivinar sus secretas ideas.

Así transcurrió algún tiempo, hasta que llegó el día en que la Compañía acostumbraba a celebrar su fiesta anual en honor de la fundación de la Sociedad de Jesús.

Revestía tal acto gran solemnidad. En dicho día la casa residencia, siempre tan tétrica, animábase con una alegría reposada y meliflua, y una de las fiestas más notables era la gran misa que se celebraba en la iglesia perteneciente a la Compañía.

Era el superior de la Orden el encargado de oficiar en dicho acto, y el padre Claudio, que por espacio de cuarenta años dijo la misa en tal día, gozaba mucho en esto, pues podía apreciar cuán inmenso era su poder, viendo reunidos en la iglesia todos los padres y novicios que estaban por completo a sus órdenes.

Temía que el padre Tomás escogiese dicho día para humillarlo, prohibiéndole que dijese la misa y demostrando de este modo que era fingida la autoridad que aún ostentaba. Por eso su alegría fué grande cuando el italiano le dijo en el despacho, la víspera de la fiesta, que al día siguiente se encargase de celebrar la solemnidad acostumbrada.

A las nueve de la mañana estaba ya el padre Claudio en la sacristía de la iglesia dejándose despojar, con sonrisa bonachona, de su hopalanda y su bonete, por dos acólitos serviciales que se mostraban impresionados ante aquel hombre que creían terriblemente poderoso.

Llegaban hasta allí, amortiguados por puertas y cortinajes, el sonido del órgano y los cantos de los tiples en la cercana iglesia; y dentro de la sacristía, el sacristán y sus ayudantes corrían de un lado a otro y se afanaban por arreglar todos los preparativos de la misa.

Dos padres jesuítas charlaban sentados en un rincón, el uno vestido de sotana y el otro con dalmática, mientras que un tercero, de pie junto a la gran mesa de la sacristía, revestíase y se disponía a cubrirse con otra capa de igual clase, extremadamente pesada por la calidad de la tela y el grueso de los deslumbrantes bordados.

Eran los dos diáconos que habían de ayudar al padre Claudio en la misa mayor.

El viejo jesuíta, instintivamente e impulsado por la fuerza de la costumbre, miró a todos lados para ver si los preparativos estaban corrientes.

Encima de la mesa y junto al grande y antiguo espejo con marco de oro, ensuciado por las moscas y estrecho y largo hasta llegar al techo, estaba en cuidadoso montón toda la ropa sagrada de la misa. El cáliz, de oro fino, estaba a poca distancia, con su purificador, su patena y su hostia, cubierto todo por el cuadrado de tela igual a la casulla, y ésta acababa de ser tendida por el sacristán sobre la misma mesa, deslumbrando con sus bordados que representaban varios atributos de la Pasión de Cristo.

El padre Claudio, satisfecho de aquella inspección, se encaminó a una fuentecilla que estaba junto a la puerta de entrada de la sacristía y comenzó a lavarse las manos en aquel sonoro hilillo de agua. Estaba aquel día de buen humor, pues la fiesta, que tan buenos recuerdos le había dejado siempre, conseguía disipar por primera vez aquella terrible tristeza que le había acometido desde su ruina.

Un jesuíta entró en la sacristía.

Era el padre Felipe, aquel robusto confesor de la baronesa de Carrillo, que cada vez estaba más fornido y más imbécil.

– ¡Hola, padre Felipe! – dijo el padre Claudio con la benevolencia que desde su caída demostraba a todos los humildes – . ¿Cómo está la iglesia?

– ¡Ah, reverendo padre! Presenta un golpe de vista encantador. Está en ella lo más selecto de Madrid. Yo he conocido entre las señoras varias damas de Palacio y más de treinta condesas y marquesas. Es una fiesta que dará que hablar y demostrará que todo el mundo está con nosotros.

– ¿Está también doña Fernanda, la baronesa?

– Sí; en primera fila la he visto; junto al presbiterio. Su hermana Enriqueta no ha podido venir; la pobrecita cada vez se halla peor.

El padre Claudio había acabado mientras tanto de secarse las manos, y mascullando una oración se dirigió a la mesa donde estaban las sagradas vestiduras para comenzar a revestirse. Los dos acólitos pusiéronse a su lado para ayudarle y el sacristán mayor, algo apartado, vigilaba con mirada atenta aquella operación.

El padre Felipe fué a conversar con los otros dos jesuítas que estaban sentados a un extremo de la sacristía, y el celebrante comenzó a vestirse.

Cogió el amito, y después de besar la cruz bordada en su centro, púsose el lienzo sobre la cabeza, y deslizándolo por la espalda hasta rodear el cuello de su sotana, se ató sus cordones a la cintura, después de lo cual vistióse el alba, signo de pureza, teniendo buen cuidado de introducírsela por el brazo derecho.

Los acólitos daban vueltas en torno del sacerdote, agachándose, tirando del alba para que cayese en pliegues naturales y procurando que no estuviera en unos puntos más alta que en otros.

Iba a ceñirse el cordón que le presentaba el sacristán y que era el recuerdo de la cuerda con que Jesús fué torturado en su Pasión, cuando, fijando sus ojos en el gran espejo que delante tenía, vió cómo entraba con su habitual cautela el padre Tomás.

La presencia de aquel hombre turbó la alegría del padre Claudio. Mostrábase el italiano como siempre, sonriente y humilde; pero el viejo creyó ver en él una expresión diabólica de gozo que no había notado en los otros días.

El padre Tomás fingía admirablemente en público una subordinación absoluta a aquel hombre que sólo era su escribiente.

– Reverendo padre – dijo acercándose al padre Claudio – ; el templo está hermosísimo. Pocas veces he visto una fiesta tan deslumbrante. Puede usted estar orgulloso de oficiar ante un concurso de fieles tan distinguidos. Crea que le envidio el papel que va a desempeñar.

– Eso mismo pienso yo, padre Tomás – dijo mezclándose oficiosamente en la conversación el padre Felipe – . Vale la pena oficiar ante gente tan notable.

Y el sencillote jesuíta, sin fijarse en que el padre Claudio estaba murmurando las oraciones propias del acto de revestirse, púsose a reseñar por sus nombres todas las damas distinguidas que estaban en la iglesia y varias veces le distrajo con su charla.

Entró otro jesuíta, que era el padre Luis, el famoso orador sagrado encargado de pronunciar el sermón en aquella festividad.

El orador, convencido de su valía y de su gloria, mostraba en su conversación bastante petulancia, y trataba a todos con dulce benevolencia y cierto aire protector.

No tenía prisa, pues aún tardaría el momento de subir al púlpito, pero venía a ver cómo se revestía el padre Claudio, su maestro y protector bondadoso, y a fumar un cigarrillo. El predicador no podía callarse, y pegándose al padre Claudio, con la misma familiaridad que si estuviese en su despacho, le anunciaba de antemano el éxito que iba a alcanzar con el sermón, y recitaba por adelantado algunos de sus fragmentos, al mismo tiempo que guiñaba un ojo o se interrumpía, diciendo:

– ¡Eh, reverendo padre! ¿Qué le parece a usted este parrafito? ¡Cómo se quedarán esas tortolitas místicas que vienen a escucharme! ¿Pues y este parrafillo en que les doy de firme a los pícaros revolucionarios?

Mientras el predicador iba anticipando a entregas su sermón y el simple padre Felipe le oía con aire de embobado, el padre Tomás abordaba en un extremo de la habitación al atribulado sacristán, que, aturdido por aquellos preparativos extraordinarios, iba de un punto a otro sin saber qué hacerse.

– ¡Qué, querido hermano! ¿Está ya todo corriente?

– Creo que sí, padre Tomás. ¡Si usted supiera cómo tengo la cabeza!.. Esto es cosa de volverse loco. Yo creo que está todo… a ver… El altar mayor lo han encendido hace ya rato; el misal lo acaban de llevar los muchachos; los dos ayudantes se han revestido ya; el reverendo padre lo está haciendo ahora; ahí está el cáliz, ahora… ¿qué más puede faltar?

El padre Tomás sonrió con cierta sorna:

– ¿Y las vinajeras, desgraciado? ¿Y las vinajeras?

El sacristán hizo un movimiento de retroceso y se golpeó la frente con las dos manos, con la misma expresión de desaliento del inventor que descubre un defecto capital en la obra que creía perfecta.

– ¡Virgen santísima! – balbuceó quedo, como si no quisiera que nadie se enterara de su descuido – . Es verdad. ¡He olvidado las vinajeras! ¡Qué descuido! Gracias, padre Tomás; muchas gracias. A no ser por usted, hubiese cometido una majadería.

Y se abalanzó a un pequeño armario, de donde sacó unas vinajeras de rico cristal tallado, montadas sobre un armazón de plata antigua artísticamente labrada.

Llenó una en el hilillo de agua de la fuente; destapó después una gran botella que estaba en el mismo armario, y vertió en la otra redomilla un chorro de vino que se transparentaba con reflejos opalinos, y caída produciendo un delicioso “glu-glu”. Sacó de un cajón un lavamanos limpio y cuidadosamente planchado, púsolo entre las vinajeras y fué a salir por el obscuro pasadizo que desde la sacristía conducía al altar mayor.

El padre Tomás detuvo por la manga al azorado sacristán:

– ¿Adónde va usted, hermano? Quédese aquí, donde es necesaria su presencia, y así nadie reparará en su olvido. Yo me encargaré de llevar las vinajeras al altar.

El sacristán, no sabiendo cómo agradecer al italiano su bondad, lanzóle una tierna mirada, y el padre Tomás desapareció en el obscuro corredor llevando las vinajeras.

Nadie se apercibió de aquello en la sacristía. Los dos ayudantes de la misa y el otro jesuíta discutían en el extremo opuesto, de espaldas al lugar donde habían hablado el italiano y el sacristán, y en cuanto al padre Claudio, no había visto nada, ocupado como estaba en arreglarse la pesada casulla y en escuchar al padre Luis, cada una de cuyas palabras asombraba y enternecía al robusto padre Felipe.

Llegó el momento de comenzar la misa, y el celebrante y sus dos ayudantes entraron uno tras otro en el obscuro pasadizo, precedidos del sacristán y los acólitos. El padre Claudio, sujetando el cáliz con la mano izquierda y apoyando en la tapa del mismo su derecha, iba rezando oraciones.

El padre Felipe se quedó en la sacristía para acompañar al vivaracho orador, que seguía fumando su cigarro y haciendo comentarios sobre el efecto que iba a causar su sermón.

Aparecieron el celebrante y sus dos ayudantes al son de una marcha triunfal que entonaba el órgano, y en la vasta nave conmovióse aquella grey devota y aristocrática, que, sudando, cuchicheando a media voz y agitando el abanico aguardaba con la misma curiosidad expectante que en el Real las noches del début.

Comenzó la misa y los fieles se mostraron muy atentos a los cantos que salían del coro, reconociendo interiormente que los jesuítas sabían hacer las cosas muy bien y que aquella capilla de música era de lo más notable que podía oírse en Madrid.

El sagrado simulacro del drama en que Jesús fué protagonista deslizóse sin incidente alguno hasta que llegó el momento del sermón.

Los tres oficiantes sentáronse en ricos sillones, e inmediatamente la música rompió a tocar una graciosa marcha, que hacía mover instintivamente los lindos pies a la mayor parte de las aristocráticas damas que ocupaban la nave.

Era la señal de que el predicador iba a salir, y no tardó en aparecer en el altar mayor el padre Luis, con roquete de deslumbrante blancura, graciosamente rizado y encañonado.

Avanzó el orador con el aspecto meditabundo y teatral, propio de esos retratos en que se representa a los grandes artistas en el momento de recibir la inspiración; se arrodilló a los pies del padre Claudio para que lo bendijese, e inmediatamente desapareció precedido de acólitos y sacristanes, para surgir al poco rato sobre el púlpito, siempre al son de la misma musiquilla.

El público no había cesado de moverse. Las señoras se acomodaban en sus asientos para oír mejor, los hombres se agolpaban en los puntos de la iglesia que tenían condiciones acústicas favorables, y todos se preparaban a gozar con la palabra divina de aquel jesuíta, a quien los periódicos del gremio llamaban el San Bernardo de la época.

Cesó la música, y el orador, después de algunas actitudes teatrales que tenían por objeto poner de relieve el perfil de su cabeza artística, comenzó a hablar.

Bien conocía el padre Luis su público, y no se equivocaba al anunciar que tendría un éxito. Su sermón hizo delirar de entusiasmo, durante una hora, a todos los oyentes, que por poco no aplaudieron la mayor parte de sus pasajes.

La oración se circunscribió a la festividad que se conmemoraba; pero sólo el padre Luis era capaz de sacar tanto jugo al tema. Habló, haciendo párrafos inmensos que redondeaba con atropelladas imágenes, tan ruidosas, esplendentes y vacías como los cohetes voladores que deslumbran durante un instante y se remontan para caer después chamuscados e inertes.

Los oyentes sacaban de todo el discurso la lógica consecuencia de que San Ignacio había sido el hombre más eminente del mundo, y la Compañía de Jesús la institución más benéfica y útil a la humanidad que habían podido soñar los hombres.

San Ignacio, como santo, era el que seguía a Jesús en la corte celestial, y aún hacía el orador ciertas reservas y apartes que daban a entender su convencimiento íntimo de que con el tiempo, el de Loyola podía muy bien ocupar el puesto de Dios hijo. Como hombre, el fundador de la Compañía de Jesús, era según el orador, el cerebro más potente, el sabio más asombroso que había surgido en la humanidad desde que existía el mundo. A su lado, desde Aristóteles y Arquímedes hasta Franklin y el contemporáneo Edisson, todos los sabios resultaban niños de teta, y no había uno que pudiera compararse con el que había ideado la negra milicia de Jesús.

Y después de la apología del santo, del relato de sus aventuras místicas y de sus locuras de caballero andante, ¡qué pintura tan conmovedora de la fundación y vicisitudes de la Compañía! La comunión de Montmartre, aquella mañana en que Ignacio, tan desconocido como sus humildes compañeros, de rodillas en la cima del monte que domina a París, juraban ante la Virgen constituir la sociedad de Jesús; el rápido crecimiento de la Orden; los grandes servicios que prestó aconsejando a los reyes de Francia el degüello de la noche de San Bartolomé y a los de España que favoreciesen la Inquisición, para que ésta quemase muchos herejes; la paternal autoridad de los jesuítas en América, que convertían el Paraguay en un paraíso; la ruda campaña de los filósofos enciclopedistas contra la Compañía; la ceguera de ciertos monarcas al expulsar a los hijos de Loyola de sus dominios; la resurrección vigorosa y esplendente de la Orden a principios de siglo y su brillante situación actual, todo surgía admirablemente descrito en aquel discurso, envuelto en dorada vestidura de arrebatadoras imágenes y matizado con inflexiones de voz y ademanes elegantes, que conmovían hasta en lo más recóndito las entrañas de aquellas devotas.

Luego vino la parte de actualidad que aun resultaba más agradable para aquel concurso privilegiado. ¡Oh! El infierno iba suelto por el mundo; el diablo hacía de las suyas; la revolución surgía, amenazando destruir todo lo existente; pero no había que temer mientras la Compañía de Jesús permaneciese en pie. La milicia de Cristo sería el baluarte donde se estrellarían todas las impiedades del siglo, pero para que el éxito fuese completo, había que ayudar a la Orden en su resistencia. Y el orador, dando esto por sentado, excitaba a aquel auditorio rico y poderoso con frases indirectas, cuyo verdadero significado era: Odebecednos, servidnos como instrumentos, y no nos escaseéis vuestro dinero, que todo será para la mayor gloria de Dios y para evitar que el pueblo, despertándose, reconozca la farsa y acabe con vosotros.

El auditorio iba ascendiendo rápidamente la escala del entusiasmo, y con los ojos fijos en el orador y la expresión de anhelante curiosidad, le seguía en la carrera de su discurso, accidentada, pero siempre florida.

En cuanto a los jesuítas que ocupaban el presbiterio, formando un apretado haz de negras sotanas, no le oían con tan extremada expresión de entusiasmo, pero tenían en sus labios una angelical sonrisa y acariciaban con su mirada al compañero, que tan hábil era para conmover a aquella clase que el padre Claudio, en la intimidad y en sus momentos de buen humor, llamaba siempre “papanatas aristócratas”.

El viejo jesuíta, ocupando con su desbordada obesidad todo el gran sillón, y muy molestado por el peso de aquella rica casulla que le hacía sudar, escuchaba el sermón con cierta complacencia. Todas las frases del orador le resultaban lugares comunes sin ningún interés, pero le complacía el considerar que aquel hombre admirable era su discípulo, y que algunas de las palabras que más efecto causaban las había aprendido el predicador de su antiguo maestro.

Aquel sermón, era para el padre Claudio, como un lindo espejo en el cual se contemplaba, encontrándose rejuvenecido.

A pesar de esto, fastidiábase en algunos momentos de la longitud del sermón que tanto gustaba al público, y molestado, además, por las vestiduras y el calor, buscaba el entretenerse paseando su vista por aquella concurrencia, en la que encontraba un sinnúmero de caras conocidas.

Vió en primera fila a la baronesa de Carrillo, llorosa y conmovida por la elocuencia del predicador, como la mayor parte de las damas, que tenían vueltos los ojos al púlpito.

Todos miraban al padre Luis, cada vez más magnífico y arrebatador; todos… menos el padre Tomás, pues el viejo jesuíta, al fijar varias veces su mirada en el grupo que formaban los padres más importantes, vió siempre que el padre italiano tenía los ojos en él, con una expresión que al padre Claudio, sin saber por qué, le parecía poco tranquilizadora.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 июня 2017
Объем:
190 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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