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Del Libro de mujeres de Hélène Jans

Alcaravea (Carum carvi)

Planta de raíz profundísima, coronada por una roseta de hojas recortadas y un tallo ramificado, rematado por flores blancas o rosadas pequeñas. Toda la planta desprende un rico perfume. Las florecillas tienen unas cabezas que pueden molerse en fino polvo o masticarse enteras, en cantidad de una media cucharada cada día. Da buen aliento y elimina los gases intestinales. Sin embargo, su principal virtud es que estimula la producción de leche en la mujer, por lo que se administrará generosamente a las menos alimentadas, que son las más. Digo esto porque en nuestros días la belleza dicta que la mujer, para ser hermosa, debe aparecer bien abundante en carnes y mucho me temo que, si gustan las mujeres gordas, es por su rareza, que las mujeres apenas comen de lo que sobra a los demás, que sirven la mesa y son las últimas en sentarse, que siempre oí repetir que una madre no se muere de hartazgo. Y es verdad. Por eso, cuando el tiempo de la crianza exige de la mujer que libere unos nutrientes que le hacen falta para mantenerse, natura puede ayudarla con sustancias como la alcaravea. Y aprovecho esta disertación para afirmar que las mujeres no deben pretender estar gordas para gustar más, que sus cuerpos son como son, y quien las ame debe hacerlo por lo que ellas son, no por lo que quisieran los otros que fuesen, y si digo esto es porque muchas veces acuden a mí las mujeres para disfrazar su auténtica naturaleza, que incluso se diría que infunde miedo pensar en una mujer que tenga gustos propios.

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Carta de la reina Christina a su amiga la baronesa madame Dupont

3 de diciembre de 1649

(Mme. Dupont, antes de su matrimonio, fue camarera de la reina y damisela que miraba por cierto agujerito de la pared. I. A.)

Queridísima:

¡Cuánto lamento que la gota que aflige a tu esposo te impida viajar a Estocolmo este invierno! Te vas a perder una auténtica fiesta, pues la ciudad está como nunca: desbordada y gastadora. Te preguntarás la causa de tanta galerna. Pues, muy sencillo, que preparo una celebración en serio, que ya iba siendo hora. Como sabes, cuando mi padre murió, los senadores prescribieron un larguísimo luto, propio del tiempo de regencia, y más tarde no quisieron mostrar al pueblo la imagen de debilidad que daría una reina adolescente. Luego vino el affaire de mi madre y, desde ahí, me invadió una cierta atonía: bastante complicada es la vida de por sí para acometer grandes celebraciones, que obligan a estar todo el día hablando con quien no te entiende, a dejar el país desgobernado y el espíritu desatendido. Así que el tiempo fue pasando sin que yo me decidiese y, un día por otro, los años corriendo. Pero ahora me he dado cuenta de que quiero hacer una celebración por todo lo alto, antes de que sea tarde. No vayas a pensar que estoy enferma o que me aflige algún mal. Tampoco creo que haya más locos dispuestos a asesinarme de lo que es razonablemente esperable dado el cargo que ostento. En fin, no pasa nada que deba alarmarte… Sin embargo, creo que he de asustaros a todos con cierta decisión que pienso tomar sin demora. No te adelanto nada, que las frutas deben llegar a su tiempo, que antes están verdes y después en exceso maduras, y ni de un modo ni del otro son de nuestro agrado. Probablemente estés notándome cambiada. Yo misma me siento distinta. En parte debe de ser por la presencia de esa gran mente que, como sabes, está entre nosotros. Ya te hablé de él en la última carta, pero debo volver a hacerlo. El desafío intelectual que para mí supone su presencia tiene una acción comparable a la de un tónico: me hace estar viva. Así de sencillo. Con todo, temo que no me va a ser posible retenerlo mucho tiempo aquí. Es un culo de mal asiento. Viajó de un lado a otro en su juventud y le ha quedado el gusto por cambiar de paisaje. Y, si permaneció veinte años en los Países Bajos, no vayas a pensar que estaba instalado. Me han informado que cambió once veces de residencia, ¡once veces! Mucho tiempo permaneció en Ámsterdam, pero también pasó temporadas en Franecker, en Egmond, en Deventer, en no sé cuántos sitios… Probablemente esta rutina palaciega no lo atrape. De hecho, lo noto triste, tal vez aburrido. Busco la verdad en su palabra, pero no resulta fácil. Creo que, por un lado, quiere marcharse y, por otro, quiere quedarse. Seguro que yo tampoco me dirijo a él como debiera, que no es a preguntar a lo que me han enseñado mis maestros sino a mandar y, por desgracia, ni quiero, ni puedo exigirle que se quede aquí el resto de su vida. Además, él es terriblemente diplomático. Ya sabes que, cuando escribe, procura quedar a bien con todos, que quiere agradar por igual a los científicos perseguidos por la Inquisición que al papa y a los teólogos de París. Muchos, claro está, lo juzgan chaquetero y meapilas por recular varias veces en sus opiniones y él mismo me ha confesado que en algunos momentos de su vida se ha sentido asustado, pensando en cómo se recibirían sus escritos, especialmente cuando tuvo lugar el procesamiento y la condena de Galileo. No sé yo, sin embargo, si las bocas no hablarán de más en este episodio como tantas otras veces, que rectificar no quiere decir plegarse a los poderosos, que la prudencia es una virtud de gran valor, aconsejada por los padres de la Iglesia lo mismo que por los sabios de la Antigüedad. Como ves, me he informado bastante de cómo era su vida. ¡Puedes creerme, que no me faltan detalles! Siempre le ha gustado vivir bien alojado y mejor servido, gozando de una condición acomodada que le venía de la fortuna de su padre, un hidalgo del norte de Francia que ejerció de juez muchos años, igual que su hijo mayor, que en lo tocante a hacienda él es la oveja negra de la familia. En los Países Bajos seguía un régimen de vida muy ordenado: se levantaba tarde, comía a mediodía, hacía ejercicio suave al aire libre y trabajaba hasta altas horas de la noche. He dispuesto que nadie le altere ese ritmo, que es muy gozoso cuando uno puede mantener las costumbres que le son gratas. Únicamente he transgredido su régimen al solicitarle que me explicase sus trabajos muy de mañana. Supongo que eso no le molestará, puesto que es la única hora en que él no hacía nada interesante, salvo dormir, y así le doy a entender la importancia que para mí tiene escuchar de su viva voz las lecciones que tenga a bien darme. No, no creo que eso pueda incomodarlo, ¿verdad?… Si me preguntases cómo es su figura, te diría que resulta atractivo, aunque sus facciones no son armónicas. Destaca el porte distinguido y la suavidad en el hablar. Es muy tímido, ¿sabes?, tanto que resulta difícil hacerle conversar sobre algo diferente de su filosofía. Va siempre impecablemente vestido, no como acostumbramos a ir por aquí, más protegidos contra el frío que elegantes, y me sorprende que siempre lleva espada. ¿A que no lo esperabas? Yo tampoco, como igualmente me sorprendió que se mostrase extremadamente piadoso, casi un poco beato… Sabía que era católico, no que practicase con tanta asiduidad. Sin embargo, no sé por qué se me antoja que, por mucho que reza, le falta espiritualidad. Tengo que meditar sobre esto para explicártelo mejor… que me parece que se ocupa más de guardar el recato de los ritos que de cultivar la ternura que precisa la religiosidad verdadera. No sé… Por lo demás, según mis informantes, trabaja pocas horas y no lee casi nada. Parece que ha escrito todos sus libros en tiempos breves de gran concentración. Impactante, ¿eh? No sé por qué me extiendo tanto en estos pormenores, que al fin es un invitado más, como tantos que hemos alojado en este Estocolmo que te espera, querida, ansiosamente… Y cuando alojamos a estos ilustres invitados es en muestra de la natural tendencia del pueblo sueco al estudio y a la meditación, que no somos, como se dice por ahí, una tribu de estúpidos cazadores de osos en medio de grutas heladas. Quizás los asuntos de gobierno, siempre tan asfixiantes, me tienen un poco agitada y estoy dando excesiva relevancia a detalles como estos, que no sé qué me tiene que importar a mí que la agenda de actividades del filósofo sea divertida o no, que él ha venido aquí a enseñarme y eso se hará, es natural, cuando yo pueda, que estoy ocupada con más asuntos de los que quisiera y, como te decía más arriba, pronto habrá algo muy importante que anunciaros a todos. Cuida a tu esposo, mas, con él o sin él, ven hasta aquí. Que no falte el pequeño Louis-André; me encantará mimarlo. Con todos los besos, linda, te espera,

Kristina

R. S.

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Del Libro de mujeres de Hélène Jans

Receta para hacer solimán, siendo esta una receta que se añade ahora, hacia el fin del libro, por dedicación a todas las nodrizas que en el mundo han sido

El solimán es un afeite que las mujeres han usado desde tiempos antiguos para hermosearse y su excelencia es tal que muchos físicos han hablado en su contra, pues los hombres temen que las mujeres así ungidas parezcan lo que no son y que sus padres les den gato por liebre y acaben casados con mujeres cargadas de años que parezcan por efecto del solimán doncellas bellísimas. Pero el principal mérito de esta receta que yo utilizo es que no actúa solo sobre la belleza del rostro, sobre arrugas o patas de gallo, que va más adentro, y hace acudir la risa al semblante, y hace sentir feliz, y hace mirar la existencia con ganas, y hace que los ánimos nazcan de las pequeñas hermosuras que trae cada jornada. Y os he de dar mi receta con la sola condición de que la uséis para mejorar de dentro hacia fuera, y no solo por fuera. Para obtener una onza de este remedio conviene que toméis dos octavos de azogue y lavéis este azogue con una migaja de pan hasta que se ponga el pan blanco. Y después lo traeréis en la mano, amasándolo con leche de mujer que sea de hijo, que la leche de mujer fue usada ya por los antiguos en muchos remedios. Y resulta más eficaz la leche que viene de la madre de un niño varón, tan solo superada por la de la madre de gemelos varones. Cuentan incluso que la leche de mujer se usa mucho en Francia para curar tísicos, a los cuales les buscan una mujer hermosa, joven, blanca, limpia, sana, alegre y graciosa, que les ponga el pecho en la boca y, tanto con dulce conversación, como con su leche sabrosa, los restaure. Que digo yo, cuando esto leo en Plinio el Viejo, que el tísico, de no sanar, por lo menos pasará bien divertido los últimos trances. Pero en nuestro remedio no hay tanto delirio, que una vez amasado el azogue con la leche, se ha de cubrir con un paño limpio, y dejarlo que se linde como masa. Una vez que se hubiese hecho un único cuerpo, tornad a traerlo a las manos hasta que se ponga de color que no sea blanco ni negro. Y tornadlo a amasar y a empañar y dejadlo estar reposando todavía otro día, cuidando de no ser prontas de más, que conviene esperar cuantos días sea menester hasta que se vaya poniendo blancuzco. En cuanto esté blanco, echaréis agua de lluvia dentro del mortero y la mudaréis por nueve veces para dejar después que esa lluvia se seque en el mortero. Y, como esté enjuta, atad esa masa en un paño de lino, que sea nuevo, bien doblado. Y tomad una gallina, que sea negra, y quitadle el papo y los menudos. Y meted el paño dentro de la gallina y ponedla en una cazuela y llenadla de agua de lluvia y calentad a fuego vivo hasta que se deshaga toda. Sacad luego el paño y, puesto en un plato, haced pelotitas con él, que ya tenéis vuestro albayalde.

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El 2 de febrero de 1650, el filósofo, cuando acudía muy de mañana a su reunión con Christina, reina de Suecia, de la muy noble estirpe de los Vasa, sintió un escalofrío. Decidió mitigarlo bebiendo un buen trago de aguardiente. El remedio, por más que viril y socorrido, no dio el resultado oportuno pues al día siguiente tuvo que guardar cama. Y los rumores corrieron como liebres por palacio. Según algunos, la enfermedad procedía del esfuerzo al que le obligaba poner en orden su filosofía para explicársela a la reina que, siendo mujer, no era muy dada a entender, ni muy provista de intelecto por natura, ni muy abundante en formación. Bien se entiende que debió de suponerle un gran esfuerzo la síntesis en un caso tal, puesto que no vas a decir «Majestad, copiadme esto mil veces», ni colgarle orejas de burra, ni pegarle con regla; en fin, que un esfuerzo pedagógico como este bien podría ocasionar fiebres en alguien tan esmirriado como el filósofo. Según otros, fueron las naturales inclemencias del viaje, junto a ciertas heridas que algunos acontecimientos de la travesía reabrieron, las que lo tenían desmejorado y sombrío, que nunca se vio hombre enamorado tan amurriado, que lo de enamorado lo daban todos por seguro. Tampoco faltaron los que aseguraron que la indisposición pasajera se debía al exceso de vino de España con que los médicos de los Países Bajos le habían tratado la gota. Pero él nunca había padecido gota, que era mal frecuente, sí, que se daba en las figuras más encumbradas, sí, pero que él no padecía. Por fin, las lenguas más afiladas de Estocolmo difundieron a los cuatro vientos que el filósofo estaba encamado por el veneno que le habían administrado los gramáticos, envidiosos de su creciente influencia sobre la reina. Y, junto a los gramáticos, todavía más debían de abundar los descontentos. Bien sabido es, como prueba de esta animosidad general contra él, lo que el inglés Guideon Harvey publicó en su Vanities of Philosophy, que el tunante francés, con su agradable conversación, con ese tono tan cordial y resonancias de barítono en la voz, no podía sino cautivar a los que lo oyeran, especialmente si eran mujeres, que las hijas de Eva son superficiales y vanas, y se dejan influir por estas cosas, y más aún se dejan llevar por los impulsos naturales que tienden a situarlas en posición horizontal. Pero lo cierto es que la pose esa de la vocecilla grave y los ademanes seductores servían para mezclar sus discursos insignificantes sobre la dirección que describen los haces de luz con cuestiones realmente importantes, como la religión. De modo que, entre explicación magistral y ejemplo, seguro que intercalaba para quien lo escuchase la insinuación de que debía adoptar el catolicismo. Así le sucedería a la princesa del palatinado Elizabeth, y al príncipe Philip de Inglaterra, y a la propia Christina y, de vivir una vida larga, seduciría a un gran número de personas notables y distinguidas, que el filósofo era, más bien, un jesuita enmascarado, un auténtico predicador de las Misiones de Jesús bajo capa de gentilhombre, sabio, filósofo y, ¡hay que ver!, hasta matemático. No obstante, todos a una, los que pensaban en el esfuerzo de la síntesis del racionalismo, los que culpaban al viaje, al vino o al veneno, todos estaban convencidos de que el filósofo había ido a Estocolmo a morir y que allí moriría.

Y en estas estuvo nueve días: febril, débil, cansado, nervioso. Primero se negó a que lo sangraran, que no se fiaba mucho de los suecos, ni de los físicos, cuanto menos iba a fiarse, lógico y metódico como él era, de los físicos suecos. Y siguió agotado, delirante, sudoroso, con la incómoda sensación de haber perdido el tiempo. Alguna vez pensó con ternura en Hélène, quién lo iba a decir tanto tiempo después, y sonrió al recordar cómo lo miraba ella, con aquellos ojos que leían en sus profundidades, y pensó en lo bueno que sería tenerla allí, entregada a curarlo, con sus plantas que olían a paraíso, con las manos, con las palabras, que de todas las formas conocidas sabía curar Hélène, además de algunas nuevas, de su propia invención. Lamentó no saber nada de ella, no haber sabido nada de ella en todos aquellos años, y lamentó no haberla amado como ella merecía, que ella merecía, sin lugar a dudas, tanto amor cuanto se pudiese dar a alguien en la tierra. Después mandó, por favor, que le hiciesen la sangría de una vez, que no se reconocía de lo sentimental que se estaba poniendo. Y se la hicieron. Y aguardaron. Aguardaron a ver si estaba de Dios que sanase, porque como estuviese de los hombres poco había que hacer. Aguardaron mientras él se sumergía en el delirio, como quien se estuviese tirando a las aguas por el puente de Stortorget, y recordaba la risa de Hélène y la ponía sobre el cuerpo de Christina, y hacía su mente mezcolanzas indebidas, que debía de tener un trasgo, algo así como un genio maligno, suelto por el cerebro y en estos instantes tan delicados el tan misterioso ser estaba dándole la lata. En un momento de lucidez, revisó sus papeles y dejó unos cuantos muy preparaditos para la reina, que, puesto que tenía que pasar por la vergüenza de que una persona como ella, a quien él tanto admiraba, lo fuese a ver con la desnudez de la muerte, que siempre es traje grotesco, que por lo menos guardase también algún buen recuerdo y alguna constancia de lo que él sentía por ella. Y junto a esa declaración amorosa, la única que había escrito nunca, metió en el paquete, misteriosamente, algunos pergaminos que ponían H. J., esperando que la reina entendiese lo que tenía que hacer con ellos, que no se dan instrucciones al ser amado, que los corazones amantes intuyen con extraordinaria exactitud lo que el otro desea. Y se adormeció, y despertó, y recordó las caricias, el olor a tierra mojada, el calor de las sonrisas, el abrazo con el compañero al finalizar un juego de esgrima, la vocecilla de Francine, los juegos de la infancia, la sensación del agua fría al zambullirse en un río, ya no sabía cuál. Mezclaba todo porque ya nada era claro y distinto, como a él le gustaba. Pidió, una vez más, pluma y comenzó a escribir a sus hermanos, pero tuvo que detenerse y continuar al dictado, que las fuerzas todas del cuerpo lo estaban abandonando. Y en la misiva, ya testamento, rogaba a los suyos, especialmente a Pierre, el hermano mayor y cabeza visible de la familia, que siguiesen manteniendo a Madeleine Brun, la mujer que había sido su nodriza en la infancia y que iba a sobrevivirle. ¡Prenda mía, mi niño querido, tan bonito, que con tanta fuerza mamaba, con tantas ganas de vivir… y ahora muerto! Que de no ser por ella no habría gozado de esta vida mortal, de la que tan poco me queda. Que la llevo manteniendo, a Madeleine, toda la vida, que no se pagan nunca bastante los cuidados recibidos, no vaya ese desgraciado de Pierre a dejármela desatendida de vieja. Y, a medida que perdía fuerza, y tosía, y notaba la dificultad creciente de respirar, el filósofo comenzaba a experimentar lo que era, verdaderamente, tener el alma separada del cuerpo.

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Del Libro de mujeres de Hélène Jans

Para fin del recetario

Deleitaros quise con un conjunto de remedios, todos muy buenos y todos por mí probados, con los que tenéis a vuestra disposición un auténtico manual de mujeres. Y no os prometo que los ungüentos sean mágicos ni las recuperaciones milagrosas, sino un verdadero conocimiento en el arte de preparar pócimas, restauraciones, perfumes, bálsamos, e incluso comidas, que no solo tratamos de higiene y cosmética, que mucho sabían nuestras madres, que nunca daban a los enfermos o a los niños los mismos yantares que a los restantes miembros de la familia. Os he enseñado a elaborar jarabes y conservas, a mezclar plantas, a recolectar, secar y aplicar hierbas medicinales, y a otras muchas cosas. Y todo lo que aquí encontrasteis escrito no fue en vocablos de medicina ni en palabras oscuras, sino hablando vulgarmente, de modo que cualquier persona lo pudiese entender. Y francamente creo que esta obra mía es muy buena, que solo conozco un libro anterior semejante, de un portugués mal avenido con las autoridades. Pero, aunque muchos hubiere de este jaez, como yo lo he escrito con tanto cariño y tanto gusto, no creo que otros pudiesen mejorarlo, sino como mucho igualarlo. Y recojo todo de lo que algo sé, de lo que he visto hacer, de cómo sanar a los que he visto esforzados, que las mujeres resuelven sus problemas sin llamar a Hipócrates ni a Avicena, aunque yo, que sí los he invocado a veces, pueda con gusto combinar lo que dicen los grandes sabios con lo que se lee en los cuadernos caseros de esas mujeres que por tantas veces he oído llamar brujas. Y a quien esto le aproveche, feliz sea, y quien no quiera probar, que no lea y se deje consunto en el miedo, que para tontos medrosos no se hizo la miel, que hay que saber robársela a las abejas, y todo lo que da placer en la vida tiene que apurarse venciendo los temores y las incertidumbres. Y pues digo, este libro contiene:

Primeramente, muchos remedios para diversas enfermedades del cuerpo y del alma, que no creo que anden separadas, que cuando a alguien le duele una herida, de inmediato se pone triste y, al revés, cuando anda irritado, suele dolerle el estómago o bien no respirar;

ítem recetas para perfumes;

ítem aguas, mudas, blanduras y otras cosas para el rostro;

ítem muchos polvos lavatorios y otras cosas para los dientes;

ítem remedios provechosos para poner buenas las manos maltratadas;

ítem conservas, potajes, y manjares con que revivir a un agonizante;

ítem lejías y unturas para el cabello y la piel.

Que de todo esto saldrán las señoras satisfechas. Con todo, aquellos remedios de los que más provecho podréis sacar, según mi caletre, son las recetas que se dedican a las enfermedades y cuidados específicos de las mujeres, y eso por varias razones. En primer lugar, el embarazo, el parto y el sobreparto con sus entuertos son cosa de todos los días. Además los médicos no se ocupan mucho de saber sobre estos particulares, y cuando algo saben, se empeñan en ocultar su conocimiento o disimularlo, y raramente asisten a las mujeres, aunque estas los precisen, por no examinar unas partes que a otros hombres pudiese parecer que no debían haber visto, que valiente médico es el que se deja así avasallar por melindres y permite que se le muera una paciente sin acudirla por un «no vayan a decir que he visto y tocado lo que no tenía siquiera que imaginar». Y todavía otra razón me movió para ocuparme de asuntos de mujeres, que es tal y como explico. Los sabios afirmaron que las mujeres se definen por la oscuridad, la debilidad, la frialdad y la humedad, que dice un tal llamado Hipócrates, muy reputado, que el carácter de la mujer depende de su matriz. Y de ahí vienen un montón de cuentos, que los sabios dan por ciencia y saber moderno, siendo antiquísimo y dictado por el odio de los hombres más ruines y menos amigos de mujer, que aseguran que la matriz es movida por la Luna y por la imaginación, lo cual es verdadero, pero de ahí sacan que eso hace medrar las pasiones del odio, la venganza y la lujuria, y callan que, según los viejos arcanos, la Luna y la imaginación que operan sobre la matriz, aunque mueven a esas pasiones desbocadas, también aumentan la ternura y la compasión, con las que se hace el mejor de los amores. Y no puede extrañar que, con médicos tan revenidos, las mujeres no quieran, sacudidas por los espasmos del parto, o sangrando, ser reconocidas por quien tan mal de ellas piensa, y prefieran ser examinadas de otras mujeres. Por eso he dado mucha importancia en mi recetario a los remedios que las mujeres precisan y de los que gustan saber, y si a lector masculino incomodase, que deje la obrita que tiene en la mano para más tarde, cuando madure y comprenda que no se puede callar aquello de lo que hay que hablar. También son de mi agrado, de los remedios que en este libro se tratan, la elaboración de pastillas y cazoletas, que con aromas ricos consiguen prevenir contagios, porque los aceites perfumados, al ungir el cuerpo, curan heridas, además de impregnar los vestidos y regalar la nariz. Muchos tienen miedo de estas sustancias, que los teólogos condenan como contrarias a la castidad. Los padres de la Iglesia, según oí decir en mi juventud, dicen que pecan las mujeres que usan cosméticos, que solo eso ya me inclinó siempre a usarlos, porque yerran al asegurar que así se comete la falta gravísima de corregir la imagen que el Creador les dio y con ese nuevo aspecto colaboran con el Diablo. Los afeites no deshacen la imagen de Dios, ni modifican lo que Él ha trazado, que mucha soberbia sería querer enmendar lo que Él hiciere. Ahora bien, no hay más que ver la cara que pasean algunos para percatarse de que, si Dios es perfecto en sus obras, a veces debe de andar algo confundido o, al contrario, si Dios es la perfección misma, no será por sus obras, que a veces bien defectuosas le salen. De todos modos, no se sabe que Él haya dicho: «Así te hago, así quedes». En otros aspectos, que yo sepa, siempre valoraron los moralistas los caminos de perfeccionamiento, de modo que aquel que tuviese un natural mentiroso y a quien, por lo tanto, le costase el doble que a otro no mentir, en no mintiendo, ofrecería una mesura más grata a ojos divinos que la de aquel otro que no tuviese de entrada tal inclinación. O, por poner otro ejemplo, si tuvieres un natural dado a cualquier tipo de pasión, no sé si con acierto o sin él, tu contención se valorará como más bonita y perfecta de la que mostrare quien no tuviese tal disposición inicial. Siguiendo el razonamiento, si naces hermoso y dejas que la vida te estropee, creo yo que no estás empleando bien tus talentos, o no tanto como si naces feo y consigues no parecérselo a los demás, a fuerza de mejorarlo, que una mirada luminosa, una piel sin granos, o un buen olor son bellezas que no provocan lujuria ni enmiendan la obra divina. Y digo yo, por fin, que habiendo un Dios que creó la belleza, la belleza no será mala a sus ojos, que para algo la creó, no había de ser para la perdición de todos. Pero no seguiré por aquí, que, si varón hubiese nacido, de seguro habría sido teólogo, tanto es mi afán por corregirles a los moralistas las sandeces que han escrito. Y digo, y ya acabo, que de todo cuanto hubieseis menester para preparar mis recetas, de todo creo podéis encontrar en una botica bien abastecida, que no pretendí que convirtieseis vuestra casa en una cueva de alquimistas. Casi todas las sustancias proceden de las que mencionan los sabios Plinio, Hipócrates, Galeno, Avicena, Rhazes y otros. Pero también he experimentado con las que usan las abuelas, los boticarios de viejo, los frailes de los conventos, las parteras, y algunos sanadores, brujas blancas, componedores y demás oficios asociados a la magia. No os sorprendáis, luego, del uso de conchas quemadas, de hiel de lagarto, de unto de gato, de orines del aquejado por el mal, de cuerno de toro, cosas todas que se dicen propias de brujas y que, sin embargo, si ayudaren a remediar nuestros males, no veo por qué no se han de usar, que a veces muy buenos remedios hacen. Y a este respecto preguntaría yo a los moralistas si, en caso de tener un hijo propio y muy querido agonizándoles delante, dudarían en acudir a cualquiera de estas pócimas por su mala fama, arriesgando la salud del paciente y su posibilidad de restauración. Que a los muy religiosos me gustaría pedirles que se aplicasen su cuento, porque si morir o vivir está de Dios, y solo en sus manos, administrar al doliente un remedio u otro no puede contravenir la voluntad divina, que es suprema y actúa por encima de nuestra humilde intervención de sanadores. Pero, mientras Dios nos deje el cuerpo de este lado de la vida y no lo traspase al otro, será para que hagamos con él cuanto esté en nuestra mano, no para que andemos con vanos escrúpulos sobre si estará bien o no aplicar este remedio, que yo acostumbro a agotarlos todos antes de darme por vencida y nunca me he sentido sucia por usar receta de bruja. Y no me tenéis que dar respuesta de vuestra meditación, que cada cual tiene para sí sus cuitas. Por lo demás no puedo prometer nada: he visto a alguien muy amado abandonar este mundo por mucho que mi arte le intentase retener el cuerpo de este lado de la vida sin nada poder hacer. Así pues, hermoseaos, mejorad, restauraos de toses y lágrimas, enmendad lo que es enmendable y gozad de lo que trae cada día, que la otra, la negra, la innombrable os aguarda impaciente y llegará, seguro, sin que receta, ni pócima, ni lavativa pueda libraros de su venida. Y adiós.

H. J.

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