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Notas al pie

1 Hace referencia a las dos últimas líneas del poema “The old vicarage, Grantchester”, de Rupert Brooke (1887-1915), poeta ingles, conocido por sus crisis nerviosas, su romanticismo, su bisexualidad, relacionado con el grupo de Bloomsbury, murió en el Egeo, a causa de una picadura de mosquito, mientas se dirigía a la batalla de Gallipoli.

2 Literalmente, “los zalameros”, pedantes y atildados en el vestir. N.T.

6

Si supusiera la introducción de más pan de maíz, judías y patatas en la humilde cabaña del estadounidense medio, preferiría seguir a una anarquista con ojos de loca, como Em Goldman, que a un estadista de veinticuatro quilates, ex-ministro, licenciado universitario y solo interesado en producir más limusinas. Podéis llamarme socialista o cualquier otra cosa que queráis, siempre y cuando agarréis el otro extremo de la sierra y me ayudéis a cortar en pedazos los grandes troncos de la pobreza y la intolerancia.

La hora cero, Berzelius Windrip.

SU FAMILIA (al menos su esposa, la Sra. Candy, Sissy, Mary y la Sra. Fowler Greenhill) creía que Doremus tenía una salud débil; que cualquier resfriado podía convertirse rápidamente en una pulmonía; y que debía llevar sus botas de goma, comerse las gachas, fumar menos cigarrillos y nunca “pasarse”. Él protestaba con furia; sabía que, aunque se cansaba mucho después de una crisis en la redacción, tras una noche de sueño reparador, se convertía de nuevo en un pequeño generador y podía sacar copias más rápido que su reportero joven más dinámico.

Les ocultaba sus caprichos como haría cualquier niño con los adultos; mentía sin escrúpulos sobre cuántos cigarrillos había fumado; tenía escondida una petaca de whisky americano de la que solía tomar un trago, solo uno, antes de irse a la cama de puntillas; y cuando prometía que se iría a dormir pronto, apagaba la luz hasta que estaba seguro de que Emma dormía profundamente, luego la encendía y leía feliz hasta las dos de la madrugada, acurrucado bajo sus adoradas mantas tejidas a mano en un telar del monte Terror y sacudiendo las piernas, como un setter que sueña, cuando el jefe de inspectores del Departamento de Investigación Criminal entraba, solo y desarmado, a la guarida de los falsificadores. Aproximadamente una vez al mes bajaba a hurtadillas a la cocina a las tres de la madrugada, se preparaba un café y limpiaba todo para que Emma y la Sra. Candy no se dieran cuenta... ¡Y pensaba que nunca se enteraban!

Estos pequeños engaños significaban para él una satisfacción pura en una vida dedicada al servicio público, a intentar que Shad Ledue recortara los parterres y a escribir febrilmente editoriales que lograban agitar al 3% de sus lectores desde el desayuno hasta el mediodía, aunque a las seis de la tarde ya los habían olvidado para siempre.

A veces, cuando Emma iba a holgazanear junto a él en la cama, algún domingo por la mañana, colocando su cómodo brazo alrededor de sus delgados omóplatos, se angustiaba al darse cuenta de que él estaba envejeciendo y debilitándose cada vez más. Sus hombros, pensaba ella, eran tan conmovedores como los de un bebé anémico... Esa tristeza en su interior, Doremus nunca la imaginó siquiera.

Doremus nunca se irritaba (excepto, quizá, entre la hora de despertar y la primera taza de café que le salvaba la vida), ni siquiera antes del cierre de la edición del periódico, ni cuando Shad Ledue se fumaba dos horas y le cobraba dos dólares para que le afilaran el cortacésped, en lugar de hacerlo él mismo, ni cuando Sissy y su pandilla tocaban el piano, abajo, hasta las dos de la mañana, en las noches que no quería quedarse despierto.

Emma era lista y se alegraba cuando su marido estaba irascible antes del desayuno. Eso significaba que estaba lleno de energía y tenía multitud de ideas buenas saltando en su cabeza.

Emma estuvo inquieta después de que el obispo Prang coronara al senador Windrip, mientras el verano renqueaba nerviosamente hacia la fecha de las convenciones políticas nacionales. La razón era que Doremus estaba callado antes del desayuno y tenía los ojos llenos de legañas, como si estuviera preocupado y hubiera dormido mal. Nunca estaba de mal humor. Ella echaba de menos sus quejas roncas: “¿Cuándo va a traer el café esa maldita Sra. Candy? ¡Supongo que estará allí tan tranquila leyendo su Biblia! ¿Y tendrías la amabilidad de explicarme, querida esposa, por qué Sissy nunca se levanta para el desayuno, incluso después de las noches excepcionales en que se va a la cama antes de la una de la madrugada? ¡Y mira el sendero! Está cubierto de flores muertas. Ese cerdo de Shad no lo ha barrido en una semana. ¡Te juro que le voy a despedir ya! ¡Esta misma mañana!”

Emma se hubiera alegrado de escuchar estos gruñidos familiares y hubiera respondido chasqueando la lengua: “¡Dios mío! ¡Es terrible! ¡Voy a decirle a la Sra. Candy que se dé prisa con el café!”

Sin embargo, él se sentaba allí, callado y pálido, y abría su Daily Informer como si tuviera miedo de ver qué noticias habían llegado desde que salió de la redacción a las diez.

Cuando Doremus había defendido el reconocimiento de Rusia en la década de 1920, Fort Beulah se había inquietado ante la posibilidad de que se estuviera convirtiendo en un comunista acérrimo.

Él, que se conocía a sí mismo de un modo anormal, sabía que, lejos de ser un radical de izquierdas, era, como mucho, un liberal moderado, algo indolente y bastante sentimental, al que no le gustaba la pomposidad, el humor pesado de los personajes públicos ni el ansia de fama que movía a los predicadores populares, los educadores elocuentes, los directores teatrales aficionados, las señoras ricas reformistas, las señoras ricas deportistas y casi a cualquier tipo de señora rica a entrar pavoneándose en los despachos de los directores de los periódicos, con fotografías bajo el brazo y una sonrisa tonta de falsa humildad en el rostro. Pero no es que le disgustara, sino que simplemente sentía un odio profundo hacia toda aquella crueldad e intolerancia, todo aquel desprecio que mostraban los afortunados hacia los desgraciados.

Había alarmado a todos sus colegas directores de periódicos del norte de Nueva Inglaterra al reivindicar la inocencia de Tom Mooney, cuestionar la culpabilidad de Sacco y Vanzetti, condenar la invasión estadounidense de Haití y Nicaragua, abogar por un aumento del impuesto sobre la renta, escribir en la campaña de 1932 un artículo favorable al candidato socialista Norman Thomas (para luego, todo hay que decirlo, votar a Franklin Roosevelt) y armar un pequeño lío local y poco eficaz con el asunto de la servidumbre de los aparceros del sur y los recolectores de fruta de California. Incluso, llegó a sugerir en un editorial que, cuando Rusia tuviera realmente todas sus fábricas, sus ferrocarriles y sus enormes granjas en marcha (digamos, en 1945), podría ser el país más agradable del mundo para el mítico hombre medio. Cuando escribió dicho editorial, después de un almuerzo durante el cual le habían sacado de sus casillas los petulantes graznidos de Frank Tasbrough y R. C. Crowley, realmente se metió en problemas. Le tildaron de bolchevique y su periódico perdió, en dos días, a ciento cincuenta de sus cinco mil lectores.

Sin embargo, tenía tan poco de bolchevique como Herbert Hoover. Era, y lo sabía, un intelectual burgués de provincias. Rusia prohibía todo lo que hacía de su duro trabajo algo soportable: la privacidad y el derecho a pensar y criticar como le viniera en gana. En lugar de dejar que campesinos uniformados le controlaran la mente, preferiría vivir en una cabaña en Alaska, comiendo judías, con cien libros y un par de pantalones nuevos cada tres años.

Una vez, en un viaje en automóvil con Emma, se detuvo en un campamento de verano comunista. La mayoría eran judíos de universidades urbanas o arreglados dentistas del Bronx, con gafas y bien afeitados, a excepción de sus pequeños bigotes de petimetres. Estaban encantados de dar la bienvenida a estos campesinos de Nueva Inglaterra y explicarles la doctrina marxista (acerca de la cual, sin embargo, discrepaban llenos de furia). Frente a un plato de macarrones con queso, en una choza sin pintar que hacía las veces de comedor, echaban de menos el pan negro moscovita. Más tarde, Doremus se rio al descubrir cuánto se parecían a los campistas de la Y.M.C.A., veinte millas más adelante en la misma carretera: igual de puritanos, alentadores e inútiles, e igual de dados a los juegos estúpidos con pelotas de goma.

Solo una vez había militado arriesgándose. Apoyó la huelga contra la empresa de las canteras, de Francis Tasbrough, para que reconociera el sindicato. Varios hombres a los que Doremus conocía desde hacía años, sólidos ciudadanos como el superintendente de escuelas Emil Staubmeyer y Charley Betts, de la tienda de muebles, habían mascullado entre dientes cómo “echarle del pueblo después de un buen castigo”. Tasbrough le injuriaba, incluso hoy en día, ocho años más tarde. Al final, se perdió la huelga y el líder de la misma, un comunista llamado Karl Pascal, fue encarcelado por “instigación a la violencia”. Cuando Pascal, el mejor de los mecánicos, salió de la cárcel, se puso a trabajar en un pequeño y sucio taller en Fort Beulah, propiedad de un simpático, locuaz y beligerante socialista polaco llamado John Pollikop.

Durante todo el día, Pascal y Pollikop luchaban a gritos para conquistar las trincheras del otro en la batalla que libraban la socialdemocracia y el comunismo. Doremus solía pasarse por allí para provocarles. Para Tasbrough, Staubmeyer, el banquero Crowley y el abogado Kitterick eran algo difícil de soportar.

Si a Doremus no le hubieran precedido tres generaciones de vermonteses que pagaron sus deudas, ahora sería un tipógrafo ambulante sin un centavo..., y quizá menos indiferente a las penas de los desposeídos.

La conservadora Emma se quejaba: “No puedo entender cómo puedes provocar así a la gente, fingiendo que realmente te gustan los mecánicos grasientos como ese tal Pascal (e incluso me temo que, en el fondo, sientes cariño por Shad Ledue), cuando simplemente podrías relacionarte con gente decente y próspera como Frank. ¿Qué pensarán de ti a veces? No entienden que, en realidad, no tienes nada de socialista, sino que eres un hombre agradable, bondadoso y responsable. ¡Ay! ¡Debería abofetearte, Dormouse!”

No es que le gustara el apodo “Dormouse”. Pero nadie lo usaba, excepto Emma y, en algún que otro lapsus linguae, Buck Titus. Así que lo podía soportar.

7

Cuando, a pesar de mis protestas, me sacan a rastras de mi estudio y del hogar familiar para asistir a las reuniones públicas que tanto detesto, intento pronunciar mis discursos de un modo tan sencillo y directo como lo hizo el niño Jesús ante los doctores del Templo.

La hora cero, Berzelius Windrip.

TRUENOS EN las montañas, nubes que se desparraman por el valle de Beulah, una oscuridad poco natural que cubre el mundo, como una niebla negra y rayos que iluminan inquietantes declives de las colinas, como si fueran rocas arrojadas hacia el cielo en una explosión.

Con esa ira proveniente del cielo, se despertó Doremus aquella mañana de finales de julio.

Se incorporó desconcertado, tan bruscamente como un preso que se despierta sobresaltado en su celda, al darse cuenta de que le van a colgar antes de que anochezca, mientras pensaba que el senador Berzelius Windrip probablemente sería propuesto hoy como candidato a la presidencia.

La convención republicana había finalizado, con Walt Trowbridge como candidato presidencial. La convención demócrata, celebrada en Cleveland con una buena cantidad de ginebra, refrescos de fresa y sudor, había terminado los informes del comité, con amables palabras pronunciadas en honor a la bandera y las garantías al fantasma de Jefferson de que estaría encantado con lo que se haría allí esa semana, si el presidente Jim Farley daba su consentimiento. Había llegado la hora de las candidaturas; el senador Windrip había sido propuesto como candidato por el coronel Dewey Haik, congresista y hombre fuerte de la Legión Americana. Los hijos predilectos de varios estados, como Al Smith, Carter Glass, William McAdoo y Cordell Hull, habían sido recibidos con gratos aplausos y una rápida eliminación. Ahora, en la duodécima votación, quedaban cuatro candidatos: el senador Windrip, el presidente Franklin D. Roosevelt, el senador Robinson de Arkansas y la ministra de Trabajo Francés, Perkins, ordenados de más a menos votos.

Se habían tejido grandes y espectaculares intrigas; gracias a su imaginación, Doremus Jessup había podido verlas con claridad cuando fueron divulgadas por la radio histérica y los comunicados de la Associated Press, que caían, al rojo vivo y humeantes, sobre su escritorio de la redacción del Informer.

En honor al senador Robinson, la banda de música de la Universidad de Arkansas entró desfilando detrás de un líder montado en una antigua calesa, tirada por caballos y cubierta con grandes carteles que proclamaban, “Salvemos la Constitución” y “Para no perder la cordura, voten a Robinson”. El nombre de la Srta. Perkins había sido vitoreado durante dos horas, mientras los delegados desfilaban con sus banderas estatales; el del presidente Roosevelt durante tres. Los vítores eran cariñosos y bastante homicidas, pues todos los delegados sabían que al Sr. Roosevelt y la Srta. Perkins les faltaban demasiados oropeles circenses y capacidad general para hacer payasadas como para triunfar en este momento crítico de la histeria nacional, cuando el electorado quería un maestro de ceremonias revolucionario como el senador Windrip.

La manifestación de Windrip, desarrollada científicamente y con antelación por su secretario, agente de prensa y filósofo privado, Lee Sarason, fue contraproducente para el resto de los competidores. Sarason había leído a Chesterton con el suficiente detenimiento como para saber que solo existe una cosa mayor que algo enorme: algo tan pequeño que se pueda ver y entender fácilmente.

Cuando el coronel Dewey Haik anunció la candidatura de Buzz, finalizó gritando “¡Una cosa más! ¡Escuchen! El senador Windrip ha solicitado especialmente que no malgasten el tiempo de esta asamblea histórica vitoreando su nombre (ningún tipo de ovación). Nosotros, los miembros de la Liga de los Hombres (¡y de las mujeres!) Olvidados no queremos aclamaciones vacías, sino que se consideren con seriedad las necesidades desesperadas y urgentes del 60% de la población de Estados Unidos. ¡Ninguna ovación, sino que la Providencia nos guíe para pensar del modo más serio!”

Cuando acabó, por el pasillo central empezó a bajar una procesión privada. No se trataba de un desfile multitudinario. Estaba formada por solo treinta y una personas; los únicos estandartes eran tres banderas y dos grandes pancartas.

Al frente, con antiguos uniformes azules, iban dos veteranos de la organización unionista Gran Ejército de la República; en medio, cogido del brazo de ellos, un confederado de gris. Eran ancianos diminutos, todos ellos de más de noventa años, que se apoyaban entre sí y miraban tímidamente alrededor con la esperanza de que nadie se riera.

El confederado portaba una bandera del regimiento de Virginia que parecía rasgada por la metralla; uno de los veteranos de la Unión ondeaba una bandera desgarrada de la Primera Brigada de Infantería de Minnesota.

Los obligados aplausos con que la convención había dado la bienvenida a los desfiles de los otros candidatos parecían una lluvia débil si se comparaban con la tempestad que recibió a los tres ancianos temblorosos y renqueantes. En el estrado, la banda tocaba “Dixie” y “When Johnny Comes Marching Home Again”, aunque no se oyeran. De pie en su silla en mitad del auditorio, como un miembro más de su delegación estatal, Buzz Windrip hacía reverencias sin parar e intentaba sonreír, aunque se le llenaron los ojos de lágrimas y empezó a sollozar sin poder contenerse, con lo que el público empezó a llorar con él.

Detrás de los ancianos venían doce legionarios heridos en 1918, a trompicones con sus patas de palo o avanzando con dificultad ayudados por sus muletas; uno iba en silla de ruedas, aunque parecía muy joven y alegre; otro llevaba una máscara negra sobre lo que debía haber sido una cara en otros tiempos. De estos dos, uno portaba una bandera enorme y el otro una pancarta que rezaba: “Nuestras familias hambrientas necesitan la bonificación. Solo queremos justicia. Queremos a Buzz de presidente.”

Guiándoles, no herido, sino erguido, fuerte y decidido, iba el general de división Hermann Meinecke, del ejército de los Estados Unidos. Ninguno de los periodistas más veteranos podía recordar que un soldado en activo hubiera aparecido en público como agitador político. Los miembros de la prensa cuchicheaban: “Ese general irá a la cárcel a menos que Buzz salga elegido, en cuyo caso probablemente le otorgará el título de duque de Hoboken (Nueva Jersey).”

Detrás de los soldados había diez hombres y mujeres con agujeros en los zapatos, vestidos con harapos, que resultaban aún más lastimosos por haber sido lavados y relavados hasta que habían perdido todo el color. Junto a ellos, se tambaleaban cuatro niños pálidos con los dientes podridos; entre todos, conseguían levantar con dificultad una pancarta que proclamaba: “Recibimos ayudas del Estado. Queremos volver a ser seres humanos. ¡Queremos a Buzz!”

Veinte pies por detrás caminaba un solo hombre de altura considerable. Los delegados estiraban el cuello para ver qué vendría después de las víctimas que recibían ayudas. Cuando le vieron, se levantaron gritando y aplaudiendo al hombre solitario. Pocos le habían contemplado en carne y hueso; todos le habían visto cien veces en fotografías de prensa, tomadas entre montones de libros en su estudio, reunido con el presidente Roosevelt y el secretario de Estado, Ickes, estrechándole la mano al senador Windrip y frente a un micrófono (su boca abierta en pleno grito como una trampa oscura y su delgado brazo derecho levantado en un énfasis histérico); todos habían escuchado su voz en la radio hasta que la conocieron como la voz de sus propios hermanos; todos reconocieron al final del desfile de Windrip, atravesando la ancha entrada principal, al apóstol de los hombres olvidados: el obispo Paul Peter Prang.

A continuación, la convención vitoreó a Buzz Windrip durante cuatro horas ininterrumpidamente.

Entre las detalladas descripciones de la convención que enviaron las agencias de noticias, después de los primeros comunicados febriles, un enérgico reportero de Birmingham demostró, con bastante habilidad, que la bandera sureña del veterano confederado había sido donada temporalmente por el museo de Richmond, y la del norte por un distinguido empresario de productos cárnicos de Chicago, que era nieto de un general de la Guerra Civil.

Lee Sarason nunca contó a nadie, excepto a Buzz Windrip, que ambas banderas se habían fabricado en la neoyorquina calle Hester, en 1929, para la obra patriótica Morgan’s Riding, y que las sacó del almacén de un teatro.

Antes de la ovación, mientras el desfile de Windrip se acercaba al estrado, fue recibido por la Sra. Adelaide Tarr Gimmitch, la famosa autora, conferenciante y compositora, que apareció como por arte de magia en el estrado y cantó, con la melodía de “Yankee Doodle”, las siguientes palabras que ella misma había compuesto:

Berzelius Windrip fue a Washington,

Montado en un halcón

Para expulsar al Gran Capital,

Y del Pueblo ser promotor.

Estribillo:

Buzz y Buzz y sigue así.

Se encarga de cuidarnos.

Si no le votas, atención,

¡Serás todo un ingrato!

La Liga de los Hombres Olvidados

No quiere que la olviden.

Viajó a Washington y todos cantaron:

“Aquí huele a podrido”.

Esta misma canción de combate feliz la cantaron en la radio diecinueve divas operísticas diferentes antes de medianoche, unos dieciséis millones de estadounidenses, menos armoniosos, en las siguientes cuarenta y ocho horas, y al menos noventa millones de simpatizantes y opositores en la lucha que se avecinaba. Durante toda la campaña de Buzz Windrip hubo momentos brillantes de humor gracias al juego de palabras entre “ir a Washington” y “lavarse”1. Walt Trowbridge se burlaba, no iba conseguir hacer ninguna de las dos cosas.

Sin embargo, Lee Sarason sabía que, además de esta obra maestra del género humorístico, la causa de Windrip necesitaba un himno más elevado en conceptos y espíritu y más acorde con la seriedad de los cruzados estadounidenses.

Mucho después de que se hubieran apagado los aplausos a Windrip y cuando los delegados habían vuelto a su verdadero trabajo, que consistía en salvar a la nación y degollarse los unos a los otros, Sarason pidió a la Sra. Gimmitch que cantara un himno más sagrado, cuyas palabras había escrito él mismo, en colaboración con un cirujano bastante sorprendente, un tal Dr. Hector Macgoblin.

El Dr. Macgoblin, que pronto se convertiría en un monumento nacional, tenía tanto talento para la distribución de artículos médicos, la crítica de libros sobre educación y psicoanálisis, la preparación de comentarios sobre la filosofía de Hegel, el profesor Guenther, Houston Stewart Chamberlain y Lothrop Stoddard, la interpretación de Mozart al violín, el boxeo semiprofesional y la composición de poesía épica, como para la práctica de la medicina.

¡El Dr. Macgoblin! ¡Vaya hombre!

La oda de Sarason-Macgoblin, titulada “Bring Out the Old-time Musket” (Sacad el mosquete de antaño), se convirtió para el grupo de libertadores de Buzz Windrip en lo que “Giovanezza” significaba para los italianos, “la Canción de Horst Wessel” para los nazis y “La Internacional” para todos los marxistas. Además del público de la convención, millones de personas escucharon por la radio la sonora voz de contralto de la Sra. Adelaide Tarr Gimmitch cantando:

SACAD EL MOSQUETE DE ANTAÑO Oh,

Señor, hemos pecado, nos hemos dormido

Y nuestra bandera yace manchada en el polvo.

Los espíritus del pasado nos llaman, nos llaman,

“Tenéis que vencer a la pereza.” Guíanos, espíritu de Lincoln,

Inspíranos, espíritu de Lee,

Para gobernar el mundo entero por la justicia,

Para luchar por los derechos,

Para intimidar con nuestro poder,

Como hicimos en el sesenta y tres. Estribillo:

Mira, joven con deseos encendidos,

Mira, muchacha de ojos audaces. Guiando nuestras tropas

Retumban los tanques

Y los aviones nublan el cielo. Sacad el mosquete de antaño,

¡Avivad el fuego de antaño! Mira, el mundo entero se está derrumbando,

Terrible, oscuro y atroz.

¡América! ¡Levántate y conquista

El mundo como lo desean nuestros corazones!

“Excelente sentido de la teatralidad. Ni P. T. Barnum ni Flo Ziegfeld podrían haberlo hecho mejor”, reflexionó Doremus mientras estudiaba las copias de la Associated Press y escuchaba la radio que había instalado temporalmente en su oficina. Y mucho después: “Cuando Buzz tome el poder, no montará más desfiles con soldados heridos. Sería contraproducente para la psicología fascista. Esconderá a todos esos pobres diablos en instituciones y sacará solo al ganado humano joven, animado, uniformado y listo para la matanza. Da qué pensar...”

La tormenta eléctrica, que por suerte se había calmado, volvió a desatarse como una grave amenaza.

Durante toda la tarde, la convención votó una y otra vez, sin ningún cambio en la clasificación por votos para el candidato presidencial. Hacia las seis, el director de la Srta. Perkins le otorgó sus votos a Roosevelt, quien se puso por delante del senador Windrip. Parecían preparados para luchar durante toda la noche, por lo que a las diez Doremus salió cansinamente de la redacción. Esta noche no le apetecía el ambiente cordial y sumamente femenino de su casa, así que se pasó por la rectoría de su amigo, el padre Perefixe. Allí se encontró a un grupo que, para su satisfacción, carecía de femineidad y no olía a polvos de talco. El reverendo Falck estaba allí. El joven Perefixe, moreno y robusto, y el anciano y canoso Falck solían trabajar juntos, se tenían cariño y estaban de acuerdo en las ventajas del celibato clerical y en casi todo el resto de las doctrinas, excepto en la supremacía del obispo de Roma. Con ellos estaban Buck Titus, Louis Rotenstern, el Dr. Fowler Greenhill y el banquero Crowley, un financiero al que le gustaba cultivar una apariencia de amante de los debates intelectuales libres, pero solo después de las horas dedicadas a negar créditos a los agricultores y tenderos desesperados.

Tampoco hay que olvidar al perro Foolish, que aquella mañana atronadora había intuido la preocupación de su amo, le había seguido hasta la redacción, se había pasado el día entero gruñendo a las voces radiofónicas de Haik, Sarason y la Sra. Gimmitch y se había tomado muy en serio la tarea de mordisquear todas las copias que informaban sobre la convención.

A Doremus le gustaba el pequeño estudio del padre Perefixe mucho más que el suyo (glacial, de paneles blancos y lleno de retratos de ilustres finados vermonteses). Lo que le agradaba era su combinación entre un ambiente eclesiástico y libre del comercio (al menos del comercio corriente), como manifestaban un crucifijo, una estatuilla de yeso de la Virgen y una chillona foto italiana roja y verde del papa, pero que prestaba atención a los asuntos prácticos, como se podía observar en el escritorio de tapa corrediza de madera de roble, el archivador de acero y la gastada máquina de escribir portátil. Se trataba de la cueva de un piadoso ermitaño, con las ventajas que le otorgaban las sillas de cuero y los excelentes cócteles con whisky de centeno.

La noche pasó mientras los ocho (ya que Foolish también disfrutó de una ración de leche) bebían alcohol y escuchaban cómo votaba la convención, frenética e inútilmente..., aquel congreso a seiscientas millas de distancia, seiscientas millas de noche neblinosa, aunque cada discurso y cada grito burlón llegaban al gabinete del sacerdote en el mismo segundo en que se escuchaban en la sala de Cleveland.

El ama de llaves del padre Perefixe (tenía sesenta y cinco años, a diferencia de los treinta y nueve de él, para gran decepción de todos los protestantes locales, amantes de los escándalos) trajo huevos revueltos y cerveza fría.

“Cuando mi querida esposa estaba en este mundo, solía mandarme a la cama a medianoche”, suspiró el Dr. Falck.

“¡Mi mujer lo hace ahora!”, contestó Doremus.

“La mía también. ¡Y eso que es de Nueva York!”, apuntó Louis Rotenstern.

“El padre Steve y yo somos los únicos que llevamos un estilo de vida acertado”, alardeó Buck Titus. “Célibes. Podemos irnos a la cama sin quitarnos los pantalones o incluso pasar toda la noche en vela.” El padre Perefixe murmuró: “Pero resulta curioso, Buck, de lo que alardea la gente. Tú te enorgulleces de estar libre de la tiranía de Dios y de poder irte a dormir con los pantalones puestos. El Sr. Falck, el Dr. Greenhill y yo de que Dios sea tan indulgente con nosotros y que algunas noches nos deje irnos a la cama sin tener que atender llamadas de enfermos o moribundos. Y Louis... ¡Escuchad! ¡Escuchad! ¡Parece que van al grano!”

El coronel Dewey Haik, promotor de la candidatura de Buzz, estaba anunciando que el senador Windrip consideraba que ya era hora de retirarse a su hotel, pero había dejado una carta que él, Haik, leería a continuación. Y la leyó, inexorablemente.

Windrip manifestaba que, en caso de que alguien no hubiera entendido totalmente su programa, quería aclararlo del todo.

En resumen, la carta explicaba que estaba en contra de los bancos, pero a favor de los banqueros, excepto de los banqueros judíos, que debían ser completamente expulsados del mundo de las finanzas; que había analizado rigurosamente varios planes (sin especificar) para aumentar mucho todos los salarios y disminuir de forma considerable los precios de todos los artículos producidos por esos mismos trabajadores que ganaban sueldos elevados; que estaba a favor del trabajo al 100%, pero en contra de todas las huelgas al 100%; y que estaba a favor de que los Estados Unidos se armaran y prepararan para producir su propio café, azúcar, perfumes, tweed y níquel, en lugar de importarlos, y poder así desafiar al mundo..., y si ese mundo era tan impertinente como para desafiar a su vez a los Estados Unidos, Buzz insinuó que quizá tendría que asumir su control y gobernarlo adecuadamente.

La estridente insistencia de la radio le parecía a Doremus cada vez más ofensiva, mientras la ladera dormía bajo la pesada noche de verano. Pensó en la mazurca de las luciérnagas, el ritmo de los grillos como el de la mismísima tierra girando y las voluptuosas brisas que se llevaban el hedor de los puros, el sudor y los alientos con olor a whisky y chicle de menta, que parecían emanar de la convención a través de las ondas sonoras, junto con la oratoria.

Ya había amanecido y el padre Perefixe (desvestido de forma poco clerical hasta quedarse en mangas de camisa y zapatillas) acababa de traerles una bandeja de agradecimiento, compuesta por sopa de cebolla y un pedazo de hamburguesa para Foolish, cuando la oposición a Buzz se desplomó y, rápidamente, en la siguiente votación, el senador Berzelius Windrip fue nominado como candidato demócrata para la presidencia de los Estados Unidos.

Durante un tiempo, Doremus, Buck Titus, Perefixe y Falck estuvieron demasiado bajos de moral como para soltar un discurso; quizá el perro Foolish también, pues al apagar la radio agitó la cola de un modo bastante vacilante.

R. C. Crowley se regodeó: “Vaya, toda la vida he votado a los republicanos, pero aquí hay un hombre que... ¡Bueno, voy a votar a Windrip!”

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9788491140191
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