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Carta de Lidia Alexándrovna Fótieva a Várvara Armand:

Vavushka:

En las pasadas semanas recibí la visita del señor Yákob Blomas. Se presentó como amigo tuyo, pero, por muy vieja estúpida que parezca, es imposible aceptar esa expresión. En mi generación estaba claro que un hombre y una mujer nunca son amigos. Pueden ser camaradas, pueden ser compañeros de misión, pero el sentimiento entrañable de la amistad, esa camaradería, siempre se enturbia con las necesidades del cuerpo y sus atracciones. Soy una mujer que hizo una revolución, vengo de una cultura materialista y sé dar al cuerpo lo que es del cuerpo: no me vengan con esos tabúes europeos. Te escribo hoy sin detenerme en las preguntas habituales sobre la salud y los proyectos. Hace años que no nos vemos, pero tu “amigo” ya me informó de que trabajas para escribir sobre tu madre. Si me hubieses pedido consejo, te diría que abandonases esa locura. Los muertos, muertos están, y no conviene dar vueltas sobre lo que ya no es. Pero, tras la entrevista, me quedé algo inquieta porque el señor Blomas, creo yo, está intentando levantar testimonios inadecuados sobre unos acontecimientos que son historia y donde no cabe la ficción. Por eso me decido a proporcionarte algunas explicaciones, tal vez innecesarias, pero tú, fiel a la revolución y a sus principios, sabrás sin duda tratarlas con la debida confidencialidad y utilizarlas cuando sea estrictamente imprescindible. ¡Que ese amigo tuyo no salpique a las figuras históricas que tuvimos la fortuna de conocer íntimamente!

Seguramente recordarás que, en el 22, en el período en que el camarada presidente V.I. estaba postrado, fuiste llamada con tus hermanos para visitarlo en Gorki. Y sin duda también vendrán a tu recuerdo las tristezas de aquellos días que los Armand contribuisteis a mitigar. Cuando Piotr Pakaln os indicó que debíais marchar, Nadia Krupskaia se quedó desorientada. Todo había sido determinado por María Ilínichna que hoy es una mujer de corazón delicado, pero en aquellos años era una auténtica leona, de puro luchadora. Nadia, unos días después, le escribió a Inna; en fin, ella escribía cientos de cartas por semana, con toda su eficiencia, que bien conoces. Mucha de esa correspondencia era secreta y, por razones de estado, acabó desarrollando cierta pericia en usar tintas invisibles, igual que se deshacía de muchas de las respuestas que recibía quemándolas. Sin embargo, conserva todas las cartas familiares. Fui a verla el otro día y hablamos de este encuentro con Blomas, de manera que la propia Nadhezka me ofreció copia de la carta que dirigió a Inna por aquel entonces y que dice así:

<<Bien, y ¿por qué no vas a poder estar con nosotros? No hay ningún problema. Este año vamos a tener que vivir más al estilo de las familias y también más abiertamente, dado que es imposible ocupar a V.I. más de ocho horas al día y, de todos modos, le hace falta un descanso dos veces por semana. Así que estaremos encantados de tener invitados. Él se preocupó mucho cuando le conté que estabas enferma y escribió una carta especial a Zhidelov hablándole de ti y de Lidia Alexándrovna y pidiéndole que cuidase de vosotras.>>

Puedes concluir, Vavushka, que todas las sospechas de ese amigo tuyo no valen nada al lado de las palabras de Nadia. Y no creerás que ella pudiese inventar sin más en lo que respecta al propio Lenin. Él siempre os quiso bien a ti y a tus hermanos, como quiso fraternalmente a vuestra madre –a quien, por cierto, nunca llamaría amiga, pienso yo, que tuve la fortuna de tratarlo y de recibir su estima–. Nadia sabía que las visitas le hacían bien, especialmente las de la gente joven, y quería, como siempre, ayudarlo. Pero debo decir que la disputa por vosotros creó cierto malestar. De todos es sabido que el carácter conciliador de Nadia tuvo mil veces que enfrentar la histeria de María, su cuñada. Recuerdo que en una ocasión V.I. fue visitado por el médico, el camarada Meshcheriákov, y aunque se demoró un par de horas, no le fue ofrecido ni un mísero té. Esto indignó a Nadia y, como los asuntos domésticos eran de la incumbencia de María, se quejó a V.I., quien entró en cólera contra su hermana y le gritó: “¡Un camarada hace un viaje hasta una casa apartada como esta y no hay nadie que le dé de comer! ¿Qué sabes de hospitalidad?”. E indicó normas explícitas sobre lo que en adelante debían dar de comer y beber a quien se acercase a la Casa Grande de Gorki. Pero María respondió que era Nadia quien debía haber dispuesto eso, dado que estaba presente en el reconocimiento y no ella. Lenin no quiso enfrentarse con las dos y suavizó: “Bien, todo el mundo sabe lo descuidada que es ella. No se le puede confiar esa tarea”. Cierto que esto no enmendaba la riña con su hermana, pero, al llamar descuidada a la propia esposa, pues... digamos que las dos quedaban igualmente reprendidas.

Cuando te muestro todas estas interioridades pretendo ser todo menos chismosa. Si investigas sobre la relación de tu madre con V.I., ya te aviso yo, que conozco toda la documentación con que próximamente levantaremos un museo que glorifique el noble nombre de Lenin, que no encontrarás nada interesante. Inessa era bolchevique y a veces tuvo un trato más estrecho con V.I. porque así correspondía en la historia. Que las lenguas rápidas y las mentes febriles que no saben someter a disciplina el propio cuerpo atribuyan un enamoramiento a quien nunca tuvo un momento de laxitud, puede ser inevitable, pero no somos nosotras quienes debemos alimentar ese supuesto. El malestar que me produjo tu enamorado con sus preguntas sobre la Kaplán me hizo reflexionar sobre el alcance de tu tentativa. Nadie se interesa por la vida de una bolchevique. Nuestra revolución es colectiva, y solo un blando puede pensar que ella o ninguna otra persona en particular pueda ser una pieza decisiva. Yo quería bien a tu madre: era lista, era trabajadora, era linda... pero la revolución no fue asunto de heroínas. Esa concepción burguesa de la historia debe ser abandonada. Por eso vengo, con esta carta, a darte los detalles relativos a vuestra estancia en Gorki; para clarificar todo bien.

Nadia y María se pasaban la vida discutiendo; eso es sabido. Nadia era la mano derecha de Lenin, pero María se entregó con tal devoción a su causa que merecía también todo el respeto de su hermano. Otra cosa es que su fuerte carácter originase algunos problemas domésticos. Tampoco es cierto que una y otra estuviesen luchando por poseer a Lenin, como dicen por ahí. No es verdad que, mientras él estaba enfermo, cada una soltase en su oreja los defectos de la otra. ¡Falsedades! Pero sí tenían puntos de vista diferentes, lo cual es perfectamente normal. María, por ejemplo, comentaba a quien quisiese escucharla que era una tontería permitir que el profesor Klemperer, que no se había distinguido mucho proponiendo la operación quirúrgica de extracción de la bala del atentado, permitiese a Lenin leer periódicos para seguir la actualidad política. Pero Nadia fue quien hasta el final lo mantuvo informado, lo que todavía nos está causando bastantes problemas a todos nosotros en esta etapa de gobierno que vivimos. Por este tipo de tensiones, tan incómodas, creo que cualquier cuestión relativa al atentado debe ser tratada con la máxima cautela. Con todo mi afecto,

Lidia Alexándrovna

Post-Data: Envío para tu conocimiento, algunos cuadernos de tu madre que Nadia conserva y que piensa serán un buen regalo y te consolarán de esa nostalgia de ella que te llevaba al erróneo proyecto de escribir. Me ruega que añada sus más cariñosos saludos.

6

Ostracia no es un destino.

Es apenas un tiempo

caduco,

como todas las estaciones,

un lugar que se mantiene sin derruir

porque ella quiere castigarse,

no porque ella deba ser justamente castigada,

sino porque ella DESEA

ser castigada.

Inessa Armand (1914). Cuadernos apócrifos. París.

7

−¿Puedo hacerle una pregunta algo indiscreta?

Várvara Armand lleva varios minutos dando vueltas a la cuchara y el té ya está completamente frío. Esos minutos no son nada si los comparamos con las horas que tardó en acordar los términos de una nueva entrevista con Alexandra. Y esas horas tampoco son nada comparadas con el número de años que ha pasado atormentada por la cuestión que va a afrontar justamente ahora. Hay momentos en que el universo se juega el futuro en un tiro de dados.

−¡Adelante! −Alexandra Kollontai es directa: está acostumbrada a tomar decisiones rápidas y nunca fue amiga de cortesías ni melindres.

−¿Mi madre solo era la amante de Lenin?

−¡Fue amante de Lenin sin duda! −Los ojos de Alexandra se vuelven a Várvara con cierta sorpresa–. No estarás preocupada con eso ahora, ¿no?

−He preguntado si solo era su amante. No me preocupan las conductas sexuales. Me he criado en el país y en el régimen que ha dado más libertad a las mujeres...

−Mucha menos de la que necesitaban −interrumpe su interlocutora.

−¡Oh!, sí, bien, es posible. No se trata de eso. No estuve junto a mi madre tanto tiempo como es habitual, pero los tiempos que viví con ella fueron bastante para saber que no era una monja. Y el camarada Lenin tuvo tanto cuidado de mí y de mis hermanos que siempre supe que algo había existido... aunque el hecho de que Nadia también nos mimase y nos quisiese tanto determinó que reordenase mentalmente todo y llegase a imaginar si serían solo habladurías. En cualquier caso, no es un asunto de puritanismo.

−Me alegra saberlo. No me veía preparada para tener una conversación de ese tipo con una mujer hecha y derecha como tú.

−Lo que me ha preocupado todos estos años es saber si mi madre habría tomado sus decisiones políticas solo por amor. Confieso que no me gustaría que fuese así.

−Entiendo. ¿Estás pensando que tal vez él la utilizase?

−No albergo dudas sobre Lenin. Lo que dudo es si mi madre actuaría movida ciegamente por su amor a él.

−Pues sin duda que la utilizaría... Todos éramos piezas indispensables, piezas insustituibles en el mecano. Yo también la utilizaría si fuese el caso. Entiéndeme bien: no hay nada de inmoral ahí. La política tiene mucho de química y las atracciones personales desempeñan siempre un papel definitivo. La política es un juego de persuasión y, hasta cierto punto, de seducción también.

−Bien sé que una revolución no es una broma. Bien sé que apostaban todos por un cambio tan radical que las existencias particulares disminuirían de valor, pero preciso saber cuándo actuó por convencimiento propio y cuándo fue impulsada por sus sentimientos hacia otras personas.

−¿Por qué? Somos lo que hacemos.

−No. Somos aquello en lo que creemos... y apenas hacemos lo que podemos.

−Hacía mucho tiempo que no tenía una conversación en estos términos tan filosóficos. Ahora por fin entiendo la entrevista del otro día, ¿sabes? No era muy lógico que estuvieses escribiendo una biografía sobre tu madre en estos momentos, ni mucho menos que vinieses a preguntarme a mí.

Grethel, la criada que se ocupa de la casa de Alexandra Kollontai, ya ha visto prácticamente todo cuanto puede ser visto en esta vida. Sabe que lo que corresponde a su oficio es ver, oír y callar. Sin embargo, cuando va a retirar la bandeja con las tazas, su instinto la avisa de que la señora está suficientemente divertida como para ser molestada. Aunque muchos de los tés que se ofrecen a los visitantes de esa casa sean pura rutina, aunque la señora haya repetido muchas veces que es bueno que alguien del servicio entre para hacer recordar a la visita que ya ha pasado un ratito y que es hora de ir levantado las alas, Grethel entiende con solo ver la sonrisa que tiene en la cara, que se siente feliz delante de la joven señora rusa. Es justo reconocer la entrega y el buen oficio de esta criada. Tras la revolución nadie es valorado por la familia de procedencia o por la ocupación más o menos elegante que desempeñe, sino por la constante dedicación a la tarea encomendada. Grethel cumple y cumple bien, debe ser dicho, sobre todo teniendo en cuenta que las señoras hablan en una lengua que suena como el canto de las aves en primavera y que ella no entiende ni una palabra de lo que dicen. En el tiempo que demora Grethel en intentar retirarse, calentar agua de nuevo, y traer otra tetera, la conversación seguramente habrá avanzado.

−Mi prometido y sus amistades son bastante críticos con el rumbo que va tomando Rusia y debo confesar que, por primera vez, tengo algunas dudas.

−Si le preguntases a cualquiera de los que vivieron aquel tiempo, te dirían que tu madre y yo no éramos amigas. La palabra que más veces se repitió para hablar de nosotras era rivales. Pero yo apreciaba a tu madre y, con toda probabilidad, el sentimiento era recíproco. Creo que Inessa se sintió muchas veces frustrada por la lentitud con que progresaba la causa femenina que, al tiempo, era lo que más le atraía de la revolución. No es de extrañar; fue una mujer castigada por su libertad. Cuando entró en el Partido, ya tenía un pasado que no sé si conoces...

−Sé que mi hermano pequeño, Andrei, no era hijo de mi padre. ¿Se refiere a eso?

−No solo eso, es que era hijo de tu tío Volódia...

−Lo sé, ¡claro!

−Lo sabes, pero no sé si lo valoras. Una mujer entonces de casi treinta años, con cuatro hijos paridos y uno adoptado, no se mete en la cama de su cuñado de diecisiete... y ¡rayos!, si lo hace, no va corriendo a contárselo al marido ni decide cambiar de pareja. ¿Sabes lo que fue eso?

−Lo sé, sí.

−No lo sabes, chiquilla... no lo sabes... ni te imaginas las insinuaciones que tendría que soportar ya para siempre. Ni te imaginas qué tipo de institución era el matrimonio en la alta burguesía rusa... Ella nunca lo escondió. Es cierto que se había casado siendo poco más que una niña, como hacían todas. Pero hay una osadía inmensa en flirtear con tu tío Volódia... y contarlo. Y en irse con él al Mediterráneo y volver embarazada.

−Reconozco que no puedo valorarlo igual que usted. Usted tenía otra edad, conocía de otra manera cómo eran las cosas... De entre nosotros la confidente de mi madre era Inna. Pero, en fin, vivimos todos juntos en Moscú, en el número ocho de la calle Ostozhenka, con el tío Volódia... en una casita linda, que permitía ver las torres y cúpulas del Kremlin en la distancia.

−Veo que tienes recuerdos algo nostálgicos de aquella época...

−La infancia es el tiempo de la felicidad, ¿no? Fui feliz ahí. Recuerdo apenas hilos sueltos, pero, de tanto hablar de ellos con mi hermana Inna, puedo interpretarlos. Los estudiantes entraban y salían, había reuniones políticas a diario y la actividad subversiva contra el zar era continua. Aunque los niños teníamos específicamente prohibido aparecer en el despacho donde conspiraban, digamos que nos beneficiábamos del jaleo general... Por no decir que, a veces, debíamos salir con las nannies por la puerta delantera para confundir a la policía. Así, los que estaban en la reunión podían escapar por la puerta de atrás...

−Sí, a tu madre le gustaba el vodevil –rio Alexandra–. Se atrevía a ser tan libre como era posible. Con todo, creo que no tendría todos los amantes que se le atribuyeron... Era una mujer hermosa y activa y, desgraciadamente, eso siempre implica que los demás imaginen cierta predisposición a la promiscuidad.

−No me está entendiendo. No necesito justificación para lo que hiciese en su cama. No creo en la moral burguesa... Solo me interesa su actuación política.

−Pues allí donde vayas, verás que es interpretada siempre como la amante de Lenin, como si no hubiese hecho nada más que acostarse con un camarada tan feo y tan poco dado a la voluptuosidad.

−Dicen que los calvos tienen buena disposición erótica −Várvara se va atreviendo porque esta mujer la provoca para decir todo lo que le pasa por la cabeza.

−Lo dicen ellos, para consolarse de no tener pelo...

Grethel oye las carcajadas en la cocina y hace un gesto de agradecimiento a una estampa del Sagrado Corazón que tiene escondida dentro de un armario para que la señora no la vea. Estos comunistas son algo maniáticos contra la religión y ella no quiere problemas con su señora, que merece todo lo bueno del mundo y aún más, por lo bien que la trata siempre; de ahí que agradezca a Dios-nuestro-señor que le haya traído esta visita alegre, que andaba la señora más que tristona en estos días.

−Voy a ser totalmente sincera. Nunca aprobé la postura de tu madre. Cuando vio la lentitud con que avanzaba el trabajo de persuasión feminista, se retiró... Digamos que volcó todas sus energías en el marxismo, en exclusiva. Y siempre tenemos la obligación de atender las causas menos asistidas si son justas. Hay que reconocerle, sin embargo, a Inessa el mérito de intentar convencer a los líderes del Partido de que había que hacer esfuerzos para organizar a las mujeres trabajadoras. Y fueron fundamentales su trabajo y su influencia para fundar el periódico Rabotnitsa en el 14, para las Comisiones Especiales de Trabajo entre Mujeres en el 18 y para el Zhenotdel en el 19.

−¿Ahí fue usted quien la sucedió a su muerte, ¿verdad?

−Sí. Pero mira bien lo que te digo: Inessa no quiso nunca ser la mano derecha de Lenin, que además ya tenía en Nadia a esa colaboradora ideal. Hasta se atrevió a pensar de manera diferente en algunos asuntos...

−Asuntos... ¿políticos?

−Claro, ¿en qué estás pensando?

−Algo sé acerca de que defendió el amor libre y de que Lenin no se lo perdonó... y no me extraña. Eso es más bien de anarquistas.

−Relájate con eso de las etiquetas... Ella tenía buen juicio e ideas propias, ¿no era justo eso lo que te preocupaba? A mí me incomodaba porque nunca fue una verdadera feminista. Parecía falta de sensibilidad hacia los problemas de la vida diaria de las mujeres. Digamos que se ocupaba más de elevar la conciencia militante de las trabajadoras que de defender sus intereses.

−Eso sería perfectamente ortodoxo...

−¡Sí! −Y la revolucionaria vuelve a reír, francamente divertida–. Probablemente la heterodoxa aquí soy yo... Pero entiéndeme. Ahora han pasado los años y muchos de los camaradas en esa lucha están ya criando malvas. Pero entonces, la actitud de ella y de alguna más me movió hacia posiciones de vanguardia en el feminismo. Por ejemplo, Inessa perdió interés por el periódico cuando vio que el comité de redacción, y especialmente Anna Ilínichna, preferían informes de asuntos domésticos o poesía y ficción hecha por mujeres a los ensayos teóricos y de propaganda escritos por ella y otras emigradas. No pretendo insinuar que se desentendiese de organizar a las trabajadoras, pero creo que fue incapaz de tender un puente entre ellas y las preocupaciones intelectuales. Mira, pasó buena parte del 17 en Moscú pero solo tomó parte mínimamente en la revolución...

−¡Teníamos a Andrei enfermo! Casi se nos va aquella primavera... Disculpe, pero... ¿no hablaba usted de los problemas reales de las mujeres? ¿Cómo no iba a tener mi madre sensibilidad para esos problemas si eran exactamente los suyos?

−¡Claro! Tanto ella como yo vivíamos bajo la presión de compatibilizar la política y la vida. Y ella no lo tenía fácil con tantos hijos... Tal vez debería haber pensado en eso antes de entregarse a la pasión, ¿verdad?

−Eso es profundamente injusto. Tuvo cuatro hijos en un matrimonio, como la mayoría de las obreras rusas...

−En nuestra generación, querida, la principal lucha política de una mujer era la de convertirse en sujeto de pleno derecho, la de ser soberanas de nosotras mismas...

−Dentro de una revolución socialista...

−Va a ser que eres tú, con todas las dudas que haya podido trasladarte tu prometido, más bolchevique que yo, Várvara. Sí, lógicamente, el asunto consistía en convertirse en sujeto político dentro del socialismo, ¿quién duda de eso? Pero el socialismo que no libera a la mitad del pueblo no es socialismo ni es nada. Y era necesario presionar continuamente para que los camaradas llegasen a aceptar un mínimo de todas aquellas ideas. En mi opinión, en aquel contexto, la vida personal y los romances eran lujos que una mujer radical no podía permitirse; eso era propio de las terroristas, no de las mujeres marxistas.

−Y mi madre se entregaba a los romances...

−No tanto como dicen, ya lo dije antes. Pero seguramente más de lo que debería porque la verdad es que se enamoró perdidamente de V.I. y para siempre... Ahí fue donde perdió la batalla.

−Así que yo estaba en lo cierto.

−No. Ella nunca haría algo en lo que no creyese. Era una mujer de gran fortaleza... Pero no tuvo la astucia de rodearse de otras mujeres que pudiesen entenderla.

−¿De usted tal vez?

−Tal vez, pero no tenía que ser yo. Cualquiera de las que estuvieron siempre en Rusia habría servido para asistirla cuando, por decirlo de algún modo, cayó en desgracia. Nosotras dos habíamos pasado años en el exilio, ya no teníamos la mentalidad de una rusa, por no mencionar que, en ese tipo de viajes, en la soledad del exilio se aprende cuánto vale un cuerpo para calentar las noches... pero Zhenia Egorova, mucho más modosa que nosotras en los términos habituales, declaró alguna vez en los grupos de trabajo lo feliz que se sentía de ser soltera y sin hijos... aunque acabase casándose y teniendo hijos. Liza Pylaeva, la típica mujer rusa que se unió a la causa bolchevique, no muy sofisticada ella, también fue una mujer independiente y sabría escuchar lo que le dijese. Acabó colaborando con Nadia en el movimiento juvenil, por cierto... Lo que quiero decirte es que, si Inessa amaba a Lenin, debería haber buscado aliadas entre otras mujeres que estaban luchando por unas condiciones de vida diferentes... pero ella trabajó en solitario, más arisca que una araña, y nunca pretendió explicarse; mientras que Nadia, completamente entregada al avance de la revolución, construía a su alrededor una red de aliadas que acabarían enfrentadas a tu madre.

−Entiendo que era difícil ser una revolucionaria: todo estaba estrenándose, también la ética de relación entre oprimidas.

−Así era. Por eso debes dejar descansar en paz a tu madre. Las mujeres tenían al mismo tiempo que ganarse la vida, ocuparse de las familias y agitar en el centro de trabajo. Era demasiada carga, más aún sin referentes previos. Eso volvió a muchas de nuestras camaradas gentes más interesadas por el día a día que por sentimentalismos. Y tu madre era, si me permites, excesivamente sentimental. Sentimental y poco táctica, dado que no supo hacer de puente.

−Y así dejó ese papel para usted...

−¿Qué papel?

−Usted es ese puente entre socialismo y feminismo.

−A lo mejor sí, nunca lo había pensado en esos términos. Pero... ¿sabes para qué sirven los puentes? Cualquier mujer con experiencia política lo sabe: ¡para ponerles dinamita!

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9788409329564
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