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Nuestra edición

En 1656 salió en Amberes, en la imprenta plantiniana, la edición del P. J. Eusebio Nieremberg, que es la de 1536, retocada y modernizada por él. Esta edición tuvo varias reediciones que a veces la desfiguraron. En 1935 (Barcelona) Viada y Lluch le devolvió su rostro primitivo.

Esta traducción de Nieremberg es la que aquí reproducimos. Su castellano es fluido y elegante, y bastante ajustado al latín. Es también un tanto perifrástica, pues dada la concisión latina del Kempis, y además en breves sentencias, se hace necesario traducir con cierta amplitud (una palabra necesita a veces una frase), pero lo importante es que no se traicione el sentido y a ser posible se respeten la fuerza y viveza de muchas palabras y expresiones. Cosa que respeta en general el P. Nieremberg. Mientras no poseamos una edición verdaderamente crítica del original latino no se puede pedir mucho más, pues las aproximaciones diversas las habrá para todos los gustos.

El hecho es que el Kempis se ha editado y leído por millones de lectores. San Ignacio lo hizo popular entre su Compañía, que fue un medio de propaganda para él mismo. Granada y san Juan de Ávila lo recomendaron en sus escritos y con su nombre. Santa Teresa lo manda tener para sus monjas en las Constituciones. Los elogios de santos y espirituales son innumerables.

Sería interesante rastrear su huella en san Juan de la Cruz, que es tan personal, tan él, pero que en cuanto a purificación del corazón, serenidad del alma y dulce encuentro con el Amor, conecta magníficamente con el Kempis, al que sin duda leyó como todos entonces. Hasta en la nota de cierto individualismo espiritual coinciden los dos: olvidos de los místicos.

Cabe preguntar: ¿por qué este fenómeno multitudinario durante siglos? Por su sencillez y su unción devota, por su mesura dentro de sus exigencias radicales, por su insistencia sobre el recogimiento y cultivo suave de la interioridad. Sí, le falta «sociología», visión universal eclesial, pero un escritor no tiene obligación de hablar de todo, piensa en temas concretos, y en que su público también lo va a ser: Kempis escribe para sus canónigos regulares y sus «devotos». Pero el alma del incompleto y desordenado librito desbordó sus posibles previsiones. Hay, a pesar de las explicaciones que se ocurren, algo providencial y misterioso en ello.

Pero se comprende que hoy, en nuestra cultura laocentrista el Kempis sea menos apreciado (a veces hasta ha sido despreciado). Sin embargo es un clásico de la literatura espiritual cristiana que siempre se leerá. La misma sequía de vida interior que sufrimos hará volver a muchos, hasta a no cristianos, a buscar en sus páginas una palabra de paz.

Baldomero Jiménez Duque

Ávila, 15 de enero de 1997

Bibliografía

A la ya citada en el texto, que es la principal, pueden añadirse los artículos del Dictionnaire de Spiritualité (París) siguientes:

T. Rudolf M. van Duk, Thomas Hemerkem a Kempis, 15 (1991) 817-826.

A. Ampe, Imitatio Christi, 7 (1971) 2338-2368.

Debonguie, Devotio moderna, 3 (1957) 727-747.

M. van Woerkun, F. Radewijns, 5 (1962) 427-434.

J. Tiecke, G. Groot, 6 (1965) 265-274.

W. Lourdaux, Gerard Zerbolt de Zustphen, 6 (1965) 284-289.

R. G. Villoslada, Rasgos característicos de la devotio moderna, Manresa (1956) 315-350.

A. Huerga, Devotio moderna, en AA.VV., Historia de la Espiritualidad II, Juan Flors, Barcelona 1969, 15-50.

LIBRO PRIMERO

Avisos provechosos para la vida espiritual

Capítulo 1

De la imitación de Cristo y desprecio de todas las vanidades del mundo.

[1] «Quien me sigue no anda en tinieblas» (Jn 8,12), dice el Señor. Estas palabras son de Cristo, con las cuales nos amonesta que imitemos su vida y costumbres, si queremos verdaderamente ser alumbrados y libres de toda la ceguedad del corazón.

Sea, pues, nuestro estudio pensar en la vida de Jesucristo.

La doctrina de Cristo excede a la de todos los santos, y el que tuviese espíritu hallará en ella maná escondido.

Mas acaece que muchos, aunque a menudo oigan el evangelio, gustan poco de él, porque no tienen el espíritu de Cristo.

El que quiera entender plenamente y saborear las palabras de Cristo, conviene que procure conformar con Él toda su vida.

[2] ¿Qué te aprovecha disputar altas cosas de la Trinidad, si careces de humildad, por donde desagradas a la Trinidad?

Por cierto, las palabras subidas no hacen santo ni justo; mas la virtuosa vida hace al hombre amable a Dios.

Más deseo sentir la contrición, que saber definirla.

Si supieses toda la Biblia a la letra y los dichos de todos los filósofos, ¿qué te aprovecharía todo sin caridad y gracia de Dios?

«Vanidad de vanidades y todo vanidad» (Qo 1,2), sino amar y servir solamente a Dios.

Suma sabiduría es, por el desprecio del mundo, ir a los reinos celestiales.

[3] Vanidad es, pues, buscar riquezas perecederas y esperar en ellas.

También es vanidad desear honras y ensalzarse vanamente.

Vanidad es seguir el apetito de la carne y desear aquello por donde después te sea necesario ser castigado gravemente.

Vanidad es desear larga vida y no cuidar que sea buena.

Vanidad es mirar solamente a esta presente vida y no prever lo venidero.

Vanidad es amar lo que tan presto se pasa y no buscar con solicitud el gozo perdurable.

[4] Acuérdate frecuentemente de aquel dicho de la Escritura: «No se harta la vista de ver ni el oído de oír» (Qo 1,8).

Procura, pues, desviar tu corazón de lo visible y traspasarlo a lo invisible, porque los que siguen su sensualidad manchan su conciencia y pierden la gracia de Dios.

Capítulo 2

Del bajo aprecio de sí mismo.

[1] Todos los hombres, naturalmente, desean saber; mas, ¿qué aprovecha la ciencia sin el temor de Dios?

Por cierto, mejor es el rústico humilde que a Dios sirve, que el soberbio filósofo que, dejando de conocerse, considera el curso del cielo.

El que bien se conoce, tiénese por vil, y no se deleita en alabanzas humanas.

Si yo supiese cuanto hay en el mundo y no estuviese en caridad, ¿qué me aprovecharía delante de Dios, que me juzgará según mis obras?

[2] No tengas deseo demasiado de saber, porque en ello se halla grande estorbo y engaño.

Los letrados gustan de ser vistos y tenidos por tales.

Muchas cosas hay que, el saberlas, poco o nada aprovecha al alma; y muy loco es el que en otras cosas entiende, sino en las que tocan a la salvación.

Las muchas palabras no hartan el alma; mas la buena vida le da refrigerio y la pura conciencia causa gran confianza en Dios.

[3] Cuanto más y mejor entiendes, tanto más gravemente serás juzgado si no vivieres santamente.

Por eso no te ensalces por alguna de las artes o ciencias; mas teme del conocimiento que de ella se te ha dado.

Si te parece que sabes mucho y entiendes muy bien, ten por cierto que es mucho más lo que ignoras.

«No quieras saber cosas altas» (Rom 11,21); mas confiesa tu ignorancia.

¿Por qué te quieres tener en más que otro, hallándose muchos más doctos y sabios en la ley que tú?

Si quieres saber y aprender algo provechosamente, desea que no te conozcan ni te estimen.

[4] El verdadero conocimiento y desprecio de sí mismo es altísima y doctísima lección.

Gran sabiduría y perfección es sentir siempre bien y grandes cosas de otros, y tenerse y reputarse en nada.

Si vieres a alguno pecar públicamente o cometer culpas graves, no te debes juzgar por mejor, porque no sabes cuánto podrás perseverar en el bien.

Todos somos flacos; mas tú a nadie tengas por más flaco que a ti.

Capítulo 3

De la doctrina de la Verdad

[1] Bienaventurado aquel a quien la Verdad por sí misma enseña, no por figuras y voces que se pasan, sino así como es.

Nuestra estimación y nuestro sentimiento a menudo nos engañan y conocen poco.

¿Qué aprovecha la gran curiosidad de saber cosas oscuras y ocultas, pues que del no saberlas no seremos en el día del juicio reprendidos?

Gran locura es que, dejadas las cosas útiles y necesarias, entendemos con gusto en las curiosas y dañosas. Verdaderamente, teniendo ojos, no vemos.

¿Qué se nos da de los géneros y especies de los lógicos?

Aquel a quien habla el Verbo eterno, de muchas opiniones se desembaraza.

De este Verbo salen todas las cosas. Y todas predican este Uno, y este es el «Principio que nos habla» (Jn 8,25).

Ninguno entiende o juzga sin él rectamente.

Aquel a quien todas las cosas le fueren uno, y las trajere a uno, y las viere en uno, podrá ser estable y firme de corazón y permanecer pacífico en Dios.

¡Oh Dios, que eres la Verdad! Hazme permanecer uno contigo en caridad perpetua.

Enójame muchas veces leer y oír muchas cosas; en ti está todo lo que quiero y deseo.

Callen todos los doctores; callen las criaturas en tu presencia: háblame tú solo.

[2] Cuanto alguno fuere más unido contigo, y más sencillo en su corazón, tanto más y mayores cosas entiende sin trabajo, porque de arriba recibe la luz de la inteligencia.

El espíritu puro, sencillo y constante no se distrae, aunque entienda en muchas cosas, porque todo lo hace a honra de Dios; y esfuérzase a estar desocupado en sí de toda curiosidad.

¿Quién más te impide y molesta que la afición de tu corazón no mortificada?

El hombre bueno y devoto, primero ordena dentro de sí las obras que debe hacer de fuera. Y ellas no le llevan a deseos de inclinación viciosa; mas él las trae al albedrío de la recta razón.

¿Quién tiene mayor combate que el que se esfuerza a vencerse a sí mismo?

Y esto debería ser nuestro negocio: querer vencerse a sí mismo, y cada día hacerse más fuerte y aprovechar en mejorarse.

[3] Toda la perfección de esta vida tiene consigo cierta imperfección; y toda nuestra especulación no carece de alguna oscuridad.

El humilde conocimiento de ti mismo es más cierto camino para Dios que escudriñar la profundidad de la ciencia.

No es de culpar la ciencia, ni cualquier otro conocimiento de lo que, en sí considerado, es bueno y ordenado por Dios; mas siempre se ha de anteponer la buena conciencia y la vida virtuosa.

Pero porque muchos estudian más para saber que para bien vivir, por eso yerran muchas veces, y poco o ningún fruto hacen.

[4] Si tanta diligencia pusiesen en desarraigar los vicios y sembrar las virtudes como en mover cuestiones, no se harían tantos males y escándalos en el pueblo, ni habría tanta disolución en los monasterios.

Ciertamente, en el día del Juicio no nos preguntarán qué leímos, sino qué hicimos; ni cuán bien hablamos, sino cuán religiosamente vivimos.

Dime: ¿dónde están ahora todos aquellos señores y maestros que tú conociste cuando vivían y florecían en los estudios?

Ya poseen otros sus rentas, y por ventura no hay quien de ellos se acuerde. En su vida parecían algo; ya no hay de ellos memoria.

[5] ¡Oh, cuán presto se pasa la gloria del mundo! Pluguiera a Dios que su vida concordara con su ciencia, y entonces hubieran estudiado y leído bien.

¡Cuántos perecen en este siglo por su vana ciencia, que cuidan poco del servicio de Dios!

Y porque eligen ser más grandes que humildes, por eso se hacen vanos en sus pensamientos.

Verdaderamente es grande el que tiene gran caridad.

Verdaderamente es grande el que se tiene por pequeño y tiene en nada la más encumbrada honra.

Verdaderamente es prudente el que «todo lo terreno tiene por estiércol para ganar a Cristo» (Flp 3,8).

Y verdaderamente es sabio el que hace la voluntad de Dios y deja la suya.

Capítulo 4

De la prudencia en las acciones

[1] No se debe dar crédito a cualquier palabra ni a cualquier espíritu; mas con prudencia y espacio se deben, según Dios, examinar las cosas.

¡Oh dolor! Muchas veces se cree y se dice más fácilmente del prójimo el mal que el bien. ¡Tan flacos somos!

Mas los varones perfectos no creen de ligero cualquier cosa que les cuentan, porque saben ser la flaqueza humana presta al mal y muy deleznable en las palabras.

[2] Gran sabiduría es no ser el hombre inconsiderado en lo que ha de hacer, ni porfiado en su propio sentir.

A esta sabiduría también pertenece no creer a cualesquiera palabras de hombres, ni decir luego a los otros lo que oye o cree.

Toma consejo del hombre sabio y de buena conciencia; y apetece más ser enseñado de otro mejor, que seguir tu parecer.

La buena vida hace al hombre sabio, según Dios, y experimentado en muchas cosas.

Cuanto alguno fuere más humilde en sí y más sujeto a Dios, tanto más sabio y sosegado será en todo.

Capítulo 5

De la lección de las Santas Escrituras

[1] En las santas Escrituras se debe buscar la verdad, no la elocuencia.

Toda la Escritura santa se debe leer con el espíritu que se hizo.

Más debemos buscar el provecho en la Escritura que no la sutileza de palabras.

De tan buena gana debemos leer los libros sencillos y devotos como los sublimes y profundos.

No te mueva la autoridad del que escribe si es de pequeña o grande ciencia; mas convídete a leer el amor de la pura verdad.

No mires quién lo ha dicho, mas atiende qué tal es lo que se dijo.

Los hombres pasan; mas «la verdad del Señor permanece para siempre» (Sal 116,2).

[2] De diversas maneras nos habla Dios, sin acepción de personas.

Nuestra curiosidad nos impide muchas veces el provecho que se saca en leer las Escrituras, cuando queremos entender y escudriñar lo que llanamente se debía pasar.

Si quieres aprovechar, lee con humildad, fiel y sencillamente, y nunca desees nombre de letrado.

Pregunta de buena voluntad y oye callando las palabras de los santos; y no te desagraden las sentencias de los viejos, porque no las dicen sin causa.

Capítulo 6

De los deseos desordenados

[1] Cuantas veces desea el hombre desordenadamente alguna cosa, luego pierde el sosiego.

El soberbio y el avariento nunca están quietos; el pobre y el humilde de espíritu viven en mucha paz.

El hombre que no es perfectamente mortificado en sí, presto es tentado y vencido de cosas pequeñas y viles.

El flaco de espíritu y que aún está inclinado a lo animal y sensible, con dificultad se puede abstraer totalmente de los deseos terrenos.

Y cuando se abstiene recibe muchas veces tristeza, y se enoja presto si alguno le contradice.

Pero si alcanza lo que desea, siente luego pesadumbre por el remordimiento de la conciencia; porque siguió a su apetito, el cual nada aprovecha, para alcanzar la paz que busca.

En resistir, pues, a las pasiones se halla la verdadera paz del corazón, y no en seguirlas.

No hay, pues, paz en el corazón del hombre carnal, ni del que se entrega a lo exterior, sino en el que es fervoroso y espiritual.

Capítulo 7

Que se ha de huir la vana esperanza

y la soberbia

[1] Vano es el que pone su esperanza en los hombres o en las criaturas.

No te avergüences de servir a otros por amor a Jesucristo y parecer pobre en este siglo.

No confíes de ti mismo, sino pon tu esperanza en Dios.

Haz lo que puedas, y Dios favorecerá tu buena voluntad.

No confíes en tu ciencia ni en la astucia de ningún viviente, sino en la gracia de Dios, que ayuda a los humildes y abate a los presumidos.

[2] Si tienes riquezas, no te gloríes en ellas, ni en los amigos, aunque sean poderosos, sino en Dios, que todo lo da y, sobre todo, desea darse a sí mismo.

No te ensalces por la gallardía y hermosura del cuerpo, que con pequeña enfermedad se destruye y afea.

No te engrías de tu habilidad o ingenio, no sea que desagrades a Dios, de quien es todo bien natural que tuvieres.

[3] No te estimes por mejor que otros, porque no seas quizá tenido por peor delante de Dios, que sabe lo que hay en el hombre.

No te ensoberbezcas de tus buenas obras, porque de otra manera son los juicios de Dios que los de los hombres y a Él muchas veces desagrada lo que a ellos contenta.

Si tuvieres algo bueno, piensa que son mejores los otros, porque así conservas la humildad.

No te daña si te pusieres debajo de todos; mas es muy dañoso si te antepones siquiera a uno solo.

Continua paz tiene el humilde; mas en el corazón del soberbio hay emulación y saña frecuente.

Capítulo 8

Que se ha de evitar la mucha familiaridad

[1] No descubras tu corazón a cualquiera (Qo 8,22), mas comunica tus cosas con el sabio y temeroso de Dios.

Con los jóvenes y extraños conversa poco.

Con los ricos no seas lisonjero, ni estés de buena gana delante de los grandes.

Acompáñate con los humildes y sencillos y con los devotos y bien acostumbrados, y trata con ellos cosas de edificación.

No tengas familiaridad con ninguna mujer; mas en general encomienda a Dios todas las buenas.

Desea ser familiar sólo a Dios y a sus ángeles, y huye de ser conocido de los hombres.

[2] Justo es tener caridad con todos; pero no conviene la familiaridad.

Algunas veces sucede que la persona no conocida resplandece por la buena fama; pero su presencia suele parecer mucho menos.

Pensamos algunas veces agradar a los otros con nuestra conversación; y más los ofendemos porque ven en nosotros costumbres menos ordenadas.

Capítulo 9

De la obediencia y sujeción

[1] Gran cosa es estar en obediencia, vivir debajo de un superior y no tener voluntad propia.

Mucho más seguro es estar en sujeción que en mando.

Muchos están en obediencia más por necesidad que por caridad; los cuales tienen trabajo y ligeramente murmuran, y nunca tendrán libertad de ánimo si no se sujetan por Dios de todo corazón.

Anda de una parte a otra; no hallarás descanso sino en la humilde sujeción al superior.

La imaginación y mudanza de lugar a muchos ha engañado.

[2] Verdad es que cada uno se rige de buena gana por su propio parecer, y se inclina más a los que siguen su sentir.

Mas si Dios está entre nosotros, necesario es que dejemos algunas veces nuestro parecer por el bien de la paz.

¿Quién es tan sabio que lo sepa todo enteramente?

No quieras, pues, confiar demasiadamente en tu sentido; mas gusta también de oír de buena gana el parecer de otro.

Si tu parecer es bueno, y lo dejas por Dios, y sigues el ajeno, más aprovecharás de esta manera.

[3] Porque muchas veces he oído ser más seguro oír y tomar consejo que darlo (Prov 12,15).

Bien puede también acaecer que sea bueno el parecer de uno; mas no querer sentir con los otros cuando la razón o la causa lo demanda, señal es de soberbia y pertinacia.

Capítulo 10

Que se ha de cercenar la demasía

en las palabras

[1] Excusa cuanto pudieres el ruido de los hombres; pues mucho estorba el tratar de las cosas del siglo, aunque se digan con buena intención.

Porque presto somos amancillados y cautivos de la vanidad.

Muchas veces quisiera haber callado y no haber estado entre los hombres.

Pero, ¿cuál es la causa que tan de gana hablamos y platicamos unos con otros, viendo cuán pocas veces volvemos al silencio sin daño de la conciencia?

La razón es que, por el hablar, buscamos ser consolados unos de otros y deseamos aliviar el corazón fatigado de pensamientos diversos.

Y de muy buena gana nos detenemos en hablar y pensar de las cosas que amamos o sentimos adversas.

Mas, ¡ay dolor!, que muchas veces sucede vanamente y sin fruto; porque esta exterior consolación es de gran detrimento a la interior y divina.

[2] Por eso, velemos y oremos, no se nos pase el tiempo en balde.

Si puedes y conviene hablar, sean cosas que edifiquen.

La mala costumbre y la negligencia de aprovechar ayudan mucho a la poca guarda de nuestra lengua.

Pero no poco servirá para nuestro espiritual aprovechamiento la devota plática de cosas espirituales, especialmente cuando muchos, de un mismo espíritu y corazón, se juntan en Dios.

Capítulo 11

Cómo se debe adquirir la paz

y del celo de aprovechar

[1] Mucha paz tendríamos si en los dichos y hechos ajenos que no nos pertenecen no quisiésemos meternos.

¿Cómo puede estar en paz mucho tiempo el que se entremete en cuidados ajenos, y busca ocasiones exteriores, y dentro de sí poco o tarde se recoge?

Bienaventurados los sencillos, porque tendrán mucha paz.

[2] ¿Cuál fue la causa por que muchos de los santos fueron tan perfectos y contemplativos?

Porque se esforzaron en mortificar totalmente todo deseo terreno; y por eso pudieron con lo íntimo del corazón allegarse a Dios y ocuparse libremente en sí mismos.

Nosotros nos ocupamos mucho con nuestras pasiones, y tenemos demasiado cuidado de lo transitorio.

Y también pocas veces vencemos un vicio perfectamente, ni nos alentamos para aprovechar cada día, y por esto nos quedamos tibios y aun fríos.

[3] Si estuviésemos perfectamente muertos a nosotros mismos, y en lo interior desocupados, entonces podríamos gustar las cosas divinas y experimentar algo de la contemplación celestial.

El impedimento mayor y total es que no somos libres de nuestras inclinaciones y deseos, ni trabajamos por entrar en el camino perfecto de los santos.

Y también cuando alguna adversidad se nos ofrece, muy presto nos desalentamos y nos volvemos a las consolaciones humanas.

[4] Si nos esforzásemos más en pelear como fuertes varones, veríamos sin duda la ayuda del Señor que viene desde el cielo sobre nosotros. Porque dispuesto está a socorrer a los que pelean y esperan en su gracia, y nos procura ocasiones de pelear para que alcancemos la victoria.

Si solamente en las observancias de fuera ponemos el aprovechamiento de la vida religiosa, presto se nos acabará la devoción.

Mas pongamos la segur a la raíz, porque, libres de las pasiones, poseamos pacíficas nuestras almas.

[5] Si cada año desarraigásemos un vicio, presto seríamos perfectos.

Mas ahora, al contrario, muchas veces experimentamos que fuimos mejores y más puros en el principio de nuestra conversión que después de muchos años de profesos.

Nuestro fervor y aprovechamiento cada día debe crecer; mas ahora ya nos parece mucho conservar alguna parte del primer fervor.

Si al principio hiciésemos algún esfuerzo, podríamos después hacerlo todo con facilidad y gozo.

[6] Grave cosa es dejar la costumbre, pero más grave es ir contra la propia voluntad.

Mas si no vences las cosas pequeñas y ligeras, ¿cómo vencerás las dificultosas?

Resiste en los principios a tu inclinación y deja la mala costumbre, porque no te lleve poco a poco a mayor dificultad.

¡Oh, si mirases cuánta paz a ti mismo y cuánta alegría darías a los otros rigiéndote bien, yo creo que serías más solícito en el aprovechamiento espiritual!

Capítulo 12

Del provecho de las adversidades

[1] Bueno es que algunas veces nos sucedan cosas adversas y vengan contrariedades, porque suelen atraer al hombre al corazón, para que se conozca desterrado y no ponga su esperanza en cosa alguna del mundo.

Bueno es que padezcamos a veces contradicciones y que sientan de nosotros mal e imperfectamente, aunque hagamos bien y tengamos buena intención. Estas cosas, de ordinario, ayudan a la humildad y nos defienden de la vanagloria.

Porque entonces mejor buscamos a Dios por testigo interior, cuando por de fuera somos despreciados de los hombres, y no nos dan crédito.

[2] Por eso debía uno afirmarse de tal manera en Dios que no le fuese necesario buscar muchas consolaciones humanas.

Cuando el hombre de buena voluntad es atribulado, o tentado, o afligido con malos pensamientos, entonces conoce tener de Dios mayor necesidad, experimentando que sin Él no puede nada bueno.

Entonces también se entristece, gime y ora a Dios por las miserias que padece.

Entonces le es molesta la vida larga, y desea hallar la muerte para «ser desatado de este cuerpo y estar con Cristo» (Flp 1,3).

Entonces también conoce que no puede haber en el mundo perfecta seguridad ni cumplida paz.

Capítulo 13

Cómo se ha de resistir a las tentaciones

[1] Mientras en el mundo vivimos no podemos estar sin tribulaciones y tentaciones.

Por lo cual está escrito en Job 7,1: «Tentación es la vida del hombre sobre la tierra».

Por eso, cada uno debería tener mucho cuidado acerca de sus tentaciones y velar en oración, porque no halle el demonio lugar de engañarle, que nunca duerme, sino «busca por todos lados a quien tragarse» (1Pe 5,8).

Ninguno hay tan perfecto ni tan santo que no tenga algunas veces tentaciones, y no podemos vivir sin ellas.

[2] Mas las tentaciones son muchas veces utilísimas al hombre, aunque sean graves y pesadas, porque en ellas es uno humillado, purgado y enseñado.

Todos los santos por muchas tribulaciones y tentaciones pasaron, y aprovecharon.

Y los que no las quisieron resistir fueron tenidos por réprobos y sucumbieron.

No hay religión tan santa, ni lugar tan secreto, que no haya tentaciones y adversidades.

[3] No hay hombre seguro del todo de tentaciones mientras vive, porque en nosotros mismos está la causa de donde vienen, pues que nacimos con la inclinación al pecado.

Pasada una tentación o tribulación, sobreviene otra; y siempre tendremos que sufrir, porque se perdió el bien de nuestra felicidad.

Muchos quieren huir las tentaciones y caen en ellas más gravemente.

No se puede vencer con sólo huirlas; mas con paciencia y verdadera humildad nos hacemos más fuertes que todos los enemigos.

[4] El que solamente quita el mal que se ve y no arranca la raíz, poco aprovechará; antes tornarán a él más presto las tentaciones, y se hallará peor.

Poco a poco, con paciencia y larga esperanza, vencerás (con el favor divino) mejor que no con violencia y propia fatiga.

Toma muchas veces consejo en la tentación y no seas desabrido con el que está tentado; antes procura consolarlo, como tú lo quisieras para ti.

[5] El principio de toda mala tentación es la inconstancia del ánimo y la poca confianza en Dios.

Porque como la nave sin timón la llevan a una y otra parte las olas, así el hombre descuidado y que desiste de su propósito, es tentado de diversas maneras.

El fuego prueba el hierro, y la tentación al hombre justo.

Muchas veces no sabemos lo que podemos; mas la tentación descubre lo que somos.

Debemos, pues, velar principalmente al venir la tentación, porque entonces más fácilmente es vencido el enemigo cuando no le dejamos pasar de la puerta del alma y se le resiste al umbral luego que toca.

Por lo cual dijo uno:

«Atajar al principio el mal procura;

si llega a echar raíz, tarde se cura»[1].

Porque primeramente se ofrece al alma el pensamiento sencillo; después, la importuna imaginación; luego, la delectación y el torpe movimiento y el consentimiento.

Y así se entra poco a poco el maligno enemigo, y se apodera de todo, por no resistirle al principio.

Y cuanto más tiempo fuere uno perezoso en resistir tanto más flaco se hace cada día, y el enemigo contra él más fuerte.

[6] Algunos padecen graves tentaciones al principio de su conversión y otros al final.

Pero otros son molestados casi por toda su vida.

Algunos son tentados blandamente, según la sabiduría y el juicio de la divina providencia, que mide el estado y los méritos de los hombres, y todo lo tiene ordenado para la salvación de sus escogidos.

[7] Por eso no debemos desconfiar cuando somos tentados, sino antes rogar a Dios con mayor fervor que sea servido de ayudarnos en toda tribulación; el cual, sin duda, según el dicho de san Pablo, «nos dará, junto con la tentación, tal auxilio, que la podamos resistir» (1Cor 10,13).

Humillemos, pues, nuestras almas debajo de la mano de Dios en toda tribulación y tentación, porque Él salvará y engrandecerá los humildes de espíritu.

[8] En las tentaciones y adversidades se ve cuánto uno ha aprovechado, y en ellas consiste el mayor merecimiento y se conoce mejor la virtud.

No es mucho ser un hombre devoto y fervoroso cuando no siente pesadumbre, mas si en el tiempo de la adversidad se sufre con paciencia, esperanza es de gran provecho.

Algunos no se rinden a grandes tentaciones, y son vencidos a menudo en las menores y comunes, para que, humillados, nunca confíen de sí en grandes cosas, siendo flacos en las pequeñas.

Capítulo 14

Que se deben evitar los juicios temerarios

[1] Pon los ojos en ti mismo y guárdate de juzgar las obras ajenas. En juzgar a otros se ocupa uno en vano, yerra muchas veces y peca fácilmente; mas juzgando y examinándose a sí mismo se emplea siempre con fruto.

Muchas veces juzgamos según nuestro gusto de las cosas, pues fácilmente perdemos el verdadero juicio de ellas por el amor propio.

Si fuese Dios siempre el fin puramente de nuestro deseo, no nos turbaría tan presto la contradicción de nuestra sensualidad.

Pero muchas veces tenemos algo adentro escondido, o de fuera se ofrece, cuya afición nos lleva tras sí.

[2] Muchos buscan secretamente su propia comodidad en las obras que hacen, y no se dan cuenta.

También les parece estar en buena paz cuando se hacen las cosas a su voluntad y gusto; mas si de otra manera suceden, presto se alteran y entristecen.

Por la diversidad de los pareceres y opiniones, muchas veces se levantan discordias entre los amigos y vecinos, entre los religiosos y devotos.

La costumbre antigua con dificultad se quita, y ninguno deja de buena gana su propio parecer.

Si en tu razón e industria estribas más que en la virtud de la sujeción de Jesucristo, pocas veces y tarde serás ilustrado, porque quiere Dios que nos sujetemos a Él perfectamente, y que nos levantemos sobre toda razón, inflamados de su amor.

Capítulo 15

De las obras hechas por caridad

[1] Por ninguna cosa del mundo ni por amor de alguno se debe hacer lo que es malo; mas por el provecho de quien lo hubiere menester, alguna vez se puede dejar la buena obra, o trocarse por otra mejor.

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