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Mestman ha contribuido al campo de los estudios de cine abriendo horizontes hacia aspectos poco conocidos o revisitados con nuevas perspectivas, como las que entrega el conjunto de autores que reunió en Las rupturas del 68 en el cine de América Latina (2016). Destacamos entre estos a Ismail Xavier, por su vasto aporte a la teoría cinematográfica desde este lado del mundo. También en esa línea mencionamos, entre otros profesionales que se ocupan de este periodo y han compartido sus trabajos en el Encuentro Internacional de Investigación sobre Cine Chileno y Latinoamericano, a Fabián Núñez, Ignacio del Valle e Isaac León Frías, este último como actor esencial de ese movimiento cinematográfico cuyas dimensiones alcanzaron a la crítica y a la política. También es digno de mención el invaluable rescate de testimonios y documentos para Estados Generales del Tercer Cine. Los documentos de Montreal (2014), investigación de Mestman publicada por Rehime, Cuadernos de la Red de Historia de los Medios (3, 2013/2014)3, donde además del análisis se incorporan documentos inéditos y registros fílmicos de conferencias y del fragor del debate entre cineastas ocurridos en el mítico encuentro de Montreal 1974, hallados en la Cinemateca de esa ciudad. El archivo documental y fílmico reconstruye, y al mismo tiempo dimensiona, la coyuntura política y la trastienda de sus protagonistas.
En conexión con el texto anterior, continuamos con «Temporalidades en conflicto. Heterocronías políticas en el Nuevo Cine Latinoamericano», de Iván Pinto (Chile). El autor propone una lectura distinta del diverso y amplio corpus de películas de la época, escogiendo títulos representativos de la obra de tres realizadores imprescindibles –Glauber Rocha, Tomás Gutiérrez Alea y Raúl Ruiz–, que trascienden el tiempo y permiten desarrollar la idea de una «heterocronía política», que «se combina con los conceptos de multiplicidad, anacronismo y contingencia».
Quizás sea esta una nueva clave para avanzar en la comprensión diacrónica del complejo periodo en cuestión, buscando trazos no lineales y que abran la perspectiva del Nuevo Cine Latinoamericano como una experiencia única e irrepetible, que superó la territorialidad y la temporalidad. Destacamos la labor que ha realizado Iván Pinto, en conjunto con Carolina Urrutia y su equipo, desde la revista La fuga, espacio de crítica, difusión y reflexión en torno al cine.
En «Chris Marker y SLON en La batalla de Chile», Carolina Amaral de Aguiar (Brasil), profundiza aspectos de una investigación mayor publicada en el libro O cinema latino-americano de Chris Marker (2015). En esta oportunidad ofrece una exhaustiva mirada sobre una casi desconocida arista de uno de los documentales más difundidos y comentados del cine chileno: La batalla de Chile -Parte I- La insurrección de la burguesía (1975). Figura fundamental para la realización del filme, Chris Marker envió película virgen a Chile durante la Unidad Popular e intentó –luego que el material en bruto saliera de Chile tras el Golpe de Estado– que fuese montado en Francia. La autora logra demostrar el estrecho vínculo que Marker y su productora establecieron con Chile y con Guzmán, lo que releva el rol que jugó este realizador en el devenir del cine chileno. La rigurosidad, el hallazgo y el análisis de correspondencias, contratos y planes de producción localizados en París, no solo son un aporte a la comprensión de nuestros cines, sino que atestiguan acontecimientos y contextos que, con el paso del tiempo, adquieren otros significados y proporcionan nuevos antecedentes que esclarecen y completan lecturas más distanciadas de periodos epopéyicos, pero también de golpe, exilios y dolorosos episodios de nuestra historia. La contribución de Carolina Amaral es notable en la medida de la puesta en valor de la investigación histórica de nuestros cines, que busca el archivo documental y la fuente primaria, para develarla, compartirla y ponerla al servicio de la historiografía y de la comprensión del pasado, con una perspectiva presente.
En otro registro, «Autorrepresentaciones en el cine y video indígena de Brasil y Bolivia», de Natalia Möller (Chile), presenta un desplazamiento hacia identidades culturales no solo representadas en el video, sino portadoras de propuestas creativas y de modos de producción colectivos, anclados en sistemas que comenzaron a visibilizarse en los años sesenta, pero que han atravesado hacia el siglo XXI, como la experiencia de Jorge Sanjinés en Bolivia. Como un aspecto de la investigación extendida, titulada «Poéticas y políticas de la auto-representación indígena en el cine y video de México, Bolivia y Brasil», este texto nos sugiere una asociación temática con otros autores como María Aimaretti (Argentina), por ejemplo, que han focalizado su quehacer en el estudio del cine boliviano. Lo que interesa es que estas propuestas ponen en valor unos modos de producción que también circulan de manera alternativa a los circuitos oficiales, por lo que su acceso es siempre restringido, aunque cuenten con sus propias redes de trabajo, intercambio y transmisión de saberes (como el caso del proyecto Video nas aldeias, en comunidades de la Amazonía y el Mato Grosso en Brasil, encabezado por Vincent Carelli, o las producciones comunitarias impulsadas por el Centro de Formación y Realización Cinematográfica, CEFREC, en Bolivia). Sin embargo, cabe preguntarse si estas realizaciones son alternativas o pertenecen a los márgenes, o si es allí donde se constituyen como tales; si están profundamente arraigadas en unas identidades locales que instalan un modelo colectivo, donde incluso el realizador muchas veces renuncia a su propia individualidad en pos de un proyecto común, y se establece un contradiscurso que tensiona los imaginarios sobre lo indígena. Estas investigaciones recientes nos proponen una mirada renovada hacia los cines periféricos de los sesenta como orígenes de estos modos de producción, o nos plantean la vigencia del video como práctica de registro al alcance de la comunidad que, finalmente, construye un archivo, una autorrepresentación y una memoria desde lo local. Algo similar podría extrapolarse al «movimiento súper ochista», en tanto práctica de realización desde los márgenes, estudiado en casos como el mexicano por autores como Álvaro Vásquez Mantecón.
Cerramos el libro con «De restos a imágenes hápticas: un itinerario del documental chileno de la postdictadura», de Elizabeth Ramírez (Chile). Como casi todos los textos seleccionados para esta antología, el trabajo de Ramírez es parte de una investigación de largo aliento publicada en el libro (Un)veiling Bodies: A Trajectory of Chilean Post-dictatorship Documentary (2019). Desde un foco personal, aborda el documental chileno entre 1990 y 2011, revisando el tratamiento audiovisual de las memorias sobre la dictadura militar y su legado.
A partir de la recuperación de las democracias en América Latina, el cine ha tenido un desarrollo que habla de diversidad. No solo sugiere tendencias en las voces, los sujetos o las estéticas, sino también un variado espectro de realizadores, pertenecientes a distintas generaciones, que posibilitan acercamientos teóricos como los que sugiere Elizabeth Ramírez. «El documental chileno oscila entre dos tipos de cuerpos: el cuerpo de las víctimas y el cuerpo del cine. Propongo que la producción documental se embarca en una trayectoria de revelación de cuerpos que va desde lo que denomino un “cine de los afectados” (cinema of the affected) hacia un “cine de los afectos” (cinema of affect)». Así, el documental se transforma en un lugar de memoria.
No hemos querido establecer categorizaciones cronológicas, sino más bien buscamos que los textos dialogaran a partir de ejes que tampoco resultan excluyentes o rígidos. Los planteamos como una propuesta para el lector, como una puesta al día del panorama de los estudios sobre cine en América Latina, que recoge algunos ejemplos y lamentable pero necesariamente excluye otros, como en toda antología. La intención es abrir nuevos derroteros para explorar nuestros cines a partir del archivo fílmico, de la documentación y las fuentes, de la crítica y las miradas subjetivas, que nos permiten continuar en la inagotable tarea de nutrir los análisis, las miradas, los diversos encuadres, y con ello una historiografía del cine latinoamericano en constante movimiento, poniendo en valor el archivo en sus múltiples dimensiones.
Mónica Villarroel
Directora Cineteca Nacional de Chile
Bibliografía
Didi-Huberman, Georges (2017). Cascas. São Paulo: editora 34.
. (2016). Que emoção! Que emoção? São Paulo: editora 34.
Fernández Arenas, José (1997). Introducción a la gestión del patrimonio y técnicas artísticas. Barcelona: Ariel.
Ferro, Marc (1995). Historia Contemporánea y Cine. Barcelona: Ariel.
Rodríguez, Alejandra y Cecilia Elizondo (2017). Tiempo archivado: materialidad y espectralidad. Bernal: Universidad Nacional de Quilmes.
1 El comité editorial de este volumen estuvo compuesto por Pablo Corro, Claudio Salinas, José Miguel Palacios, Wolfgang Bongers, Carolina Urrutia y Mónica Villarroel.
2 En el caso chileno también los hubo: el más emblemático fue el de Jorge Délano «Coke», quien tras un viaje a Estados Unidos realizó el primer largometraje sonoro, en 1934.
3 Disponible on line en http://www.rehime.com.ar/escritos/cuadernos.php; <http://www.rehime.com.ar/escritos/cuaderno03.php>
Parte I: Archivo fílmico, patrimonio e intermedialidad
Ciencia y espectáculo. El cine quirúrgico en la Argentina de principios del siglo XX
Andrea Cuarterolo4
Universidad de Buenos Aires / CONICET - argentina
Resumen
La emergencia del cine en Argentina estuvo estrechamente vinculada a la educación, y fueron los cirujanos los que primero comprendieron la utilidad pedagógica del nuevo medio. No es casual, entonces, que el filme más antiguo hoy conservado, Operaciones del Doctor Posadas (1899), sea justamente un filme quirúrgico. Lejos de ser un ejemplo aislado, este tipo de películas se convirtió en un redituable espectáculo en las primeras décadas del siglo XX, trascendiendo rápidamente los círculos de especialistas e integrándose sin conflictos a los catálogos de actualidades. A partir de un recorrido por algunos de los principales exponentes de esta temática, intentaremos mostrar que, así como el cine se convirtió en una parte fundamental del mundo médico-científico de la época, la ciencia fue un componente integral de la industria del entretenimiento desde los mismos orígenes del medio.
Palabras clave: cine quirúrgico, cine científico, cine de atracciones
El 24 de abril de 1903, el prestigioso cirujano francés y pionero del cine quirúrgico Eugène Louis Doyen presentó, en el marco del XIV Congreso Internacional de Medicina celebrado en Madrid, la primera defensa de la utilización del cine como herramienta didáctica en la enseñanza de la cirugía expuesta en un ámbito científico hispano-parlante5. Su conferencia, titulada «De los progresos de la técnica quirúrgica y de la enseñanza de los métodos operatorios por las proyecciones animadas»6, fue ilustrada con una serie de filmes de sus operaciones que impresionaron vívidamente al público asistente. En su discurso, Doyen exaltó con pasión la conveniencia y sencillez del uso de películas para la enseñanza de la medicina y recalcó que, con el cine, muchos cientos de personas podrían seguir los detalles de una cirugía, mientras que «sólo un pequeño puñado lograría presenciar una intervención en vivo, y la mayoría lo haría imperfectamente» (Urban 1907). Asimismo, aseguró que observar sus técnicas en pantalla por tan solo unos momentos permitía entenderlas mucho mejor que leyendo atentamente toda la literatura por él escrita sobre el tema7. Luego de la presentación -que tuvo lugar en una sala repleta, lo que obligó a gran parte de público a permanecer de pie e incluso fuera del recinto8–, Decio Carlán, cronista de la revista científica española El siglo médico, escribió:
Fue verdaderamente notable la última operación que presenciamos: una craneotomía. Con bisturí […] y otros instrumentos movidos por el fluido eléctrico, levantó el doctor Doyen un extenso colgajo osteo-cutáneo de las regiones parietal y temporal de un lado del cráneo; resultando un espectáculo brillante, completo, palpitante de verdad. El Dr. Doyen explicaba, además, los detalles de cada operación según esta aparecía a la vista del público. Descubríanse a través del cinematógrafo las brillantes condiciones del operador francés, de rapidez, decisión y velocidad (1903, 279).
A pesar de ser una publicación especializada dirigida a profesionales de la medicina, la sugerente crónica no solo revela algo del asombro y la fascinación que despertaban estas cintas en el público de la época, sino que, al describir el filme de Doyen como un «espectáculo brillante», da cuenta de los estrechos vínculos entre la ciencia y la industria del entretenimiento en los albores del siglo XX. En 1907, el empresario Charles Urban, responsable de producir y distribuir algunos de los más tempranos filmes didácticos y de divulgación científica, reprodujo la conferencia de Doyen en un panfleto publicitario titulado The Cinematograph in Science, Education and Matters of State, destinado a difundir las ventajas de la utilización del cine en los ámbitos educativos. Allí Urban afirmaba que solo una elite de especialistas tenía la oportunidad de ver en vivo a un gran cirujano en acción, pero que el cinematógrafo podía llevar esta experiencia a las enormes multitudes que no tenían la ocasión de hacerlo, haciendo nuevamente hincapié en las cualidades espectaculares de estas cintas.
Para los científicos argentinos del otro lado del Atlántico, la conveniencia del uso del cine como herramienta pedagógica no era en absoluto desconocida. En efecto, desde su misma llegada al país, las imágenes en movimiento habían captado la atención de una gran parte de la intelectualidad local, que vislumbró su potencial pedagógico y las adoptó como herramienta en numerosos establecimientos educativos. Entre ellos fueron los cirujanos, imbuidos de un espíritu positivista que se instaló fuertemente en el contexto de la cultura finisecular vernácula, los que primero comprendieron la importancia del cine como auxiliar didáctico. Como sugería Doyen, los filmes quirúrgicos –al igual que las proyecciones luminosas– podían alcanzar a un número muchísimo mayor de estudiantes que las demostraciones in situ y, al incorporar el movimiento, superaban a las vistas de linterna mágica como instrumento educativo. El cine tenía, además, un impacto mayor que cualquiera de los otros materiales instructivos, pues servía a los médicos, sobre todo a los cirujanos, como un registro fidedigno al que podían volver una y otra vez para mejorar sus propias técnicas quirúrgicas o para aprender de sus maestros. Sin embargo, lejos de constituir un material accesible solo para una elite de estudiantes y eruditos, estos filmes involuntariamente se convirtieron, aquí también, en un redituable espectáculo, trascendiendo los limitados círculos de especialistas para los que habían sido inicialmente concebidos e integrándose sin conflictos a los catálogos de actualidades que nutrieron las primeras proyecciones públicas del cinematógrafo en el país. Los primeros filmes quirúrgicos argentinos fueron mayoritariamente productos por encargo, que se rodaron en las mismas compañías que por entonces estaban dando forma al incipiente cine nacional y, por lo tanto, su comercialización se dio en este contexto de forma casi natural. No obstante, estos aspectos prácticos no alcanzan para explicar la atracción que despertaron estas cintas en el espectador común. A partir de un recorrido por algunas de las principales películas de esta temática producidas en el país durante el período silente, en este trabajo intentaremos mostrar que, así como el cine se convirtió en una parte fundamental del mundo médico-científico de la época, la ciencia fue un componente integral de la industria del entretenimiento desde los mismos orígenes del medio. Ubicaremos estos filmes en el marco de la estética del «cine de atracciones» que, como sugiere Tom Gunning, «se desarrolló en marcada y consciente oposición a una identificación ortodoxa del placer visual con la contemplación de la belleza» (1994, 124). La atracción a lo repulsivo fue frecuentemente racionalizada como apelación a la curiosidad intelectual, y el cine no tuvo más que incorporar algunos componentes esenciales de otros divertimentos populares y pseudocientíficos de la época para convertirse en uno de ellos. La cirugía (todavía en sus albores), los cuerpos desnudos, fragmentados o deformados (muy presentes por entonces en otros espectáculos masivos, como los freak shows, los gabinetes de curiosidades o las exposiciones mundiales), y el accionar del médico a cargo –ubicado entre la ciencia y la magia–, fueron algunos de los elementos que volvieron a estos filmes tan atractivos para el público masivo.
El cine quirúrgico y su circulación comercial
en los albores del siglo XX
La película más antigua que hoy se conserva en Argentina es, sugerentemente, una película quirúrgica.9 El filme en cuestión, titulado Operaciones del Doctor Posadas (circa 1899, 9 min, b/n) es básicamente un registro documental de dos cirugías realizadas por el médico argentino Alejandro Posadas hacia 1900. En la primera de ellas se muestra una intervención de hernia inguinal, y en la segunda, Posadas practica uno de sus mayores logros médicos: la extirpación de un quiste hidatídico de pulmón, en la que utiliza una novedosa técnica de arponamiento pulmonar que luego llevaría su nombre. Además de un talentoso cirujano –que a pesar de su prematura muerte tuvo una destacada actuación en el campo médico local–, Posadas fue un notable docente, que incorporó tempranamente láminas ilustrativas y otros auxiliares visuales en sus clases magistrales. Hacia principios del siglo XX, entusiasmado por las novedosas vistas cinematográficas, le encargó a Eugenio Py, el camarógrafo estrella de la Casa Lepage –primera productora y distribuidora cinematográfica del país– que documentara dos de sus intervenciones quirúrgicas, con el único propósito de utilizarlas como material didáctico en sus conferencias médicas. Este tipo de filmes, rodados con extrema dificultad, constituían un verdadero desafío para la labor médica, ya que, por necesidades propias de la exposición, debían ser realizados al aire libre bajo la enceguecedora luz del mediodía y en menos de cuatro minutos –duración de la bobina de película– poniendo en riesgo la misma tarea quirúrgica en pos del afán educativo. Destinado originalmente a un público especializado, el filme pronto se incorporó armoniosamente a los catálogos de actualidades junto a las bodas, los funerales, los actos cívicos y las revistas militares, entre otras temáticas que abastecieron los primeros programas cinematográficos vernáculos.10 Por la misma época se exhibían con éxito en Europa las cirugías de Doyen, comercializadas por la firma Pathé Fréres de París. Enrique Lepage, que por entonces era distribuidor exclusivo de esta empresa francesa en Argentina, incluyó estas películas en su propio catálogo. Para junio de 1904, el empresario ofrecía cuatro de estas operaciones, que mostraban «una extirpación de un quiste en el vientre, una intersección abdominal, una trepanación del cráneo y la resección de una rodilla» (Revista Fotográfica Ilustrada del Río de la Plata, 130, junio de 1904). Seguramente alentado por el impacto y la buena recepción de este material, Lepage decidió agregar a su catálogo el filme de Posadas, que no solo demostraba la pericia y excelencia de los cirujanos locales, sino que, al estar filmado prácticamente en simultáneo con las operaciones de Doyen en Francia, ponía a Argentina a la vanguardia del cine científico y educativo mundial.
Contrariamente a lo que sucedió en Europa, donde el cine fue en un inicio rechazado por el público burgués, que lo consideró un espectáculo de feria apenas un poco más elevado que el circo o el vaudeville, en Argentina las élites locales celebraron la llegada del nuevo medio, valorándolo como otro símbolo de una modernidad más anhelada que real. Aquí, las filmaciones de Posadas no fueron objeto de los ataques de la comunidad médica, como sí sucedió con las de su contemporáneo Doyen, cuya utilización y defensa del cine le ganó el mote del «Barnum de la cirugía», en irónica referencia al célebre empresario circense norteamericano. Mucho tuvo que ver en esto el hecho de que Doyen protagonizara un escándalo que derivó en uno de los primeros juicios de copyright de la historia del cine, cuando su más famoso filme, Séparation des soeurs xiphopages Doodica et Radica (1902, 5 min, b/n) fue objeto de una distribución comercial como la ofrecida por la Casa Lepage. El médico francés había encargado esta y otras filmaciones a los operadores Clément Maurice y Ambroise Parnaland para exhibirlas en la Exposición Universal de París, donde se ganó la admiración de grandes personalidades de la época, como el zar de Rusia y el emperador de Alemania, y también el desprecio de muchos de sus colegas, que consideraban que sus cintas violaban la privacidad del paciente y la integridad médica. Sin embargo, el escándalo estalló cuando Parnaland secretamente copió algunos de estos filmes (entre ellos, el de la separación de las siamesas) y los vendió a la empresa Pathé, para que los distribuyera a nivel mundial entre públicos ávidos de emociones fuertes. Doyen inició acciones legales contra su operador y contra Pathé, quienes en 1905 fueron finalmente obligados a pagar una importante indemnización. A pesar del fallo favorable, la reputación del cirujano quedó definitivamente dañada. Doodica y Radica tenían una exitosa carrera en el ámbito circense y «la proximidad de su film al universo de los espectáculos de feria contribuyó a cristalizar muchos de los prejuicios preexistentes en la comunidad médica respecto al cine» (Gaycken 2008, 156).
Aunque no existe demasiada información sobre el ámbito y la frecuencia de exhibición de estas cintas médico-científicas en Argentina, el hecho de que integraran los catálogos de venta de compañías comerciales como la Casa Lepage, junto a diversos tipos de actualidades locales e internacionales e incluso compartiendo su espacio con algunos de los incipientes filmes de ficción, sugiere que también fueron una parte integral de las primeras proyecciones cinematográficas locales11.
El filme del Dr. Posadas no fue un ejemplo aislado, sino más bien el primer exponente de un cine quirúrgico que tuvo una sostenida continuidad, por lo menos durante las primeras tres décadas del período silente. Así, a los ya mencionados se agregan, en los años subsiguientes, otros interesantes ejemplos. Entre mayo y junio de 1920, las revistas cinematográficas incluyen en sus páginas varias noticias sobre la preparación y posterior estreno de un filme científico titulado Técnica general para las amputaciones cineplásticas, nuevo procedimiento del Dr. Guillermo Bosch Arana, realizado por la empresa editora F.I.F.A., propiedad del camarógrafo y productor Pío Quadro. Aunque el filme hoy se encuentra perdido, una breve reseña de la época da somera cuenta de su contenido:
El Dr. Bosch Arana, mediante la colaboración del operador cinematográfico, señor Pío Quadro, ha confeccionado una película de carácter científico, en la que ha puesto de manifiesto […] la importancia de sus trabajos sobre amputaciones. En la cinta de referencia, cuya fotografía es de una nitidez absoluta, el observador puede apreciar el ingenio que en materia de ortopedia ha desarrollado el doctor Arana, quien aplicando a los miembros que han sufrido amputaciones una serie de aparatos, bien sencillos por cierto, ha suplido fácilmente las partes cortadas (La Película, 195, 17 de junio de 1920, p. 19).
El filme fue rodado por encargo de la Sociedad Médica Argentina y estaba protagonizado por el eminente cirujano Guillermo Bosch Arana, universalmente conocido por ser el creador del Team Standard Operatorio Sincronizado y uno de los profesionales más importantes del país en la primera mitad del siglo XX. Si bien, como anticipamos, no parecen haberse conservado ni siquiera fragmentos de esta temprana cinta científica, Bosch Arana publicó un libro con sus aportes en la materia, titulado Las amputaciones cineplásticas (1920), en el que se incluían tres «láminas cinematográficas» con varios fotogramas pertenecientes al filme. Las dos primeras mostraban el funcionamiento del motor de pierna desarrollado con la novedosa técnica propuesta por el cirujano, mientras que la última lámina documentaba la eficacia y rendimiento del motor en un paciente. Sobre esta imagen, Bosch Arana escribió:
Comprendiendo que una cinta cinematográfica, grabaría mejor lo que dejo expresado, me permito mostrar con íntima satisfacción la lámina que muestra el movimiento de la pierna ejecutado por el paciente durante una pose cinematográfica. La documentación es altamente demostrativa a ese objeto y de una realidad tangible (1920, 254).
Efectivamente, estas series fotográficas parecen limitarse a documentar con ascetismo científico esa «realidad tangible» que Bosch Arana sostiene haber alcanzado con su técnica. Sin embargo, el libro incluye otras fotografías fijas, presumiblemente pertenecientes al mismo filme, que permiten otro tipo de análisis. En estas imágenes, el cirujano -invisible en las secuencias anteriores- adquiere ese mismo protagonismo que veíamos en los filmes de Posadas o Doyen. Así, vemos a Bosch Arana repetidamente en acción, ya sea poniendo a prueba sus dispositivos técnicos o examinando a sus diversos pacientes. También se incluyen varias fotografías de estos últimos, en las que se exponen los diferentes aspectos de sus cuerpos mutilados. Como ya mencionamos, en las primeras décadas del siglo XX el cine incorporó varios de los elementos que ya eran parte integral de diversas formas de divertimento popular, como los freak shows o los gabinetes de curiosidades. Esa ambigüedad médico-espectacular, presente en buena parte del cine científico de este periodo, provocaba que estas imágenes pudieran ser vistas tanto desde un punto de vista médico como voyeurístico. Si en las exhibiciones de fenómenos del siglo XIX era común ver a los afectados por este tipo de patologías realizando actos extraordinarios y sobreponiéndose a sus limitaciones físicas, con el advenimiento del cine estos mismos pacientes adquieren un rol cultural radicalmente diferente, y se convierten «en parte de un espectáculo mediatizado en el que el médico ocupa el lugar central de héroe moderno capaz de liberarlos de su confinamiento físico» (Van Dijck 2002, 542). Las imágenes más interesantes del libro son, entonces, aquellas que documentan el objetivo último de todo proceso médico, es decir, la restitución del enfermo al sistema de la normalidad. Así, a través de una clara puesta en escena, varias de las fotografías muestran a los pacientes con sus nuevas prótesis, realizando una serie de tareas cotidianas que antes de la operación les eran imposibles. Un manco que puede tomar una copa con su nueva mano cinemática; un amputado de ambos brazos que sostiene un paraguas y saluda con el sombrero; un joven sin extremidades inferiores que vuelve a caminar por obra y gracia de sus flamantes piernas mecánicas, se suceden en una suerte de espectáculo de curiosidades médicas.
Además de un reconocido cirujano, Guillermo Bosch Arana fue un destacado docente12, que quizás concibió este filme como material didáctico para sus clases y conferencias. Sin embargo, una nota publicada en la revista La Película sugiere que esta cinta trascendió también el ámbito de los claustros académicos. Con el título de «Películas instructivas», la crónica informa:
Está siendo un verdadero filón para nuestros operadores las películas instructivas y comerciales. Así no pasa día que no nos anuncien la terminación de uno de estos films. Últimamente se exhibió una hecha por el señor Pío Quadro, para la Sociedad Médica Argentina que constituyó un verdadero éxito (La Película, 191, 20 de mayo de 1920, p. 15).
Sin duda, la realización de películas educativas fue una veta productiva que muchas de estas incipientes compañías nacionales supieron explotar con buenos resultados13. Poco después, en 1925, la Colón Film –otra gran empresa productora de la época, propiedad del fotógrafo, director y operador Luis Scaglione– anunciaba el estreno de Operaciones del Instituto de Clínica Quirúrgica (1925), un filme de carácter didáctico, hoy también lamentablemente perdido. Esta compañía, que en las publicidades decía ser la única argentina que contaba con una galería y teatro de pose, se dedicaba con frecuencia a la producción y edición de películas de ficción, pero sin duda su verdadero negocio estaba en la realización de actualidades, filmes comerciales, industriales, familiares y educativos como el recién mencionado. Teniendo en cuenta la más bien modesta producción de filmes de ficción vernáculos durante ese periodo, esta debió ser una realidad para muchas de las empresas fílmicas locales, que pudieron sobrevivir gracias a esta actividad paralela y compatible con la estrictamente comercial.
En este sentido, la cinta Instituto Modelo de Clínica Médica (circa 1922, 10 min, b/n) del Establecimiento Cinematográfico Martínez y Gunche -una importante compañía de ese periodo, y productora del que quizás sea el filme nacional más exitoso de la etapa silente, Nobleza Gaucha (1915)- constituye otro ejemplo interesante. Contrariamente a las hasta ahora analizadas, en esta película hay una voluntad comercial implícita, que se evidencia en su carácter híbrido y en la presencia de un doble espectador modelo, que permite leerla como un filme de actualidades o como una cinta médico-educativa. Según informan los intertítulos iniciales, Instituto Modelo de Clínica Médica fue un obsequio del ingeniero Rodolfo Morales y señora al Dr. Luis Agote, en agradecimiento al oportuno diagnóstico clínico de su hija de catorce años «gravemente atacada de apendicitis perforada [y] milagrosamente restituida a la vida», en una difícil intervención quirúrgica realizada en el hospital que da título al filme. Con un concepto tanto informativo-publicitario como científico-didáctico, la cinta puede dividirse claramente en dos partes. En la primera sección la cámara sigue a Agote para documentar las diferentes facetas del funcionamiento de esta institución ejemplar, fundada en 1914, deteniéndose en su pensada arquitectura, sus pulcras salas de internación, su competente equipo médico y su programa educativo, con cátedras y lecciones prácticas lideradas por el mismo Agote, entre otros aspectos. Sin embargo, justo en la mitad del filme, la cámara se sumerge en el interior del quirófano del Dr. Alberto Galíndez –el cirujano que salvó a la niña que motivó la realización de esta cinta– para capturar minuciosamente una operación de úlcera gástrica en un internado. Aquí el descriptivo plano general, que dominaba el primer segmento, da paso a un mucho más didáctico primer plano, y los intertítulos abandonan su carácter divulgador por un discurso pedagógico que describe minuciosamente cada uno de los pasos de la cirugía con un lenguaje técnico y preciso. Si esta intervención interrumpe momentáneamente el protagonismo de Agote, un oportuno cartel, que informa que la «operación no deja de ser observada por él, en su noble afán de estimular y loar la obra ajena», vuelve el foco a la verdadera estrella del filme. La cámara reemplaza, entonces, el primer plano por una suerte de toma subjetiva que parece adoptar el punto de vista del propio Agote, que contempla la situación desde una posición elevada del anfiteatro médico. Como mencionábamos, la presencia de estos reputados profesionales, figuras emblemáticas del mundo científico de la época –recordemos que este médico era entonces mundialmente reconocido por haber logrado en 1914 la primera transfusión exitosa de sangre citrada en humanos– es una constante en este tipo de películas. La idea de que el carácter y estilo del cirujano tenían un rol didáctico fundamental en los filmes había sido incluso defendida por pioneros del cine científico, como el mencionado Doyen.