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Читать книгу: «La araña negra, t. 6», страница 2

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IV
El Corazón de Jesús, buzón de Correos

Una duda que asaltó a Ricardo pocos días después de haberse decidido por consejo de la Virgen a abrazar la vida religiosa, fué si debía preferir la Compañía de Jesús a cualquiera de las Otras protegidas por la Iglesia.

La regla de San Francisco y la de otros santos fundadores había contado muchos bienaventurados en su seno, y no era, por tanto, condición precisa para ser favorito de Dios el pertenecer al instituto de San Ignacio; pero pronto se desvaneció tal duda en el joven por medio de aquella vida del celestial Gonzaga, cuya lectura constituía todo su recreo.

San Luis, al decidirse por el servicio de Dios, había dudado sobre el instituto religioso que debía escoger, pero al fin se había decidido en favor de la Compañía de Jesús, por varias razones que el padre Crosset tenía buen cuidado de consignar en la vida del santo.

Ricardo reproducía en su memoria todos estos motivos y los encontraba en extremo ciertos.

El, del mismo modo que el santo italiano, entraría en la Compañía de Jesús, porque en ella reinaba la humildad, ya que se hacía voto de no admitir dignidades eclesiásticas. Y el joven creía que este rasgo de la Orden era sublime, no parándose a considerar que mal podían apetecer los jesuítas obispados y cardenalatos, cuando son el oculto nervio de la Iglesia, que mueven a ésta a su sabor y que dominan desde el Papa hasta al último sacristán.

Gustábale, además, la Compañía, como al seráfico Gonzaga, porque “en ella se enseña a la juventud virtud y letras”; pero Ricardo no pensaba en que esta juventud que recibía la instrucción de los jesuítas era sólo la juventud privilegiada, la perteneciente a la clase acomodada y aristocrática y que, en cambio, nunca la Orden loyolesca se había preocupado de educar al pueblo, interesándose por que éste permaneciese siempre en la ignorancia, medio seguro para que jamás saliese de la abyección.

Otra de las razones que atraía las simpatías del joven fanático hacia la Compañía de Jesús era que ésta “se dedicaba a la conversión de los herejes y los gentiles, en todas las partes del mundo”. Para un joven ignorante, esta misión era sublime y en alto grado civilizadora, y así lo creía él, por haberlo oído varias veces a los padres maestros del colegio, que hablaban, con entonación lírica, de las grandes conquistas llevadas a cabo por la Compañía en el mundo de la barbarie, y de las conversiones en masa que los misioneros de la Orden habían hecho en la India y en el Japón.

Podía hablarse así, con la seguridad de no ser desmentido, a una juventud ignorante que no conocía otra historia que la enseñada en los colegios de la Compañía, y que, por tanto, no tenía la menor duda sobre la milagrosa elocuencia de San Francisco Javier, el cual, desconociendo la lengua de los indios y por medio de mímica, convirtió miles de indígenas. Además, era muy extraño que después de estar la Compañía de Jesús más de tres siglos predicando la buena nueva en la China y en el Japón, no hubiese conseguido la cristianización de tales pueblos, limitando todas sus conquistas al bautismo de algunas familias de naturales pobres y envilecidos, que adoraban a los misioneros más que por sus doctrinas por los puñados de arroz que les repartían en las épocas de carestía.

Pero para Ricardo era artículo de fe que la Compañía había convertido al catolicismo a casi toda Asia, y a sus ojos aparecía la Orden como un instituto sublime, cuyos misioneros poseían las lenguas de fuego de los apóstoles y enternecían a los pueblos en masa, haciéndoles abrazar la doctrina del Evangelio.

El quería ser de aquella milicia heroica. Deseaba ser soldado de aquella legión fuerte e inquebrantable, cual la verdadera fe, y, como todos los misioneros célebres de la Compañía, pensaba en atravesar los bosques de Asia, sin otras armas que el Evangelio ni otro equipaje que su sotana, quebrantado por el ayuno y roído interiormente por la enfermedad, siempre en busca de nuevos gentiles que convertir y dispuesto a pagar con los más horrorosos martirios su santa audacia.

Aspiraba Ricardo a desempeñar este hermoso papel de héroe santo, creado por la leyenda jesuítica, y estaba lejos de imaginarse que tales misioneros, audaces hasta la demencia y ascetas hasta la total extenuación, eran infelices autómatas que la Orden creaba para revestir sus fines de una atmósfera simpática de grandeza y desinterés, y que sus esfuerzos por introducir el cristianismo en las naciones idólatras sólo servían para que después los verdaderos directores de la Compañía, aprovechándose de la audacia de sus fanáticos instrumentos, estableciesen compañías de comercio en los citados países, negociando con sus productos que cambiaban por los de Europa.

De este modo el instituto de San Ignacio de Loyola reunía en su tesoro más millones que todos los grandes banqueros juntos, y así se hacía dueño de importantes líneas férreas y tenía, con nombre supuesto, numerosas flotas de vapores en todos los mares del globo.

Decidido Ricardo Baselga a entrar en la Compañía, ansiaba que llegase el instante de ser admitido en su seno, y tan vehemente era su deseo, que hasta temía que los buenos padres se negaran a darle entrada en la Orden.

Desde el día en que la Virgen le habló y Dios, rodeado de su deslumbrante corte, pasó ante sus ojos como una visión fugaz, el joven no tuvo otra aspiración que la de entrar cuanto antes en la Compañía. Pero siempre que intentaba formular su deseo, sentíase cohibido y dominado por una timidez que le impedía manifestar su pensamiento.

Por fortuna para él, pronto se le presentó una ocasión para manifestar su deseo sin que hubiera de ruborizarse ni tartamudear, pensando que su demanda podía ser desechada.

La educación jesuítica aspira a conocer hasta los más íntimos pensamientos de aquellos que están sujetos a ella, y de aquí que busque los más extraños medios para penetrar hasta en lo más recóndito de las aficiones de sus alumnos.

Tienen los padres de Jesús establecido en sus colegios el espionaje en grande escala, así como entre los individuos de la Orden; a cada alumno se le inspira la idea de que es un deber sagrado celar los actos del compañero; la delación se considera por los maestros como un acto meritorio, y la benevolencia con las faltas ajenas se castiga como un grave delito contra la disciplina que debe reinar en las casas de la Compañía.

Pero esto no basta a los jesuítas para apoderarse por completo del cerebro de sus educandos y conocer hasta los más íntimos secretos.

Necesitan saber sus más dominantes aficiones para, en consecuencia, dirigir y amoldar a placer los caracteres de sus discípulos, y para que este régimen policíaco fuera completo, el astuto padre Claudio había establecido en el colegio de Madrid la fiesta del Corazón de Jesús, invención de los jesuítas franceses, muy dados a espectáculos teatrales.

Una vez al año verificábase esta ceremonia, y los alumnos mayores, después de una gran fiesta religiosa, dirigíanse de rodillas al altar mayor, y al llegar ante una imagen del Corazón de Jesús, tendíanse cuan largos eran, y con el humillado rostro sobre las desnudas baldosas, permanecían mucho tiempo entregados a mística meditación.

Después se levantaban, y sacando un papel escrito en la noche anterior, después de largas horas de rezo y de meditación, lo introducían en una hendidura que existía en aquel corazón rojo y flameante que la imagen ostentaba sobre el pecho.

Era ridículo y sacrílego convertir el Corazón de Jesús en buzón postal, pero los jesuítas, por tal medio, conseguían conocer las verdaderas aficiones de sus discípulos, y bien sabido es que su educación consiste no en contrariar las aspiraciones naturales de aquellos a quienes dirigen, sino en fomentarlas y dirigirlas con arreglo al interés de la Compañía, buscando que ésta tenga en todas partes buenos y leales servidores.

No temían los jesuítas que sus alumnos mintieran al hacer tales confidencias al Corazón de Jesús. Habíanles hecho creer que aquellas demandas escritas a la divinidad las acogía ésta con benevolencia, y que todos los deseos consignados en ellas realizábanse inmediatamente si es que así convenía al porvenir de los solicitantes. De aquí que todos los alumnos se apresurasen a estampar en el papel su más ferviente deseo, y que los padres maestros, por medio de tal estratagema, tuviesen exacto conocimiento del pensamiento dominante de sus educandos.

Llegó el día de la fiesta del Sagrado Corazón, y Ricardo Baselga, sin duda por indicaciones superiores, fué admitido en el grupo de colegiales mayores que iban a depositar su papel en el pecho de la sacra imagen.

Durante la fiesta religiosa, el joven sintió una emoción cada vez más creciente, que conmovía a todo su cuerpo.

Con ansiosa mirada contemplaba, a través de las azuladas nubes de incienso, aquella imagen de Jesús, sonriente y dulce, y al mismo tiempo estrujaba en su bolsillo el billete escrito en la noche anterior, después de algunas horas de oración.

Ricardo estaba tan absorto en la contemplación de aquella imagen, que no se daba cuenta de lo que le rodeaba y los alborozados cánticos del órgano sonaban en sus oídos como un zumbido molesto.

Miraba el joven a Jesús con la misma expresión humilde y resignada del pretendiente que entrega un memorial al poderoso y teme ser molesto. Se estremecía Ricardo pensando que era indigno de pedir a la divinidad un señalado favor, y temía que la santa imagen rechazase su súplica.

Llegó el momento de la ceremonia, y el grupo de educandos avanzó hacia el altar mayor, formado en fila.

Ricardo anduvo instintivamente, y al llegar cerca de la imagen, rodeado de los principales maestros vió al padre Claudio, que aunque grave y meditabundo, cual lo exigía la solemnidad, le contemplaba con expresión de paternal benevolencia.

Iban uno tras otro los colegiales arrojando sus respectivos billetes en la hendidura de aquel corazón rojo y deslumbrante, y por fin Ricardo quedó frente a la imagen, sin tener compañero alguno delante de él.

Arrodillóse entonces, trémulo y palpitante, lanzando al Corazón de Jesús una mirada de supremo amor; arrojóse después de bruces al suelo, donde permaneció algunos segundos, como si, anonadado, quisiese desaparecer confundiéndose con la tierra; y después, irguiéndose con timidez, adelantó una mano, en la que sostenía el papel escrito en la noche anterior.

Aquel acto le costó un esfuerzo supremo.

Así que terminó la fiesta, el padre Claudio, en la celda del director del colegio, revolvía los billetes que los colegiales habían depositado en el Sagrado Corazón, y que estaban ahora sobre una mesa.

Buscaba el de Ricardo, y lo encontró; pues aunque todos los billetes iban sin firma, él conocía la letra del joven Baselga.

El jesuíta, al leer, sonreía con la expresión del que se convence de no haberse equivocado.

“¡Oh, Jesús mío! ¡Oh, dulce Señor! Mi deseo más ferviente, mi única aspiración, es serviros mientras viva; es pelear y morir por vuestra doctrina. Quiero ser un misionero de la fe. Haced que entre en vuestra santa Compañía, que fundó nuestro gran padre San Ignacio.”

Después de la fiesta hubo gran banquete en el colegio, y por la tarde, cuando todos los alumnos se entregaban a ruidosos juegos, el padre Claudio llamó aparte a Ricardo, y poniéndole una mano sobre la cabeza, díjole con expresión paternal y solemne:

– El Sagrado Corazón no olvida nunca a sus devotos. El ha oído tus súplicas; y yo como mensajero de su divina voluntad, te manifiesto que la Compañía te abre sus brazos. En la semana próxima irás a comenzar tus ejercicios en la casa de novicios que tenemos en Loyola. Mañana mismo hablaré con tu santa hermana la baronesa, que acogerá tu vocación como un favor del cielo.

V
El noviciado

Salió Ricardo de Madrid, sin despedirse de la baronesa ni de Enriqueta, pues para ser buen jesuíta habíase propuesto olvidar que tenía una familia en el mundo.

Apenas entró en el colegio de Loyola experimentó una satisfacción sin límites.

El padre director, jesuíta adusto, de facciones demacradas y ojos feroces, que parecían transparentar el chisporroteo de un oculto fuego, le ordenó que se despojara de su traje y le hizo vestir el hábito talar.

Aquella fué la mayor alegría que el joven experimentó en su vida.

Rapado a punta de tijera; embutido en una sotana estrecha, raída y de un negro amarillento; con medias de estambre y gruesos zapatos, Ricardo se confundió entre un centenar de jóvenes pálidos, demacrados, de aspecto receloso y mirada hipócrita, que eran los novicios que en aquel establecimiento se preparaban a ingresar en la Compañía.

El hijo del conde de Baselga se oyó llamar “hermano” por primera vez, y esto le produjo inmensa satisfacción. Era la prueba de que acababa de alistarse bajo las banderas de Cristo.

Pronto notó Ricardo la gran diferencia que existía entre la educación que se daba en el colegio y la de aquel noviciado.

En éste no existía la menor sombra de instrucción científica.

Habían terminado para el joven aquellos estudios engorrosos que contrariaban sus aficiones místicas, y con el noviciado entraba en plena vida devota.

El campo de las supersticiones, de los escrúpulos nimios y de las mortificaciones absurdas abría sus horizontes inmensos ante aquella exaltada imaginación perturbada por el fanatismo.

Ricardo, al pasear por aquellos claustros monótonos y sombríos, que carecían del encanto artístico de los antiguos conventos, creíase a las puertas del mismo cielo; tal era su entusiasmo, que aquellas bandas de jóvenes tétricos y ensotanados que eran sus compañeros y que se espiaban mutuamente aprendiendo a odiarse, considerábalas como legiones de ángeles destinadas a la salvación del mundo.

Dos años había de durar el noviciado, según lo prescrito en las reglas de la Compañía, y tan feliz se sentía Ricardo en su nueva vida, que, a pesar de encontrarse en los primeros días, se entristecía ya pensando que el plazo era relativamente corto y que algún día había de salir de aquella casa para volver al mundo.

Aquel aislamiento, semejante al de la tumba, constituía la suprema dicha de un ser dedicado a la contemplación de las cosas divinas y que se estremecía al menor contacto con la sociedad.

Los ejercicios de devoción que la Orden recomendaba a los novicios eran como los múltiples engranajes de una gran máquina que tendía a anular cuanto de espontáneo y libre existe en el hombre.

Ricardo dejaba de ser un ente libre para convertirse en una molécula inconsciente de la gigante Compañía de Jesús.

Arrastrado por un anhelo noble, buscaba la perfección; pero ésta era para el joven fanático el ideal de los ascetas: matar cuanto de humano existe en el organismo, aborrecer el mundo y odiar los más bellos y naturales sentimientos, todo en gracia a una suprema contemplación. Ricardo aspiraba a ser el hombre perfecto que los ascetas y los celestes visionarios han tratado con estas palabras: “Tamquam ac radaver”.

El joven sentía un ardor cada vez más creciente por ser un modelo de novicios, y este deseo, que en el fondo tenía mucho de vanidad, arrastrábale a seguir de un modo minucioso cuantas instrucciones había consignado San Ignacio de Loyola en sus célebres “Ejercicios”.

Las ideas más acariciadas en la niñez, los sentimientos más arraigados, todo desaparecía y se evaporaba conforme avanzaba Ricardo en sus piadosas prácticas.

Familia, patria, fortuna, todo cuanto significase mundo y pudiera despertar un eco humano en el corazón, todo lo olvidaba Ricardo, siempre empeñado en formarse el vacío de la santidad en torno de su persona.

Tan lejos llevaba su horror al mundo, que le parecía sublime la página 29 de las Constituciones de la Compañía, y releía con fruición el párrafo, que decía así:

“Para que el carácter del lenguaje corresponda a los sentimientos, es de uso acostumbrarse a decir, no yo “tengo” padres, o yo “tengo” hermanos, sino yo “tenía” padres, yo “tenía” hermanos.”

Estas palabras infames, que mataban en vida a los seres más queridos, resultábanles sublimes al joven fanático, e imitando a sus tétricos compañeros, que hablaban de sus padres como si fuesen sus tatarabuelos y se negaban a leer sus cartas, Ricardo aprovechaba las escasas conversaciones que con ellos tenía, para decir con el énfasis de un hombre que ha logrado vencer un terrible obstáculo:

– Yo tenía hermanos; yo tenía familia.

Aquella excitación que mostraba el joven a todas horas y su empeño en ser modelo de novicios, atraíale la simpatía de los padres maestros, que se hacían lenguas de su entusiasmo religioso y de la fortaleza que demostraba al pasar días enteros entregado a la oración, sufriendo terribles privaciones.

La consideración de que aquel joven asceta era poseedor de un título nobiliario y de una gran cantidad de millones impresionaba mucho a los demás novicios, procedentes de la clase media o de familias de labriegos acaudalados, los cuales creían en la división de castas y adoraban supersticiosamente a la aristocracia.

En torno de Ricardo se formaba el mismo ambiente de respeto y consideración que en el colegio, y todos sus compañeros le apreciaban como un ser superior destinado a empresas sublimes.

La adulación existe en la Compañía de Jesús más que en ninguna otra sociedad, por estar ésta basada en el espionaje y la mentira, y de aquí que hasta los padres maestros depusieran un tanto su ceño de ásperos instructores para animar con lisonjas a Ricardo a que perseverase en sus aficiones ascéticas.

Llegó a decirse en aquella santa casa que el joven hacía milagros, y así lo creyeron los sencillos labriegos de las inmediaciones, que se paraban en los caminos con aire reverente cuando pasaba el “santito”; pero hay que advertir que Ricardo no creía en su propio poder, y se extrañaba de que hablasen de prodigios que él nunca había visto, a pesar de ser el principal interesado.

Cada uno de los novicios dirigíase forzosamente a un determinado maestro, por estar así consignado en la regla de la Orden, y con él había de consultar todas sus acciones y pensamientos.

Ricardo tenía su consultor, como todos sus compañeros, y con él sostenía largas pláticas sobre asuntos espirituales.

Muchas veces el discípulo se revolvía contra el maestro, haciendo objeciones que demostraban un fanatismo ascético superior al de los padres exaltados; pero esta oposición era fugaz, pues el educando acababa siempre por amoldarse humildemente a todos los consejos de su superior.

Lo que más repugnaba a Ricardo eran las reglas establecidas en la Compañía para dar a todos sus miembros un exterior uniforme e inalterable.

El jesuitismo no se contentaba con moldear a su gusto las conciencias y anularlas, sino que extendía su poder a los rostros para reformarlos con arreglo a una expresión común.

El maestro de Ricardo mostraba gran empeño en dar los últimos toques de exterioridad gazmoña a aquel novicio destinado a ser un santo que honraría a la Compañía.

La mirada era la principal preocupación del viejo jesuíta, a quien irritaba el modo de mirar franco y noble del joven.

– No debes mirar así – decía a Ricardo – . En nuestra Orden los ojos se fijan siempre en el suelo, y al hablar con un extraño, el rostro debe tener una expresión de seráfica alegría. Una sonrisa sencilla e ingenua sienta siempre bien en los labios de los representantes de Dios. Mira a todos los padres de la Compañía y te convencerás de que siguen fielmente estas instrucciones. Nuestros santos fundadores ya estudiaron cuál es el aspecto que más simpatías proporciona al sacerdote, y de aquí el poder moral que ejercen los individuos de la Compañía sobre cuantas personas tratan. No basta ser santo; es necesario parecerlo.

Y el maestro de novicios dábale más detalles sobre la compostura exterior que debía guardar todo buen jesuíta.

Cuando se hablara a alguien, las manos debían permanecer en una santa inacción; los ojos inclinados, los labios ni juntos ni muy abiertos, y evitar, ante todo, los fruncimientos de cejas y las contracciones de la frente, pues esto delata ocultos pensamientos y el rostro del jesuíta debe ser una máscara de piedra que no deje pasar al exterior la más leve idea. Una santa sencillez, una seráfica imbecilidad, deben encubrir siempre el tropel de ideas que se agita en el cráneo de todos los individuos que la Compañía arroja en la sociedad para que sean instrumentos de sus planes.

La Compañía no quería ser servida por hombres, sino por autómatas, y por esto unificaba los rostros, como unificaba las conciencias.

– Nuestro santo padre San Ignacio – decía el maestro de novicios – ya lo ordenó así porque quería la igualdad en todo; lo mismo en el exterior que en la manera de pensar.

Ricardo, dócil a todos los mandatos, siguió fielmente estos consejos, y tanto en su exterior como en su modo de pensar, resultó el más notable de todos los educandos.

Transcurrieron los dos años de noviciado sin que nada turbase la santa calma en que vivía Ricardo.

La baronesa de Carrillo, comprendiendo sin duda que a los santos les gusta vivir alejados por completo del mundo, se había limitado a escribirle algunas cartas en los primeros meses del noviciado, y como el joven no contestó a ellas, guardó en adelante la piadosa doña Fernanda el más absoluto silencio.

La única noticia que recibió el joven de su familia diósela el maestro de novicios, quien, con expresión indiferente y con gran laconismo, le manifestó que su hermana Enriqueta se había casado con un tal Quirós y que tenía una hija llamada María.

El joven acogió aquella noticia con mayor frialdad aún que la que había mostrado el jesuíta al darla.

Ricardo no tenía familia; su hermana era para él un ser casi fantástico, cuyo recuerdo no llegaba a turbar su memoria. En adelante él no reconocía otra familia que la Compañía, y sus hermanos legítimos eran los que vestían la sotana de la Orden.

A estar el joven menos obsesionado en aquella época por sus preocupaciones de fanático, hubiese comprendido el fondo de gazmoña inmoralidad que encierra la educación jesuítica.

En sus momentos de descanso, en ciertos días que el espectáculo sonriente de la Naturaleza le arrancaba un tanto de sus exageradas prácticas de devoción, Ricardo conversaba con otro joven novicio, pobre de espíritu y corto de inteligencia, por el que sentía gran simpatía.

Una tarde paseábanse los dos, acompañados de otro novicio, por ordenar las reglas de la Compañía que fuesen siempre los jesuítas en grupos de tres, y Ricardo, al escuchar una expresión ingenua de su sencillo compañero, le estrechó la mano con expresión de simpatía protectora. El tercer novicio permaneció impasible.

Aquella misma noche Ricardo fué llamado por el director del colegio y el maestro de novicios.

Su acompañante, cumpliendo los hábitos que se recomendaban a todos los educandos, había delatado aquella inocente expansión de Ricardo.

Los dos padres, con expresión ceñuda, preguntaron al joven si era cierto el hecho denunciado. Ricardo contestó afirmativamente.

– ¿Y qué pensabas al estrechar la mano de tu compañero? – preguntó el maestro con una expresión que no comprendió el joven.

– Pensaba en que era un muchacho humilde y sencillo y quería manifestarle mi eterna amistad.

– ¿Y no pensabas nada más?

– Nada más.

– Al sentir el contacto de su mano, ¿no te asaltó algún deseo?

Ricardo levantó sus ojos para mirar con extrañeza a su maestro.

– ¡Deseo!.. ¿De qué?

Dijo el novicio estas palabras con tal ingenuidad, que el director y el maestro se miraron para darse a entender su convicción de la inocencia de Ricardo.

Aun le hicieron los dos padres algunas otras preguntas menos discretas, en las cuales el novicio columbró cuál era su pensamiento y a qué punto se dirigían sus sospechas.

Ricardo ruborizóse ante tan absurdas suposiciones, y su pureza, herida por tan monstruosas sospechas, tardó mucho tiempo en tranquilizarse.

Aquella tendencia a suponer en el hecho más insignificante, en la más leve expansión, aficiones a la brutalidad, hizo conocer a Ricardo monstruosidades de la pasión que él no había llegado a imaginarse.

A pesar de que su inocencia resultaba patente, los dos padres fueron inexorables con aquella “falta” que reputaban como grave, y al día siguiente, a la hora de la comida, Ricardo hubo de arrodillarse en el centro del refectorio y en alta voz pedir perdón a sus compañeros por haberlos escandalizado estrechando la mano de uno de ellos, contra lo preceptuado en las reglas de la Orden.

Esta humillación, que dolió mucho al joven, a pesar de toda su santidad, no le extrañaba ya, algunos años después, cuando era jesuíta profeso.

Por motivos igualmente insignificantes, vió a jesuítas ancianos tratados como niños y obligados a arrodillarse en público y a confesar sus faltas en alta voz.

La Compañía, para matar la altivez propia del hombre, y extremar la obediencia pasiva del autómata, no repara en castigos y humillaciones.

Cuando Ricardo ingresó verdaderamente en la Compañía y estudió sus reglas, comprendió la severidad de los dos padres y el escándalo producido por un simple apretón de manos.

El deseo de conservar incólume el voto de castidad ha llevado al jesuitismo, como a todas las comunidades religiosas, a las más extrañas y repugnantes prescripciones.

La amistad íntima entre dos religiosos considérase como “micitia male olentem” (amistad mal oliente), y santos venerados en los altares han dicho a sus compañeros de religión: “Huid del trato con los jóvenes y rechazad su amistad como la amistad del diablo.”

El padre Claudio Acuaviva, uno de los generales más célebres del jesuitismo, ordenó en las reglas de la Compañía que ningún jesuíta pudiese permanecer a solas con un joven, y a tal punto llegaba en sus suposiciones de perversión, que hasta prohibió a los individuos de la Orden que tocasen a los perros y a los gatos.

El joven jesuíta, cuando leyó todas estas disposiciones de uno de los más grandes hombres de la Orden, acogiólas como el resultado de una austeridad que combatía al vicio hasta en sus más extrañas formas, y no se le ocurrió maldecir el voto de castidad, que hacía necesarias tan repugnantes leyes para evitar los extravíos brutales de una pasión humana y legítima que, aprisionada por la devoción, se desborda bajo las más asquerosas formas.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 июня 2017
Объем:
190 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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