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Читать книгу: «La araña negra, t. 6», страница 6

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– Este papel – continuó el general – ha sido encontrado en vuestra celda.

El padre Corsi pensó que negar empeoraría su situación. Miró el papel, en el que nada sospechoso se leía, y dijo después:

– Aunque no recuerdo si este papel ha sido mío, bien pudiera haberme pertenecido. Ni niego ni afirmo.

– Está bien; padre secretario, haced delante del acusado la prueba que antes habéis mostrado al tribunal.

El joven secretario sacó de debajo del montón de papeles un pequeño espejo y colocó ante el cristal el pedazo de secante.

– Padre Corsi – continuó el general – , mirad ese espejo y ved si podéis leer algo.

El acusado comprendió inmediatamente lo que significaba aquella orden y se estremeció de espanto. Estaba ya cogido en la red.

Las huellas que en aquel papel había dejado el escrito secado parecían garabatos ininteligibles miradas directamente, pues el orden de las letras en las palabras estaba invertido; pero puestas ante el espejo, recobraban su primitiva posición, ya no estaban al revés, y se reflejaban en el cristal de modo que la lectura era fácil.

Todo el contenido de la página secada surgía en el espejo, y aunque algunas palabras donde la pluma no había apretado mucho aparecían borrosas, el conjunto era perfectamente legible.

El padre Corsi, ante aquel descubrimiento inesperado, se sintió desfallecer y sus rodillas se doblaron, cayendo de hinojos el infeliz.

– ¡Perdón, padre mío! ¡Misericordia! Ha sido una tentación del diablo. Perdonadme, que nunca más me sentiré acometido por tan malos pensamientos.

Las quejas y sollozos de aquel desventurado no causaron efecto en el tribunal.

– Padres – dijo el presidente – : la prueba es completa. Antes de sentenciar invoquemos, según costumbre, a la gracia divina para que nos ilumine.

Todos los jueces, con la cabeza descubierta, se arrodillaron y los cuatro legos que obstruían la puerta hicieron lo mismo.

Durante algunos minutos aquel augusto silencio sólo fué turbado por el murmullo que producía el “Veni Sancte Spíritus” que rezaban y los sollozos del reo que, con la cabeza sobre las baldosas, lloraba como un niño.

El tribunal terminó su rezo y volvió a ocupar sus asientos.

– Padres, ya conocéis la fórmula de sentenciar; pero la costumbre me ordena que os la advierta. Si creéis que basta con expulsar de la Orden al reo, contestad a mi pregunta: “¡Expelleator!”; si le creéis digno de absolución, decid “¡Insons!”; pero si le consideráis merecedor de la muerte, contestad “¡Pereat!” ¿Estáis prontos a sentenciar?

Los seis jueces inclinaron sus cabezas.

Comenzó el terrible acto, y el infeliz reo, que seguía con el rostro sobre el suelo, oyó seis veces la palabra “¡Pereat!”, dicha por diversas voces, pero siempre con igual energía.

Su muerte estaba ya acordada.

– ¡Levantad al padre Corsi! – gritó el general.

Inmediatamente los mocetones que ocupaban la puerta se abalanzaron sobre el reo, lo pusieron en pie y siguieron sujetándolo, pues el desdichado no podía sostenerse.

– ¿No hay misericordia para mí? – decía suspirando, y el tribunal seguía siempre mostrando su fría serenidad.

El padre Corsi, en un rapto de desesperación, cambio por completo de aspecto. La proximidad de la muerte le dió una repentina serenidad y no quiso seguir mostrándose débil.

Ya que iba a morir, quería al menos no proporcionar al general, a quien odiaba por causas particulares desde mucho tiempo antes, una satisfacción, cual era el espectáculo que él ofrecía llorando y gimiendo como una mujer.

– ¡Soltadme, hermanos! – dijo a los que le sujetaban – . Puedo aún sostenerme y no se dirá de mí que no sé morir con dignidad. ¿Dónde está el calabozo donde seré enterrado vivo? Deseo entrar en él cuanto antes, para librarme de vuestra odiosa presencia, padre general.

Y aquel hombrecillo antes tan débil, enloquecido ahora por el terror, mostraba una serenidad heroica y erguía su cuerpo mirando con desprecio al tribunal.

– No tengáis prisa, padre Corsi – contestó el general, sonriendo por primera vez de un modo que daba miedo – : tiempo os quedará para aburriros de estar solo en vuestro calabozo. Nuestras leyes os conceden que antes de encerraros os pongáis a bien con Dios. Podéis confesaros vuestras culpas con el padre que os dignéis escoger de cuantos están aquí.

El reo prorrumpió en una carcajada estridente.

– ¿Con vosotros?.. ¿Confesarme con vosotros?.. Muchas gracias, padre general. Conozco demasiado a todos cuantos están aquí, para ir a revelarles secretos que sólo a mí me importan. Además, estoy próximo a la muerte y ante la tumba el hombre no miente. Basta ya de farsa. Yo no creo en muchas cosas que vosotros, al salir de aquí, fingiréis tenerlas como ciertas. No me confieso. A nadie le importan mis secretos. Ya que muero quiero que ciertas cosas me acompañen a la tumba… Se acabaron los fingimientos y las comedias de fe.

El tribunal había salido de su impasibilidad para interrumpir varias veces al sentenciado:

– ¡Impío!.. ¡Blasfemo!..

El padre Corsi era el que ahora permanecía impasible, gozándose interiormente con la irritación que sus palabras producían en sus jueces.

El general fué el primero en serenarse.

– Padres míos, os recomiendo la calma. El sentenciado quiere llevarse a la tumba secretos de gran importancia para la Compañía. Tenía cómplices de su crimen y esto es lo que importa averiguar. Escribía con frecuencia a Madrid, y aunque presumimos quién podía ser la persona con quien se comunicaba, no tenemos de ello certeza absoluta. Los renglones impresos en este secante y que habéis leído antes por medio del espejo, son fragmentos de una carta en la que él habla de sus preparativos para dar fin a mi vida. Se dirige en ella a una persona de su confianza, a un amigo a quien promete un gran porvenir cuando yo muera; pero su nombre no figura allí y esto es lo que nos importa saber. ¿Creéis, padres, que tenemos derecho a que el sentenciado nos revele ese nombre antes de ser encerrado en el calabozo?

– Ya lo oís, padre Corsi; estáis en el deber de revelarnos ese nombre. Hablad, pues.

– No quiero, general asesino; no hablaré. Se trata de un amigo, de un buen compañero, que ha sido bondadoso para mí y me ha dispensado siempre tantos favores como tú perjuicios. No diré su nombre; puede hacer el tribunal lo que guste.

– ¡Oh! Hablaréis, padre Corsi – dijo el general, reproduciendo su horripilante sonrisa – . Algo que no esperáis os hará decir la verdad. Creed, desgraciado padre, que sentimos en el alma amargar con crueles tormentos el poco tiempo que os queda de vida.

– ¡Miserable! – dijo el sentenciado por toda contestación – . En ti está la crueldad hermanada con la más dulce hipocresía. Mereces ser el general de la Compañía.

– Por última vez: ¿declaráis el nombre de vuestro cómplice? ¿Es el padre Claudio? Reparad que estamos convencidos de ello. Y únicamente queremos vuestra declaración para ratificarnos.

– No – dijo con energía el sentenciado – . No es el padre Claudio, al que apenas conozco. Es otro; pero nunca diré su nombre.

– Hermanos, cumplid vuestra misión.

A esta orden, dada con indiferencia, dos de los robustos legos dejaron de sujetar al padre Corsi y se dirigieron al rincón donde estaba el descomunal brasero.

Cogieron del suelo un gran fuelle, avivaron el montón de rojos carbones y después, valiéndose de su fuerza hercúlea, arrastraron el brasero al centro de la sala.

El padre Corsi no había presenciado esta operación por verificarse a sus espaldas; pero de pronto sintió una impresión de calor y volviéndose vió aquel montón de fuego que lucía de un modo horrible en le penumbra.

Aquello desvaneció la serenidad que había mostrado momentos antes.

Al ver el fuego dió un salto atrás e intentó librarse de aquellos dos legos que le sujetaban con sus robustos brazos; pero, repuestos los guardianes de la sorpresa que en el primer instante les produjo el repentino movimiento, lo aprisionaron con más fuerza.

El padre Corsi, como un mísero ratoncillo entre las zarpas de dos gatazos, se revolvía furioso y desesperado; pero a los pocos instantes fué derribado al suelo y allí, con la sotana desgarrada y el rostro arañado, permaneció inmóvil.

Sintió cómo bruscamente y a tirones le arrancaban los zapatos y las medias, y así que quedó descalzo, la voz del general volvió a sonar, aunque con tono marcadamente sardónico.

– Nuevamente os lo ruego, querido padre Corsi. Decidnos quién era vuestro cómplice y no nos deis el disgusto de obligarnos a atormentaros.

El desgraciado, indignado por aquel ruego hipócrita, contestó con un juramento indecente, y acto seguido sintióse levantado del suelo, en posición horizontal, por ocho robustos brazos.

Un rugido horrible, espeluznante, retumbó en la sala.

Los pies del padre Corsi acababan de descansar sobre aquel montón de fuego. Intentó el infeliz contraer las piernas para escapar de aquel tormento, pero uno de los cuatro sayones se las sujetaba con hercúlea fuerza, haciendo que los pies quedasen inertes sobre el brasero.

Rugía el infeliz con voz que no parecía humana y se agitaba en agónicas convulsiones entre aquellos brazos que le tenían agarrotado.

El fúnebre silencio que reinaba en aquella sala era turbado por los mugidos de dolor que exhalaba el sentenciado, víctima de los más horribles dolores.

Chisporroteaba el fuego con más fuerza que antes, y un humo espeso, de olor grasiento y nauseabundo, esparcíase por la sala.

Los pies del padre Corsi se carbonizaban envueltos en las ardientes brasas. Era imposible resistir más y el jesuíta iba a desmayarse.

– ¡Misericordia, asesinos! – dijo con vez débil – . ¡Tened piedad de mí!

– Hablad – contestó el general, que seguía tan frío como de costumbre ante aquel horrible espectáculo – . Decid lo que os preguntamos.

El reo hizo una señal afirmativa, y los cuatro hermanos le retiraron del tormento y lo pusieron en posición horizontal, aunque sosteniéndole para que no tocase el suelo, pues sus pies eran dos informes muñones, chamuscados y sangrientos, que esparcían un hedor insoportable.

– Padre secretario, escribid – dijo el general – , que el padre Corsi va a revelaros quién era su cómplice. ¿Era el padre Claudio?

El infeliz mutilado, en medio de su cruel situación, aún intentó resistir; pera la vista del brasero, la terrible mirada del general y aquel dolor horrible que le producía espeluznantes convulsiones, dieron al traste con su valor que renacía, y en voz baja, como si se avergonzara de su debilidad, contestó:

– Sí; era el padre Claudio.

Aun le hizo el general numerosas preguntas sobre el fin que perseguían con sus maquinaciones, contestando el padre Corsi con desmayados monosílabos.

Cuando quedó claro y palpable que el padre Claudio, por medio de su amigo Corsi, había intentado escalar la suprema autoridad de la Compañía envenenando al general, éste se dió por satisfecho.

– Terminado el juicio, padres míos – dijo a los demás jueces – , el acta en que se consigna cuanto aquí ha ocurrido, una vez escrita con arreglo a nuestra clave secreta, quedará en el archivo secreto de la Compañía. Ahora sólo falta que se cumpla la sentencia.

– Hermanos – continuó, dirigiéndose a los cuatro legos – , conducid al padre Corsi a su última morada.

El infeliz, desalentado y poseído ya del vértigo que le producían su horrible situación y sus heridas, apenas se sintió conducido por los brazos de aquellos hombres.

Abrióse una pequeña puerta en un extremo de la subterránea sala y el fúnebre grupo bajó unos cuantos escalones, dejando al sentenciado sobre el húmedo suelo.

La impresión de frescura que aquellas losas produjeron en los abrasados pies del padre Corsi, le reanimaron momentáneamente haciéndole abrir los ojos.

Una densa obscuridad le envolvía. La puerta del calabozo acababa de cerrarse con gran ruido de hierros, y allá arriba sonaban los pasos de los jueces al retirarse.

El padre Corsi lloró en aquel supremo instante como un niño.

¡Ya había muerto! Los hombres le abandonaban para siempre, y aquel resto de vida que le dejaban, era para que gustase todas las amarguras horripilantes de la tumba.

El sacerdote “Dom” Vicenzo Novelli decía en su carta al padre Claudio que no sabía ciertamente del modo como su amigo Corsi había salido de aquel “im pace”.

En las primeras horas de la madrugada, un hombre desconocido y de atlética figura había llamado a la puerta de su casa y apenas entró en ella, dejó sobre una silla al padre Corsi, que estaba en un estado deplorable.

El desdichado jesuíta, a fuerza de cuidados, aún vivió dos días, y aprovechando los momentos en que sus dolores no le privaban del conocimiento, relató a su amigo el sacerdote romano cuanto le había ocurrido en el subterráneo del “Gesù”, encargándole encarecidamente que pusiera todo el suceso en conocimiento del padre Claudio, para que éste, una vez advertido, pudiera librarse de la venganza del General, que iba a caer sobre él.

En cuanto a su evasión del “im pace”, el padre Corsi guardó un profundo silencio. Había jurado al que le salvó sacándole de allí, guardar el secreto, pues de lo contrario podía ser víctima de la venganza jesuítica.

Nada cierto sabía “Dom” Vicenzo, pero por algunas palabras que se le escaparon a su amigo, tenía la sospecha de que el misterioso salvador que en la misma noche del suplicio le había sacado del calabozo, era el cocinero, que después de delatarlo al General se había arrepentido de su vileza y había procurado borrarla, librando a su víctima de la muerte. Cuando el padre Corsi mostraba tanto empeño en ocultar el nombre de su salvador, era porque éste dependía del General y podría ser víctima de una venganza.

El sacerdote romano terminaba su carta, manifestando que nunca más volvería a relatar a nadie la historia de aquel infeliz amigo que había muerto en su casa, víctima de espantosas quemaduras.

No quería que el General de los jesuítas supiera que él era depositario de su secreto y que había recibido en casa a su mutilado enemigo.

“Conozco demasiado – decía – el poder de la Compañía y la facilidad y prontitud con que sabe librarse de aquellos que le estorban. A pesar de que no os conozco, reverendo padre, siento hacia vos una viva lástima. Sé quién es el padre General y hasta dónde llega su carácter iracundo y vengativo. Si queréis seguir el consejo de un hombre anciano y experimentado, creedme; apenas leáis esta carta salid de la Compañía y poneos en salvo. El rayo de Roma no tardará en caer sobre vuestra cabeza.”

XI
Humillación

El padre Claudio, después de leer la carta varias veces, cayó en un estado de profundo desaliento.

Era tan terrible aquella noticia y llegaba tan inesperadamente que al audaz jesuíta le faltaba el valor indomable que había demostrado en otras ocasiones.

Su situación acababa de ser despejada de un modo terrible. Los altos poderes de la Compañía tenían ya certeza de su traición y no tardaría en sufrir él una muerte igual a la del padre Corsi.

No había que esperar misericordia. El, que conocía como nadie de lo que era capaz el Gobierno de la Orden, comprendía la certeza de aquellos consejos que le daba el sacerdote Novelli en su carta, y pensaba que lo más acertado era huir y substraerse a la venganza de la Compañía, ya que todavía era tiempo.

¡Huir!.. conforme con ello; pero ¿dónde dirigirse? ¿Qué hacer, viejo ya y abandonado de todos?

Y mientras pensaba en lo difícil e incierto de su situación, el padre Claudio murmuraba con estúpida terquedad:

– ¡Estoy perdido! ¡Estoy perdido!

Así permaneció más de una hora, hasta que por fin una sonrisa iluminó su rostro, y levantó la frente, antes abatida, con expresión de triunfo.

Tenía adoptada su resolución. No huiría, pues huir era para un hombre como él, cien veces peor que la más horrible muerte. El campeón de la Compañía que se había distinguido siempre por su valor moral a toda prueba, no podía escapar como un cobarde al saber que su perdición estaba decretada en Roma. Combatiría, ya que éste parecía ser su destino, y a pie firme, sin salirse de la Orden, esperaría los ataques de sus enemigos, seguro de que éstos tendrían que bregar mucho antes de derribarle.

Además había reflexionado mucho sobre su situación y no la encontraba desesperada. Era amigo de la reina y de los principales políticos, poseía secretos que le hacían muy respetable para el Gobierno, y cuando se viera perdido dentro de la Compañía, con salirse de ella ya estaba libre, pues la venganza de Roma no iría a buscarle en el seno de la sociedad civil, donde contaba con buenos amigos.

Tenía, pues, la retirada cubierta y mientras tanto podía desesperar a sus enemigos, desafiándolos con su insolente permanencia en la Compañía, sin negar las maquinaciones que había organizado en combinación con el padre Corsi.

Aquella resolución audaz, hizo recobrar al padre Claudio su antiguo valor, y sintió impaciencia por demostrar a sus enemigos de Roma que no los temía y que tampoco ignoraba sus intenciones respecto a él.

El padre Tomás, aquel jesuíta solapado que sobornaba a su secretario e iba poco a poco labrando su perdición, era el representante de sus enemigos, y contra él se propuso romper las hostilidades.

Quería ser el primero en atacar, para que en Roma se convencieran una vez más de su valor.

Tan seguro estaba el padre Claudio de su poder, que se permitía risueñas ilusiones.

No; sus enemigos no se atreverían a intentar nada contra él. El General había osado acabar con el padre Corsi, porque éste era un jesuíta de escasa importancia, y además lo tenía en el “Gesù” al alcance de su mano; pero tratándose de todo un padre Claudio, consejero privado de personas reales, sostenedor de gobiernos, y además residente en España lejos del Gobierno central de la Compañía, sus enemigos de Roma ya se cuidarían de intentar hostilidad alguna y lo respetarían, aunque en adelante lo tratasen con frialdad.

El era inviolable; para esto había trabajado tantos años en favor de los intereses de la Orden.

Animado por tales ideas, el padre Claudio, después de ocultar cuidadosamente la fúnebre carta en un bolsillo interior de su sotana, salió del gabinete y se dirigió a su despacho.

El padre Antonio escribía como siempre en su gran mesa, y el italiano seguía inmóvil en su asiento mostrando su rostro impasible, cuyos ojos de buho triste parecían no fijarse en nada, y lo veían todo.

La presencia de aquel espía de Roma, indignó al padre Claudio. Hasta poco antes había podido sufrir, aunque con bastante impaciencia, la intimidad de aquel hombre que tan descaradamente le vigilaba; pero ahora al verle, el recuerdo del padre Corsi, martirizado y muerto por ser amigo suyo, surgía en su imaginación y sentíase acometido de furor contra aquel espía que representaba a los sacrificadores.

El padre Claudio era poco susceptible de impresionarse por la suerte de ningún amigo, pero el suplicio de Corsi le hería de un modo más íntimo, pues sublevaba su orgullo. El hubiera deseado que por el hecho de ser el reo amigo suyo, el General no se hubiese atrevido a llevar tan lejos su venganza, y al pensar en el martirio de Corsi le parecía que era él mismo quien había sido chamuscado en el brasero del subterráneo del “Gesù”.

No se sentó el padre Claudio, al entrar en su despacho, y sin cuidarse de ocultar su sorda irritación, paseó varias veces por entre aquellos dos hombres silenciosos que seguían indiferentes y con los ojos bajos, como si nadie hubiese entrado en la habitación.

El enfurecido jesuíta dió algunos bufidos como para desahogar su pecho oprimido por la rabia, y al fin, plantándose frente al padre Tomás, le dijo con acento reconcentrado:

– Oiga usted. ¿Sabe usted bien quién soy yo?

Levantó el rostro el italiano sin que en él se mostrase la menor emoción por tan extraña pregunta.

– Creo que sí, reverendo padre – contestó con su eterna calma – . El nombre del padre Claudio es conocido allá donde se encuentre a un hijo de San Ignacio, pues todos saben los grandes servicios que ha prestado a la Compañía.

– Así es, señor italiano. Todos saben lo que yo valgo y merezco, todos menos esa gente de Roma que le ha enviado a usted aquí.

Se coloró la desmayada faz del padre Tomás, pero no pasó de aquí la emoción ni intentó contestar, pues la regla de la Compañía le impedía toda respuesta si su superior no le preguntaba.

– Oiga usted bien, padre Tomás, oiga lo que soy, para que me conozca perfectamente y pueda decir a esos que le envían el respeto que merezco. Cuando yo ingresé en la Compañía, en Roma, tenía quince años y su situación no podía ser más deplorable. Las ideas revolucionarias del pasado siglo habían barrido al jesuitismo de todas las naciones. La Orden estaba casi en la agonía por culpa de toda esa cáfia de filósofos que tanto escribieron en el siglo XVIII contra nosotros. Nos habían arrojado de España, Portugal, Francia, de casi toda América; en una palabra, de todos los sitios donde nos convenía estar. La Compañía estaba reducida a Roma, donde vivía a la sombra del papado como un arbolillo mustio y enfermizo. Al morir la revolución con su último propagandista, el tirano Bonaparte y al restablecerse en España el absolutismo, Fernando VII nos abrió las puertas de esta nación y yo vine aquí con unos cuantos viejos imbéciles que procedían de la expulsión verificada en el siglo anterior por Carlos III. ¡Bien hubiese marchado la Compañía a estar encargados los tales vejetes de su dirección! Por fortuna se me hizo justicia, y aunque yo era entonces un mozuelo, fuí puesto al frente de la Compañía de Jesús, en España. Soy modesto y no quiero entonar mis propias alabanzas, que por más que parezcan exageradas, serán siempre merecidas. Pero tengo que hacer constar que fuí el peor enemigo que la revolución podía haber encontrado. Fomenté como nadie los sentimientos realistas y fanáticos del pueblo español; organicé las terribles persecuciones que sufrieron los realistas, en el trienio constitucional del 20; la revolución pacífica y progresiva no pudo desarrollarse porque yo lo impedí fomentando algaradas y motines a diario; yo dí el primer impulso a la guerra carlista, y cuando comprendí que el pretendiente no podía triunfar salvé a tiempo los intereses de la Compañía volviendo al lado de la reina Isabel, para evitar que ésta fuese dirigida por los progresistas; nuestra Orden ha crecido y sido omnipotente en España más que en otra nación; hoy manda en este país como pueda mandar en el “Gesù” de Roma, y todo gracias a mí, que no he descansado nunca ni sé lo que es gozar de la vida; que he expuesto mil veces mi existencia en los períodos de agitación; que formando la asociación de “El Angel Exterminador”, atraje sobre mi cabeza las venganzas de numerosas familias afligidas por nuestras persecuciones, y que con tal de mantener el prestigio de la Orden he desempeñado el más vil de los papeles, el de alcahuete regio, ofreciendo mujeres a Fernando VII y presentando hombres a su augusta hija. Ahora bien, padre Tomás, ¿qué le parece a usted todo esto? El que ha arraigado de nuevo la Orden en España, de un modo que la revolución tendrá que bregar mucho para derribarla, ¿no merece que le respeten esas gentes de Roma que están allá muy tranquilas gozando de ese poderío que nosotros les conquistamos aquí a costa de grandes esfuerzos?

El padre Tomás hizo un gesto de ambigua adhesión; pero el padre Claudio estaba demasiado exaltado para fijarse en la frialdad del italiano.

– Y no quedan reducidos sólo a esto mis trabajos – continuó – : ahí está mi secretario y eterno compañero, el padre Antonio, y allá en Roma está el registro central de la Compañía, para atestiguar lo que yo he trabajado con el objeto de arraigar el poderío de nuestra Orden en todas las conciencias. Gracias a mí, se han fundado numerosos colegios donde la juventud más distinguida se educa tal como queremos; la aristocracia española está por completo a la voluntad de cuanto se piensa en este despacho, y a las arcas de Roma he enviado yo cuarenta millones de pesetas; esto sin contar ocho más que acabo de conquistar. Grande es nuestra asociación; no hay punto del globo donde no tengamos representantes; pero a pesar de ser tantos los jesuítas, de seguro que no saldrá uno solo que pueda alegar más méritos que yo. ¿Es verdad o no esto que digo, padre Tomás?

Y esta vez se plantó ante el italiano y le miró fijamente con expresión iracunda, esperando su contestación.

– Así es, reverendo padre – dijo con su calma que contrastaba con el furor reconcentrado del padre Claudio – . Ya he dicho antes a vuestra reverencia que en todas partes donde hay jesuítas se le respeta en lo que vale.

– En todas partes menos en Roma; y si no vamos a cuentas. ¿A qué ha venido usted a Madrid?

– Yo no he venido por mi propia voluntad. He cumplido un voto que hice al entrar en la Compañía; el voto de obediencia. Me han ordenado mis superiores que viniese aquí y he obedecido.

El italiano dijo estas palabras con tanta modestia y sencillez, que el padre Claudio quedó desconcertado. No podía seguir atacando en tal terreno al italiano, pues éste le opondría sus votos.

Mudó de táctica y dijo al padre Tomás, como si olvidara lo anteriormente expuesto:

– No quiero investigar los motivos que le han traído a usted a Madrid. Lo que le digo a usted es que no conviene a los intereses de la Orden que permanezca aquí inactivo y ocioso, dando un mal ejemplo a los demás padres, que se afanan y trabajan en bien de la Compañía de Jesús.

– Reverendo padre; si no hago nada aquí, es porque vuestra reverencia no me da ocupación.

– Trabajará usted y muy pronto. No se quejará usted en adelante de que lo olvido. Mañana mismo saldrá usted para nuestra casa de Valencia.

– Eso es imposible, reverendo padre.

– ¡Imposible!.. Quisiera saber por qué. Usted ha prestado voto de obediencia y debe acatar las órdenes de los superiores.

El padre Claudio, movido por la indignación, hablaba con una expresión furiosa que contrastaba con la frialdad del italiano.

– Yo siempre obedezco a mis superiores – dijo el padre Tomás – , y por esto mismo permanezco aquí, cumpliendo las órdenes del padre General, que es el único que me puede mandar. Vuestra reverencia olvida sin duda que yo soy padre de alto grado y que no estando inscrito entre los individuos de la Compañía que prestan sus servicios en España, sólo a la autoridad de Roma debo obedecer y seguir las órdenes que me dicte el padre General. Vuestra reverencia no tiene en esta ocasión ningún poder sobre mi humilde persona. El General me ha enviado aquí y aquí me quedo.

El padre Claudio quedó aturdido ante la fría firmeza con que el jesuíta decía estas palabras.

Pero pronto se repuso de su sorpresa. Hacía cuarenta años que estaba acostumbrado a que la Compañía en España se pusiera en movimiento al más leve de sus gestos; nunca hombre alguno vestido con la sotana jesuítica había intentado desobedecerle y el ejemplo de aquel italiano, que osaba rebelársele, le produjo una irritación sin límites.

Su abotargado rostro cubrióse de mortal palidez, chispearon sus ojos, sus labios temblaron con el “tic” nervioso del furor y se sintió próximo a enloquecer por la afrenta que intentaban hacerle, ante aquel secretario que en su juventud consideraba a su maestro como un semidiós.

¡Poder de la indignación! Hasta le pareció al jesuíta que el padre Antonio, sin levantar la cabeza de los papeles, sonreía maliciosamente, gozando mucho en presencia de aquella humillación que sufría su soberbio superior.

Había que confundir al insolente italiano, y encarándose con él, le dijo sordamente:

– ¡Basta ya de farsas y de fingimientos, señor italiano! Su presencia aquí me es odiosa… ¿Lo quiere usted más claro? Mañana mismo saldrá usted de Madrid, pues me estorba y me irrita ese espionaje de que continuamente soy objeto. Cuando yo era joven, fingía tan bien como cualquiera otro, pero ahora que soy viejo y célebre, y tengo, por tanto, derecho a que me respeten, no quiero mentir y doy a las cosas su verdadero nombre. Sé que usted es un espía del General y conozco tan bien como usted lo que ha ocurrido en Roma y cuál ha sido la suerte del padre Corsi, pobre amigo mío, sacrificado por el espíritu de venganza que allá sienten contra mí. No quiero tener a mi lado a uno de los asesinos de mi amigo Corsi. ¿Está usted enterado? Márchese cuanto antes y dé gracias porque yo soy ahora un viejo, que de lo contrario, no guardaría usted buenos recuerdos de su espionaje.

Y el viejo jesuíta, tembloroso por el furor, pálido, rugiente y magnífico en su indignación, señalaba la puerta con ademán imperativo, indicando al italiano que saliera cuanto antes.

El padre Tomás permanecía en su actitud impasible, con la mirada fija en el superior, y gozando internamente al ver su extremada irritación.

– ¡Márchese usted! – gritaba el padre Claudio – . ¡Que no le vea a usted más!

– Me iré cuando me lo mande el General.

– Aquí no hay más General ni más voluntad que la mía. Le arrojo a usted de aquí y puede marcharse al infierno si quiere. Hoy mismo daré órdenes para que no le admitan en la casa residencia, y que pongan en medio del arroyo todo su equipaje. Y ahora salga usted inmediatamente de este despacho o de lo contrario llamaré a los criados para que le arrojen.

El italiano no se inmutaba con aquellas amenazas. Continuaba impasible, y se limitó a decir con su eterna frialdad:

– Eso que hace vuestra reverencia es un verdadero golpe de Estado. Es desconocer la autoridad del General, es rebelarse contra la autoridad suprema de la Compañía, y caer de lleno en el artículo primero del título IV de nuestro reglamento secreto. ¿Conoce usted el artículo?

– Sí; le conozco. Valiéndose de él dieron muerte a mi amigo Corsi. ¿Aún te atreves a recordarlo, esbirro del demonio?.. Yo soy el padre Claudio, el restaurador de la Compañía en España, y cuando se me falta al respeto y a la obediencia que merezco, paso por encima del General, del reglamento secreto y de cuanto se me ponga por delante. ¡A la calle, italiano! ¡A la calle!

– Piense vuestra reverencia en lo que hace.

– ¡Qué pesadez! ¡Y que no tenga yo puños suficientes para poner en la puerta a este miserable espía!

Y se abalanzó al cordón de la campanilla para llamar a los criados.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 июня 2017
Объем:
190 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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