promo_banner

Реклама

Читайте только на ЛитРес

Книгу нельзя скачать файлом, но можно читать в нашем приложении или онлайн на сайте.

Читать книгу: «Crónica de la conquista de Granada (2 de 2)», страница 3

Шрифт:

CAPÍTULO VI

Sitio de Málaga, y obstinacion de Hamet el Zegrí

El sitio de Málaga se prosiguió por algunos dias con la mayor actividad, pero sin producir mucha impresion en los baluartes; tanta era la fuerza de los que defendian á aquella plaza antigua. El primero que se distinguió fue el conde de Cifuentes, que con algunos caballeros de la casa real se arrojó al asalto de una torre que estaba medio desmantelada por los tiros de la artillería. La resistencia de los moros fue pertinaz y terrible: desde las ventanas y troneras de la torre arrojaron sobre los cristianos pez y resina hirviendo, piedras, dardos y saetas. Pero todo fue poco contra el valor del Conde y de sus compañeros; los cuales volviendo á poner las escalas, subieron á la torre, y plantaron en ella su bandera. Procedieron entonces á atacarla los que habian sido echados de ella: mináronla por la parte de dentro, y poniendo bajo los cimientos unos puntales de madera, los pegaron fuego y se retiraron: de alli á poco cedieron los puntales, se hundió la torre, y cayó con un rumor tremendo; quedando muchos de los cristianos sepultados en las ruinas, y expuestos los demas á los tiros del enemigo.

Entretanto se habia abierto una brecha en la muralla que cercaba uno de los arrabales; y acudiendo á ella sitiados y sitiadores, los unos para defender la entrada, los otros para forzarla, comenzó una lucha cruel, en que no se ganó paso que no fuese regado con sangre de los unos y de los otros. Al fin hubieron de ceder los moros al esfuerzo de los cristianos, y quedaron éstos dueños de la mayor parte del arrabal.

Estas ventajas aunque cortas, hubieran podido animar las tropas de Fernando; pero las defensas principales de la plaza estaban aun enteras, la guarnicion se componia de soldados veteranos, que habian servido en muchas de las plazas conquistadas por el Rey; y los moros, acostumbrados á los efectos de la artillería, no se confundian ya, ni se amedrentaban con el estruendo de los cañones, sino que reparaban las brechas, y construian nuevas defensas con mucha habilidad. Por otra parte, los cristianos ensoberbecidos con la rapidez de sus conquistas anteriores, se mostraban impacientes por los pocos progresos que hacian en este sitio. Algunos temian una carestía en los mantenimientos, cuya conduccion por tierra era en extremo trabajosa, y por mar estaba sugeta á mil incertidumbres. Muchos se alarmaron por una pestilencia que se manifestó en aquellos contornos; y tanto pudo con ellos el temor, que no pocos abandonaron los reales, y se volvieron á sus casas. Otros, pensando hacer fortuna, y persuadidos que por todas estas causas tendria el Rey que levantar el sitio, desertaron al enemigo, á quien dieron noticias exageradas de los temores y descontentos del ejército, de la desercion diaria de los soldados, y sobre todo de la escasez de pólvora, que aseguraban haria en breve callar la artillería.

Animados los moros con estas amonestaciones, y no dudando que si perseveraban en su defensa obligarian al Rey á retirarse de sus muros, cobraron nuevos brios, hicieron nuevas salidas, y tan vigorosas, que fue preciso estar en todo el real con una continua y penosa vigilancia. Asimismo fortificaron las murallas en los lugares menos fuertes, con zanjas y empalizadas, é hicieron otras demostraciones de un espíritu pertinaz y decidido.

Entretanto el Rey, instruido de las noticias que se habian comunicado á los moros, y de la persuasion en que estaban de que muy pronto se alzaria el sitio, habia escrito á la Reina para que se trasladase al campo, juzgando ser este el medio mas seguro de desmentir tan falsos rumores, y de desvanecer las vanas esperanzas del enemigo. En efecto, pasados algunos dias se presentó doña Isabel en los reales, y no fue poco el entusiasmo de los soldados cuando vieron llegar á su magnánima Reina, dispuesta á partir con ellos los peligros y trabajos de aquella empresa. Venian acompañándola muchos grandes y caballeros de su corte; á un lado iba la Infanta su hija, al otro el gran cardenal de España; despues el prior de Praxo, su confesor, con otros prelados; y últimamente, un séquito numeroso, para manifestar que no era una visita pasagera la que la Reina se proponia hacer.

Con la venida de doña Isabel se suspendieron los horrores de la guerra, cesó el fuego contra la plaza, y se despacharon mensageros á los sitiados para ofrecerles la paz en los mismos términos que se habia concedido á los de Velez-málaga: se les intimó la resolucion de los Soberanos de no levantar el campo hasta apoderarse de la ciudad, y se les amenazó con el cautiverio y la muerte si persistian en la resistencia.

Hamet el Zegrí oyó esta amonestacion con desprecio, y despidió á los mensajeros sin dignarse dar una respuesta. “El Rey cristiano, dijo á los suyos, nos quiere ganar con ofrecimientos, porque desespera de vencernos con las armas: la falta que tiene de pólvora se conoce por el silencio de sus baterías: se le acabaron ya los medios de destruir nuestras defensas; y por poco que permanezca aqui, las próximas lluvias y temporales arrebatarán sus convoyes, dispersarán sus flotas, y llenarán su campo de hambre y mortandad. Entonces, quedando el mar abierto para nosotros, podremos recibir del África socorros y mantenimientos.”

Estas palabras, acompañadas de terribles amenazas contra todo el que tratase de capitulacion, impusieron silencio á los que pensaban de otro modo y suspiraban por la paz. No obstante, algunos de los moradores entraron en correspondencia con el enemigo; pero habiendo sido descubiertos, los bárbaros Gomeles, para quienes una insinuacion de su gefe tenia fuerza de ley, se echaron sobre ellos, y los mataron, confiscando en seguida sus efectos. Intimidóse el pueblo con estos rigores, y los que mas habian murmurado eran ya los que mas diligentes se mostraban en la defensa de la plaza.

Instruido el Rey del menosprecio con que habian sido tratados sus mensageros, se indignó sobremanera; y sabiendo que la suspension del fuego se atribuia á la falta de pólvora, mandó hacer una descarga general de todas las baterías. Esta explosion repentina convenció á Hamet de su error, y acabó de confundir á los habitantes, que ya no sabian á quien mas temer, si á los que les guerreaban de fuera, ó á los que les señoreaban de dentro, si al cristiano ó al Zegrí.

Aquella tarde fueron los Soberanos á visitar las estancias del marqués de Cádiz, desde donde se descubria gran parte de la ciudad y del campamento. La tienda del Marqués era de mucha capacidad, y construida al estilo oriental; sus colgaduras de brocado y de finísimo paño de Francia. Estaba colocada en lo mas alto del cerro, frente de Gibralfaro, rodeándola otras muchas tiendas de diferentes caballeros; de modo que presentaban juntas un contraste vistoso y alegre con las torres sombrías de aquel antiguo castillo. Aqui se sirvió á los Soberanos un refresco espléndido, de que participaron damas hermosas é ilustres caballeros; y viéronse reunidas en un punto la flor de la belleza de Castilla y la gala de la caballería.

Mientras aun era de dia, propuso el Marqués á la Reina que presenciase los efectos de la artillería, y al intento mandó disparar algunas lombardas gruesas contra la plaza. La Reina y sus damas, sintiendo temblar la tierra bajo sus pies, y viendo caer al ímpetu de las balas grandes fragmentos de las murallas, se llenaron de temor y de admiracion. Estando el Marqués entreteniendo asi á sus reales huéspedes, levantó los ojos, y quedó confundido al ver su misma bandera desplegada en una de las torres de Gibralfaro. Un sonrojo irresistible cubrió sus mejillas, pues aquella bandera era la que habia perdido en la memorable matanza de los montes de Málaga. Para agravar aun mas este insulto, se presentaron los moros en las almenas vestidos con los cascos y corazas de muchos caballeros que habian quedado muertos ó cautivos en aquella ocasion7. El marqués de Cádiz disimuló su indignacion, y sin proferir palabra, remitió para otro dia la satisfaccion de aquel agravio.

CAPÍTULO VII

Combate del castillo de Gibralfaro por el marqués de Cádiz

La mañana despues del banquete que se dió en obsequio de la Reina, rompieron las baterías del marqués de Cádiz un fuego tremendo contra el castillo de Gibralfaro. Todo el dia estuvo aquella altura envuelta en una nube de denso humo; ni cesó el estruendo de las lombardas con la entrada de la noche, sino que siguió durante toda ella, hasta la mañana, cuando el cañoneo, lejos de disminuirse, continuó con mayor viveza. Muy pronto se reconocieron en aquellos baluartes los efectos de estas máquinas terribles; pues la torre principal del castillo, donde se habia desplegado aquella insolente bandera, quedó luego desmantelada, y reducida á escombros otra mas pequeña; habiéndose tambien abierto en la muralla inmediata una brecha considerable. Muchos de aquellos jóvenes fogosos que seguian las banderas del Marqués, pidieron que se les llevase al asalto de la brecha; otros, mas prudentes y experimentados, reprobaron esta empresa como una temeridad; pero todos convinieron en que las estancias podrian acercarse mas á las murallas, y que esto debia hacerse en pago del insolente desafio del enemigo.

Dudoso estuvo el Marqués al adoptar una medida tan arriesgada; pero porque no pareciese que rehusaba este peligro el que nunca habia mostrado temer ninguno, determinó complacer á aquella juventud briosa, y mandó adelantar su campo hasta ponerlo á un tiro de piedra de los baluartes.

El estruendo de las baterías habia cesado: la mayor parte de la tropa se habia entregado al sueño para descansar de las fatigas y desvelos de las noches anteriores, y la demas, esparcida por el campamento, lo guardaba con negligencia, sin recelar peligro alguno de una fortaleza medio arruinada. En tal estado salieron repentinamente del castillo hasta dos mil moros, conducidos por Aben Zenete, el capitan principal de Hamet, los cuales dieron sobre las primeras estancias del Marqués con ímpetu tan arrebatado, que mataron á muchos de los soldados mientras dormian, y á los demas pusieron en huida. Estaba el Marqués en su tienda, distante de alli como un tiro de ballesta, cuando oyó el tumulto de la embestida, y vió la fuga y confusion de sus gentes. Saliendo fuera sin tardanza, y sin mas acompañamiento que el alférez que llevaba su bandera, corrió el marqués á detener á los fugitivos. “¡Vuelta hidalgos! les decia, ¡vuelta!, que ¡yo soy el Marqués!, ¡yo soy Ponce de Leon!” é iba su bandera delante de él. Al oir aquella voz tan conocida, se detuvieron los soldados, y reuniéndose bajo la bandera del Marqués, volvieron rostro al enemigo. Felizmente llegaron al mismo tiempo varios caballeros de las estancias inmediatas con algunos soldados gallegos, y otros de las hermandades. Trabóse entonces una porfiada y sangrienta lucha en las quebradas y barrancos del monte, peleando unos y otros á pié, y cuerpo á cuerpo; por manera que llegaban á herirse con los puñales, y á veces abrazados rodaban aquellos precipicios. La bandera del Marqués estuvo á pique de caer en manos del enemigo, y á no haber sido tanto el valor de los caballeros que la guardaban, hubiera sido cierta esta desgracia, pues llegaron á verse rodeados de enemigos, y heridos muchos de ellos; entre otros don Diego y don Luis Ponce, yerno éste, y hermano aquel, del marqués de Cádiz. Duró el combate por espacio de una hora, y el cerro, cubierto de muertos y heridos, se humedeció con la sangre de unos y otros; pero al fin cedieron los moros, viendo mal herido de una lanzada á su capitan Aben Zenete, y se retrajeron al castillo.

Viéronse entonces los cristianos expuestos á un fuego atroz de arcabuces y ballestas, que se les hizo desde los adarves de Gibralfaro: las guardias avanzadas del campamento padecieron en extremo; y como quiera que los tiros se dirigian principalmente contra el Marqués, le acertó uno en el broquel, y pasándolo, le barreó la coraza sin hacerle daño. Con ésto vieron todos el peligro é inutilidad de una posicion tan inmediata á aquella fortaleza, y los mismos que habian aconsejado se estableciesen alli las estancias, solicitaban ahora con empeño que se volviesen á poner donde estaban al principio. Asi lo ejecutó el Marqués á quien por su valor y por el que infundia á sus soldados con su presencia, se debió en aquel peligro la salvacion de toda aquella parte del ejército.

Entre los muchos caballeros de estimacion que perecieron en este rebato, fue uno Ortega de Prado, capitan de escaladores, el mismo que proyectó la sorpresa de Alhama, y que plantó la primera escala para subir al muro. Su pérdida se sintió en extremo especialmente por el marqués de Cádiz, que le habia dispensado siempre su amistad y confianza, como quien sabia apreciar á los hombres de mérito, y aprovecharse de sus talentos8.

CAPÍTULO VIII

Continuacion del sitio: descontento de los habitantes

Tanto sitiados como sitiadores hicieron ahora los mayores esfuerzos para proseguir la contienda con vigor. El vigilante Hamet recorria los muros, doblaba las guardias, todo lo reconocia. Entre otras medidas dividió la guarnicion en partidas de cien hombres con un capitan; los unos para rondar, los otros para escaramuzar con el enemigo, y otros de reserva y prontos á auxiliar á los combatientes. Hizo tambien armar seis albatozas ó baterías flotantes provistas de piezas de gran calibre para atacar la flota.

Los Soberanos de Castilla por su parte, hicieron venir mantenimientos en gran cantidad de diferentes puntos de España, y mandaron traer pólvora de Barcelona, Valencia, Sicilia y Portugal. Para el asalto de la plaza construyeron unas torres de madera montadas sobre ruedas que podrian contener hasta cien hombres. De estas torres salian unas escalas para echar sobre los muros; y para descender desde el muro á la ciudad, habia otras escalas ingeridas en las primeras. Habia tambien galápagos ó grandes escudos de madera, cubiertos de cueros, con los cuales se defendian los soldados en los asaltos, ó cuando minaban las murallas: en fin, se abrieron minas en diferentes puntos, unas para volar el muro, otras para la entrada de las tropas en la ciudad, y entretanto se distraia la atencion de los sitiados con el incesante fuego de la artillería.

El infatigable Hamet, que conocia todos los puntos combatibles del real cristiano, no cesaba de atacar á los sitiadores, ya por tierra con sus Gomeles, ya por mar con las albatozas; de manera que dia y noche no les dejaba punto de reposo. Con tan continuos trabajos estaba el ejército real rendido y desvelado, y ya no cabian los heridos en las tiendas llamadas hospital de la Reina. Para mejor resistir los asaltos repentinos de los moros, mandó el Rey profundizar los fosos en derredor del campamento, y plantar una estacada hácia la parte que miraba á Gibralfaro. El cargo de guardar estas defensas, y proveer lo necesario á su conservacion, se dió á Garcilaso de la Vega, á Juan de Zúñiga, y á Diego de Ataide.

En muy poco tiempo fueron descubiertas por Hamet las minas que con tanto secreto habian empezado los cristianos. Al punto mandó contraminarlas, y trabajando mútuamente los soldados hasta encontrarse, se trabó en aquellos subterráneos un combate sangriento y de cuerpo á cuerpo, por desalojar los unos á los otros. Consiguieron al fin los moros lanzar á los cristianos de una de las minas, y cegándola la destruyeron. Animados con este pequeño triunfo, determinaron atacar á un mismo tiempo todas las minas y la escuadra que bloqueaba el puerto. El combate duró seis horas, por mar, por tierra, y debajo de la tierra, en las trincheras, en los fosos, y en las minas. La intrepidez que manifestaron los moros, excede á toda ponderacion; pero al fin fueron batidos en todos los puntos, y tuvieron que encerrarse en la ciudad, sin tener ya recursos propios ni poderlos recibir de fuera.

Á los padecimientos de Málaga se añadieron ahora los horrores del hambre; el poco pan que habia se reservó exclusivamente para los soldados, y aun éstos no recibian sino cuatro onzas por la mañana y dos por la tarde, como racion diaria. Los habitantes mas acomodados, y todos los que estaban por la paz, deploraban una resistencia tan funesta para sus casas y familias; pero ninguno osaba manifestar su sentimiento, ni menos proponer la capitulacion, por no despertar la cólera de sus fieros defensores. En tal estado, se presentaron á Alí Dordux, que con otros ciudadanos estaba encargado de guardar una de las puertas, y comunicándole sus penas y los trabajos que padecian, le persuadieron á intentar una negociacion con los Soberanos, para la entrega de la ciudad y la conservacion de sus vidas y propiedades. “Hagamos, le dijeron, un concierto con los cristianos antes que sea tarde, y evitemos la destruccion que nos amaga.”

El compasivo Alí cedió fácilmente á las instancias que se le hicieron; y poniéndose de acuerdo con sus compañeros de armas, escribió una proposicion al Rey de Castilla, ofreciendo dar entrada en la ciudad al ejército cristiano por la puerta que le estaba confiada, con solo que le diese seguro para las vidas y haciendas de los moradores. Este escrito se confió á un fiel emisario, para que lo llevase al real cristiano, y trajese á una hora convenida la respuesta de Fernando. Partió el moro, y llegando felizmente al campo, fue admitido á la presencia de los Soberanos, los cuales, con el deseo de ganar aquella plaza sin mas sacrificios de hombres y dinero, prometieron por escrito conceder las condiciones. Venia ya el moro de vuelta para la ciudad, y se hallaba no muy lejos del parage donde le esperaban Alí Dordux y sus compañeros, cuando le descubrió una patrulla de Gomeles que rondaba aquellos sitios. Teniéndole por espía, lo acechan los Gomeles, y cayendo sobre él de improviso, le prenden á la vista misma de los confederados, que se dieron por perdidos. Conducido por los soldados, llegó el infeliz hasta cerca de la puerta; pero haciendo entonces un esfuerzo, se escapó de sus manos, y huyó con tal ligereza, que parecia llevar alas en los pies. Los Gomeles le persiguieron, pero perdiendo luego toda esperanza de alcanzarle, se detuvieron, y apuntándole uno de ellos con la ballesta, le disparó una vira que se le clavó en mitad de las espaldas: cayó el fugitivo, y ya iban á asirle los soldados, cuando volvió á levantarse, y huyendo con las fuerzas que la desesperacion le daba, pudo llegar al real, donde poco despues murió de su herida, pero con la satisfaccion de haber guardado el secreto y salvado las vidas de Alí y sus compañeros.

CAPÍTULO IX

De los padecimientos del pueblo de Málaga

La extrema necesidad que padecian los de Málaga, y el peligro de que cayese esta hermosa ciudad en poder de los cristianos, tenian llenos de temor y sentimiento á los moros de otras partes. El anciano y belicoso Rey Muley Audalla, el Zagal, estaba aun en Guadix, procurando rehacer poco á poco su desbaratado ejército, cuando supo la situacion crítica en que se hallaba aquella plaza. Animado por las exhortaciones de los alfaquís, y dejándose llevar de su aficion á la guerra, determinó socorrer á Málaga, y con la fuerza que tenia disponible envió allá un capitan escogido para que entrase en la ciudad.

El Rey chico Boabdil, noticioso de este movimiento, y dispuesto siempre á hostilizar á su tio, despachó una fuerza superior de á pié y de á caballo para interceptar los socorros. Trabóse un combate muy reñido; y las tropas del Zagal, derrotadas con mucha pérdida, se retiraron en desórden á Guadix. Ensoberbecido Boabdil con tan triste triunfo, y deseoso de acreditar su lealtad á los Soberanos de Castilla, les envió mensajeros con la noticia de esta victoria, suplicándoles le tuviesen siempre como el mas leal de sus vasallos. Asimismo envió (como regalo para la Reina) preciosas telas de seda, perfumes orientales, un vaso de oro curiosamente labrado, y una cautiva de Reveda; con cuatro caballos árabes suntuosamente enjaezados, una espada y una daga con guarniciones primorosas, muchos albornoces, y otras ropas ricamente bordadas, para el Rey.

Tal era la fatalidad de Boabdil, que hasta en sus victorias era desgraciado: su reciente expedicion contra el Zagal, y la derrota de unas tropas destinadas al socorro de Málaga, habia entibiado el amor de sus vasallos, haciendo vacilar en su lealtad á muchos de sus partidarios mas adictos. “Muley Audalla, decian, era soberbio y sanguinario, pero tambien era fiel á la pátria, y sabia sostener el decoro de la corona. Este Boabdil sacrifica la religion, la pátria, los amigos, todo, á un simulacro de Soberanía.”

Instruido Boabdil de estas murmuraciones, y temiendo algun nuevo revés, escribió á los Reyes Católicos solicitando con urgencia le enviasen tropas para ayudar á mantenerle sobre el trono. Esta súplica, tan favorable á las miras políticas de Fernando, fue al punto concedida; y por órden del Rey marchó para Granada un destacamento de mil caballos y dos mil infantes al mando de Gonzalo de Córdoba, despues tan celebrado por sus hazañas.

No era el Rey chico el único príncipe moro que solicitaba la proteccion de Fernando é Isabel: vióse un dia entrar en el puerto de Málaga una galera pomposamente engalanada, llevando el pabellon de la medialuna, y juntamente una bandera blanca en señal de paz. Enviado por el Rey de Tremecen, venia en esta galera un embajador con regalos para los Soberanos de Castilla, á quienes pasó luego á cumplimentar, presentando al Rey caballos berberiscos con jaezes de oro, mantos moriscos ricamente bordados, y otros objetos de mucho precio; con vestiduras de seda de diversas maneras, aderezos de finísimas piedras, y perfumes exquisitos de la Arabia para la Reina.

Manifestó el embajador á los Soberanos que el Rey de Tremecen, admirando el gran poder y rápidas conquistas de SS. AA. deseaba le reconociesen como vasallo de la corona de Castilla, y que en este concepto diesen favor y proteccion á los naturales y navíos de Tremecen, de la misma suerte que á los demas moros que se habian sometido á su dominio: pidió asimismo un modelo de las armas de Castilla, para que el Rey, su amo, y sus vasallos pudiesen conocer y respetar su bandera donde quiera que la viesen; y por último les suplicó extendiesen á los habitantes de la infeliz Málaga la misma clemencia que habian dispensado á los de otras plazas conquistadas.

Esta embajada fue recibida por los Reyes Católicos con el mayor agrado; concedióse el seguro que pedia el Rey de Tremecen para sus buques y vasallos, y se le enviaron las armas reales fundidas en escudos de oro del tamaño de una mano9.

Los sitiados entretanto veian crecer la hambre de dia en dia, y disminuirse las esperanzas de recibir socorros de fuera: los mas se mantenian de carne de caballos; y diariamente perecian muchos de pura necesidad. Esta penosa situacion se les hacia aun mas sensible al ver cubierto el mar de embarcaciones que entraban de continuo con víveres para los sitiadores. Todo sobraba en el campo cristiano; el ganado que no cesaba de llegar, y el trigo y la harina, que amontonados en medio del real blanqueaban al sol para tormento de los sitiados, los cuales veian á sus hijos perecer de necesidad, al paso que reinaba la abundancia á un tiro de ballesta de sus muros.

7.Diego de Valera, Crónica MS.
8.Zurita, Mariana, Abarca.
9.Cura de los Palacios, cap. 84. Pulgar, parte III, cap. 86.
Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
28 сентября 2017
Объем:
190 стр. 1 иллюстрация
Переводчик:
Правообладатель:
Public Domain

С этой книгой читают

Другие книги автора