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Barbudo y alto como una montaña, vestido de modo impecable y con ojos de abismo, Sampaio llegó a nosotros como una incógnita viviente y, no nos dimos cuenta hasta que faltó, seguía siendo un misterio muchos años después. Aunque ya tendría edad para estar jubilado, no le conocí nunca oficio. Vivía en la zona monumental de Compostela, en el tercer piso de una casa de piedra con balcones que se abrían a una de esas calles ruidosas del casco antiguo, siempre rebosantes de gente que bebe y que compra. Y si no se dedicaba a nada, no era por casualidad o, al contrario, era por un cúmulo de casualidades. Para comenzar el relato por el principio, debo decir que Sampaio no tenía memoria. Tantas veces escuché la historia de su boca que puedo hoy contarla sin temor a confundir nada; y eso que yo por entonces era un bebé y, por lo tanto, desmemoriado como él, aunque de distinto modo, que lo que en Sampaio se tenía por enfermedad, en mí parecía resultado de la naturaleza.

Unos quince años atrás, no sé bien si coincidiendo con un año jacobeo o animado por la publicidad de un jacobeo anterior, llegó a Santiago el bueno de Sampaio, solo y a pie, como corresponde a los peregrinos. En la entrada de San Lázaro, entonces menos urbanizada, un coche que salía del estadio de fútbol y cruzaba para Amio no respetó la señal que prescribía ceder el paso y se deslizó lindamente por encima de su mochila, del bastón deportivo con el que se ayudaba y de su cuerpo bien robusto. Rápidamente una ambulancia, llamada por los viandantes con la misión de salvarle la vida que el accidente aún no le había arrebatado, lo condujo al hospital: después de las revisiones, las curas, las placas y los exámenes médicos rutinarios, una doctora joven y amable le notificó animosa: «Es usted un tipo con suerte. No solo está vivo sino que no apreciamos ninguna herida de importancia». En medio de su confusión, el peregrino debió de sentir un cierto alivio. Le picaban las rodillas y las manos, además de dolerle los huesos, la espalda y la cabeza. Cuando la doctora le rogó que permaneciese hospitalizado una noche, si no tenía inconveniente, para mantenerlo en una estricta vigilancia siguiendo el protocolo recomendable en los accidentes de tráfico, la verdad toda, que preferiría reservar para sí, se le escapó de la boca: «Doctora, no sé si tengo inconveniente o no… si alguien me espera fuera o debo marchar mañana mismo a algún lado. Lo cierto es que no recuerdo nada». Y ahí fue cuando toda la planta del hospital se agitó, que la amnesia no se ve todos los días, como aseguraban los estudiantes en prácticas que corrieron a su habitación para aprender a curar un mal que también podía ser un bien, según lo que el peregrino tuviese que recordar. Para entonces, el paciente ya había demostrado varias veces ser merecedor de tal nombre porque él, que no era mujer barbuda ni serpiente con dos cabezas, tenía la habitación atestada de gente haciéndole preguntas. Y él sí sabía perfectamente cuántas eran tres por nueve, y ocho por cinco; sabía que las últimas películas que había visto fueron las más sugerentes de las carteleras ese invierno, a saber, La lista de Schindler y Fresa y chocolate, y claro que se acordaba —y perfectamente— de la trama y la opinión que le merecían los dos directores. Sí, también sabía el nombre de los directores. Sabía que le gustaban la tarta de manzana y el caldo casero. Si le pedían que dijese un poema o algo que supiese de corrido le salía rápido y bien entonado Que din os rumorosos y a continuación La Internacional y, en cambio, —y no paró de reír cuando se dio cuenta—, el padrenuestro no se le venía a la mente de una vez, aunque sí se sabía algunos trozos sueltos, lo que interpretó como indicativo de que en otro tiempo había tenido una madre piadosa, aunque ni por asomo recordaba su rostro o su nombre y, después de un instante de melancolía, consoló esa extraña sensación de pérdida diciéndose que tal vez le habían enseñado la oración otras instancias menos tiernas, quizá un tío cura, o el encargado de novicios del seminario.

Aquella noche, la doctora llegó a su apartamento en la calle Curros Enríquez exhausta. Después de practicar todos los test conocidos en clínica de urgencias no había conseguido nada: el paciente, el señor X, como lo bautizaron momentáneamente, no se acordaba de su nombre, ni de su ocupación, no sabía cuándo había nacido ni dónde, no traía móvil ni agenda y no tenía ni idea de por qué estaría haciendo el camino de Santiago, que no se veía a sí mismo ni entre los deportistas ni entre los que buscan consuelo espiritual. Pero, como ella no era neuróloga, sino una MIR de dermatología, y simplemente el asunto la había pillado haciendo una guardia en urgencias, tuvo que serenarse pensando que a la mañana siguiente la cosa se solucionaría sin su intervención. No fue así. Ni al día siguiente, ni al siguiente del siguiente. De tal paciente parecía no saberse nada. La dirección del hospital mandó el aviso de rigor a la Policía, donde insistieron en que tenían cosas más importantes que hacer que andar buscando la identidad de alguien que no había hecho nada malo y que no estaba perdido o secuestrado, sino que se encontraba tan ricamente y en magníficas manos, un comentario este que puso al director de buen humor para toda la mañana aunque, antes de colgar el teléfono, se recuperó de ese ataque de vanidad y pidió que pasasen nota informativa a todas las comisarías del Estado, bajo el supuesto de que alguien acabaría reclamando su pérdida, si es que se podía decir así, que las personas tampoco se pierden como si fuesen mascotas.

Entretanto, en neuropsiquiatría probaron con todo: los test habituales y los raros, los fármacos nuevos y los de toda la vida. Le aplicaron tratamientos suaves, tipo conversa con el psicólogo, que era charlatán y cariñoso, y tratamientos de choque como en las novelas de espías. Y no encontraron nada. Clara Balseiro, la residente de dermatología que estaba entre el grupo de sanitarios que lo habían atendido el primer día en urgencias, fue un día a visitarlo a su habitación con unas flores en maceta. Le insistió en que debía cuidarlas, que tenía que atarse a algo, que, dado lo delicado de su situación, debía precaverse contra la ansiedad y la tristeza. El paciente, hasta ese momento simplemente señor X, que no había sido reclamado por nadie, a quien nadie había llamado esos días, que nadie estaba buscando, le aseguró que no se sentía deprimido, solo un poco desconcertado. Pero supo evitar su desamparo para arropar la timidez de Clara explicándole a ella, la que le había dicho en aquel primer encuentro que era un hombre afortunado por seguir vivo, que se sentía feliz por recibir el regalo de la inocencia y convertirse a su edad —que aún desconociendo en toda su exactitud se le figuraba más que mediana— en una criatura sin pasado y con todo el futuro todavía por descubrir. Cuando Clara salía de la habitación para atender a los pacientes de otra planta, el señor accidentado y sin memoria a quien llamamos momentáneamente X le preguntó el nombre de las flores que le dejaba, y Clara, con una sonrisa de niña, una sonrisa golosa, atrevida, carnosa, hecha de melocotón como la que a veces ella veía en el rostro de su pequeño hijo, le soltó: «Pues… esas flores se llaman nomeolvides». Las carcajadas con las que los dos celebraron la ocurrencia sellaron el inicio de su amistad.

En pocas semanas, el desmemoriado señor que llegó andando a Compostela tuvo que hacerse cargo de su vida. Pero, como no recordaba aún quién era ni a qué se dedicaba, se vio en la extraña situación de tener que probar oficio. Trabajó de camarero en locales de copas, lo primero que le salió, pero la vida nocturna no lo estimulaba, lo agotaba físicamente y no le reportaba ese aliciente que andaba buscando. «Seguro que yo antes no salía de noche», se decía, porque estaba siempre así, aprendiendo a conocerse, mirando a ver quién era, de modo que andaba con el ánimo algo exaltado, igual que un enamorado reciente, que está indagando en su pareja, mirando a ver si le gustan los mejillones, el color verde o leer cómics, porque la otra persona es todavía un misterio por descubrir. Y el peregrino de la desmemoria estaba encantado porque aquí el misterio era él, que se ponía, digamos, algo onanista, en este particular cuando menos. «Seguro que yo no salía de noche», se decía, o «me parece que yo vestiría bastante informal», «para mí que yo era un tipo sencillo, alguien con una inteligencia manual». Y, como se verá, no acertaba una pero el caso es que así fue dándose cuenta de que esa ocupación en la hostelería no era lo suyo, que tenía que decidirse y dejarla en cuanto pudiese.

Fue en ese momento cuando se presentó como candidato a dependiente en una tienda de música, tras leer un anuncio en la prensa local. El dueño de la tienda lo rechazó nada más verlo llamándolo como llamaría al padre de su padre o de su madre. Y aquí, por una vez, Sampaio, un tipo por lo general tranquilo y controlado, perdió la compostura y le dijo: «Mire usted, no me coja si dispone de candidato más adecuado pero no prejuzgue quién soy por tener unas entradas en la frente o unas arrugas en la cara. En realidad no sé yo si querría trabajar aquí. En óperas no tienen siquiera la Aida de la Tebaldi, solo la de la Callas, ni la Lakmé de Natalie Dessay en vez de la dudosa grabación de la Sutherland. Les faltan en música clásica elementales de cuarto de solfeo; por eso pensé que se ocuparían solo de música de temporada. Pues no, en las novedades no encontré Debut, el primer álbum de una solista islandesa que promete llamada Björk, ni en jazz el When everyone has gone, de Esbjörn Svensson, por darle una muestra… No me extraña que prefiera un muchachito que escuche lo que pinchen en uno de esos programas de radio, chun-da-chun-da; ya comprendo, con tanta ignorancia se explica que haya quien tema entrar en las tiendas de música». Ni que decir tiene que, ante tal discurso, el dueño de la tienda resolvió que el trabajo fuese suyo, y el hombre se marchó para el camping donde estaba provisionalmente asentado mientras no daba con algo mejor, atontado, susurrando para sí: «yo debía de ser un tipo que sabía de música».

Como la existencia va sosteniendo lo que le ponemos encima, el señor X le pidió a Clara que, una vez más, lo ayudase, seguro de que había un hilo del que podrían tirar para ver quién había sido él con anterioridad. Sin embargo, antes de hacer nada, allí reunidos en la sala de estar de ella, mirándome a mí, el Leandro pequeño que jugaba en la alfombra, le exigió hacer un trato: «Mira, Clara, por un lado tengo curiosidad por saber quién era yo pero no quiero resucitarme. Tienes que prometerme que serás discreta, que no revolveremos en el pasado más allá de lo necesario y que cuando me quiera retirar del asunto, no vas a continuar tú la pesquisa por tu cuenta». Clara, que era la discreción en persona, además de que ya se había reinventado a sí misma un par de veces a sus veintitantos, le aseguró que así lo haría. La sesión acabó con el común acuerdo de sacar a la luz lo que pudiesen de esos conocimientos musicales que él acumulaba sin saberlo.

A la mañana siguiente, Clara optó por un tratamiento del estilo de las descargas eléctricas. Como ya se había fijado en la hechura de las manos de Sampaio, de dedos finos y largos, se dejó llevar por la intuición y le pidió a Mili, de trauma, que le había dado clase en la facultad y con quien mantenía una amistad profunda, de las que no exigen explicaciones, que le cediese su piso una tarde. Para no revelar nada que pudiese comprometer a su amigo, la dejó creer que precisaba un apartamento coqueto como el suyo para verse con un amante y Mili accedió prometiéndole también hacerle de canguro conmigo el jueves, «y mira que para una tarde que tengo libre, ya te lo puedes pasar bien, ¿eh?…». Dos días después, mientras Mili paseaba el carrito conmigo dentro por el Parque de la Alameda abajo, hacia el campus, imaginando la escena de Clara como premio de consolación porque ella no ligaba nada aquella temporada, la carne de Clara, menos húmeda de lo que estaba siendo imaginada, entraba con su desmemoriado amigo en casa de Mili, un poco más asustado él que de costumbre ante la resolución que Clara exhalaba. Pero no se fueron al dormitorio sino que se quedaron en la sala. Clara, en la puerta, lo obligó a entrar tirándole de la chaqueta. Allí estaba: un enorme piano de cola, de un negro rutilante, lucía al lado derecho, justo antes de que la estancia se abriese a una terraza cuajada de flores. Y sucedió lo que Clara esperaba: primero el hombre se quedó pasmado, luego se sentó en el taburete redondo y permaneció un rato mirando las teclas, se remangó la chaqueta y… no hizo nada. Por la mente le cruzó como un rayo la idea de que tal vez, sabiendo algo de música, podía haber sido en su vida anterior un profesor de escuela primaria que instruyese a sus alumnos en rudimentos de solfeo, o tal vez podía tocar la guitarra para entretener sus horas libres. En ninguno de esos casos sabría él qué hacer con esas teclas brillantes como los dientes de una cantante de jazz de los cincuenta. Cerró los ojos dispuesto a recular cuando un extraño recuerdo le devolvió el brío: lo embargaba aquella sensación de la juventud, cuando todos lo aclamaban, «toca algo, venga, toca algo», y él temía equivocar la nota, temía quedarse con la mente en blanco, temía ejecutar con poco sentimiento como un virtuosillo de conservatorio, temía no ajustarse al tempo de la composición, y sobre todo temía que su gesto se interpretase como afán de notoriedad, él que era algo vergonzoso… pero tampoco podía resistirse a la tentación de tocar, porque la música ocupaba toda su alma. Empujado por esta sensación de haber recordado algo por fin, dejó caer las manos como nubes que se desatasen en una tormenta y… tocó. Tocó dos horas seguidas, tocó sin partituras, sin pausa, sin mirar siquiera para una Clara entusiasmada que luchaba por ponerse a la altura de alguien de tanto saber, ella que nunca fue capaz de tocar en la flauta escolar aquello de bajo-un-bo-tón-ton-ton, de un tal Pachín-chinchin. Cuando acabó el concierto los dos se abrazaron con lágrimas en los ojos y, mientras cambiaban las sábanas de la cama de Mili, para que esta no pensase que la cita había sido un fracaso y no ametrallase a preguntas, cantaron a voz en grito, haciendo que la música saliese a la terraza y acariciase uno por uno los pétalos de las flores.

Luego, todo fue muy rápido. En unos pocos días, los dos cómplices acabaron de recuperar la identidad perdida del señor X: el peregrino asistido en el hospital era un pianista reconocido en las principales salas de concierto europeas, un tipo interesante y culto, llamado Daniel Sampaio, que llevaba fuera del país la vida entera y ahí, siguiendo los deseos del interfecto, paró la pesquisa. Después de calibrar serenamente el futuro que deseaba para sí, una semana después del día en que Clara lo devolvía a la música, Sampaio dejó el trabajo en la tienda y regresó a su lugar de partida, Viena, donde vendió un piso grande que estaba a su nombre, mandó que le llevasen el piano a Compostela y cedió el resto de sus posesiones, que no eran pocas, a una sociedad benéfica que ayudaba a artistas caídos en la pobreza, porque con las rentas derivadas de la venta del piso pasaría lo que le quedase de vida con la austeridad que siempre había imaginado digna para sí. No se paró a indagar si tenía familia o deberes, enfurruñado porque nadie lo buscaba y convencido de que no precisaba a nadie por obligación y antes de que llegase el siguiente fin de semana se volvió a Compostela, la única tierra de la que tenía ya recuerdos, porque todo lo acontecido después del afortunado accidente sí que se había quedado bien instalado en su memoria.

Así fue como Sampaio recuperó el nombre y pasó a vivir una vida nueva, la de vecino de uno de los lugares más hermosos del planeta, como él acostumbraba a decir algo exageradamente, y poseedor de tanto tiempo cada día como para inventarse una biografía para delante, que es más sustanciosa que una biografía hacia atrás. En los quince años siguientes, Sampaio fue una presencia continua en mi vida y en la de mi madre: un confidente, un partidario incondicional, un esforzado compañero de fatigas, un tesoro, un amigo. Algunas veces, sin embargo, yo experimentaba hacia él una violencia insoportable. A pesar de que normalmente lo respetaba como si fuese un abuelo próximo, jovial y amable, de repente la magia se rompía y se apoderaban de mí unos celos extraños. Mamá acostumbraba a comentar en tales ocasiones que yo todavía era demasiado joven para entender cuánto pesan los sentimientos humanos. No sé si ya no soy así de joven, si lo que pasó con la intervención me dio madurez o qué… pero en los últimos tiempos lo veo todo de otro modo. En aquel momento acababa por gritarle al bueno de Sampaio «lo que pasa es que tú estás enamorado de mi madre». Pero Sampaio, que algo ocultaba, nunca lo afirmó. Ni lo negó. A mí me gustaría que perdiese los nervios, que me gritase: «Pues sí, ¿qué pasa, mocoso, qué tienes tú que decir?», o que me amenazase: «Como vuelvas a decir tal cosa, te rompo la cara». Pero, en esos momentos, cada vez más frecuentes, Sampaio sacaba del bolsillo el tabaco de liar y se preparaba un cigarro con parsimonia mientras farfullaba algo así: «Mira, si te he de decir la verdad, no he recordado aún nada sobre el amor. No sé si hubo muchas mujeres en mi vida, o solo una, o si era monje. No conservo nada aquí», decía tocándose las sienes. «Pero tengo la sensación de que el amor hace daño», y en ese justo instante pasaba la lengua por el papel y miraba para mí con sus ojos de abismo haciendo una pausa profunda para, después, apenas un segundo antes de prender el cigarro, soltar: «Y yo no pienso disgustar a tu madre». Y siempre pensé que esa respuesta ya era bastante elocuente.

4

Insisto en que tengo mucho que aclarar para saber cómo fue realmente todo lo que ya está confundido en la memoria colectiva. Leandro Balseiro, el viejo, que muchos recuerdan como un tipo gris, un don nadie que se vio de repente aupado a la fama, por así decir, tenía razones ocultas para actuar como lo hizo. O esto fue lo que me pareció en la ardua investigación que realicé cuando todo comenzó a escapársenos de las manos. El viejo había gastado su juventud en francachelas de pobre porque, a diferencia de otros jóvenes de su tiempo, el capital no le daba para presumir en el casino ni para emprender estudios, y el cuerpo no le daba para meterse a cura. Por eso, toda su vocación de holgazán bebedor y pendenciero tuvo que gastarse en fondas de medio pelo. «Medio pelo no, que ahora todos dais en gastar y gastar…; un obrero de hoy lleva más dinero en el bolsillo que un rico de entonces», me dijo Olga Vicedo, quien insistió varias veces en la entrevista en imprimirle esta versión económica al paso del tiempo, probablemente para ocultar que debajo de su balcón, una balaustrada de hierro de esas que aún conservan las casas antiguas, habían ido a requerirla muchos hombres y la mayoría de las veces a cambio de algo. Con recursos de medio rico o con ínfulas de medio pobre, Leandro no debía de pasarlo mal; era buen mozo, al menos antes de que la vida lo transformase en un mostrenco barrigudo, y la paga que obtenía trabajando, pensaba él, podía gastarla en aquello que le viniese en gana, sin mirar para las estrecheces de sus hermanas, que iban tirando a base de bordar para fuera, como ellas decían, y de su madre, maestra nacional, como también se decía, para tapar que era maestra de modelos ajenos, que enseñaba en una lengua incomprensible e imponía modos de vida foráneos. Para recomponer la escena de una vez por todas, mi abuelo Leandro Balseiro, soltero y ya no tan joven, vivía en la casa de su madre con esta y sus hermanas, a las cuales el hecho de ser como él solteras y ya no tan jóvenes no les hacía tanto avío. Las tres mujeres trabajaban como burras en casa y cosiendo el ajuar de las más ricas, las dueñas de las tiendas de ultramarinos o las hijas del propietario de la ferretería. Y si obtenían así unos jornales, como después los invertían en el sustento familiar o en los arreglos propios de una casa vieja que se les caía encima a pedazos, el dinero volvía a los ultramarinos o a la ferretería de donde acababa de salir y todos contentos. El peculiar humor de la familia resuena en las declaraciones que la menor de las Balseiro, Pamela, me hizo entre risas: «Gastábamos todo en mantener la casa en pie, ¿y cómo iba a mantenerse, si las casas nunca tuvieron pies?».

Mientras tanto, Leandro dejaba la paga en los brazos de Olga Vicedo, en la barra de los mil bares que conocía o en la compra de unos zapatos de badana para bailar con las señoritas del casino. «Porque la muerte tal vez nos iguale a todos, pero la vida y sus oportunidades son cosa bien distinta», me insistió Pamela cuando le pedí que me ayudase a reconstruir aquel tiempo. «No era nada especial, no te vayas a creer, veíamos lo mismo en todas las familias, en todas las casas… y no es que estuviésemos conformes, ¿eh? ¡Qué va! ¡Si todas estábamos deseando largarnos de donde estuviésemos: las solteras, de la casa de los padres; las casadas, del marido!».

Como Leandro Balseiro había llegado a completar el primer ciclo de los estudios de Comercio, como se llamaba por entonces a una capacitación profesional para oficinas entre gente que no había estudiado sino las cuatro reglas, después de cumplir el servicio militar volvió para colocarse. Y se colocó, claro, pero en varios destinos distintos, porque él era un culo inquieto que no sabía sosegarse. Por los datos que fui reconstruyendo con paciencia y cada vez con más interés hacia la pintoresca figura de mi abuelo, parece que trabajó de pasante en la notaría hasta que vio que allí nunca progresaría, momento en que decidió marcharse al despacho de un procurador destinado a hacer carrera política que no supo mirar por él, y luego a dependiente en una nueva tienda de electrodomésticos que cerró, y a representante de farmacia, aunque, careciendo de vehículo propio, tuvo que abandonar, e incluso estuvo a punto de emigrar a Venezuela, pero en el puerto de Vigo le entró un miedo hondo a lo que habría al otro lado del mar y se volvió a la casa materna, asegurándoles a las que no sabían si llorar o reír al verlo de vuelta que no podía dejarlas de tanto que las echaba de menos. Porque él siempre supo ser zalamero cuando le convenía, que, según Pamela, tenía el verbo fluido y esa mirada brillante que, en su opinión, yo soy el único de la familia que heredó. Y, por si tal cosa es cierta, vaya por delante que desearía sacarles a esos atributos tanto provecho como les extrajo el viejo, que en la vida a veces dependemos de casualidades mínimas como llevar un rasgo amable en la cara o ser capaces de explicarnos bien cuando haga falta.

Después de dar tantos botes, Leandro Balseiro paró una temporada en el oficio de vendedor de coches en la sucursal local de cierta marca extranjera. El trabajo era ideal para él. Como resultado de los aires aperturistas del final de la dictadura y de un supuesto desarrollo económico, las ciudades ofrecían por vez primera un lujo desconocido: ¡tiendas de coches! Parece que la gente se paraba a mirar los escaparates donde un vehículo en exposición, normalmente de color rojo, lucía bien brillante, tal vez para evocar en los espectadores todas las sensaciones que bendijeron luego el consumismo como medio de matar el tiempo: ese aroma a nuevo, que en realidad es el olor del petróleo transformado, esa recreación de la propia imagen como alguien hermoso y renovado al salir del coche aunque lo haga en ropa de trabajo o hasta en mono azul, esa extraña felicidad que aseguran las cosas a quien las posee según avisa la frase «contento como niño con zapatos nuevos». En aquella nave, mitad taller sucio con sus grasas y sus gomas, y mitad tienda pulcra, reinó durante unos años el abuelo Balseiro. Se ocupaba de la contabilidad a la vez que ostentaba el título, muy del lenguaje de empresa, de jefe de ventas; un título a todas luces excesivo tratándose del único empleado de la sección. No obstante, Leandro Balseiro, en su mejor momento profesional, recibía a los clientes entusiasmado con su oficio, lo cual no significa con amabilidad. Como tenía un humor cambiante y no producía por sí mismo los artículos que estaba vendiendo —como les pasa a los pasteleros o a los artesanos del cuero—, no llegaba a ver en el cliente el destinatario preciso; que sin un paladar que los deguste o unos pies que paseen, los pasteleros o los zapateros ven frustradas sus artes. Coinciden Olga Vicedo y Carmencita de Vilaboa en asegurar que, al contrario de lo que se esperaba, castigaba a los que le hacían muchas preguntas, a los indecisos, a los prudentes y a las mujeres todas, que en su imaginación desbocada buscaban siempre imponerse a sus maridos. A cambio de estas hostilidades, que lo convertían en un extraño jefe de ventas de un producto caro y aún no bien instalado en el mercado, Leandro gastaba una paciencia desmedida con la extravagancia en todas sus formas. Según Pamela Balseiro, en cierta ocasión un cliente se encaprichó con que el coche que iba a comprar tuviese de matrícula el mismo número que su familia jugaba a la lotería desde hacía un montón de años. Leandro, que desataba las furias en casa si la sopa estaba fría o echaba a los clientes fuera de la nave si la mujer preguntaba más veces que el marido, no lo dudó. Cogió el autobús a la capital de provincia hasta trece veces para tratar de conseguir el número exacto que el cliente requería. Y cuando lo logró se vio tan contento, tan intensamente satisfecho consigo y con el mundo como un deportista olímpico después de batir una marca en el instante en que, por fin, ocupa el merecido podio.

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9788418918308
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