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Entre las muchas cualidades que Sampaio atesoraba, ahora que podía dedicarse a cultivar tanto las que la naturaleza le había regalado —digamos, las propias de su carácter—, como las que él mismo había proyectado para sí en esta su segunda vida, una de las más atractivas era la de ir a contracorriente. Efectivamente, Sampaio debía de rayar en los setenta y no recordaba nada de cómo se establecen las relaciones, ni las amorosas ni las otras. Por eso, aunque sentía fuertes pulsiones de afecto, de deseo o de ira, miraba a su alrededor tres o cuatro veces para ver cómo hacían los demás en tales casos y en eso, sin saberlo ninguno de los dos, estaba tan instalado en la adolescencia como yo cuando comenzó la historia esta de la intervención. Tanto, si no más… Así que, cuando fue convocado por mi madre para ver qué me pasaba, que no era capaz de aclarar mis ideas, que estaba raro y me tomaba demasiado en serio la vocación de artista, Sampaio salió con lo que Clara acostumbraba a llamar una respuesta hormonal, o sea una respuesta propia de esa nueva adolescencia en que Sampaio se había instalado. «Porque, como solo tengo quince años de memoria, mujer, todavía soy más joven que Leandro», se justificó antes de sentenciar que si el chaval —o sea, yo— andaba embobado con eso de las intervenciones artísticas, ya se desembobaría, que hay un tiempo para todo. Pero mi madre no se quedaba satisfecha. Primero ponía por delante la cuestión esa del desorden doméstico, una auténtica invasión de trastos que aparecían por todos lados. Luego se culpaba, al más genuino estilo de madre, de no haber hecho bien las cosas, «que si lo hubiese obligado a ir al conservatorio y tocar un instrumento como tú, o no sé…, cualquier cosa más reglada, que a ver, él cree ser un artista y no ha llegado a acabar ni un solo cuadro, que se dice rápido, ¿eh?». Un poco por calmarla con alguna propuesta, un poco por decir algo, que para eso Sampaio era un adulto y sabía que los adultos son finalmente los que deciden, acabó sugiriendo: «Igual a Leandro lo que le hacía falta era algo de… actividad». Mamá negó: «¡Si no para de producir!». Pero Sampaio aseguró que los tiros iban por otro sitio, que lo que convenía era la chica adecuada. Y Clara, imagino que mordiéndose el labio inferior, como suele hacer cuando se siente algo nerviosa, asintió, «claro, claro». Eso me lo supongo yo, que a mí no me contó tantos detalles de la conversación, como es lógico.

Pero, ni el viejo Sampaio ni mamá, tan sabios los dos, tan leídos, tan activos, estaban entendiendo verdaderamente lo que es una intervención artística. Digo esto con un poco de atrevimiento de más, de tener en cuenta que no presencié aquellas entrevistas, pero tenían delante un proyecto infrecuente y los acontecimientos infrecuentes, por su propia condición de ajenos al hábito, de desaforados, de libres de toda convención, merecen siempre atención singular. No se trata tampoco de culparlos, que a fin de cuentas, lo bueno fue que se equivocasen, que en otro caso todo lo demás no habría tenido lugar. Pero a medida que ellos se empeñaban en levantarme la libido, es un decir, con una dieta saludable, unos hábitos irreprochables y el coche de Sampaio colocadito a mi disposición para asistir a tantos conciertos como hubo en el país ese verano, no se daban cuenta de que hay caminos que ya nos vienen a los pies sin tener que buscarlos y que, en cambio, el mundo en que vivimos es tan aburrido, tan carente de interés, que las personas usan mucho menos la creatividad que el monedero. Por eso yo, destinado a emparejarme con Rosalía, o con Antonia, que iban para dirigentes estudiantiles en la universidad, donde comenzarían estudios en septiembre, o a jadear en los brazos de Nadine, la erasmus holandesa que se había quedado todo el verano para perfeccionar no se sabía bien qué o, dejando que proliferasen las oportunidades, destinado a abrirme camino propio en el coche de Sampaio o en el piso de algún conocido, o en una tienda de campaña en los festivales de Ortigueira, de Pardiñas o de Moeche, caí en la frialdad. Aunque asistía puntualmente a las citas con mis amistades y aunque mi madre propiciaba las salidas e incluso tuvo la osadía de servir de mediadora con Ricardo, cuya amistad conmigo vivía un momento de crisis, solo por asegurarse de que saliese, aunque todo propiciase la estación del amor…. nada de nada. Alguna vez incluso llegué a escuchar cómo Sampaio, usando un lenguaje de militante clandestino, que hacía sospechar a mamá de sus ocupaciones de otro tiempo, le decía: «¿Hubo movimientos?». «No, nada». La respuesta era siempre la misma.

Por primera vez en mi existencia me estaba aprestando al objetivo que había reservado para un futuro indeterminado, el de diseñar una intervención artística radical, exactamente lo que mi madre me había pedido para espabilarme de esa condición de indeciso y que ahora, temía ella, caía sobre mí como una losa. El encargo me obligó a conocer mi país, del que solo sabía el acontecer diario y para eso poco, que mamá no había permitido nunca los periódicos en casa: «Para saber la opinión de otros no pago», decía. «Que me pregunten por la mía, que nunca aparece ahí». Además, llevar a cabo esa intervención me presionó bastante como para mejorar mis técnicas, para estudiar historia, geografía y cartografía, y para dejar de perder el tiempo colgado en el messenger como decía mi madre, además de incitarme a reflexionar sobre lo que quería expresar y sobre si el arte era finalmente un acto de comunicación o si contenía una energía intraducible. Así hasta que acabé por tener algo que decir. Pero, antes de proseguir, conviene comentar también que yo, que hasta entonces había sido taciturno y me había plegado como un papel de seda cada vez que había tenido que afrontar un nuevo desafío, aproveché esa época de estudio y concentración para contrariar las aventuras amorosas que me estaban destinadas y, en su lugar, concentrarme en la escritura de unos versos que cantaba a ritmo de rap aunque no rimasen del todo, quizá porque acababa de descubrir que escribir se me daba bien o porque, puestos a concebir rarezas, a los artistas no hay quien nos gane.

6

Candela Roma, la mujer que, sin querer, me preparó para la intervención, quiere ser profesora; concretamente, de arte. Si ella leyese la frase anterior, se enfadaría, supongo. Sí, ella detestaría que la presentase así, como alguien secundario, alguien que incita a otro a la acción mientras se mantiene en los márgenes. Tampoco es que ella muestre un desmedido afán de protagonismo, sino que está convencida de algunas verdades… Como diría ella: «Determinados poderes no permiten que el mundo sea un escenario donde cada uno vacíe lo que lleva dentro». Por eso Candela, que siente el arte latir en su pecho y a veces incluso lo siente explotar tras la contemplación de una foto, o de escuchar un aria, no ha sido capaz todavía de producir una obra artística propia, ni siquiera una artesanía, ni de bellas artes ni de artes aplicadas, nada. Eso sí, está suscrita al catálogo del MOMA y conoce al milímetro el Guggenheim de Nueva York, y lo mismo sabe de gótico flamígero que de postmodernismo neoexpresionista. Por esta sed suya de saber, valoré mucho la disertación sobre el hecho artístico que me soltó aquel primer día de nuestras conversaciones, que debía de estar nerviosa, en la cafetería de la facultad. Aún hoy me sorprende el entusiasmo con que aborda su tesis doctoral, sobre un tema oscuro e incomprensible. De hecho, cada vez que mis colegas y yo le preguntamos a Candela por su tema de tesis, ella se muestra incapaz de responder. Otros de sus compañeros sí saben hacerlo; saben cómo contarnos a los «pequeños», como nos llaman a los de primero, lo que los ocupa, y hasta consiguen arrancarnos miradas de admiración. Candela, en cambio, carece también de esta habilidad social. Igualmente, ya lo he dicho, carece de habilidad artística. Quizá por eso casi todo el tiempo que se pasa en el bar, que tampoco es tanto, permanece callada. Diríamos, para ser exactos, que Candela es una chica contenida y hasta insignificante, en quien nadie se fijaría, aunque la exactitud no se parece tanto a la verdad como nos gustaría porque ella puede ser una mujer en quien nadie se fijaría y que, sin embargo, consigue que algunos escogidos sí se fijen y se queden absolutamente cautivados por ella. De hecho, si Candela, a pesar de parecer algo especial, está siempre acompañada, es porque está casada con Antón Lueiro, el conocido profesor de historia contemporánea. Candela es alguien en la facultad por cuestión de emparejamiento, quizá por eso no soportaría que nadie acabase diciendo de ella que es la encargada de prepararme para el arte, como si estuviese programada para ser personaje secundario en cualquier historia en que pudiese intervenir. En todo caso, cuando comenzó lo nuestro, ninguno de nosotros sabía aún qué papel le estaba deparado, claro está. Por otra parte, el hecho de que Candela se hubiese casado, y tan pronto, hará ya cuatro o cinco años, y el que lo hiciese con un hombre dispuesto a ser él mismo sobre todas las cosas, desata muchas incógnitas entre la gente de la facultad, incógnitas que no voy a formular por miedo a que ella se enfurruñe. Y eso que tal vez —los demás no lo saben pero yo la conozco mejor—, tal vez digo, no se enfadaría, sino todo lo contrario, que Candela es una de esas personas que llevan un mundo paralelo dentro y no se atreven a soltarlo por temor a que el mundo real, ese que todos habitamos, se desintegre con un estornudo suyo.

En el ambiente de la cafetería de la facultad, Candela apenas es vapor de agua, de puro invisible y, si interesan sus cuestiones biográficas es, sobre todo, porque la potencia sexual de Antón Lueiro desata un excesivo gasto de imaginación en sus alumnas, que lo consideran el prototipo de la energía y el erotismo masculinos. Pero Candela no suelta prenda, especialmente reservada en este particular, lo que acentúa la torre de marfil que la rodea. Además, Candela no tiene un círculo de amistades íntimas, apenas el grupito de culturetas del bar, donde acabamos de introducirnos Ricardo Portas y yo, amigos desde la infancia y últimamente algo distantes, pero casualmente reunidos por las llamadas telefónicas de mi madre y por la coincidencia de haber emprendido los dos estudios superiores de arte. Si Candela es una desconocida en la facultad a pesar de estar ya en la etapa de tesis es porque Antón y ella llegaron la primavera pasada de Friburgo, donde él desempeñó un puesto temporal de esos que en la universidad sirven de trampolín para aspiraciones mayores, según cuentan. Allí fue donde ella estudió la licenciatura, con la dificultad añadida de hacerlo en alemán, una lengua que ni farfullaba cuando se marchó, lo que ya debe de dar una idea de cómo es Candela, a quien no se le pone nada por delante cuando se fija un objetivo.

Comentaré también una cuestión más personal. Al principio noté que, cuando le preguntábamos algo directamente, Candela adoptaba la actitud de los camaleones: mudaba de color hasta desvanecerse. Cuando me di cuenta de que se trataba de una reacción casi automática, les pedí a los demás que moderasen sus incisivos y con eso saltó la liebre, «a ti te va esa tía» y tal. Y no era eso, no exactamente, sino que a mí mi madre me educó en la estima propia y ajena y, de tanto vivir juntos y solos, de tanto pasar el tiempo en mutua compañía y de hablar de todas las cosas, supongo que tengo una sensibilidad poco frecuente en los chicos de mi edad, aunque mamá ande esta temporada llorando por los rincones con que si ya no nos comprendemos como antes. Pero, a medida que entraba el otoño, fui fijándome en que la estampa de Candela, la fragilidad de su cuerpo, la delgadez de sus muñecas, de las que cuelgan una docena de pulseras de cuero o de hilo, su larga melena pelirroja y su carácter retraído me producen la extraña sensación de querer cuidar de ella, una sensación parecida a la que me inundaba cuando mi perro Balú era un cachorro y no conseguía subir los peldaños de la escalera. En realidad, ese otoño ella estaba sobrepasando el grado de timidez razonable, por así decir. Pero, cuando se lo pregunté directamente, me aseguró que nunca había sido tímida. No sé, quizá no sea tímida la palabra oportuna; tendré que buscar un calificativo mejor… Quiero decir que, por las circunstancias de su vida, está frecuentemente colocada en papeles de cierto relieve: acompañando a Antón habla con los profesores del departamento y hasta con el rector, prepara cenas en su casa y paga la compra con tarjetas de crédito y, en fin, todo eso exige una desenvoltura poco acorde con este encogimiento que suele mostrar con nosotros en la cafetería.

Sin embargo, si los colegas tenían a Candela por un apéndice de alguien, un día vino a sorprenderlos con una acción que, repetida y coreada por todo el campus en cientos de versiones distintas, debió servirnos a todos para aprender la lección de que los tópicos no existen. Una mañana, todavía a comienzos de curso, el profesor Martínez Neira, catedrático de la vieja escuela, se puso enfermo, y el jefe de departamento le pidió a Candela, becaria predoctoral, que bajase a dar clase en primero, temporalmente, pero de modo indefinido. El arte del mundo antiguo no era su especialidad y, además, había muchas caras conocidas en esa clase, la mía y la de Ricardo, sin ir más lejos, y las de Rosa, Miguel y Tati, los tres inseparables que también andan frecuentemente por la cafetería. En las semanas siguientes Candela se vio en la obligación de preparar una materia nueva e impartir clases en un grupo difícil. Pero el problema principal radicaba en el método: en vez de la clase magistral, Candela se tomó muy en serio privar el arte de su elitismo y, para asentar una cultura de base popular, optó por clases participativas, centradas en la particular visión que cada uno de nosotros pudiese almacenar sobre el hecho artístico. Pretender clases participativas en medio de la apatía general de nuestra facultad era una osadía, más propia de un sindicalista del metal que de una estudiante introvertida sin experiencia en militancia alguna. En las primeras sesiones solo consiguió jaleo. Como correspondía, todos los profesores de la facultad decidieron darle consejos: «Tú, al principio, dura…, que, si no, se te van a subir a las barbas», «pasa de las clases; tú, a lo tuyo, que es la tesis; quien quiera estudiar ya tiene libros», «a ti esta experiencia te va a venir muy bien para el currículo» y otras sutilezas pedagógicas. En las aulas casi nadie hacía las lecturas que ella solicitaba, participábamos poco y había quien interrumpía las explicaciones con cualquier pretexto. Cuando entraba Candela, cargada con un portátil para conectar al cañón de proyección y con tantos libros que apenas se la veía, tenía que borrar del encerado tal cantidad de obscenidades que se diría que estaba enseñando entre los muros del Bronx. Menos mal que nunca ocupaba el asiento que le estaba encomendado, porque un día, Torneiro, el gracioso del grupo, se escondió en la mesa del profesor con la intención de escurrirle las manos piernas arriba en cuanto se sentase… «y después, lo que caiga». Cuando Candela entró, insegura, nerviosa, apoyó las cosas en la mesa y debió de intuir por la expectación del ambiente que algo extraño iba a pasar. Por supuesto, ni se le ocurrió mirar debajo de la mesa, como haría la gente miedosa, pero estuvo un rato allí delante de su puesto, y Torneiro, al percatarse de que no tendría mejor ocasión, que ella estaba allí colocada ya hablando y que de un momento a otro comenzaría a deambular por el aula, se lanzó al ataque. Candela, sintiendo la respiración de la bestia entre sus muslos, dijo sin inmutarse: «Por favor, Torneiro, vuelve a tu asiento», y mientras Torneiro salía de su guarida como lobo atrapado por oveja, ella se fue acercando al encerado —un encerado de los de plástico blanco, de donde le arrebataban la bayeta para que se manchase de rotulador— y escribió:

Todos los movimientos sociales son formas de resistencia contra la dominación que se dirigen políticamente hacia las raíces de la democracia, cuestionando sus límites.

Dando aulas lúdicas, no represivas, profundas, estamos capitaneando el más radical de los movimientos sociales.

Aquella bravuconada demostró que yo tenía razón. Tenía que ser tímida porque estos alardes solo los regalan las personas tímidas cuando las menean un poco. El episodio fue acogido con un silencio reverencial pero, a partir de entonces, las clases empezaron a tener ese movimiento rítmico de las ondas del mar que se había perdido desde el jardín de Epicuro. No sé si me explico.

7

Supongo que Leandro Balseiro, el viejo, en aquel tiempo mítico en que campaba por sus respetos en la nave de exposición de vehículos con letreros que rezaban último modelo no podría imaginarse a sí mismo como alguien destinado a no descansar nunca, como un alma en pena que volvería, una vez tras otra, a aparecerse en los sueños de sus descendientes. Si le preguntasen, con toda probabilidad diría que lo único que pensaba era que un día saldría adelante, aunque el mundo fuese tan hostil como parecía. Pero, según mi madre, la desconfianza se le fue instalando poco a poco en el alma y, de tanto sospechar de la humanidad, empezando por sus clientes y siguiendo por los contertulios del bar, por los amigos y la familia, acabó por desconfiar de sí mismo. Las cosas no le fueron bien más de unos meses. Al flamante puesto de jefe de ventas que ostentaba se le unía el de encargado de contabilidad, un puesto sin duda delicado porque las cuentas tienden siempre a no cuadrar, igual que el planeta gira a la velocidad que le viene en gana, sin calcular que las personas vamos dentro y podemos marearnos.

Para las cuentas, Leandro Balseiro tenía reservado un cuaderno de cuadrícula diminuta donde, una cifra encima de cada cuadro, anotaba las entradas y salidas con una precisión de maniático. Porque a él, en realidad, tanto le daba que en el balance final de año no saliesen números rojos, ni que de los negros fuesen los más posibles, como corresponde a todas las leyes del cálculo empresarial. No, que sé por experiencia propia que nunca hubo una finalidad práctica que se instalase en la cabeza de un Balseiro para allí hacer fortuna. El viejo tenía como objetivo único que el cuaderno le saliese pulcro y bien primoroso y ese afán fue convirtiéndose en una obsesión pertinaz.

Al principio, la obsesión solo atañía a la caligrafía y cada página se inauguraba con unos rótulos perfectamente trazados, con pluma, donde se leía «DEBE» o «HABER» en un dibujo hermoso, que recordaba vagamente las pantallas chinas. Leandro Balseiro pasaba horas enteras ocupado en que los números fuesen exactamente iguales de altura —lo que podría ser comprensible—, pero también de anchura. Y ahí las manías del autor ya comenzaron a ser incómodas porque para que un 1, con su aspecto flaco, ocupase a lo ancho la misma medida milimétrica que el rotundo y pleno 0, había que hacer con el lápiz una tarea de bordado semejante a la que realizaban las hermanas Balseiro en las sábanas, y ponerle al 1 una base pequeña pero contundente, al tiempo que se estilizaba la forma del cero con una precisión casi imposible de soñar. Revisando alguno de los cuadernos que mamá guardó junto a lo poco que pudieron rescatar del incendio, vemos que cada página de cuentas de aquella sucursal perdida en el fin del mundo atesoraba una pieza de especial valor artístico, al menos si pudiese contemplarse en Extremo Oriente, donde siempre fueron más mirados para esas cosas. Visto desde hoy puede parecer gracioso pero todas las páginas del libro de cuentas desprendían las virtudes de que su autor carecía: eran equilibradas, lúcidas y hermosas y la exquisita factura de los trazos, la perfección del alineamiento, la blancura de los márgenes escrupulosamente respetados, producen en quien las mira una cierta fascinación. Igual que la visión de los pentagramas nos cautiva a los que no tocamos instrumentos y nos hace lamentar no haber estudiado solfeo en la infancia, las cuentas de Leandro Balseiro, el viejo, seducían por su rara perfección. A medida que se pasan las páginas los efectos se multiplican, como cuando en un catálogo se va viendo la evolución de quien lo pintó, y ahora, mientras las miro, la redondez de los trazos, o el cuerpo de la coma con que se marcan los decimales, por ejemplo, llegan a conmoverme como lo harían las miniaturas de un calígrafo antiguo.

Con el paso del tiempo, Leandro entero se concentró en la belleza de su cuaderno de cuentas, en ese equilibrio interno de lo que escribía, en el sombreado de las cifras, en la forma de expresar con la letra de los rótulos el estado de ánimo que le correspondía a un artista aplastado por la incomprensión humana y fue perdiendo interés por lo que las cuentas representaban. Por raro que pueda parecer, después de haber revisado cientos de veces el cuaderno que Clara conservó, veo que él no libraba cantidades a su favor. Es cierto que con frecuencia las cuentas contienen errores; no lo negaré porque puede verse hasta en las más elementales sumas que los resultados no son correctos. Pero suponerle la sombra del interés propio es maledicencia. Me atrevo a conjeturar que la motivación de esa contabilidad descuidada era puramente estética porque, entrando en la lógica del miniaturista, para sumar uno y siete, dos números de forma estilizada, no es adecuado estéticamente poner ocho, un número regordete —como cantábamos de pequeños, el ocho son las gafas que lleva don Ramón—, que eso no es orden armónico del universo ni nada que se le parezca, de modo que mi abuelo, para enderezar lo que el Creador había dejado mal acabado, se veía obligado a poner que uno más siete eran tres, que ese sí, esa especie de ocho tronzado, compaginaba mucho mejor con lo que el ojo esperaba como resultado final.

Cuando en la delegación provincial se percataron de que las cuentas de Balseiro no iban bien, actuaron con la energía que correspondía a una empresa en expansión, denunciando el caso a Madrid, y en unos pocos días llegó a la ciudad un ejecutivo seguro de sí, que en un abrir y cerrar de carpeta revisó los libros de cuentas y concluyó que había que dejar a Leandro en la calle. Él ni se inmutó, contento de arrebatarles el último de los cuadernos, sin duda el más acabado y elegante y que, con el tiempo, se convertiría en la única prueba de que, como todos los Balseiro, llevaba impresa en la frente la maldición de hacer una obra artística incomprendida. Por supuesto, nadie encontró nunca el dinero que faltaba, lo que bien podía interpretarse como indicio de delito monetario pero, vividor y vocinglero como él era, que dilapidase todo cuanto pasase por sus manos era la norma esperable en Leandro Balseiro. De todos modos, aquí es preciso matizar: una cosa es que gastase todo cuanto billete viese y otra, muy diferente, que hiciese mal las cuentas a posta en beneficio propio. Mientras la justicia cosía los pormenores del caso en un informe de varios miles de hojas y mientras se iba decidiendo a actuar, los sucesos se desencadenaron a tal velocidad que la supuesta estafa no mereció tratamiento. Para cuando la Policía Judicial se presentó en el lugar de autos, Leandro ya llevaba un tiempo dando malvas, como a un buen jardinero corresponde.

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9788418918308
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