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Читать книгу: «La araña negra, t. 6», страница 3

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VI
La entrada en la Orden

Terminado el noviciado, Ricardo Baselga fué llamado a Madrid para prestar sus primeros votos y entrar de lleno en la Compañía.

No tenía aún la edad a que se acostumbraba admitir a los otros novicios, pero la poderosa protección del padre Claudio era suficiente para que el joven fuese recibido en la categoría de hermano coadjutor.

Al padre Claudio, y a los intereses de la Orden en general, convenía que el joven fuese a vivir en la casa-residencia de Madrid.

Era un espectáculo edificante y conmovedor, que impresionaba mucho a la aristocracia afecta a la Compañía, ver al heredero de una de las más ricas y nobles casas vistiendo la raída sotana del jesuíta, viviendo en la mayor pobreza y mostrando en su exterior una humildad resignada y dulce.

Aquel novicio noble y en camino de ser santo aumentaba el prestigio de la Orden y honraba mucho a todos sus compañeros.

La aparición de Ricardo Baselga en Madrid resultó un acontecimiento para la aristocracia devota.

La baronesa de Carrillo fué felicitada por todas sus amigas, y la residencia de los jesuítas vióse visitada por las damas más encopetadas de las cofradías, que acudían a contemplar con el interés que inspira un ente raro a aquel aristócrata próximo a ser santo, quien, por su parte, las recibía huraño y sordamente irritado, al ver interrumpida su vida devota por la pública curiosidad.

Llegó por fin el momento de prestar los votos y Ricardo se dispuso a ello poseído de la más grande emoción.

Su primer voto fué el de castidad, y verdaderamente el joven no tenía conciencia de lo que prometía y a lo que se obligaba. Había vivido alejado del mundo; la única mujer de la cual habíase hallado cerca era su hermana Enriqueta, y nunca se había sentido envuelto en el ambiente voluptuoso que rodea a toda joven hermosa, ni sentido el loco estremecimiento de la carne.

Aquel juramento era una vana fórmula. Se prometían en él sacrificios cuya importancia se ignoraba, y era indudable que el voto peligraría apenas aquel organismo, virgen de todo estremecimiento amoroso, se conmoviera sintiendo los brutales pinchazos de la pasión. La primera mujer que las circunstancias de la vida arrojasen al paso del futuro santo podía dar al traste con su voto de castidad.

El segundo voto fué el de pobreza, y de seguro que a no tener el ánimo perturbado por una educación inspirada en el fanatismo, Ricardo hubiese sonreído al prestar dicho juramento.

¿Dónde estaba la pobreza dentro de la Orden? ¿Dónde las privaciones que aquélla impone? El jesuíta es pobre, nada propio posee; pero la Compañía es inmensamente rica, y tan perfecta es su organización, que ninguno de sus individuos deja de gozar las más envidiables comodidades. El voto de pobreza reducíase a no tener ahorradas algunas monedas en el bolsillo, pero en cambio tampoco había que preocuparse de las necesidades de la vida, pues la administración jesuítica todo lo preparaba y lo tenía previsto. Bastaba ser obediente y sumiso a las órdenes de los superiores, que éstos ya se encargaban de proporcionar todo lo necesario.

Nada importaba no tener dinero propio, pues esto aun ahorraba preocupaciones y disgustos. Cuando sintiera hambre, encontraría siempre una mesa cubierta de las viandas más suculentas y de las frutas más exóticas; en todos los puntos del globo hallaría un techo propio bajo el cual guarecerse, y si sus superiores le ordenaban un viaje, no le faltarían los medios para hacerlo con la mayor comodidad, pues nunca se encuentra a un padre jesuíta en un vagón de tercera clase.

El tercer voto fué de obediencia, y Ricardo lo prestó aun con mayor entusiasmo que los otros dos.

Ser soldado fiel de la Iglesia y del Papado le entusiasmaba, y su misma excitación no le dejaba pensar en la falsedad del voto. Aquella obediencia no era eterna, pues la Compañía le podía expulsar de su seno cuando lo creyese conveniente, o él salir de ella, si tenía razones graves en que fundarse.

El voto resultaba innecesario tanto más cuanto que ya se sabía que dentro de la Orden había que obedecer forzosamente; pero a pesar de esto, Ricardo hizo su juramento sin que decayera su entusiasmo.

Terminada aquella especie de iniciación, Ricardo se sintió otro hombre.

Ya era jesuíta, ya pertenecía a aquella santa Compañía que se le había aparecido siempre como una asociación de bienaventurados, que tenía en su poder las llaves del cielo.

Siguiendo lo dispuesto en las Constituciones de la Orden, Ricardo, después de sus dos años de noviciado pasados en prácticas devotas, había de dedicarse otros dos años a estudios literarios para descansar un tanto el ánimo perturbado por el ascetismo y poner la ilustración como contrapeso a una exagerada piedad.

El joven Baselga dedicóse al estudio de la retórica con el entusiasmo que manifestaba por todo aquello que le ordenaban sus superiores, y experimentó gran placer con la lectura de los clásicos, cuyas obras resultaban para él tesoros de desconocida hermosura.

La revolución del 22 de junio le sorprendió en Madrid, y encerrado en la casa de la Orden, estuvo escuchando el horroroso estruendo de aquella lucha, sin que él, en su ignorancia de las cosas del mundo, supiera explicarse el por qué de tan general matanza.

Al día siguiente supo que su cuñado Quirós, al que apenas conocía, pero a quien respetaba mucho por las brillantes defensas que hacía de la religión, había sido muerto de un balazo a la puerta de su casa, y que su hermana Enriqueta estaba tan impresionada por el susto, que se temía perdiese la razón.

Ricardo, a pesar de su frialdad de santo, experimentó cierto trastorno moral al saber el estado de su hermana, y por primera vez se preocupó de su familia, mostrando espontáneos deseos de verla.

Acompañado del padre Claudio fué a su casa, y faltándole aquella fuerza de voluntad que le hacía mirar con indiferencia las miserias de la vida, se impresionó ante el espectáculo que ofrecía la infeliz Enriqueta, demacrada, casi ciega, tendida en el lecho, encerrada en el más desesperante mutismo y tarda en reconocer las personas que la rodeaban.

Doña Fernanda tenía un firme convencimiento de que aquello era el castigo que Dios imponía a su hermana por haberse enamorado de un “pillete republicano” y haber huido con él de la casa paterna, y creía también que Enriqueta cayó en tal estado de imbecilidad así que vió el cadáver de Quirós tendido en el arroyo.

Ignoraba la devota aragonesa que la verdadera causa de encontrar a su hermana, en aquel día fatal, inerte en el balcón y con una herida en la cabeza, producida al desmayarse, consistía en que Enriqueta había visto huir de la cercana barricada al “bandido descamisado” (como decía doña Fernanda), y caer después en poder de una patrulla que iba a fusilarlo.

El joven jesuíta, con el corazón oprimido y haciendo esfuerzos por no llorar, contempló a su infeliz hermana.

En aquella triste ocasión vió por primera vez a su sobrina María, a la que no se atrevió a tomar en sus brazos por temor a faltar a su voto de castidad.

Aquellas mejillas cubiertas por las tintas rosadas de la niñez, aquellos ojos de inocente y cándida fijeza, daban miedo al fanático, que apartó prontamente sus ojos del rostro que le sonreía con infantil gracia.

Aquella visita fué lo único que turbó la vida religiosa del joven. En adelante siguió como siempre sujeto a las reglas de la Orden, no permitiéndose otro recreo que el concedido por sus superiores, y paseando siempre en unión de otros dos compañeros que le espiaban y a los que él espiaba, so pena de faltar a la santa doctrina de la Compañía.

Algún tiempo después de tal visita, que fué la última que hizo a su hermana, Ricardo tuvo una importante conferencia con el padre Claudio.

Salía el joven jesuíta de la clase de retórica y se dirigía a su cuarto para esperar, estudiando, la hora de refectorio, cuando un hermano lego le anunció que el padre Claudio, que acababa de entrar en la santa casa, le estaba esperando en su despacho.

Era muy raro que el poderoso jesuíta, en aquellas horas de la mañana, visitase la casa residencia, a no tener que resolver en ella algún negocio importante.

Ricardo sabía algo de las costumbres del superior, y no dejaba de causarle extrañeza aquel llamamiento. El padre Claudio hacía por la tarde todas sus visitas de inspección a la casa jesuítica, pues pasaba la mañana en la casa donde de antiguo tenía un archivo y un despacho, entregado al estudio de los importantes negocios de la Orden.

La rareza de aquella visita no podía menos de excitar su curiosidad; pero Ricardo, recordando que el principal deber de un jesuíta es obedecer las órdenes de sus superiores sin pararse a comentarlas, cumplió inmediatamente el mandato y se dirigió a la habitación que servía de despacho al padre Claudio, cuando éste se hallaba en la casa de la Compañía.

VII
El golpe anhelado

Era una pieza no muy grande y de humilde decorado, donde esperaba el padre Claudio.

El piso, de rojos y lustrosos ladrillos; las sillas de enea pintadas de verde; las paredes enjalbegadas con pintura plomiza; varios cromos baratos representando a Jesús y varios apóstoles, colgaban de los muros; frente a la puerta de entrada, un gran armario de roble, rematado por una cruz y cuyas hojas entreabiertas dejaban ver tres estantes cargados de carpetas verdes, abultadas y con rótulos; y tras la mesa de pino, cubierta de papeles, y el modesto sillón que ocupaba el padre Claudio, su balcón con blancas cortinas de muselina que se balanceaban acariciadas por la brisa que las lejanas montañas enviaban sobre Madrid, abrasado por el hábito del verano.

El padre Claudio estaba muy desfigurado. Eran ya inútiles todos los revoques y afeites de dama que usaba algunos años antes para ocultar su edad. Sus cabellos estaban blancos, el ceñidor había tenido que ceder ante la creciente hinchazón del abdomen, dejándole en completa libertad; los labios se habían hundido, a pesar de la dentadura postiza, y la nariz, cada vez más roja y picuda, sostenía unas grandes gafas de oro tras las cuales relucían con mortecino resplandor, aquellos ojos que tanto habían conmovido a las aristocráticas beatas.

La manía de perfumarse con exceso era lo único que le restaba de sus buenos tiempos a aquel “dandy” de sotana.

Se inclinó reverentemente al entrar el joven Ricardo, besó humildemente la mano de su superior y a una indicación de éste, se sentó junto a la mesa frente al poderoso padre Claudio.

Este honor conmovía al joven, a pesar de todo su desprecio a las distinciones terrenales.

El reverendo padre le dirigió una de sus más dulces sonrisas, y con vez lenta y melodiosa comenzó a hablarle.

– Hijo mío: ha llegado el momento de que tratemos de un negocio importantísimo para mí, por lo mismo que te quiero tanto, y más aún para ti, pues te va en ello la salvación del alma.

El joven fanático, al oir estas últimas palabras, palideció e hizo un ademán de terror como si viera abrirse a sus pies la boca del infierno.

– No temas; aún hay remedio para tu mal; y el que se halle en peligro tu alma no significa que la tengas perdida para siempre. Se trata sencillamente de cumplir los votos que has hecho a Dios.

Ricardo hizo un gesto de extrañeza.

– Reverendo padre – dijo – , no he faltado nunca a ellos ni pienso faltar jamás.

– Recuerda bien tu situación actual y tal vez encuentres que está en contradicción con lo que prometiste a Dios solemnemente.

El joven jesuíta reflexionó profundamente y dijo por fin con acento de convicción:

– Mi conciencia está tranquila; no creo haber faltado a mis votos, reverendo padre.

– Te engañas, infeliz; tan preocupado estás con las cosas divinas, que olvidas las humanas y no tienes conciencia de tu situación.

Ricardo, a pesar del respeto casi supersticioso que le inspiraba su superior, estaba impaciente, como el que se ve calumniado y ansía justificarse; así es que se apresuró a contestar:

– Reverendo padre: gracias al apoyo divino no he faltado a ninguno de mis votos. Prometí ser casto y lo soy, rogando a la Virgen que me libre de las tentaciones del demonio; hice voto de obediencia y ni con el pensamiento he faltado a mis superiores, ni desobedecido mentalmente la más pequeña de sus órdenes; hice voto de pobreza y…

– ¡Alto, hijo mío! Ahí está el peligro para tu alma pues faltas, aunque sin saberlo, a tal voto.

Ricardo mostró aún mayor extrañeza, y dijo con sencillez:

– Reverendo padre; soy pobre. Renuncié al mundo y a sus pompas; sólo tengo lo que la Orden como madre amorosa quiera darme, y el día que mis hermanos de la Compañía me negasen un pedazo de pan, tendría que ir pidiéndolo como limosna de puerta en puerta.

– ¡Ah, infeliz! ¡Cuan alejado vives del mundo! ¡Cómo olvidas lo que en él fuiste! Tú eres todavía inmensamente rico, y mientras seas poseedor de tan grande fortuna, faltas al voto de pobreza.

Vivía, efectivamente, tan alejado del mundo aquel joven fanático, que, como ya dijimos, había olvidado a su familia y con ella la colosal fortuna que poseía.

Costóle algún trabajo convencerse de que era rico, y cuando, recordando lo que había oído en su niñez a la baronesa, adquirió la certidumbre de que legalmente era dueño de algo más que aquella raída sotana que cubría su cuerpo, limitóse a decir, afectando una completa indiferencia:

– Ser individuo de la Compañía de Jesús era toda mi ambición y al entrar en ella ya renuncié mentalmente a todo cuanto en el mundo pecador me correspondiera. Pobre quiero ser y esa fortuna la renuncio. ¡Por piedad; no me habléis más de esas riquezas, reverendo padre!

El padre Claudio sonreía viendo el empeño que mostraba el joven en desprenderse de una fortuna, cuya cifra podía causar honda emoción a muchos mortales.

– No tan aprisa, querido hijo; alabo ese santo desprendimiento, ese deseo de arrojar lejos de ti la pesada carga de las riquezas que inducen siempre al pecado, pero hay que proceder con cierto orden en esta clase de sacrificios para que resulten fructuosos y no se aproveche de ellos el diablo.

– Haré lo que me mande vuestra paternidad.

– Ante todo es preciso que te diga que hemos procedido con cierta ligereza al permitirte que hicieses voto de pobreza. La ley civil te obliga a conservar tus riquezas hasta los veinticinco años, en que entrarás en la mayor edad y podrás hacer lo que gustes de tus bienes, y entre tanto faltas a tus votos, pues prometiendo a Dios ser pobre has de ser forzosamente rico durante algunos años. Créeme, que a haber pensado antes en esto, no hubiese accedido a que hicieses tus votos. Esto ha sido un engaño que hemos hecho a Dios, involuntariamente, pero que no por esto pesa menos sobre mi conciencia.

Y el redomado jesuíta fingía una consternación que apesadumbraba al joven fanático.

Aquello de que por su culpa y por un interés demasiado tierno que él inspiraba a su superior, éste tenía sobre su conciencia nada menos que la culpa de haber engañado a Dios, horrorizaba al joven, que acogía tales trapacerías como verdades indiscutibles.

A Ricardito le faltaba poco para romper a llorar.

– ¡Oh, reverendo padre! Busquemos el medio de remediar todo esto. Yo pediré a Dios que me perdone por esta riqueza que las leyes sociales me obligan a poseer. Yo viviré, como hasta hoy, en la mayor pobreza, sin acordarme de que tengo una gran fortuna en el mundo y el Señor perdonará esta falta involuntaria.

– No, hijo mío; no basta eso. Dios quiere que cuando uno abandona las pompas mundanas y hace voto de pobreza, entregue inmediatamente todas sus riquezas a los necesitados y tú no puedes remediar a tus semejantes por ahora con tal obra de caridad.

Ricardo estaba consternado ante el tono de desesperación con que el padre Claudio decía estas palabras.

– ¿Qué hacer, padre mío? ¿Qué hacer?

El ladino jesuíta fingía meditar profundamente, y por fin dijo con expresión victoriosa:

– Sólo encuentro un medio de que tu voto de pobreza siga siendo válido y de que Dios no se enoje en vista de tu tardanza en dar las riquezas a los pobres. Comprométete solemnemente a que al día siguiente de haber cumplido la mayoría de edad te despojarás de tu fortuna. Esto es lo que hacen todos los que pretenden ser verdaderos individuos de la Compañía de Jesús.

– Hágase así, reverendo padre. Dispuesto estoy a obedecer. ¿En qué forma he de comprometerme a ceder mis bienes?

– Firmarás un documento renunciando a tu fortuna.

– ¿A favor de los pobres?

– No; esa renuncia sería muy vaga y se prestaría a malas interpretaciones. Ya sabemos que el objeto de la cesión es hacer bien a los infortunados y que a poder de ellos han de ir todas tus riquezas; pero éstas se han de renunciar a favor de alguien, o más bien dicho, se ha de marcar quién es la persona a quien tú entregas tu fortuna.

– Haga vuestra paternidad lo que le parezca más conveniente.

– Ya que tan dispuesto estás a hacerte simpático a los ojos de Dios renunciando a tus bienes, justo es que te capacites de la grandeza de tu sacrificio, conociendo a cuánto asciende tu fortuna.

Ricardo hizo un gesto de desprecio e indiferencia.

– No, hijo mío – continuó el padre Claudio cada vez con acento más bondadoso – . Quiero que recuentes tus riquezas, y si después de saber que por tu nacimiento eres un potentado te ratificas en tu resolución, entonces tu sacrificio será más hermoso y mi conciencia experimentará mayor tranquilidad. No quiero que el día de mañana, si esta conversación llega a traslucirse, digan los enemigos de la Compañía que yo te he engañado, abusando de la ignorancia en que estás respecto a tu posición.

El joven jesuíta intentó protestar contra tal idea, pero el padre Claudio continuó hablando:

– Poseéis tú y tu hermana, como herederos de vuestra madre, doña María Avellaneda, una fortuna que primeramente era de quince millones de francos, pero que en el transcurso del tiempo ha aumentado bastante. Tu padre, el difunto conde de Baselga, que en santa gloria esté, sólo fué despilfarrador cuando vivía tu madre, y los dos, con su lujo, imponían la moda en Madrid; pero después, su vida apartada y modesta y su carácter misantrópico le hicieron económico forzosamente, y el capital ha aumentado bajo su administración. En resumen; que la fortuna de tu casa es grande, y que, divididos a la mayor edad todos estos bienes entre tú y Enriqueta, en partes iguales, serás dueño absoluto de ocho millones de pesetas, cantidad enorme y suficiente para que se pierda un alma, y que es de todo punto incompatible con la santidad. Recuerda lo que dijo el Divino Maestro: “Más fácilmente pasará un camello por el ojo de una aguja, que un rico entrará en el cielo”.

Ricardo demostró con unas cuantas inclinaciones de cabeza lo convencido que estaba de la incompatibilidad existente entre la santidad y la riqueza.

– Yo conozco – continuó el superior – el modo cómo está colocada tu fortuna. Tu hermana la baronesa, que, como tú sabes, me honra consultándome en todos sus asuntos, me ha hecho conocer en qué consiste vuestro capital. Una gran parte de éste se halla en el Banco de Francia; otra, ha sido empleada en títulos de la Deuda española, y además, tenéis grandes posesiones en Castilla la Vieja, que el difunto conde compró cerca de su casa solariega con dinero de tu madre, y que tuvo la atención de poner a nombre de ésta. La mitad de esa gran fortuna te pertenece. Eres rico y estás a tiempo de librarte de una vida de perpetua pobreza. Si vuelves al mundo, perderás seguramente tu vida por una eternidad, pero podrás gozar con tu dinero todos los mundanales placeres inventados por el diablo. ¿Qué decides?

Y el padre Claudio esperaba, sonriente, aquella contestación que él mismo preparaba, anatematizando las riquezas.

La contestación no se hizo esperar, y Ricardo dijo con firme convicción:

– Quiero ser pobre y que mis bienes pasen a poder de los necesitados.

El superior mostróse dulcemente conmovido por aquellas palabras.

– No esperaba menos de ti. Te conozco, hijo mío; hace mucho tiempo que aprecio tu corazón de oro y veo claramente que Dios te llama por el camino de la santidad. Tan convencido estaba de que entre Dios y el diablo escogerías siempre al primero, que aquí tengo preparado el documento en el cual renunciarás a todas tus riquezas.

Y el padre Claudio señalaba un gran pliego escrito que tenía sobre la mesa, sin cuidarse de que el joven pudiera sospechar algo malo en vista de la previa preparación de aquel golpe. El superior estaba seguro de la fe de su subordinado, a prueba de toda sospecha.

– Sólo falta – continuó – que tu pongas la firma en este documento para que la cesión de bienes se verifique y tu voto de pobreza sea una realidad. Lee ese papel.

Ricardo se negó a enterarse del documento, considerando que, de lo contrario, faltaría al respeto debido a su superior.

– Puesto que tu delicadeza te obliga a no enterarte del documento, voy a explicarte lo que en él se dice. Ante todo, debo advertirte que su fecha no es la del año actual, sino la de 1871, o sea cuando tú estarás ya en la mayor edad y será válida la cesión de tus bienes. Es un pequeño engaño que me he visto obligado a hacer para que tu voto de pobreza sea verdadero. Una nueva falta cae sobre mi conciencia, pero eso más tendrás que agradecerme.

Ricardo se sentía enternecido por la abnegación de aquel superior que le quería hasta el punto de cometer pecados por su culpa. Los esfuerzos del padre Claudio por librarle de sus millones conmovían al infeliz haciéndole sentir una profunda gratitud.

– Este documento, cediendo tus bienes, está redactado en forma de escritura pública y lo subscribirá un notario, persona muy devota y católica, que está por completo a nuestras órdenes. Esta es la ventaja que proporciona el tener amigos en todas clases sociales. En tal forma, puedes estar seguro de que ya nunca podrá inquietarte el pensamiento de que eres rico.

– Pero ¿mis bienes serán repartidos inmediatamente a los pobres?

– No podemos hacerlo hasta el momento en que tú llegues a la mayor edad; pero, entretanto, tampoco serás tú el dueño, y esto te basta para tener tranquila la conciencia.

– ¿Y a nombre de quién hago la cesión de mis bienes?

– No lo sé. ¿Tienes tú en el pensamiento alguna persona de confianza?

– Sí, padre mío. Nadie mejor que vuestra reverencia para encargarse de tales riquezas hasta mi mayor edad y repartirlas entonces entre los pobres.

– Así debía ser; pero tú ignoras seguramente que el maldito espíritu revolucionario que impera en este siglo nos persigue de tal modo a los hijos de San Ignacio, que para adquirir algo necesitamos valernos de tercera persona. Yo me encargaré de tus riquezas, ya que esta es tu voluntad, pero dejaremos en blanco el nombre de la persona a quien tú has de cederlas aparentemente. Buscaremos para el caso un testaferro. Cualquier amigo nuestro se prestará a hacer este servicio que redunda en beneficio de Dios y de los pobres. ¿Estás conforme en esto?

Ricardo hizo una señal de asentimiento, y entonces el padre Claudio puso el documento delante del joven, y dándole una pluma, dijo mirándole con tierna expresión:

– Firma, hijo mío, que Dios premiará esta prueba de abnegación que le das, cediendo tus bienes a la Compañía para que ésta los entregue a los pobres.

Ricardo, que se había levantado de su asiento, firmó sin vacilar, y el padre Claudio, después de examinar rápidamente el pliego, lo guardó en el cajón de la mesa.

Después se levantó del sillón, y avanzando con impetuosidad cariñosa, abrazó al joven casi llorando.

– ¡Oh, hijo mío! ¡Qué gran acción has hecho! Pocas veces me he sentido tan conmovido como ahora. De seguro que tu hermana la baronesa, cuando sepa lo ocurrido, llorará poseída de igual entusiasmo. Sólo un santo como tú es capaz de tal rasgo de abnegación. Los pobres socorridos por ti te bendecirán siempre y la Compañía se considerará muy honrada con tener en su seno un joven que a tan sublime altura lleva su caridad. Ahora eres realmente un hijo de San Ignacio. Quedas pobre después de firmar ese documento, pero la Compañía no te abandonará nunca, y mientras vivas encontrarás en todas partes hermanos dispuestos a ayudarte. Acabas de abrirte las puertas del cielo.

El joven estaba conmovido y ruborizado por aquellos elogios que creía no merecer. Para aquel fanático, cuya lectura favorita consistía en las mil mortificaciones horrorosas y absurdas de los ascetas, no significaba nada el despojarse voluntariamente de ocho millones de francos sin saber ciertamente a qué manos irían a parar.

Permaneció algunos segundos con la cabeza sobre el pecho de su poderoso superior, que amorosamente le abrazaba y después salió de la habitación para volver a sus ocupaciones, frío e indiferente, como si nada le hubiese ocurrido. Nadie hubiera adivinado en él al que acababa de arrojar una fortuna.

El padre Claudio, al quedarse solo, frotóse las manos con expresión de gozo. Su rostro tomó un gesto grave y pensativo, y sentándose otra vez ante la mesa sacó del cajón el documente firmado por Ricardo y estuvo examinándolo largo rato.

Su pensamiento recitaba un monólogo mudo.

Todo estaba conforme, y el golpe tanto tiempo preparado acababa de darse sin fracaso alguno.

La mitad de la fortuna de Baselga, por tan diversos medios perseguida, estaba ya en poder de la Compañía.

Si aquello no era un buen golpe, que bajara Dios y lo hiciese mejor.

¡Ocho millones de francos! ¿Qué dirían en Roma cuando él enviase el documento, y tanto el general como el tesorero mayor de la Orden viesen en sus manos aquella promesa de ocho millones que ingresarían en las cajas de la Compañía al cumplirse el plazo de cinco años?

El padre Claudio, como el artista que después de concluir una obra se preocupa del efecto que causará, sólo pensaba, en lo que dirían en Roma al conocer su negocio.

Aquello era un excelente preparativo para que triunfasen sus planes ambiciosos.

Tenía en Roma un compinche de confianza encargado de acelerar la poca vida que le quedaba al general de la Orden, y a la muerte de éste pensaba en explotar el prestigio que le darían en la Compañía sus maquinaciones contra la fortuna de los Baselgas, para que lo elevasen al último y supremo cargo que le faltaba desempeñar.

Tan preocupado estaba con el efecto que en Roma podía causar la noticia de aquel feliz negocio, que en alta voz manifestaba sus pensamientos.

– ¿Qué dirán en el “Gesú”? ¿Qué impresión causará en mis amigos de allá abajo este golpe de mano tan feliz? Siento una impaciencia inmensa al ver que transcurren los meses sin que nada me digan de allá. ¿Conocerá el general mis intenciones? ¿Serán ciertas mis sospechas? Tal vez este negocio lo arregle todo.

Y sumido en sus reflexiones sólo murmuró ya con voz confusa:

– ¿Qué dirán allá abajo?

El padre Claudio, de pie tras el abierto balcón, miraba “allá abajo” con estúpida fijeza, como si más allá del jardín de la casa y de la monótona llanura y de los alrededores de Madrid, sobre las blancas nubes que se apretaban en la línea del horizonte, se alzase Roma con su sombrío palacio del “Gesú”, Vaticano del más terrible fanatismo, donde se asienta en trono universal el sucesor de San Ignacio, ese “Papa Negro” que no en balde se llama general, pues dirige el sombrío ejército acampado sobre toda la tierra.

El padre Claudio soñaba ocupar algún día el centro de la inmensa telaraña extendida sobre el globo y que entre sus mallas tantas conciencias tiene aprisionadas.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 июня 2017
Объем:
190 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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