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El siguiente paso es la ducha, cuyo sistema de funcionamiento no había visto yo ni cuando duré un día en los Boys Scouts. Dentro del metro cuadrado largo que tiene el baño, están el lavabo, el retrete y el sumidero en el suelo, porque en lo alto está la alcachofa inamovible. Iba todo en uno, sin mampara, ni cortina, ni cualquier otro lujo. En vez de un grifo al uso, como en todo baño del siglo XXI, con su regulador de caudal y temperatura, hay un botón como en los lavabos de los baños públicos, que te dosifica un chorro de agua durante 15 segundos. Y no tiene para regular la temperatura ni nada, tú le das y como salga el agua. Que yo no he hecho la mili, pero creo que es lo más cercano que voy a estar de ello. Creo no, espero. Que empieza a salir el agua y todo mojado, incluso hay que poner el papel higiénico encima de la luz del espejo, la única que hay, y el pijama sucio como dique de contención en la rendija de la puerta para que empape y no se escape el agua. Que incluso en aquella cochambre de hostal en Budapest que me costó siete euros la noche tuve más comodidades. Pero que no me quejo, solo expongo, porque tuve agua corriente y ropa limpia todas las mañanas, y eso hay mucha gente que, por desgracia, no lo tiene.

Una tiene la trabajosa costumbre de lavarse el pelo todos los días porque cualquiera con el pelo rizado sabe que peinar implica mojar y es que los rizos tienen vida propia, tú no eres nadie para domesticarlos, quién te has creído. Así que todos los días me sacan el secador, con difusor y todo, que es de la marca más peleona que conozco, pero funciona divinamente. Como rezaba aquel eslogan comercial: «no se engañe, la calidad no es cara». Repito, que no me puedo quejar, que ni en un hotel de cinco estrellas tengo yo a mi disposición un secador con difusor, que es el objeto más preciado que tengo aquí, después del bolígrafo, claro, porque si no, no estaríamos aquí comunicándonos. Bolígrafo, por cierto, que llevo gastados tres en dos semanas, que me creo Cervantes cuando estuvo en la cárcel, pero nada más lejos de la realidad, que yo solo escribo tonterías.

Por resumir, lo primero que hacemos nada más abrir el ojo es ducharnos, unos con más diligencia y menos lamentación que otros, y esta es la única hora del día en la que podemos asearnos. Yo porque lo hago por la mañana siempre en mi vida normal, es que no soy persona si no lo hago nada más levantarme, pero el que tenga la costumbre de ducharse por la noche, ajo y agua. Pero bueno, como soy partidaria de una ducha matutina, me parece lógico y correcto, porque a ver quién aguanta los olores de todo el ganado que somos aquí si no. Suelo terminar de las primeras, incluso de secarme el pelo y hacerme la escasa beauté que se me permite, entonces, sobre las nueve menos cuarto, ya he terminado. Los días de diario a las nueve de la mañana llegan los psiquiatras y se reúnen con las enfermeras, que les dan el parte. Que ese parte tiene que ser como el teléfono escacharrado, porque no sé por cuántas bocas pasa cada suceso hasta que llega a los médicos. Entre tanto, nos dedicamos a deambular por el pasillo como almas errantes que somos y más a esas horas, o vemos las noticias en el salón, o nos metemos en la cama de nuevo durante los veinte o treinta minutos que tarda el desayuno en llegar. El caso es hacer tiempo hasta que suena el timbre del exterior y se abren las dos hojas de la puerta acorazada que, como las falta un poco de engrasante y chirrían como en una película de terror, tenemos el sonido de la llegada del alimento muy localizado y metido en la cabeza. Entonces, llega el ansiado contenedor estanco con las bandejas, cada una con su nombre y con su dieta, con los descafeinados, los nesquicks, las galletas, el pan, la mantequilla, la mermelada, las frutas variadas… y como gallinas que salen a por el pienso nos dirigimos hacia el salón, donde comemos todos juntos, y esperamos pacientemente, algunos más impacientemente que otros, a ser llamados a la entrega del manjar que se nos ofrece. Y esto del manjar lo digo sin la ironía que acostumbro, porque para mí el desayuno es la mejor comida del día y, en este lugar, el único momento en el que se me proporciona azúcar, que es una carencia que me ha traído disgustos que iré desvelando. Solemos desayunar en silencio, yo al menos, porque hasta que no termino de desayunar ni hablo ni me gusta que me hablen. Al terminar de desayunar cada uno lleva su bandeja de nuevo al contenedor con ruedas. Bueno, siempre hay alguna señora que se cree que está en el Ritz y tienen que llevársela. Y no he mencionado que mientras ingerimos la ambrosía de los dioses, nos van trayendo las pastillas, que nos las sueltan en la palma de la mano y hasta que no las tragamos no se van a llevarles los caramelos al siguiente. A mí alguna vez me han hecho abrir la boca para ver si me las he tragado y he llegado a tomar cinco en esta primera toma del día, además todas a la vez, de un trago. Mi récord indiscutible es haber tomado entre diez y quince pastillas al día. La verdad, el funcionamiento de mi cerebro es muy ambiguo, porque a veces funciona muy bien y otras veces se gripa, y no sé hasta qué punto contribuye toda la medicación. Que, ¿la necesito? Sin duda, pero en su justa medida, también te digo.

La virtud está en el punto medio.

Y a los fumadores les ponen el parche. Yo desde el primer momento me negué, porque una vez vi Gracias por fumar, una película que le ponían a uno muchos parches para matarle de una sobredosis de nicotina y tengo mucha aprensión con ello. Además, que si funcionaran nadie estaría fumando. Y que ya, habiendo salido a la calle en completa libertad, he visto a enfermeras fumar como turcos antes de entrar a trabajar, las mismas enfermeras que nos querían hacer creer que un parche nos iba a quitar el ansia. Pero qué distopía es esta. Un mundo feliz se me queda pequeño con esto.

Después, la mayoría nos vamos a la cama, a dormir o simplemente a estar, depende del efecto de todo lo que nos acabamos de tomar. No nos cierran las habitaciones como en Alguien voló sobre el nido del cuco, pero sí que nos riñen por volvernos a la cama. Otros se dedican a mariposear, ver el programa de Ana Rosa y poco más, porque no hay mucho más que hacer por aquí. Yo me suelo ir a la cama y me quedo roque perdida porque no duermo por la noche, hasta que el enfermero o enfermera de turno vuelve a llamarnos a la puerta, como si fuesen unos segundos buenos días, si es que lo son, pero a las once y media de la mañana, cuando viene la terapeuta. No es obligatorio ir a terapia, pero se ponen muy insistentes en que vayamos, y lo entiendo, porque así salimos de la cama un rato y hacemos tiempo entretenidos hasta que nos dan el segundo pienso del día. Que es lo que decía una de las chicas, «hagamos lo que hagamos en terapia, por lo menos pasamos el rato», y así es. Vienen tres terapeutas. Una es un culo inquieto perdido que no puede parar de hablar de lo que sea, la otra nos hace cosas como de campamento de verano para mantener la cabeza entretenida y la otra es la que mejor me cae porque es como más seria y calmada, y a mí me cae mejor la gente seria y calmada que la desbordante de alegría, que no me da confianza. Dos de ellas nos tratan como a niños pequeños, que entiendo que lo hagan porque muchos de los que están aquí necesitan que les hablen así, pero a los que al menos tenemos el certificado escolar, pues no nos agrada mucho esto. Yo no necesito a nadie que me diga lo que valgo, aunque no rechazo un cumplido, ni que venga a subirme la autoestima, que a mí de eso me sobra, ni a hablarme como Ned Flanders para sacarme una sonrisa porque así no me la saca, que mis problemas son otros y ese enfoque de terapia considero que a mí no me sirve, aunque a otros sí. Ay, chica, es que no puede ser una tan compleja. Es difícil tratar a un grupo de personas tan diferentes con el mismo rasero, así que hagan lo que hagan las terapeutas, lo aplaudo, que el mero hecho de venir con una sonrisa y disposición es más que suficiente.

Las actividades de terapia que más me han gustado han sido el par de días que hicimos «ejercicio», que fue hacer estiramientos estando sentados en una silla porque tampoco se nos puede pedir más, que aquí estamos muy débiles de cuerpo y mente de estar todo el día quietos. Y yo que, en mi vida normal, no paro y hago ejercicio, me estoy anquilosando entera aquí encerrada, que las veces que he salido a la calle me he cansado de andar 100 metros.

Y entonces, después de la terapia, vuelven a llamar al timbre, a abrirse las dos puertas con ese chirrido que indica la llegada de alimento, como eso que le pasaba al perro de Pávlov, pues igual y, a eso de la una y media, que como ya he comentado antes, aquí lo del comer es muy europeo, volvemos a salir como gallinas a que les echen el pienso.

Si uno observa con atención, tanto la comida como la cena son auténticos espectáculos, más que el desayuno, que es como de menor rango. Como animales de costumbres que somos, cada uno tiene, no solo su propia dieta, sino también su propio asiento, o su zona, depende de la autoridad que transmita. Desde el sitio que elegí el primer día para sentarme se ve la televisión, la puerta, a todo el mundo con un discreto giro de cuello, quién sale y quién entra. Que también es desde donde se apostan las enfermeras y el de seguridad, no he elegido esta posición al azar. Como ya he expresado en otras ocasiones, todo lo hacemos bajo la atenta mirada del Gran Hermano. Entonces, yo que soy muy pájara y un poco Sheldon Cooper para el tema de sentarme en los sitios, ese lugar estratégico que he detallado es el mío.

Toda la comida que nos traen es en una bandeja de compartimentos, con pan y agua, como de menú del día, y está todo exquisito, no pongo ninguna pega hasta el momento ni creo que la ponga en lo que me queda. Que ya es difícil cocinar sin sal y que esté rico, de verdad que desde aquí todas mis gracias y felicitaciones a los cocineros del hospital. Mi dieta es libre, porque puedo comer y como de todo, pero aquí cada uno tiene una: que si hipograsa, que si laxante, que si diabética… me quedo con la mía, es la más completa, una dieta mediterránea en toda regla. A mí me gusta comer despacio, levantando la mirada del plato, observando lo que sucede a mi alrededor o simplemente mirando las noticias si es que está la televisión puesta. De hecho, a no ser que no coma mucho porque no me encuentre muy bien y a los cinco minutos me levante y me vaya, soy de las últimas en terminar siempre, sino la última.

Otras, normalmente otras, porque son casi siempre mujeres, no he visto a casi ningún hombre en este colectivo, no comen nada de nada, o dan un par de pinchazos con el tenedor obligadas por las enfermeras, mientras esperan el reparto de pastillas, porque en la comida también toca, que no solo de pan vive el hombre. Y, cómo no, también se encuentra el tipo de gente que nunca falta en ningún lugar y que debería siempre quedarse en su casa, los de: «está muy salado», «está muy soso», «no quiero pera, quiero naranja», «oye, dame ya las pastillas», «por qué me habéis puesto lentejas, yo quiero macarrones», «quema mucho», «está muy frío», «está poco hecho», «está más duro que la suela de un zapato»… Aquí es donde estimo, más si cabe, la labor, paciencia y buen hacer del personal sanitario porque a cada uno de estos cantamañanas les daba yo una hostia con la mano abierta sin contemplaciones. Esto no es un hotel ni la casa propia, a nadie le gusta estar aquí y si no estás a gusto, ahí tienes la puerta, que alguien más necesitará la cama que ocupas. Bueno, lo de ahí tienes la puerta lo he dicho muy a la ligera, en este lugar a veces eso lo tiene que decir un juez.

Después de comer, que comemos todos juntos en el salón, por si no lo había indicado, cada uno se levanta, deja su bandeja e, igual que en el desayuno, vuelve a su celda. No hay muchos más planes que dormir o ver la televisión, pero vamos, que cada uno de nosotros tenemos las mismas alternativas en nuestra propia casa, lo único que sin tener que recoger ni fregar los platos, que eso está muy bien. Las señoras mayores que tienen problemas serios de estreñimiento se ponen a andar por el pasillo para accionar el intestino. Que, también te digo, caminar a 1 km/h no te activa ni el intestino ni los dedos de los pies, igual con un poco más de ritmo me parece a mí que irían con más frecuencia al baño. Pero, oye, que entre que tienen el ánimo por los suelos y cierta edad, tampoco se les puede pedir más, que aquí cada uno hacemos hasta donde nos permite el cuerpo. La verdad es que todos andamos un poco mal en lo de ir al baño, es un tema del que se habla con total naturalidad porque, en mayor o menor medida, se sufre. A mí de momento no me da mayor preocupación, eso sí, cuando tengo permiso de salida, me como una tableta entera de chocolate sin remordimiento, me bebo dos o tres o cuatro cervezas y me fumo media cajetilla de tabaco, y ya te digo yo cómo te activa el intestino toda esa bomba tóxica. No hay mal que por bien no venga. Que luego cuando vuelvo del permiso apesto a tabaco y a cerveza, aunque cuando me preguntan las enfermeras digo que era sin alcohol, porque es lo que quieren oír, pero, evidentemente, no me creen. No tengo poder de convicción ninguno sobre ellas, pero de eso ya hablaré más adelante. A los vicios a los que se entrega cada cual, problema suyo son.

Mata a mis demonios, que mis ángeles morirán también.

Después de comer, me tumbo un rato en la cama, me pongo a escribir o a ver el telediario, depende un poco del día, como todo aquí. Sea lo que sea lo que esté haciendo, espero impacientemente la hora de la visita, si es que la tengo. Si no tengo visita, como muchos días, pues no me entra el ansia porque ya sé que no espero a nadie. Y esto me recuerda al «la esperanza es, en verdad, el peor de los males, porque prolonga las torturas de los hombres», que diría Nietzsche, porque es el día que no sé si vendrá alguien a verme el que peor estoy, ya que me paso la mañana pensando en eso hasta que llega el momento. Cuando no tengo visita, duermo la siesta plácidamente y cuando el resto de visitas se van, ya jugamos un parchís o algo. Los días que sí tengo visita es básicamente lo mismo, pero sin morirme del asco de tres y media a cinco y media de la tarde, que se permite entrar a dos personas del exterior, alguien siempre grato que me trae bombones, revistas, libros… como cuando estás enfermo en el hospital, pero sin estarlo porque yo no estoy enferma. Y siempre con una buena conversación, esas son las dos mejores horas del día. Porque aquí las horas son más largas que en Venus.

Permisos

A los diez días de estar aquí, la doctora me firmó un permiso para salir a la calle todo el día, que era domingo, acompañada únicamente por mi madre. Con ese mismo permiso volví a salir el jueves y de nuevo el siguiente domingo. La salida que se me permitía era la de las horas que yo quisiera, pero solo en compañía de mi madre que, si no lo he dicho ya, digo que vive a 120 kilómetros de aquí, lo que la impedía venir todos los días. Solo podía salir con ella porque se ve que tengo dieciséis años y cero neuronas, pero la doctora Cordura lo estimó así. Ya, cuando cambié de médico, me firmó un permiso algo más razonable, o al menos más beneficioso para mí. Permitíaseme salir todos los días de la semana, pero de cuatro a ocho de la tarde y con quien viniese a buscarme. Que venía Igor el Ruso, pues con él me iba, que venía mi madre, pues estupendo, que venía alguna amiga, pues también genial. Y todos los días me daba el aire, que era ya una necesidad, lo que se dice «necesitar algo como el respirar». Eso necesitaba yo, respirar.

¿Y qué hacía cuando salía de permiso? Pues todo lo que al médico no le gustaría que hiciese. O sea, hablar del tema que me trajo aquí, porque a mis amigos les debo explicaciones y más si dedican la tarde para sacarme a pasear, con la de cosas que tienen que hacer. Y cuando viene mamá, pues igual, no hablamos del desarrollo de la berza en Tierra de Campos. Básicamente, la doctora me dijo que no quería que hablase del tema durante mis breves instantes de libertad, pero en los primeros días era obligado, luego ya se fue difuminando más todo. También, el segundo y efectivo médico me dijo que al salir debía darme un señor paseo en condiciones para equilibrar el encierro. Eso lo hice una vez porque estaba yo fumando en pipa, que fue el primer día que salí después de diez días encerrada, pero ya nunca más. Mi paseo de cuatro horas consistía en ir a un bar y luego al otro, y después al supermercado a comprar chocolate. Oye, el kilómetro que me hacía no me lo quita nadie. Además, sobre el consumo de sustancias me dijo que evitara el café y ahí le hice todo el caso del mundo. En lo de una cerveza o un vino, o un par, o un par de pares, y en lo de fumarme media cajetilla de tabaco, nunca me dijo nada, así que yo actué siempre como consideré que me venía mejor. Que luego cuando volvía a las enfermeras les decía que había bebido un zumo o una cerveza sin alcohol, una ordinariez, pero me sacaban la máquina que te mide las constantes y tenía 120 pulsaciones por minuto y 15-10 de tensión. Los zumos, que son malísimos, todo azúcar. Los ritmos circadianos fatal cada vez que salía, pero la cabeza despejadísima. Es que el equilibrio absoluto es muy difícil de conseguir.

Pero, oye, que al médico le hice caso en muchas cosas y si no se lo hice es porque era más beneficioso para mi salud actual, aunque no futura, hacerlo que no hacerlo. Porque, como me dijo en una ocasión la abadesa de las Huelgas, que es una autoridad como para hacerla caso: «el futuro no me preocupa porque está en manos de Dios». Pues eso, llámalo Dios o llámalo como quieras, pero vive el presente.

Los días que no salgo a la calle merendamos a las cinco y media. Bueno y los que salgo también se merienda, solo que no estoy. Un Nesquik, una fruta y unas galletas que no me como, así que, sin que nadie nos vea, se las paso a un compañero deslizándolas por la mesa, sin gestos, ni miradas, ni palabras, como si en vez de galletas fuese cocaína. Es un código como muy del presidio, de no dejar ninguna evidencia del delito. Porque parecerá una tontería, pero esa tontería significa incumplir seriamente una norma, ya que no podemos intercambiarnos comida, pero nos la suda tanto que necesitamos tres pares de bragas. Yo no las voy a comer, él come como Carpanta y no es diabético, pues que se las coma a gusto, cojones.

Justo después de merendar nos toman las constantes y nos preguntan si hemos ido al baño, que es muy importante tenerlo bajo control. Pues «no hay contento en esta vida que se pueda comparar al contento que es cagar», que esto no lo digo yo, lo dice Francisco de Quevedo en sus Gracias y desgracias del ojo del culo. No se puede leer solo a intensos, hay que leer y saber de todo. Yo siempre tengo las constantes vitales fetén, menos algún día que estoy tan enfadada que se me dispara todo. Si mi cuerpo y yo funcionamos perfectamente bien, a mí lo que me sienta mal, además de la gente mala que me ha traído aquí, es salir a la calle, donde me cojo dolencias y afecciones y se me alteran los chakras.

Después de merendar y comprobar con una máquina que seguimos vivos, hay un porrón de cosas entretenidas que hacer hasta las ocho y media, que es la hora de cenar. Que no quiere decir que tantas cosas por hacer nos entretengan tanto tiempo, al menos no a mí ni a los del déficit de atención, porque a partir de las ocho estamos ya todos deambulando por el pasillo a la espera del último pienso del día. Podemos ver la televisión si pedimos el mando, leer el periódico o la prensa rosa, hacer crucigramas, autodefinidos o algo de eso, que hay un libro público en la sala común, pero yo tengo los míos propios porque soy una niña caprichosa. También he leído algún libro que tenía pendiente o que quería repetir o que me ha llamado la atención de la biblioteca del hospital, ya que hay dos días a la semana que vienen con un carro de libros unos adolescentes de colegio concertado a hacer voluntariado, para aprender de qué va el mundo real y todo eso. Yo también hice voluntariado con dieciséis años en un centro psiquiátrico, lo que nunca imaginé es que acabaría en uno. El problema mío es que no tengo la cabeza demasiado lúcida para retener o concentrarme en lecturas de las que me gusta a mí leer, o sea, intensas. Estoy más para leer Fray Perico y su borrico, o, en su defecto, prensa rosa, que lo fascinante que tiene es que es imperecedera, ya puede tener varios meses que sigue siendo actualidad. Con los crucigramas estuve muy a tope al principio, pero a la par que me iba aprendiendo las definiciones de memoria, se me fue abriendo un mundo de posibilidades como escribir o escuchar la radio.

A eso de las ocho empezamos a salir de la oscuridad de nuestras celdas, como vampiros que salen de su ataúd porque les llama la sangre, pero nosotros lo que sentimos es la llamada de los ansiolíticos, o simplemente el mero hecho de comer. Hay gente que tiene mucha ansiedad por comer, es increíble. A mí por suerte no me pasa eso y espero pacientemente y sin sobresaltos cardiacos, porque tengo que añadir que casi nunca tengo mucho apetito, por la condición en la que estoy y porque tampoco hago mucho gasto energético. El balance calórico me sale a devolver. Y esto lo comento porque aquí hay pacientes que lo del comer les genera un verdadero problema, o porque comen tanto o tan rápido que les sienta mal, o se atragantan, o porque tienen algún tipo de trastorno alimenticio. Yo de eso estoy en todo muy bien, la comida está muy rica y salvo algún día que no tengo apetito o que me pongo burra y no me da la gana ir a comer, no doy problemas en el yantar.

Y al fin, llega el momento más largo del día, de nueve a once de la noche, que no son más que dos horas, pero son la historia interminable. En el momento de la cena nos dan las gominolas pautadas, pero luego, a otros cuantos, nos dan la última hostia consagrada del día a las once de la noche. Que es una jodienda enorme, pero del todo comprensible, porque si nos fuésemos a la cama nada más cenar, a las tres de la mañana estaríamos ya dando guerra a las enfermeras de la guardia de la noche. Y este último momento del día se hace muy largo porque estás deseando que llegue el momento de ir a dormir. La verdad es que aquí deseas ese momento desde que te despiertas por la mañana porque no pasan las horas. En este tiempo me dedico a leer algo si me dan los ojos, a tumbarme en la cama a escuchar la radio, normalmente Radio Clásica o alguna de RTVE, que son las emisoras que menos tonterías dicen, o veo la televisión, o sigo escribiendo, o haciendo crucigramas. Hay señoras que van muy mal y muy poco al baño, como he dicho antes, y se pasan las dos horas esas caminando para activar los intestinos. No hay muchas más opciones, pero repito, que aquí el que se aburre es porque quiere.

Y a las once menos poco estamos ya deambulando por el control con el ansia característica que lleva encima un alma en pena. Nos vamos posando en el mostrador del control en riguroso orden de llegada, como en el ritual de la tarde de tomar la tensión. Aquí nos respetamos mucho entre todos y no suele haber broncas. Nos van despachando un zumo o leche en el vaso de plástico asignado con tu nombre desde el primer día, que aquí son muy ecológicos. Y ya nos podían dar una cerveza o un vino, incluso aceptaba yo una caña en vaso de tubo de plástico, que no habrá nada más ordinario y antiestético que eso, pero no, nos dan algo dulce para tragar con tanta amargura, metafórica y literal. Cuando he estado realmente mal, me apretaba la pastilla por debajo de la lengua, que hace efecto antes porque va directamente al torrente sanguíneo sin tener que pasar por el estómago. También sabe de amargo que es más agradable ponerte a masticar hierba del campo. Este es un truco que os doy, así, altruistamente.

Viernes, 10 de enero. Día 1

He venido porque tenía dos opciones muy claras: la cárcel o el cementerio

Despertándome a las siete y media de la mañana en una cama de observación de urgencias es como comenzó esta delirante aventura. Mis compañeros de viaje fueron esos viejos que están a punto de abandonar este mundo cruel, así que ya desde el principio fue todo un poquito perturbador. Que no es que mi vida sea un alboroto de luz y de color, pero pasar la noche en un lugar por el que la Parca campa a sus anchas no es nada hospitalario, valga la redundancia. Me levanté a preguntar si me podía ir de una puta a vez a mi casa, ya que llevaba dando vueltas por allí desde las ocho de la tarde del día anterior que entré por la puerta del hospital y, obviamente, me dijeron unas enfermeras que no dejaron de cacarear en toda la noche que de allí no me iba hasta que no pasara el médico. Lo que yo no sabía en ese momento es que no me iba a ir a casa hasta pasados treinta y tres días. En mi dulce ignorancia, me volví a meter en la camilla donde pasé la noche, con un pijama de esos indiscretos que se te ve todo y mis cosas en una bolsa, y volví a cerrar los ojos que, con lo que me dieron para que me calmara, no sé ni cómo los llegué a abrir. Entretanto, recuerdo entre ensoñaciones que vino una enfermera con una bandeja con el desayuno, que rechacé sin palabras, volviéndome a meter entre las sábanas.

A eso de las diez de la mañana llegó la psiquiatra de guardia, una chica joven con un acento de ser de por debajo del paralelo de Despeñaperros, que me ofreció el ingreso voluntario en la Unidad de Psiquiatría porque consideraba que era lo mejor después de las circunstancias que me llevaron allí la tarde anterior. Las circunstancias que me llevaron allí son muy largas de contar, pero venía en coche de pasar un mal trago y porque había mucho tráfico por la carretera, pero a punto estuve de dar un volantazo. «He venido porque tenía dos opciones muy claras: la cárcel o el cementerio», fue la frase que repetí a los médicos entre temblores y lágrimas. En la noche de ayer, las Moiras griegas tenían que haber cortado el hilo de la vida de uno de los dos, el mío o el suyo. Vamos, que con razón no me dejaba marcharme, que por eso me habían dejado la noche en observación, para impedirme cometer ninguna tontería. Bueno, como vivo sola en una ciudad que no es la mía, donde tengo amigos, pero no a mi familia, la doctora sí que me dejó ir a mi casa a por mis cosas y darme una ducha, qué menos, con la condición de que en dos horas me tenía de vuelta. Y así lo cumplí porque soy muy obediente, aunque parezca lo contrario.

Al Ángelus volví a entrar, habiendo hecho un par de llamadas y dejado alguna cosa atada porque tenía el billete de ida al infierno, pero no el de vuelta, y no podía permitirme desaparecer del mundo así, por completo, sin dar ninguna explicación a mi gente más allegada, la primera mi madre, por supuesto. Desde las doce del mediodía que me metieron en una sala de urgencias estuve llorando y temblando hasta las dos de la tarde, que me subieron a la undécima planta del hospital, la 11 Norte, el que iba a ser mi hábitat durante un mes largo, acompañada por un celador que no me quitó el ojo de encima, como si representara yo algún peligro para alguien, con lo pacífica que soy. Nada más entrar por la puerta acorazada y ver el panorama, rompí a llorar desconsoladamente, pero este magnífico episodio ya lo he contado en mi entrada triunfal, que merecía un capítulo propio y que ha sido la antesala al resto de la fantasía vivida en este País de las Maravillas, digo, Pesadillas.

Una vez me quedé en mi habitación, con la compañera a la que todavía en esos momentos no conocía, pues estaba metida entre las sábanas, vino una enfermera a ofrecerme una bandeja con la comida que, una vez más, rechacé. No sé cuántas horas llevaba sin dormir y sin comer, pero creo que demasiadas y las que me quedaban. Cuando me acomodé con mi pijama puesto y mis cosas guardadas, me llevaron a una sala para medirme y pesarme. Y aquí tuve uno de mis primeros «¿Qué cojones está pasando?», que han sido muchos, porque me pesaron dando la espalda a la báscula, para que yo no viera lo que peso. Supuse que será protocolo y normas, esas normas que fui aprendiendo sobre la marcha, por temas de problemas alimenticios, pero yo es que de eso no tengo, vamos a ver. Tampoco me supuso mayor problema, porque siempre que me voy de viaje me peso antes para ver lo que engordo y como esto también era un viaje, pues lo hice. Pesaba 66 kilos, seis menos de lo que pesaba antes de Navidad. ¿Que adelgacé seis kilos en Navidad? Sí. ¡En Navidad! Sí, soy una rara avis, lo sé.

Por mimetizarme con el ambiente, decidí hacer lo mismo que la otra persona que dormía aquí, en mi habitación: meterme a la cama, pero no a dormir, sino a llorar en silencio. Al rato apareció mamá y toda mi pena se convirtió en dicha. Saliendo de aquella alcoba descubrí la sala común de la planta, con televisión, prensa y juegos de mesa, y he conocido a algunos de los pacientes, pues hasta el momento no he visto a nadie, ya que mi entrada fue a la hora de la siesta, rito que aquí es religión. Al acabar el horario de permiso, mamá se ha ido, tranquila, y yo también me he relajado un poco, pero sigo hecha un manojo de nervios que no puedo controlar. Me siento como un animal asustado que le han sacado de su hábitat, le han metido en una jaula y no sabe lo que está pasando. No son más que las seis de la tarde, pero me he echado a dormir un rato. El día está siendo muy largo y duro, y realmente necesito descansar.

A eso de las ocho y media de la tarde ha llegado la cena y como comemos todos en la sala común y no en las habitaciones, como se acostumbra a hacer en un hospital, he conocido a todo el ganado que por aquí mora, cada uno mejor que el anterior, aunque hasta el momento solo he hablado con uno, con Alberto. Alberto es un hombre de alrededor de cincuenta años, pero es como un niño pequeño, no sé muy bien lo que le pasa. Han venido su madre y su hermana a verle, y lo primero que me ha dicho es que si yo era de la cofradía de los Franciscanos. Le he dicho que no, que no soy de aquí y que no pertenezco a ninguna cofradía. He cenado a su lado y me ha contado cómo salvó de la muerte a la Virgen de las Angustias. Ante la solemnidad con la que me ha relatado cómo la virgen se estaba ahogando y solo él se dio cuenta y fue a rescatarla, me he quedado asustada, la verdad sea dicha. Pero como en todo instante me ha parecido totalmente inofensivo, ya que a mí lo de calar a la gente se me da muy bien, a partir de ese momento me he dado cuenta de que lo mejor era seguirle el rollo, porque tenga lo que tenga en la cabeza, es la única manera de conversar con él. Alberto fue el primer paciente al que conocí y dentro de su enfermedad ha sido el mejor apoyo que he tenido aquí dentro.

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9788413867649
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