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Las habitaciones son espacios semipúblicos, pues en cualquier momento puede entrar alguien del personal sanitario si le parece oportuno y si no, también. O algún paciente desorientado puede entrar en un aposento que no es el suyo. En mi defensa diré que yo nunca he llegado a estar tan confundida como para que me pasara eso. Uno siempre sabe volver a su hogar. Y no olvidemos que, además, estamos siendo grabados dentro de las alcobas. Si eres un afortunado de los que duermen, la pobre enfermera que esté de turno nocturno ve toda la noche cómo roncas, cómo se te cae la baba o cómo acabas siendo un revoltijo de sábanas y extremidades liadas por tanto movimiento nocturno. Y durante el día también, claro. Recuerdo una vez que salí muy rápido de la habitación para ir al salón, debí ponerme en un ángulo muerto y una enfermera vino corriendo a preguntar dónde estaba porque me había perdido de vista en un segundo de distracción. Somos como Los Sims, pero controlados por la química que nos proporcionan y el mal de nuestras cabezas.

Y llegamos al Sancta Sanctorum: el baño, el único lugar privado de la planta al que tenemos acceso los pacientes. Salvo que tengas un trastorno alimenticio, que entonces no tienes privacidad ni en tan sacro lugar. No es que haga yo cosas raras en el baño, pero habrá gente que sí, pues si algo he aprendido de esta experiencia es a no descartar como imposible cualquier comportamiento, por raro que parezca. Una vez me encerré en el baño a oscuras, porque no quería ver nada ni a nadie, sentada en el suelo con las piernas abrazadas con los brazos, hecha un ovillo, y entraba una enfermera cada dos minutos porque ahí no me tenía vigilada. Qué buena tarde pasamos las dos.

PERTENENCIAS

Cuando me despojaron de mis bienes, no me di cuenta de mencionar un detalle en el relato. El mantra que uno se repite antes de salir de casa de móvil-cartera-tabaco-llaves entra dentro de pertenencias de valor, excepto el tabaco, claro, aunque con lo que está subiendo, en algún momento será un bien de lujo. Como aquí llegué sola, nadie se pudo llevar mis cosas de valor y aquí no se podían quedar, así que el vigilante de seguridad metió en una bolsa el móvil, la cartera y las llaves de casa y del coche, y se lo llevó fuera de la planta, no sé dónde, a una caja fuerte o algo así, la verdad es que no me enteré. Más adelante conseguí recuperarlo saltándome la normativa, por mi cuenta y riesgo, y sin que nadie se diese cuenta. Es que soy muy díscola a veces, pero eso ya lo contaré más adelante.

Antes he hablado de armarios y he sido demasiado generosa. En un origen puede que lo fuesen, hoy son dos huecos en la pared con una repisa blanca donde tienes las cosas que te permiten tener. No he comentado que el primer día nos dan un vaso de plástico, con nuestro nombre escrito con permanente negro y ese es nuestro vaso para siempre. Algo que está muy bien, porque no se despilfarra, aunque las señoras siempre se hacen las locas y les tienen que dar vasos nuevos. Se ve que la conciencia ecológica la llevamos los jóvenes. Junto con el vaso de plástico, con el paso de los días fui engrandeciendo el ajuar con el que entré de primeras, llegando a tener bragas y calcetines, que no uso, voy al amor libre, más que nada porque luego tengo que lavarlo en el lavabo y no estaba por la labor; cepillo y pasta de dientes, que no me he lavado los dientes tantas veces al día como aquí, será de la sequedad que causa la medicación o por aburrimiento, yo qué sé; un montón de bolis que me han traído o que he ido pidiendo y que he capitalizado para mí, folios para escribir y algún que otro libro que no he conseguido terminar o siquiera empezar, ya que algunas medicaciones hacen que se te crucen los ojos y se te junten las palabras y, no veáis qué movida, que te quedas como Marujita Díaz. También tengo un par de libros de esos de pasatiempos, que he hecho ya todos los patrones de crucigramas y sudokus que existen, me los sé todos y ya me aburren. Y todas estas letras escritas, que es lo más valioso que aquí tengo, no atesoro nada más. Miento, también disfruto de una radio, que es uno de mis mayores entretenimientos, y una pinza para recogerme el pelo que me permitieron tener pasados unos días. Pasados unos días, también, me dejaron tener en mi neceser el resto de productos de aseo que el primer día la serrana no me dejó hacer uso de ellos, pero eso hay que pedirlo cada vez que quieres usarlo, no lo tienes a tu plena disposición. En una ocasión quise pasarme de lista y escondí entre las bragas la pinza de depilar, que una no solo es folclórica, sino que tiene también algún ancestro portugués y, oye, que me gusta a mí quitarme el bigote a gusto cuando me viene en gana, como a todas, y por eso la escondí. Pero en un registro de pertenencias desapareció y volvió al cajón tutelado. Y sigo mintiendo, tengo una barra de cacao y una crema de manos, porque me muerdo las uñas y me preparo unas sangrías que ni en la matanza del cochino. Ese ha sido todo mi capital en un mes. Porque menos es más.

EXTERIORES

Pasillo

Una vez llegué a contar las baldosas del pasillo, algo que me costó mucho trabajo porque si ya es tedioso de por sí, para una cabeza aletargada ni te cuento. Pero aquí tengo todo el tiempo del mundo, lo malo es que nada más contarlas, se me olvidaron. Tampoco me llevé ningún disgusto, pero no lo volví a intentar. Sí diré que el pasillo cuenta con unos 30 metros de largo, así a ojo, aunque yo los llamo los 100 metros lisos, que me hace más gracia, porque es en este corredor donde desempeñamos las más altas cotas de actividad física que desarrollamos durante el día que, básicamente, consiste en recorrerlo de lado a lado durante horas. En los más altos estados de aturdimiento, puede recorrerse en dos minutos, y en los más altos estados de ansiedad, en menos de diez segundos lo tienes hecho, récord que me parece que ostento yo, una de mis mejores marcas deportivas. También hay pasamanos sembrados a lo largo del corredor que, para sorpresa de los lectores, no son azules, son de un plástico rugoso color beige muy guarro. Puede parecer que estas estructuras están destinadas para la gente mayor que necesita un apoyo, pero aquí uno puede llegar a estar tan turbado que pierde el sentido del espacio y necesita algo físico en lo que apoyarse, porque los conos y los bastones del ojo y los tímpanos no funcionan demasiado bien. En general, nada a nivel orgánico funciona demasiado bien. Es como cuando llegas a casa a horas indecentes tan intoxicado por los efluvios etílicos que tienes que ir arrastrándote por la pared para no aterrizar en el suelo. A mí nunca me ha pasado eso, eh, lo sé de oídas. Y esto lo cuento desde la experiencia, que yo he llegado a caerme incluso con pasamanos y todo, como las señoras que se tropiezan y se rompen la cadera, pero siendo una señora de 26 años que se raspa una rodilla.

Salón

El pasillo es lugar de compartir momentos, aunque sean en silencio y paseando, arrastrando los pies porque no se tienen fuerzas. Sin embargo, el gran lugar público por excelencia, el foro romano, la plaza del mercado, la Acrópolis, la plaza de San Pedro del Vaticano, es el salón común, donde se desarrolla gran parte de este reality. Como no podía ser de otra manera y perdónenme ser tan cansina con el Trastorno Obsesivo Compulsivo, es del mismo azul que las habitaciones o el pasillo y los rodapiés son del mismo azul eléctrico que el de las molduras. También hay una estructura corredera, como para cerrar espacios, como un biombo low cost, que no lo he visto usar nunca y un pilar en esa misma tonalidad azulada. El contenido es básico y práctico: mesas y sillas. Las sillas son en su mayoría negras, que son las más cómodas porque está mullidas, pero algo faltaría si no las hubiese también azules, que son más incómodas. Va quedando clara la tirria que le estoy cogiendo a este color.

Como en el resto de las estancias anteriormente descritas, la decoración es la misma: inexistente. Puede que este lugar sea uno de los máximos ejemplos de arquitectura soviética que continúan en pie en nuestro país. Si es que hay alguno siquiera. Toda esta austeridad castellana queda rota por una televisión, que yo no sé medir en pulgadas, pero, a ojo, es pequeña, y por un mural perturbador pintado por enfermos mentales, nunca mejor dicho, que tiene un río, azul también, con peces y árboles y un sendero hecho con hojas de verdad, que no me he acercado tampoco mucho porque no estoy segura de qué clase de ecosistema ha nacido ahí. En dicho mural aparece escrito: «No es verdad, ángel de amor, que en esta apartada orilla…», porque en esta ciudad el zorrillismo es muy fuerte, incluso durante periodos de convalecencia. Hubo un día que alguien arrancó parte del mural y lo dejó más inquietante de lo que era en origen, no sé, sería el responsable más de Bécquer que de Zorrilla. Estos dos elementos discordantes están en una pared y, en la otra, hay dos amplios ventanales con las mismas características que los de las habitaciones, o sea, con barrotes y limitada apertura. También hay una mesa auxiliar con periódicos, revistas de hace años, libros de crucigramas… de todo un poco y, sobre ella, un reloj. Es uno de los dos relojes que hay en esta planta. De aquí, solo se salvan las vistas, que es lo mejor que he visto yo en todos los años que llevo viviendo en esta ciudad. Desde la 11 Norte contemplo, a parte de la catedral, la Antigua, San Martín… también todos mis dominios: la facultad, mi casa, mi coche en el aparcamiento… había veces que me preguntaba: «¿qué estará pasando en estos sitios en los que suele acontecer mi vida?». Y yo deseaba volver a ellos, pero una vez fuera me he dado cuenta de que nunca nada va a ser más entretenido que estar aquí. Entretenido, que no divertido.

Que estáis locas, como no pisáis la calle os pensáis que en la calle pasan cosas.

Control

Más o menos a mitad del pasillo se encuentra el control, del que ya he dado algunas pinceladas anteriormente, pero se merece algo más que un preámbulo. Es el cerebro de operaciones de toda la planta, por no decir que también el único en buenas condiciones, dejando de lado en esta sentencia a los trabajadores, no seré yo quien se meta con el personal sanitario, al menos, no en esta ocasión. Depende del día y de la hora hay más o menos plantilla y, por tanto, más o menos bullicio. Tienen unos cuantos monitores en los que no sabemos muy bien lo que hacen, ya que no se nos permite entrar, casi ni asomarnos. Normal. Lo que sí se ve bien si sacas un poco los ojos de las órbitas, o si te remoloneas al pedir algo, es lo que a mí me gusta llamar «el monitor del Gran Hermano», desde el que se ven cuadraditos con cada una de las cámaras, que no nos quitan ojo y daré fe de ello más adelante. A veces incluso hay alguien que solo se dedica a mirar por ese monitor. Huelga decir, antes de continuar, que de toda esta sección hablo desde la intuición y la mirada analítica que me hace desgranar cada suceso que acontece a mi alrededor o, al menos, intentarlo. Que todo lo que escribo sobre esta sección es un conocimiento contraído de forma no empírica, todo basado en suposiciones y teorías. Vamos, que hablo sin tener ni puta idea de lo que digo, pero soy española y este no es solo mi derecho, sino también mi deber.

Entonces, en este control, en el mostrador que se ve desde nuestra realidad, a veces escriben muy rápido en el ordenador, sin pestañear, que se les refleja en las pupilas toda la actividad de la pantalla. Como en una película de ciencia ficción. Otras veces llaman cada dos segundos por teléfono y hay alguien que se convierte en teleoperador, como cuando es tu cumpleaños que, aunque quieras, no puedes dejar de coger el teléfono para tener conversaciones cortas y prefabricadas. Pero también se dan conversaciones más largas y, que no me tachen a mí, sin fundamento, de cotilla, pero parecen un poco extraprofesionales. Del tipo: «Ay, Puri, pues por aquí todo tranquilo, pero calla que te cuento, ha pasado la Mari hace un rato y no se ha dignado a saludar, ¿cómo te quedas?». Son diálogos que yo también mantengo en mi trabajo, así que, una vez más, no seré yo juez ni verdugo. También tienen un cuaderno con anotaciones hechas a mano, en las que escriben sobre nosotros y las cosas que pasan como: «Fulano se ha subido a la mesa sin venir a cuento y no quería bajar» o «Mengana lleva toda la tarde dando vueltas a paso ligero por el pasillo, con la mirada fija, como una maníaca». Sí, Mengana soy yo. Esto lo sé porque alguna vez he echado el ojo más lejos de la cuenca, siempre hay que superarse a sí mismo y he visto mi nombre escrito o el de algún otro paciente, entonces me figuro que apuntan este tipo de información porque, como ya llevo escrito en varias ocasiones, esto es un reality, pero sin audiencia. Hay ratos que cacarean tanto que me parece muy poco el agua que beben para tanto gasto de saliva. Otros momentos reina un silencio perturbador, aunque estos son los menos y casi siempre por la noche, pues hay enfermeras, la gran mayoría, que tienen la deferencia hacia los pacientes de no armar escándalos por la noche, para que podamos dormir y tal, o al menos, intentarlo. Las que sí tienen fiestas y no dejan dormir son, cómo no, la serrana y su amiga, o como me gusta a mí llamarlas, «la hidra de dos cabezas», pero ya lo contaré más adelante. Y es que el 90% de la plantilla es femenina, la mejor antítesis de los monjes cartujos que me he encontrado en la vida. Incluso el 10% masculino también está contagiado de esa increíble locuacidad. A veces no sabes si estás en una planta de hospital o en un plató de Mediaset. Que antes de ingresar, el médico de turno te dice que este es un lugar muy tranquilo, para descansar, recuperarse y todo ese rollo, pero es todo inventiva de quien no ha pasado un día entero aquí metido, que a veces los médicos se pasan de listos, aunque de eso ya hablaré más adelante, que tengo para todos.

También tienen ratos que el objetivo laboral del día de algunos es leer el periódico y hacer los crucigramas, que es muy importante estar bien informado y mantener la mente despierta. Y, grosso modo, estos son unos pocos de los quehaceres que percibimos desde fuera que se me ocurren, aunque seguro que más adelante aparecen más.

En el mismo control hay tres salas interiores. La primera es la más pública para nosotros, aunque siempre desde la barrera, claro, y más que nada porque es donde guardan nuestros ajuares del aseo, entre otras cosas. Hay como un mueble con aspecto de colmena y cada celda es para uno de nosotros. Ahí guardan los neceseres y cada vez que los necesitamos los pedimos y devolvemos inmediatamente después de usarlos, que en nuestras manos son muy peligrosos. Y en esta sala tienen más cosas como pijamas, toallas, la máquina esa de medir la tensión y que sacan de paseo de vez en cuando porque tiene ruedines, calefactores para cuando hace más frío de la cuenta en invierno y me imagino que también contarán con ventiladores para combatir los calurosos veranos. En esta noble tierra de extremos solo sobrevivimos los más fuertes. Ah, y no me puedo olvidar de uno de mis objetos de culto en este lugar, quizá solo por detrás del bolígrafo: el secador de pelo. Con difusor y todo. Si es que no tengo derecho ninguno a quejarme.

La siguiente sala de la que hablaré también la atisbamos desde nuestro redil, y es que voy desde lo más público a lo más privado, para ir ganando intensidad en la narrativa, al igual que sucede en las estancias de cualquier arquitectura del mundo islámico, que se van sucediendo las salas desde las más insignificantes hasta la más suntuosa, que es la final, donde tiene su trono el sultán. Si cuentas lo más morboso y espectacular al principio, el resto no resulta interesante. Está todo inventado y todavía nos creemos algo. En fin, sigo. Este espacio es un arsenal de benzodiacepinas y otras drogas que a veces son la única ayuda para el que no le es posible hallar reposo en el mundo ni en su cabeza, consiguiendo un sosiego artificial y forzado. Vamos, que es un como una farmacia. Y, reflexionando sobre las farmacias, me he dado cuenta de que, más que establecimientos, son confesionarios. Todo el mundo ha ido alguna vez a una farmacia en su vida o va con cierta frecuencia y, vayas a lo que vayas, pides algo privado e íntimo, algo que no le interesa saber a nadie, sea lo que sea. Un farmacéutico conoce todos los secretos de su vecindario, es un hombre, o una mujer, poderoso. Pero, a lo que iba, en esta farmacia particular donde también conocen nuestros secretos nos organizan las tres dosis diarias por cabeza y que nos dan en las comidas. Que a veces se olvidan de algo, porque errar es de humanos, pero no pasa nada porque uno está siempre ansioso por tomar la medicación, que examina cuidadosamente antes de llevarse la palma de la mano llena de píldoras a la boca y, aquí sí, uno detecta enseguida si algo va mal. «Me falta el Trankimazín» y rápidamente se remedia la falta. Se trata de trabajo en equipo, nada falla en esta cadena de producción de almas en pena. Los que dormimos mal porque incluso en sueños nos persigue el demonio, tenemos una última toma a las once de la noche, que es como recibir la hostia consagrada en la Misa del Gallo, una bendición.

Y, por último, la sala de los misterios, que a la que escribe no hay misterio que se le escape nunca y a los pocos días pudo constatar que misterio ninguno, la realidad es mucho más prosaica de lo que parece. Lo que pasa es que como no se ve nada de lo que ahí sucede y solo a veces algo se escucha, pues invita a la imaginación, como todo lo que se oculta. Esto es algo que deberían aprender en publicidad, si es que no lo hacen ya, y es que un cuerpo velado llama más la atención que uno desnudo. Que alguien se atreva a decir que la Maja desnuda es más provocadora que la Maja vestida. Pero a lo que voy, que esta es su sala de no hacer nada sin pudor ninguno, sin que nadie los vea, de tomarse el café y todo eso porque, eso sí, elogiable que en la jornada laboral de ocho horas o más que aquí se meten seguidas no salen ni a desayunar, ni a tomar el aire, ni a fumar, ni a nada, como haría cualquier funcionario al uso y eso lo aplaudo. O al menos que yo lo vea, que ya he dicho que de toda esta sección estoy hablando porque tengo boca. Unas más que otras, todo hay que decirlo, que como en todas partes, hay gente para echarla de comer aparte. Y además de tener su remanso de paz en esta sala que, como ya he dicho, desde fuera no se ve ni se oye nada, pero se percibe, dan los partes de cada turno. A cada cambio de turno, las enfermeras que se van comentan lo que ha pasado a las que vienen y van uno por uno, paciente por paciente, que una tiene el oído muy fino y se entera de todo. «Pues Fulano está de los nervios, cuidado con él» o «Mengana no ha dormido nada por la noche y está que fuma en pipa». Sí, vuelvo a ser Mengana. Y así todo el personal sabe lo que le pasa a cada paciente las 24 horas del día. Que por una parte está muy bien porque nos tienen controlados, que para eso estamos aquí, y saben lo que nos pasa, pero por otra parte uno siente una falta total de intimidad que lo hace todavía más vulnerable. Es como que cada movimiento que haces queda en conocimiento de todo el equipo y es una sensación un poco extraña.

Hay tres turnos repartidos: de 8 a 15, de 15 a 22 y de 22 a 8. Hay tanto enfermeras como auxiliares todos los días y en todos los turnos, pero hay menos plantilla durante el fin de semana y en la guardia de la noche, como me gusta llamar al turno nocturno, porque hay veces que la noche es oscura y alberga horrores. No sé muy bien cómo funcionan los días de trabajo, porque lo mismo hay una que viene todos los días por la mañana y luego lo mismo hay otra que solo viene los fines de semana y ya no la volvemos a ver el pelo. Sea como fuere, de alguna manera lo tendrán estipulado y no me meteré, lo único que quiero decir es que no he llegado a entender los patrones de trabajo. Que también te digo, solo me faltaba saber también esto.

Teléfono

El siguiente ámbito que trataré es el tema del teléfono, que es algo que da mucho juego como elemento que nos saca a todos de esta microrrealidad ficticia. A un par de metros del control hay una silla y un teléfono en la pared, al que nos pueden llamar desde el mundo exterior a cualquier hora decente. Bueno, a mí me riñeron una vez por hablar con mi madre a las nueve de la noche, que a esa hora estamos despiertos y no se molesta, pero tengo que apuntar que quien me riñó fue la famosa serrana, esa hija de la gran puta que lo mismo es de Cuenca capital, pero yo la llamo como me da la gana. Unos están una hora hablando, otros media y otros dos minutos, aquí cada uno gestiona este gran privilegio como quiere.

Y luego hay otro teléfono, que está dentro del control y tienes que pedir, desde el que puedes llamar a quien quieras, pero solo de 18.30 a 20.00, a tu madre, a tu abogado… esa es tu elección. Desde este terminal mis conversaciones son más crípticas y breves, porque te escuchan desde el control. O sea, que no te puedes quejar a gusto como en el otro que si hablas bajito, nadie te escucha. Tienes un poquito menos de libertad, pero vamos, que la falta de libertad no supone ningún problema porque es una constante, te acabas acostumbrando. Yo más de una vez y de dos y de tres he estado tan enfadada que me he cagado en todos los muertos de todos los aquí presentes, a los cuatro vientos, que no necesitaba un hilo telefónico para que me escuchara mi interlocutor y sin importarme nada que me escucharan. Pero estos detalles más escabrosos ya lo iré contando, que así, en frío, asustan. Hay que calentar motores antes.

Despachos

Aquí estamos todos por lo que estamos, aunque no estemos todos los que somos, y entre tres psiquiatras nos atienden en sus despachos, que están en los cinco primeros metros del pasillo, antes del control y de las habitaciones. Hay una que más sabe por loca que por psiquiatra, otro que va siempre con una guardia pretoriana de residentes y estudiantes que si no está él, te atienden ellos, y otra que no la conozco mucho, pero parece simpática y, lo más importante, en sus ojos se percibe la cordura que le falta a la primera. Todos los días nos pasan consulta a todos. Bueno, a la mía a veces se le olvida que tiene pacientes y no nos ve o nos ve cinco minutos antes de irse. Y también nos van ajustando la medicación, ya que estamos aquí, aunque un poco como les parece a ellos, que no quiere decir que esté bien, claro. No iré yo de guapa y de lista, pero, aunque no haya estudiado Medicina ni sepa qué hace o qué tiene lo que me tomo, lo que sí que sé es cómo me sienta. Y sé mejor que un médico que esto me sienta bien y esto otro me sienta mal. Es que soy muy partidaria del conocimiento empírico, no sé si ya se me ha notado, pero por si acaso, lo digo.

La que está como las maracas es mi médico porque yo no nací con estrella sino estrellada. Es doctora en Psiquiatría, psicóloga y psicoanalista, y no sé qué mandangas más que me repite todos los días, pero no sé si es que le han dado los títulos en la tómbola o se ha quedado colgada por el camino. Porque ante un «Doctora, no me ponga esta pastilla por la noche, que no duermo bien con ella», la respuesta es «que no mujer, que son cosas tuyas, que esto va muy bien». Pues eso mismo, que son cosas mías, que haga el favor de hacerme caso, por Dios. Entonces el otro doctor que me tocó después, cuando la otra terminó de volverme loca, el que tiene la sombra más alargada que el ciprés de Silos con todos los estudiantes que van en fila siempre detrás de él, ya me hizo caso y en dos días me ajustó más o menos lo que me había desajustado la otra en quince. Aunque ya hablaré de esto más adelante, otra vez volvemos al Alfa y la Omega, el Yin y el Yang, la luz y la oscuridad. Es muy fuerte el rollo del maniqueísmo en esta planta. Casi todo es blanco o negro, pocas veces las cosas tienen matices aquí.

Aislamiento

Y, por último, hablaré del espacio más sombrío, siniestro y dantesco de esta planta, solo después del despacho de la doctora Cordura: aislamiento. Es una habitación muy grande, con un gran ventanal y una puerta de seguridad con una abertura rectangular para ver desde fuera a quien está dentro. En lugar de una tapa que se desliza para abrir o cerrar esta rendija, como en las películas, hay un papel pegado con celo. Todo muy low cost. Dentro hay una cama con cintas y bridas para atar a los pacientes que la lían. Es la expresión, «estar loco de atar», de toda la vida, hecha realidad, materializada. Justo ahí se encuentra también el vigilante de seguridad, que custodia esta cámara de los horrores. En varias ocasiones he visto cómo reducían a alguno o alguna para meterlo ahí dentro entre alaridos que desaparecían rápidamente al efecto de un pinchazo tranquilizante. Y casi siempre había alguien ahí metido, no es que fuese parte del atrezzo, no, no, se hacía uso de esta cámara de los horrores con bastante asiduidad. Incluso a mí, una vez que la lie un poco más de la cuenta, me amenazó una enfermera con meterme ahí dentro, pero no me lo tomé en serio, porque creo que ni ella se lo tomó en serio al decírmelo. Modestia aparte, pero con todo el ganado que hay aquí soy la última candidata para entrar a aislamiento. La enfermera iba de farol y tuvo su gracia.

Y así quedaría más o menos resumido un poco el marco contextual de la planta, para que el lector se sitúe en este sistema que vela por tu salud mental o procura que pierdas el juicio, todo depende de los días que pase uno aquí. Hace un rato que no meto lo de mi trastorno obsesivo cromático, pero todo hay que imaginarlo siempre azul, azul celeste, eléctrico, cobalto, Amberes, purísima… azul, siempre azul. Como antes decía, es un color que transmite sosiego y paz, pero hasta cierto punto, y eso lo sabemos bien los nacidos bajo el signo de Saturno.

RUTINA

Descritos los espacios donde he pasado 33 días y 500 noches, lo siguiente que es necesario explicar son los rituales del día a día, tan rutinarios y monótonos que se te meten dentro del cuerpo, de tal manera que se te cambia el reloj biológico por completo. Sobre las ocho y cuarto de la mañana, una vez hecho el cambio de turno y dado el parte, no tocan la corneta porque no tienen, pero puerta por puerta la auxiliar de turno va voceando los buenos días con una vitalidad que, de verdad, no sé qué desayunan. Las cortinas no las corren porque no hay y las persianas no las suben porque la mayoría las tenemos ya subidas siempre, por no pedir la manilla para bajarlas y porque nos medican tan fuerte que ya puede ser 17 de julio en la costa del Sol que la luz no va a ser impedimento para seguir dormitando. Yo, como en condiciones normales me despierto con una mosca y, si encima me dar por dormir mal ya ni te cuento, y en un día mío normal me despierto mucho antes de esas horas, antes del despertar colectivo ya estoy con el ansia viva en el cuerpo y salgo al pasillo hasta que sacan el carro. El carro es como el primer gran estimulante que llega con el nuevo día tras una noche en vela, un pequeño expositor de luz y de color que en mi cabeza sonaba como La mañana de Grieg, porque significaba salir de la habitación de una vez, solo me faltaban pajaritos volando a mi alrededor. Como si de un tenderete de Zara se tratara, en el carro están los pijamas para cambiarse, toallas grandes y pequeñas, esponjas individuales en su envoltorio de plástico, cero ecológico, pero que me daba lo mismo el medio ambiente con aquel invento fascinante que es una esponja que al contacto con el agua segrega ya el jabón. El futuro. Y para una que es adicta a visitar droguerías y a las ofertas de chorradas del Lidl, la seducción es todavía mayor. En la repisa inferior ya hay cosas menos ilusionantes, como sábanas, colchas, bajeras, fundas de almohadas… menaje que da pereza solo de verlo.

Aquí me gustaría hacer una puntualización sobre el maravilloso mundo de los pijamas, que me costó algunos días comprender el funcionamiento que nadie me explicó porque aquí la mayoría de las cosas no te las explican, te vas enterando como puedes. Cuando llegué, me dieron un pijama de rayas de color azul, vaya sorpresa. Me quedaba como un saco y la serrana, en lugar de sacarme uno de mi talla, me puso un esparadrapo en la goma de la cintura para que no se me cayera. Qué miseria de primer día. Entonces, al día siguiente se me antojó ponerme uno rojo, porque ya desde los inicios el azul no me convencía, y al siguiente uno verde, así, por ir cambiando. Hasta el día que quise vestirme de granate y noté que cabíamos dos personas de mi talla en aquel pijama. Y es que cada color corresponde a una talla. Que, pensará el lector, qué tía más idiota, cómo no te das cuenta de eso, pues mira, cariño, no caí en eso así de primeras. Quien me conoce sabe que no sé vestir sin un estampado, ir de raso me angustia y vi aquel oasis de colores que quise ponérmelos todos. El amarillo es la XS, el verde la S, el rojo la M, el azul la L y el granate la XL. Al poco descubrí que mi pijama ideal era el verde, que puede que me quedara un poco corto, pero tampoco ha diseñado estas prendas Balenciaga, no vamos a pedirle peras al olmo. A las que tenemos las carnes tersas por la edad no, pero a las que tienen todo colgandero ya les ponen unos esparadrapos en el escote porque, la verdad, que son prendas bastante indiscretas, como no tengas cuidado enseñas todo.

Una vez que uno tiene las vituallas procede al aseo personal y para ello hay que pedir el neceser en el control. En mi neceser, que era una bolsa de plástico porque la enfermera Ratched me quitó el mío por considerarlo todo innecesario, a los dos días, porque lo pedí, tenía champú, desodorante, crema para la cara, pinza de depilar, aceite de argán para el pelo y, desde la segunda semana, que lo necesitaba como el respirar, acondicionador para el pelo porque, puede parecer una frivolidad, pero se me estaba quedando muy seco y estropeado. Y a cualquiera puede parecerle una tontería y pensar «pues chica, te lo recoges en un moño y listo», pero no caería esa breva conmigo. Mi seña de identidad más destacada, que es mi melena larga, rizada y castaña cobriza, en un lugar en el que me encontraba despojada de mis cosas y de mi ser, de todo, mis caireles sueltos han sido mi mayor fortaleza, porque sentía que era lo único y lo último que quedaba de mí. Me creía Sansón. Y que me estaba poniendo mala de verme el pelo tan estropeado, sencillamente. Pero, a partir de ese momento, gracias a Herbal Essences, me encontré mejor.

286,32 ₽
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270 стр. 1 иллюстрация
ISBN:
9788413867649
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