Читать книгу: «Hierba mora», страница 3

Шрифт:

7

Caminando por las callejuelas del Gamla Stan, bien pronto se puede percibir la opinión que los suecos tienen de su reina: «Le valen igual mancebos que muchachitas», y carcajada que rasga el aire. Y la opinión no es justa, que no es cuestión de lo que le vale o no le vale, sino, más bien, de lo que le gusta y lo que no. Y a este respecto habría mucho que puntualizar, que no le gustan igual los unos y las otras, que le gustan de manera distinta. Como también le gustan distintamente algunos unos que otros, y algunas unas que otras. Que la reina lleva una vida algo licenciosa. Si se quiere, una vida de pobre niña rica, que las niñas ricas curan los males que debe de producir la riqueza haciéndose libertinas. Pero nada de eso importa ahora. No importa que el pueblo la ame y la odie al mismo tiempo; es oficio de reyes el de recibir esos sentimientos contrapuestos y deben acostumbrarse a ellos. De hecho, hay pocas cosas que ahora puedan importar, que ella está invadida por ese sentimiento tibio de la añoranza. Primero lloró la muerte del amigo, luego durante días se instaló en una calma tensa, como si nada hubiese sucedido. Quizás esperaba verlo llegar a la cámara donde departían y parece que incluso alguna vez incluyó su audiencia en la orden de asuntos que quería tratar al día siguiente. Se negaba, ella, que era pura voluntad de poder, a que la muerte le hubiese ganado la partida por la mano. No, no esta vez, que esta vez era importante. Mas con el paso de los días sin él, tuvo que resignarse y aceptar que nunca nada volvería a ser igual. Desde entonces Christina se fue a vivir a un lugar alejado llamado melancolía, probablemente situado a varias leguas de Estocolmo, que se diría que no está ni en cuerpo ni en alma cuando la llaman. Y ella se deja llevar por las aguas del destino, desesperada de no estar desesperada, de que el carácter y la educación regia que ha tenido no le permitan tirarse de los pelos, sacarse los ojos, romperse las carnes, arrancar los árboles de cuajo y otras maravillas con las que hacer notorio su dolor. Así que se ha instalado a vivir en tristeza y apenas queda nada de aquella Christina exuberante que divertía a sus súbditos con cuentos escabrosos sobre las muchas y variadas visitas que recibía su cama con dosel. Ahora no. Ahora su vientre es un campo frío y ningún sol volverá a hacerla temblar de deseo. Por eso conviene que los suecos dejen de echar la lengua a pacer, que ahora ni mancebos, ni muchachas, que ¿era acaso eso lo que pretendían? Y, además, la verdad en este asunto, como en todos, ramifica sus senderos, que la historia no es tan superficial y tiene sus intríngulis. Dicen que cuando Christina era todavía una muchacha, las damas de su corte la hicieron participar en un juego atrevido, uno de esos juegos habituales en palacios como el suyo, palacios de reyes todopoderosos y urgidos por la adolescencia. Aprovechando que unos cómicos pasaban por Estocolmo, los contrataron para unos servicios un tanto particulares. Ellos, él y ella, jóvenes y hermosos que daba gusto verlos, deberían yacer en una de las cámaras del palacio mientras las damiselas, también jóvenes y hermosas, aunque menos experimentadas, destinadas a conservar intacta la puerta de su piel para el marido que las comprase, miraban desde el cuarto contiguo a través de unos agujeritos, por cierto, no pequeños, practicados en la pared, probablemente con otros fines, si no mejores, sí más fáciles de justificar. Y los cómicos accedieron. Y las damiselas, con Christina incluida, pudieron ver, o entrever, que en tal circunstancia es razonable que los empujones sean muchos, «¡Eh!, ¡quítate, que me toca a mí!», y la cortesía palaciega en algunos momentos huelga, pudieron ver, digo, cómo cubría el hombre a la compañera: los músculos tensos, la boca inflamada, la sombra oscura del vello, las ganas pintadas en el rostro, la agresiva curvatura del miembro. «—¿Y eso qué es? —¡Calla, que tú, también, pareces tonta!». Mientras el hombre desnudo era desnudado siete veces, tantas como damiselas lo miraban, que bien podía haber asegurado si le preguntasen que esa noche había estado con siete mujeres distintas, de algún modo, cuando menos, mientras tanto… Christina se obsesiona con la cíngara. La melena negra de la joven invadía la almohada, el rostro tenía una expresión pícara, provocadora, los pechos redondos y grandes como pelotas invitaban a la caricia. Unos instantes después, cuando el hombre llega al clímax, parece que alguien le acaba de pegar con un látigo, cae derrotado y el juego toca a su fin. Las damiselas se apresuran a cubrir el observatorio, todas menos Christina, que no puede olvidarla, a la muchacha cíngara cálida y morena, ella que es rubia y fría… a la muchacha cíngara, provocación pura, que movía las pulseras de los tobillos en un ritmo acompasado, hecha toda música, y producía entre los labios carnosos unos gemidos salvajes: la imagen de su placer ruidoso y risueño enloquece a Christina.

Efectivamente, caminando por las calles del Gamla Stan, nos podríamos hacer una idea muy equivocada de Christina, la reina. Que a sus súbditos les gusta contar cuentos que vete tú a saber si sucedieron nunca. Y esta mujer seria, estudiosa, profunda, imaginativa tiene problemas bastante más pesados que el de decidir con quién acostarse. El primero, la muerte del filósofo que, según se cuenta, no se fue nunca a la cama con ella, y que, sin embargo, o tal vez por eso mismo, la tenía fascinada. Sí, algo como intelectualmente fascinada, que para estas cosas de las atracciones humanas parece existir mucha variedad y hay quien, después de ventilarse medio Estocolmo, va y se enamora en dique seco, perdonando la expresión. El segundo problema de Christina, y no menor, es lo que se le viene encima. Las fuentes mejor informadas de palacio aseguran que la Asamblea general de Estados, máximo órgano gubernativo de Suecia, va a rogar, ellos se expresan así, aunque aquí rogar es tanto como exigir, va a rogar a la reina, nuestra señora, Christina, hija de Gustavo Adolfo tristemente muerto en la batalla, y reina nuestra desde 1633, que se case. Que se case, así de sencillo, que se case, por Dios, que se case de una vez, que se case, para ver si casándose se le apagan los furores uterinos y, sobre todo, para mejor asegurar el reposo y la unión de la Corona en el futuro. Porque ya está bien de divertirse, que el negocio de una reina tiene que ser reinar, lo que incluye parir nuevos reyes, y no divertirse, ni experimentar sensaciones prohibidas, ni mucho menos estudiar o escribir. ¡Que lo de escribir también tiene pecado…!, ¿eh? Por eso Christina hoy no puede parar. Hace apenas tres meses que se le murió el amigo, ese que no fue tan íntimo como ella quisiera, y por él le gustaría entregarse a la melancolía. Pero no puede. No se puede permitir la tristeza. Que es muy duro ser reina. Christina está aterrorizada. Porque quieren obligarla a ser de un hombre, a ella, a ser una posesión; a ser vientre para producir vástagos. Y si hay algo que ella no puede cumplir, es esto. Ni por la Corona de Suecia, ni por la memoria de su padre, ni por nada de nada, que lleva diez años jurándose a sí misma que no será nunca madre. No cambiará de opinión. Y, cuando se pregunta qué le diría él si estuviese vivo, encuentra que el filósofo le habría de dar la razón. Christina no quiere ser madre y piensa que por algo es ella rara, prolífica en amantes y poco comedida según correspondería a la reina de una nación luterana. Ella cree que no quiere ser madre porque es distinta. Si alguien la estudiase con atención, sin embargo, si hubiese psicólogos encargados de terapias reales en la corte de Estocolmo, se sabría que ella todavía solloza, y se lamenta y guarda luto por aquello que pasó diez años atrás. El problema está en que los psicólogos todavía no se han inventado, claro. Y, si se relata aquí este episodio, no es por andar con feos cuentos sobre la vida de las personas, que cada cual en este valle de lágrimas va pasando como puede y, porque nunca debes decir «de esta agua no beberé», no debes tampoco recrearte en mal ajeno, ni andar chismorreando con cotilleos. Que si se cuenta aquí este asuntillo, este affaire, como dirían los cursis, que de esos en la corte de Estocolmo hay a patadas, es porque muchos creen que algo tuvo que ver el incidente con esa decisión arrebatada de Christina de no ser madre, a pesar de que los ojos se le escapasen detrás de cada criatura que pasase, extremo este que tampoco fue confirmado, aunque sería muy natural.

El asunto es que la madre de Christina, María Leonor de Brandeburgo, nacida Hohenzollern, tomó aquella primavera de 1640 la resolución de huir de Suecia. Allí no pintaba nada. Y conviene decir en su apoyo que es bien cierto que la vida de una viuda de adorno en la corte no es muy excitante que digamos, que por no tener que hacer, no tenía ni labor de aguja, ni viola, ni arpa, ni romance de caballerías, ni mano izquierda para las cuestiones políticas. Con el libro de oraciones todo el día no se va a ningún sitio, y menos si eres una joven reina viuda y los zafios caballeros de tu corte porfían en no agasajarte los oídos con lisonjas enamoradas por aquello del respeto debido al rey difunto. Que, si de vivo no era una gloria de amante, de muerto todavía le espantaba los moscones, que era exactamente lo contrario de lo que ella deseaba. Decididamente escaparía, escaparía a escondidas. E incluso pudo haber sucedido que se convirtiese en humo de chimenea o en vapor de guiso, o en rocío matutino y se desvaneciese por los aires, como en una auténtica saga escandinava, tal era la intensidad de su deseo de esfumarse, si no fuese que los avatares de la historia vinieron a dispensarle un papel, aunque secundario y ruin, en las crónicas de Suecia. Lo que la pobre reina viuda no sabía era que se había convertido en un caramelito, que la historia esa del amor cortés, reservado a la clase noble y necesariamente adúltero para ser así puro y desinteresado, debió de ser un invento de varones para seducir de casadas a las que no habían logrado seducir de doncellas. Leonor se había enamorado algún tiempo atrás, no tanto de un hombre cuanto de unas cartas que le llegaban en el más absoluto secreto de la vecina y rival Dinamarca. Y notó cómo cada carta le iba renovando la esperanza, cada línea la rejuvenecía y pensó que su figura, aún más que presentable, y su fama de inteligente conversadora habían movido al rey Christian IV de Dinamarca a preferirla sobre cualquiera de las jovencitas que le estarían ofreciendo en Copenhague, sin pensar que el tal reyezuelo pudiese tener intereses anexionistas, que los hombres parece que siempre están pensando en lo mismo y no, que siempre la sorprenden a una con la cosa esa del poderío y la gloria. Y empezó a soñar con el modo de evadirse de su jaula para caer en brazos del rey. «—¿Será apuesto? —¡Ay, señora!, ¿y cómo no va a ser apuesto siendo el rey…? —¿Y será amable y cariñoso? —¿Pues cómo no lo va a ser, diciendo lo que os dice en esas cartas…?». Y ella y sus damas, saboreando el secreto, gozaban las excelencias de la desconocida Dinamarca, auténtico paraíso de los amantes, según se contaba en la inflamada correspondencia real. Y acababan por bajar las pestañas, decorosas, ruborizadas de las cosas que se les ocurrían a ellas solitas, que ¡vaya con estas damas!, cosas todas relativas a lo que debían de hacer los amantes en Dinamarca. Y, mientras llegaba el momento de escapar, pensaban Leonor y sus damas que era importante que la hija no supiese nada. «—¡Pues según es ella de rígida y de mirada…! —Y, por encima, que no entendería nada, que es aún muy joven… —Y un poco marimacho, señora. —¡¡Anne!! ¡Mira que estás hablando de tu reina! —Perdone, señora, mas así me lo parece. —Sí, un poco marimacho sí que es». Cuando llegó el momento oportuno, la reina viuda, sintiéndose por fin reina soltera, que durante todos esos años la sombra del difunto la había perseguido sin tregua por los corredores del palacio provocándole noches húmedas y sueños tumultuosos, solicitó mudarse con algunas de sus damas a otro pabellón, so pretexto de retirarse a pasar unos días en ayuno. Permiso concedido, ya que, aunque los administradores de la honra se hubiesen percatado a tiempo de que desde ese pabellón se podía acceder directamente al jardín, nadie imaginaría que en tomar el aire pudiese haber falta alguna. Y, una noche, Leonor va a cruzar corriendo el jardín como mariposa y, del otro lado, la espera una carroza con las armas danesas ocultas tras las cortinillas y, sin que nadie vea nada, la lleva a la carretera de Nicoping. Allí se embarca hacia la isla de Gottland, donde dos barcos de guerra —que en Dinamarca no se andan con muchos miramientos para demostrar al mundo lo que vale la honra de una mujer— la escoltan para conducirla a la libertad. Ni que decir tiene que la libertad se llama Copenhague.

Christina, contenida, gélida, sobria, bien educada, tranquila, Christina, la reina con trenzas, sin pechos, con traje corto que deja ver las piernas, Christina, la hija de la fugitiva, llora, grita, amenaza, escupe, brama, aúlla, se desgañita y por varias noches se mea en la cama. Christina no entiende, no pregunta, no perdona. Cuando supo del asunto, por muchos llamados affaire, Christina estaba jugando con su muñeca de trapo y soñaba con ser madre de treinta hijos porque, «¡Ay!, ¡por Dios!, ¿quién puede instruir a una reina?», no sabía cómo se hacían, ni mucho menos que, para tener treinta hijos, precisaría por treinta veces rasgarse de arriba abajo, y llorar, y lamentarse de haber nacido, además de ver su grácil silueta convertida en vientre abultado durante doscientos setenta meses. Cuando supo del asunto, aquel a quien los más cursis llamaron affaire, Christina tiró la muñeca e, inmediatamente, los que la vieron se dieron cuenta de que se había quedado seca, asombrada, estupefacta, acabada. Porque, siendo ella la reina, ¿a quién le va a preguntar Christina por lo que le faltaba a su madre, la joven reina viuda? ¿Cómo va a imaginar una reina en calcetines que su madre buscaba ardientes palabras que no se regalan en la corte del héroe herido en la batalla? Y Christina, acabada, dolida, colérica, vengativa, pasa tres años convenciendo a los grandes hombres, a los cinco senadores, a la Asamblea de los Estados, que es el poder máximo del país que ella solo simboliza —que todavía es demasiado joven para ejercer por encima de tener aspecto marimacho—, de que es necesario castigar a la reina y a su amante. Y en 1643, por fin, los ojos de Christina miran enrojecidos con el calor de la venganza, porque ha conseguido que, muy solemnemente, como corresponde, Suecia declare la guerra a Dinamarca por la afrenta hecha a la memoria de Gustavo el Grande, contraria al respeto debido a la reina, su hija, y al ilustre cuerpo de senadores del reino e incluso a toda la Real Casa de Brandeburgo. Y, si esto hizo, no fue por estricta, ni por piadosa, ni por respetuosa con la familia, ni por afecta a la dignidad de la Corona, ni por malvada, ni por presuntuosa. Que, si lo hizo, fue porque no podía consentir que mamá no hubiese compartido con ella el secreto.

La ira de Christina tuvo que contenerse. Solo un año después conseguiría liberarse de los regentes al llegar a la mayoría de edad y asumir completamente el puesto que la historia, a ella sí, le deparaba. Y, para hacer bien las cosas, tuvo que acabar firmando el tratado aquel de Brömsebro, con el que Suecia y Dinamarca quedaban tan amigas, y por encima Suecia le sacaba todo el provecho posible a la ira regia, porque, para aplacar a los reyes, como a los dioses, basta con pagar en oro lo que se haya hecho en la cama. Pero no conviene salir de la historia, que cuentan que, desde 1643, la reina, que ya no lleva calcetines ni traje corto, que ya tiene pechos y sabe mirar de reojo, decide que no se va a plegar a ninguna de las reglas de la vida monárquica. Y goza de la familiaridad con sus damas para iniciarse en juegos prohibidos, a pesar de que hasta su madre hubiese imaginado que a ella los juegos de alcoba no le iban a gustar demasiado. Y goza también, claro está, de que en palacio hay chambelanes, contadores, oficiales, agentes de rentas, escribanos, secretarios, consejeros, maestros de baile, maestros de francés, maestros de cuanta arte se practica, tocadores, con perdón, de viola y de arpa, que en esto de tocar hay verdaderos artistas, caballeros todos, para ver qué tienen los caballeros que los hace tan interesantes. Por no hablar de que en el palacio también viven criados, jardineros, mozos de cuadra, cocineros que, no teniendo la elegancia ni las maneras algo rebuscadas de aquellos, tienen los mismos atributos que los hacen tan interesantes, que nunca democracia estuvo tan bien servida como en estas cuestiones. Para decirlo pronto, Christina aprovecha que una reina también es, después de todo, una mujer como todas. No, como todas no, que Christina se ha prometido nunca tener hijos, para no fallarles, para no faltarles, para no olvidarlos, afrentarlos, negarlos, para no hacerles lo que la mamá le hizo a ella el día en que decidió no abrirle el corazón con su secreto.

8

Del Libro de mujeres de Hélène Jans

Planta llamada agripalma (Leonurus cardiaca)

Planta de tallo rugoso con hojas ovaladas y flores de color rosa. Es agreste y selvática, poco amiga de hacer sociedad con los cultivos, como tantas personas que, por haber recibido un fuerte golpe en la niñez, no acaban de confiar en quienes las rodean. Se recoge entera y debe secar a la sombra. La infusión, que se hace con una cucharada por cada taza, se toma dos veces al día para aliviar los trastornos nerviosos de la mujer: los dolores de cabeza, los apetitos desmedidos y la sensación de angustia, los pálpitos cuando son tremendos, los presentimientos cuando no se cumplen, y los malos sueños. Es muy amarga, pero si se resta su acidez mezclándola con miel, como he visto hacer, ya no elimina los malos sueños, aunque sí puede combatir las otras dolencias. Con todo, para esas otras dolencias tal vez haya mejores remedios.

9

Cuando el filósofo llegó a Estocolmo no venía por casualidad, que ella misma, la reina en persona, lo había invitado. Primero supo de sus obras, que él no era precisamente un don nadie de escurridiza presencia. Y las obras que llegaron a sus reales manos la complacieron y le hicieron susurrar para sí, muy bajito: «¿Por qué lo dirá? ¿Cómo a tal se atreverá?». Y con esto ya fue bastante, que de todos es sabido que Curiosidad es la primera vestidura de Amor. Y en efecto que la reina nunca había leído a nadie tan convencido de poder cambiar con la palabra el rumbo del universo, de desafiar a las autoridades, a alguien que no citase otros nombres famosos. Y le gustó. Le gustó por atrevido, por sólido, por seguro. Le gustó la dióptrica, y también los meteoros, y la geometría, e incluso la introducción le gustó. Salvo, tal vez, el remiendo ese del libro IV, que le parecía a ella que no se avenía bien con el resto del discurso, tan científico todo, especialmente allí donde decía que puesto que él, el filósofo, podía pensar en perfecciones que no encontraba dentro de sí por ser ajenas a la naturaleza humana, y puesto que esas perfecciones tenían que venir de algún sitio, entonces Dios existía. Que, le parecía a Christina, tan forzado razonamiento sobre la existencia de un ser supremo solo podía proceder de un intento de quedar a bien con los muy ilustres doctores de teología de la Universidad de París. A menos, claro, y aquí ella reía maliciosa, que el autor estuviese aguardando a que alguien en su auditorio dijese, «¿cómo perfecciones que vos no tenéis, si vos las tenéis todas?». E ingenuo tan bendito no se había hecho en el mundo o, de hacerse, no sería sino para excitar la curiosidad de una reina. Y Curiosidad, vestidura de Amor, es traicionera, porque inmediatamente quiso ella indagar qué le podría enseñar quien así se expresaba. Quiso conocer el tono en que hablaba, y cómo se libraba de una acometida verbal en una de esas disputas que tanto gustaban en su corte. Y quiso conocer el color de sus ojos, y la nobleza del alma, y la forma de las manos, y la resistencia al sufrimiento, que, para desgracia del filósofo, no andaba Christina, tampoco ella, muy fuerte en eso de separar lo que hace el alma de lo que sueña el cuerpo, ¿o es al revés? Bien, sea como fuera, Christina no podía resistir más, que la paciencia no se contaba entre sus virtudes y la educación que había recibido, con ser austera y puritana, era educación de reina, y no la habían adiestrado mucho a dudar antes de procurarse un capricho. Pues bien, entre sus cortesanos estaba el diplomático francés monsieur Chanut, conocido corresponsal del filósofo, y a ella le bastó con hacer lo que se acostumbraba a hacer en su tiempo, ni más ni menos. Según era habitual, una dama o un caballero de alto copete podían contactar con cualquier otra persona, incluso con alguien que no les hubiese sido presentado, si lo hacían a través de un intermediario de mutua confianza. En eso, toda la corrección de las formas fue guardada. Lo extraño del caso no fue eso. Cuando, en la siguiente recepción en palacio, Chanut fue llamado a un aparte por Su Majestad, el hecho de que ella le hiciese petición de mediar en su correspondencia para formularle ciertas preguntas de su interés al reconocido filósofo no causó en los mentideros, corros y tertulias varias en que tan confidencial acción fue comentada ni la más mínima sorpresa. No sorprendía que la reina, tan culta, quisiese ser enseñada por quien mejor le podía enseñar. No sorprendía que usase al pazguato de Chanut de mediador: era bastante feo como para descartar cualquier sospecha de que fuese él el objeto del deseo. No sorprendía, tampoco, que desde ese momento la reina se viese animada y risueña, y saludase a Chanut con el mismísimo movimiento de mano que dedican los cazadores a sus halcones: «Ánimo, querido amigo, que me has de traer la presa». No. La sorpresa vino de la cara que puso Chanut cuando Christina, reina de Suecia, le soltó su preguntilla, que, según cuentan, era algo así como: «¿Qué causas nos incitan a veces a amar a una persona y no a otra, antes incluso de que conozcamos sus méritos?». Y hete ahí al pobre papanatas de Chanut con cara de «pues-me-cago-en-el-correo», dispuesto a transmitirle al pensador de moda la pregunta, y hasta un «a ver qué puedes sacar de ahí», callando la que él piensa ser la pura y única realidad, que el tal pensador había puesto a la reina algo cachonda, y eso trabajando solo de oídas. Christina no dudó un momento. Supo por los espías, que para eso los tenía, cuanto se chismorreó en los mentideros, corros y tertulias varias de la corte. Supo lo que pensó de ella monsieur Chanut. Supo lo que pensó de ella Estocolmo todo, que madame Chanut se lo hizo saber con esa forma de controlar la mirada que las mujeres reservan para castigarse entre sí y, encantada de sembrar tanto escándalo, se sentó a esperar la vuelta del correo feliz, sosegada, resplandeciente, segura de su flash, aunque ella no lo expresase así. Y, por más que nadie daba un ochavo por la respuesta, la respuesta llegó. Era, según todas las convenciones internacionales para el correo con personas respetabilísimas y de muy alta alcurnia y señorío y, para colmo, del sexo opuesto, una carta mediada, dirigida a Chanut pero expresada en un doble lenguaje, que dejase bien claro a quién se dedicaba tanto pensamiento, como corresponde en estos casos. Para que Christina pudiese saborearla a gusto; para que la degustasen en la corte y en sus mentideros; para que gozasen de ella todos, a no ser el pobrecito Chanut, que tuvo que hacer de nuevo de paloma mensajera. La respuesta llegó, y gustó, por más que decía:

«Yo quería a una muchachita de mi edad que era un poco bizca. La impresión que se hacía por la vista en mi cerebro, cuando miraba sus ojos perdidos, se unía de un modo tal a la que se hacía para suscitar en mí la pasión del amor que, mucho después, cuando veía algún bizco, me sentía más inclinado a querer a esas personas que a otras, solo porque tenían ese defecto y yo no sabía que fuese por eso. Al contrario, una vez que he reflexionado sobre ello, y luego de reconocer que es un defecto, ya no me conmueve».

Mirándolo bien, si Christina se puso tan contenta, debió de ser por aquello de que él, el filósofo afamado, se dignase contestar a una pregunta hecha por una mujer, y no por otro sabio, y encima por una mujer de mala reputación, a quien todos toman por la incitadora pública más grande de la historia. Porque, de ser aquello otra cosa, quiero decir, de ser la pregunta de Christina celada o trampa con que conquistar al tal caballero, no debería darse por contenta. Y lo digo porque Christina no era bizca, que tenía ojos de mirar recto y profundo, aunque un poco abultados. Y lo digo también porque el filósofo le estaba diciendo: «Mira, niña, en eso de enamorarse no se escoge ni mucho ni nada, que el corazón más bien parece que se sale por las orejas en vez de ocuparse de latir y bombear sangre que es lo que le corresponde. Pero, si consejo quieres, no dejes nunca de mirar para los méritos de aquel de quien te enamores». Ahora bien, la reserva es de quien esto cuenta, que Christina era muy resuelta y muy suya. Ella, de la que el pueblo decía que le gustaban lo mismo los hombres que las mujeres y que, sin embargo, por mucho que hubiese refocilado el cuerpo, mantenía el corazón virgen, debió de decir: «Pues, ya que me debo ocupar del mérito, méritos a ti no te faltan». Y en las siguientes semanas se la pudo ver a menudo escribiendo cartas. Estaba ocupándose a fondo del correo.

1 244,25 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
365 стр. 9 иллюстраций
ISBN:
9788416537709
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают