Читать книгу: «Eso no puede pasar aquí», страница 4

Шрифт:

El padre Charles Coughlin, de Detroit, fue quien ideó por primera vez el recurso de evitar cualquier tipo de censura en sus sermones políticos del monte, “comprando su propio tiempo en las ondas” pues, solo en el siglo XX podía la humanidad comprar tiempo como si comprara jabón o gasolina. En cuanto a las consecuencias que tuvo para la vida y el pensamiento americanos, esta invención fue casi igual a la idea pionera de Henry Ford, que consistió en vender coches baratos a millones de personas, en lugar de vender unos pocos como productos de lujo.

Sin embargo, comparado con el pionero padre Coughlin, el obispo Paul Peter Prang era como un Ford V-8 frente a un Modelo A.

Prang era más sentimental que Coughlin; gritaba más, se rompía más la cabeza, vilipendiaba a sus enemigos por su nombre (de forma bastante escandalosa) y contaba más historias graciosas, así como cantidad de relatos trágicos sobre banqueros, ateos y comunistas que se arrepentían en su lecho de muerte. Su voz, más autóctona y nasal, personificaba el medio oeste puro. Tenía una ascendencia escocesa-inglesa procedente de la protestante Nueva Inglaterra, mientras que Coughlin siempre resultaba un poco sospechoso en las regiones de venta por catálogo, ya que era un católico romano con un agradable acento irlandés.

Ningún hombre en la historia ha tenido nunca un público tan extenso como el obispo Prang (ni tanto poder evidente). Cuando exigía a sus oyentes que telegrafiaran a sus congresistas para que votaran sobre un proyecto de ley como hacía él, Prang, ex cátedra y solo, sin la ayuda de ningún colegio cardenalicio, creía por inspiración que debían votar, entonces cincuenta mil personas llamaban por teléfono o conducían por barrizales de mala muerte hasta la oficina de telégrafos más cercana y, en su nombre, daban sus órdenes al Gobierno. Así, gracias a la magia de la electricidad, Prang consiguió que la posición de cualquier rey histórico pareciera un poco absurda y decorativa.

Enviaba a millones de miembros de la Liga cartas mimeografiadas con la firma facsímil y un encabezamiento impreso, con tanto arte que estos se alegraban de haber recibido un saludo personal del fundador.

Doremus Jessup, en las montañas rurales, nunca pudo entender del todo qué doctrina política proclamaba a bramidos el obispo Prang desde su Sinaí particular, el cual, gracias a su micrófono y sus revelaciones mecanografiadas y sincronizadas a la perfección, resultaba mucho más vigoroso y eficaz que el Sinaí original. Básicamente, predicaba la nacionalización de los bancos, las minas, la energía hidráulica y el transporte; la limitación de los ingresos; el aumento de los salarios, el fortalecimiento de los sindicatos y una distribución más fluida de los bienes de consumo. Sin embargo, ahora todo el mundo se apuntaba al carro de estas nobles doctrinas, desde los senadores de Virginia hasta los laboriosos granjeros de Minnesota, aunque nadie era tan inocente como para esperar que se llevaran a cabo.

Por ahí pululaba la teoría de que Prang constituía únicamente la humilde voz de su inmensa organización: “La Liga de los Hombres Olvidados.” En todas partes se creía que estaba compuesta por veintisiete millones de miembros (aunque todavía ninguna empresa de censores jurados había examinado sus listas), así como por una amplia gama de funcionarios nacionales, estatales y municipales, y por auténticas hordas de comités con nombres majestuosos como el “Comité Nacional para la Recopilación de Estadísticas sobre el Desempleo y la Capacidad de Empleo Normal en la Industria de la Soja”. El obispo Prang pronunciaba sus discursos ante audiencias de veinte mil personas en las grandes ciudades de todo el país, no con la voz tranquila y débil de Dios, sino con toda su altiva persona; hablaba en enormes salas para celebrar combates de boxeo profesional, fábricas de armas, cines, campos de béisbol y carpas de circo. Después de los encuentros, sus enérgicos ayudantes aceptaban solicitudes de ingreso y donativos para la Liga de los Hombres Olvidados. Cuando sus tímidos detractores insinuaron que todo sonaba muy romántico, jovial y pintoresco, pero que no resultaba especialmente digno, el obispo Prang respondió, “mi maestro se deleitaba hablando en cualquier asamblea que le escuchara, independientemente de su vulgaridad”. Nadie se atrevió a contestarle, “pero usted no es su maestro, al menos no todavía”.

A pesar de las florituras de la Liga y sus asambleas en masa, nunca se fingió que los principios de la organización, ni las presiones al Congreso y al presidente para que aprobara algún proyecto de ley en concreto, procedieran de otra persona que del mismísimo Prang, sin la colaboración de los comités ni los funcionarios de la Liga. Aunque hablaba con suavidad y bastante frecuencia sobre la humildad y la modestia del Salvador, todo lo que quería Prang era que ciento treinta millones de personas le obedecieran incondicionalmente a él, su rey-sacerdote, en todo lo relativo a su moralidad en el terreno privado, sus declaraciones públicas, cómo debían ganarse la vida y qué relación debían tener con otros asalariados.

“Y eso”, refunfuñó Doremus Jessup mientras disfrutaba de la piedad escandalizada de su esposa Emma, “es lo que convierte al hermano Prang en un tirano peor que Calígula y en un fascista peor que Napoleón. Pero, ¡cuidado! Yo no creo realmente en todos esos rumores que afirman que desvía los fondos procedentes de las cuotas de los socios, la venta de panfletos y las donaciones, para pagar su espacio en la radio. ¡Es mucho peor! ¡Me temo que se trata de un fanático honesto! Por eso constituye una amenaza fascista tan real. Es tan condenadamente humanitario y tan noble, que la mayoría de la gente está dispuesta a dejarle dirigir todo. Y con un país de este tamaño, eso sería una tarea enorme. Sí, cariño, incluso para un obispo metodista que recibe los suficientes regalos como para ‘comprar tiempo’.”

Desde el principio, Walt Trowbridge, el posible candidato republicano a la presidencia, que padecía la desventaja de ser honesto y poco propenso a prometer milagros, insistió en que vivimos en los Estados Unidos de América y no en una autopista dorada hacia la utopía.

Dicho realismo no resultaba nada excitante, así que Doremus Jessup se tiró toda esa semana lluviosa de junio, con los manzanos en plena floración y los lilos marchitándose, esperando la próxima encíclica del papa Paul Peter Prang.

5

Conozco a la prensa demasiado bien. Casi todos los directores de periódicos se esconden en nidos de arañas. Se trata de hombres que no piensan en la familia, el interés público ni el humilde placer de salir de excursión al aire libre. Se pasan el día tramando cómo pueden extender sus mentiras, fomentar sus posturas y llenarse con ansias los bolsillos, calumniando a los hombres de estado que han dado todo por el bien común y son vulnerables porque destacan en la intensa luz que rodea al Trono.

La hora cero, Berzelius Windrip.

LA MAÑANA de junio estaba radiante, los últimos pétalos de las flores de los cerezos silvestres se extendían cubiertos de rocío entre la hierba y los tordos americanos se afanaban en sus enérgicas tareas por el césped. Doremus, que por naturaleza amanecía tarde y remoloneaba después de que le despertaran a las ocho, se sintió estimulado para saltar de la cama y estirar los brazos totalmente cinco o seis veces, siguiendo los ejercicios de gimnasia sueca frente a su ventana mientras observaba el valle del río Beulah, con sus oscuras masas de pinos en las laderas a tres millas de distancia.

Durante los últimos quince años, Doremus y Emma tenían su propio dormitorio cada uno, aunque a ella no le gustara del todo. Él afirmaba que no podía compartir su dormitorio con ninguna persona viva, pues hablaba en sueños y le gustaba darse la vuelta en la cama, alzándose y golpeando la almohada con fruición, sin sentir que estaba molestando a nadie.

Era sábado, el día de la revelación de Prang, pero en esta cristalina mañana, tras varios días de lluvia, no pensó en Prang para nada, sino en que Philip, su hijo, había aparecido con su esposa desde Worcester para pasar el fin de semana y que todo el grupo, incluidos Lorinda Pike y Buck Titus, iba a organizar un “auténtico picnic familiar a la antigua usanza”.

Todos lo deseaban, incluso la moderna Sissy, que, con dieciocho años, estaba muy interesada en las meriendas después de las clases de tenis, el golf y los misteriosos paseos en automóvil a toda velocidad con Malcolm Tasbrough (a punto de acabar el instituto) o Julian Falck, estudiante de primer año en Amherst y nieto del párroco episcopaliano. Doremus había refunfuñado que no podía ir a ningún maldito picnic; su trabajo, como director de un diario, consistía en quedarse en casa para escuchar el programa del obispo Prang a las dos. Pero ellos se habían reído de él y le habían despeinado y fastidiado hasta que prometió que iría... Lo que no sabían era que Doremus era listo y había pedido prestada una radio portátil a su amigo, el padre Stephen Perefixe, el sacerdote católico local; ¡iba a escuchar a Prang tanto si les gustaba como si no!

Se alegró de que Lorinda Pike (tenía mucho cariño a aquella santa sarcástica) y Buck Titus, quizá su amigo más íntimo, se apuntaran al plan.

James Buck Titus, que tenía cincuenta años pero parecía tener treinta y ocho, era un hombre moreno y erguido, de anchos hombros, cintura fina y bigote largo. Parecía un americano a la antigua usanza, tipo Daniel Boone, o quizá uno de los capitanes de caballería que luchaban contra los indios retratado por Charles King. Se había graduado en Williams y había pasado diez semanas en Inglaterra y diez años en Montana, divididos entre la ganadería, las prospecciones de terrenos y un rancho de cría de caballos. Su padre, un contratista ferroviario bastante acaudalado, le había dejado una gran hacienda cerca de West Beulah, por lo que Buck regresó a casa para cultivar manzanas, criar sementales Morgan y leer a Voltaire, Anatole France, Nietzsche y Dostoyevski. Fue a la guerra como soldado raso, llegó a detestar a sus superiores, rechazó el ascenso a oficial y le gustaron los alemanes de Colonia. Era un buen jugador de polo, pero consideraba la caza con jaurías algo infantil. En materia política, no suspiraba demasiado por los errores de la izquierda pero, en cambio, despreciaba a los tacaños explotadores que se aferraban a sus cargos y sus malditas fábricas. Era lo más parecido a un hacendado rural inglés que se podía encontrar en América. Era soltero y vivía en una gran casa de mediados del período victoriano, bien cuidada por una simpática pareja de negros; un lugar pulcro donde a veces agasajaba a damas no tan pulcras. Se declaraba “agnóstico” en lugar de “ateo”, solo porque odiaba la evangelización de los ateos profesionales, que vociferaban en las calles y hacían proselitismo, armados de folletos. Era cínico, rara vez sonreía y ofrecía una lealtad inquebrantable a todos los Jessup. Al saber que iba a venir al picnic, Doremus se puso tan contento como su nieto David.

“Quizá, hasta bajo un régimen fascista, ‘el reloj de la iglesia marcará las tres menos diez y, aun así, habrá miel para el té’”1, dijo Doremus, lleno de es peranza mientras se ponía su atuendo rural de tweed, bastante apropiado para un dandi.

La única mácula en las preparaciones para el picnic fueron las malas pulgas del jardinero, Shad Ledue. Cuando le pidieron que diera vueltas al congelador para helados masculló: “¿Por qué demonios no os compráis un congelador eléctrico?” Se quejó, para que le oyeran, del peso de las cestas para el picnic y, al pedirle que limpiara el sótano cuando se hubieran ido, solo contestó con una silenciosa mirada llena de ira.

“Deberías deshacerte de ese tal Ledue”, recalcó el abogado Philip, hijo de Doremus.

“Ah, no sé”, respondió Doremus. “Quizá no lo haga por pereza. Pero siempre me digo a mí mismo que estoy realizando un experimento social, intentar enseñarle a ser tan refinado como el típico hombre de Neandertal, o quizá es que me da miedo; es el típico campesino vengativo que prendería fuego a los graneros... ¿Sabes que suele leer, Phil?”

“¡No!”

“Pues, sobre todo, revistas de cine con mujeres desnudas e historias del oeste, pero también lee los periódicos. Me dijo que admiraba muchísimo a Buzz Windrip; que será el próximo presidente y, entonces, todo el mundo ganará cinco mil dólares al año (con lo que, me temo, quiere decir él solo). No hay duda de que Buzz tiene un buen grupo de filántropos como seguidores.”

“Bueno, escucha, papá. No entiendes al senador Windrip. Vale que resulta algo demagógico; alardea mucho de cómo aumentará el impuesto sobre la renta y se apropiará de los bancos, pero al final no lo hará. Eso solo es miel para las moscas. Lo que sí hará (y quizá sea el único capaz de hacerlo) es protegernos de esa panda de asesinos, ladrones y mentirosos: los bolcheviques, que nos... Bueno, les encantaría meternos a todos los que vamos a disfrutar de este picnic, a toda la gente decente y limpia que está acostumbrada a la privacidad, en habitaciones compartidas y obligarnos a cocinar la sopa de repollo en un hornillo de queroseno junto a la cama. Sí. ¡O quizá, ‘liquidarnos’ totalmente! No, señor. ¡Berzelius Windrip es el tipo que cerrará el paso a los sucios y traicioneros espías judíos que se disfrazan de liberales estadounidenses!”

“La cara es la de mi hijo Philip, bastante competente, pero la voz es la del antisemita Julius Streicher”, suspiró Doremus.

El terreno para el picnic se encontraba entre rocas grises y decoradas con líquenes que recordaban a Stonehenge, frente a un bosquecillo de abedules situado en lo alto del monte Terror, en la granja de las tierras altas propiedad de Henry Veeder, primo de Doremus y un vermontés sólido y reservado de los de antaño. Podían ver, a través de la brecha de una montaña lejana, el tenue mercurio del lago Champlain y, al otro lado, la mole de los Adirondacks.

Davy Greenhill y su héroe, Buck Titus, luchaban en el pasto resistente a las heladas. Philip y el Dr. Fowler Greenhill, el yerno de Doremus (Phil, llenito y medio calvo, con treinta y dos años, y Fowler, con el cabello y el bigote agresivamente pelirrojos), discutían sobre las ventajas del autogiro. Doremus estaba tumbado con la cabeza apoyada en una roca, su gorra protegiéndole los ojos, y miraba fijamente hacia abajo, al paraíso del valle de Beulah (no podía haberlo jurado, pero le pareció ver un ángel flotando en la resplandeciente capa superior del aire, por encima del valle). Las mujeres (Emma, Mary Greenhill, Sissy, la esposa de Philip y Lorinda Pike) estaban colocando el almuerzo (una olla de judías con carne de cerdo curada y crujiente, pollo frito, patatas calientes con picatostes, galletas para el té, jalea de manzanas silvestres, ensalada y una tarta de pasas) encima de un mantel rojo y blanco, extendido sobre una roca plana.

Si no fuera por los automóviles aparcados, la escena bien podría estar ambientada en la Nueva Inglaterra de 1885. Solo faltarían las mujeres con elegantes sombreros y vestidos de estrechos corsés, cuellos altos y sobrefaldas; y los hombres, con patillas y sombreros de paja canotier, con lazos colgando; además, la barba de Doremus no estaría recortada, sino que caería como un velo nupcial. Cuando el Dr. Greenhill derribó al primo Henry Veeder (un granjero de la época anterior a Ford, corpulento pero aún bastante tímido, que vestía un peto limpio y gastado), el tiempo volvió a convertirse en algo que no se podía comprar, seguro y sereno.

La conversación rezumaba una cómoda trivialidad y un afectuoso hastío victoriano. Por más que Doremus se preocupara por “las circunstancias” o Sissy anhelara veleidosamente la presencia de sus pretendientes, Julian Falck y Malcolm Tasbrough, no había nada moderno ni neurótico, nada con un deje a Freud, Adler, Marx, Bertrand Russell, ni a cualquier otra divinidad de la década de 1930, cuando la maternal Emma charló con Mary y Merilla sobre sus rosales (que se habían helado), de los nuevos arces jóvenes que los ratones de campo habían roído, de la dificultad que entrañaba hacer que Shad Ledue trajera suficiente leña a la chimenea y de cómo este se atiborraba de chuletas de cerdo, patatas fritas y pastel durante el almuerzo que comía en casa de los Jessup.

Y las vistas. Las mujeres hablaban sobre las vistas como los recién casados solían hablar en las cataratas del Niágara durante su luna de miel.

David y Buck Titus jugaban a los barcos sobre una roca levantada, que era el puente de mando; David era el capitán Popeye, y Buck, su contramaestre. Incluso el Dr. Greenhill, ese impetuoso cruzado que enfurecía constantemente a la junta de salud del condado, denunciando el deplorable estado de las granjas pobres y el hedor que salía de la prisión comarcal, estaba holgazaneando al sol y, con gran concentración, se entretenía haciendo que una desafortunada hormiga corriera sin parar por una ramita. Su esposa, Mary (golfista, ganadora del segundo puesto en los torneos estatales de tenis y anfitriona de cócteles elegantes, pero no demasiado alcohólicos, en el club de campo; aquella mujer que combinaba una magnífica ropa de tweed marrón con una bufanda verde), parecía haber regresado con dignidad al campo doméstico de su madre y consideraba la receta de unos sándwiches de apio y roquefort, elaborados con galletitas saladas, como un asunto muy importante. Volvía a ser la hermosa hija mayor de los Jessup, de vuelta en la casa blanca con tejado abuhardillado.

Foolish, tumbado de espaldas mientras movía estúpidamente las cuatro patas, era el más tradicional de todos desde un punto de vista bucólico.

El único destello de conversación seria fue cuando Buck Titus le gruñó a Doremus: “Últimamente tienes a cantidad de mesías disparándote desde los matorrales: Buzz Windrip, el obispo Prang, el padre Coughlin, el Dr. Townsend (aunque este parece haber regresado a Nazaret), Upton Sinclair, el reverendo Frank Buchman, Bernarr MacFadden, William Randolph Hearst, el Gobernador Talmadge, Floyd Olson, etc. ¡Oye! Seguro que el mejor mesías de todo este espectáculo sería aquel negro, el padre Divine. No solo promete que va a alimentar a los desfavorecidos durante diez años a partir de hoy, sino que les reparte los muslos fritos y las mollejas junto con la Salvación. ¿Qué te parecería como presidente?”

Julian Falck apareció de la nada.

Este joven, que el año pasado había estudiado primero en Amherst, y nieto del párroco episcopaliano, vivía con el viejo desde que murieron sus padres, y era para Doremus el más tolerable de los pretendientes de Sissy. Rubio como un sueco y enjuto, tenía una cara limpia y pequeña engarzada con unos astutos ojos. Se dirigía a Doremus usando el término “señor” y, a diferencia de la mayoría de los adolescentes de dieciocho años de Fort Beulah (hipnotizados por la radio y los coches), había leído libros y, por voluntad propia, a Thomas Wolfe, William Rollins, John Strachey, Stuart Chase y Ortega. Su padre no sabía si a Sissy le gustaba más él o Malcolm Tasbrough. Malcolm era más alto y fuerte que Julian; además, conducía su propio De Soto aerodinámico, mientras que Julian solo podía pedirle prestada una carraca increíblemente vieja a su abuelo.

Sissy y Julian discutieron cordialmente sobre la habilidad de Alice Aylot para jugar al blackgammon, mientras Foolish se rascaba al sol.

Sin embargo, Doremus no estaba siendo muy bucólico. En realidad, estaba inquieto y pensaba de un modo científico. Mientras los otros se burlaban de él (“¿cuándo tiene papá la audición?” y “¿qué oficio está aprendiendo: cantante melódico o comentarista de hockey?”), Doremus ajustaba la radio portátil que, todo hay que decirlo, inspiraba poca confianza. En un momento dado, pensó que iba a poder disfrutar con ellos de un ambiente hogareño, así que sintonizó un programa de canciones antiguas y todos, incluido el primo Henry Veeder (que tenía una pasión oculta por los violinistas, los bailes en los graneros y los armonios), tatarearon “Gaily the Troubadour”, “Maid of Athens” y “Darling Nelly Gray”. Pero, cuando el locutor les informó de que esas canciones estaban patrocinadas por Toily Oily, el purgante casero natural, y que estaban interpretadas por un sexteto de hombres jóvenes con el horrible epíteto de “The Smoothies”2, Doremus la apagó repentinamente.

“¿Pero qué pasa, papá?”, chilló Sissy.

“¡Los ‘Smoothies’! ¡Dios! ¡Este país se merece lo que va a obtener!”, dijo Doremus bruscamente. “¡Quizá necesitemos a un Buzz Windrip!”

Luego llegó el momento de la alocución semanal del obispo Paul Peter Prang (debía haberse anunciado con los repiques de las campanas de una catedral).

Procedente de un gabinete mal ventilado en Persépolis (Indiana), que olía a trajes de lana sacerdotales, saltó hasta las estrellas más lejanas y trazó un círculo alrededor del planeta a 186.000 millas por segundo (un millón de millas en lo que uno tardaba en rascarse). Se coló en el camarote de un ballenero en un oscuro mar polar, en una oficina revestida con paneles tallados en roble, robados de un castillo de Nottinghamshire, en la 67ª planta de un edificio en Wall Street, en el ministerio de asuntos exteriores de Tokio y en la depresión rocosa bajo los brillantes abedules situados sobre el monte Terror, en Vermont.

El obispo Prang habló, como solía hacerlo, con una bondad solemne y una resonancia viril, que le convertían en un ser que llegaba mágicamente a través de una autopista aérea invisible, a la vez dominante y encantador; fueran cuales fueran sus intenciones, estaba claro que sus palabras estaban de parte de los ángeles:

“Amigos míos de la audiencia radiofónica, solo tendré seis peticiones semanales más que haceros antes de las convenciones nacionales, las cuales decidirán el destino de esta angustiada nación. Ya ha llegado la hora de actuar. ¡Actuar! ¡Ya basta de palabras! Dejadme reunir varias frases del sexto capítulo de Jeremías, que parecen haber sido escritas proféticamente para esta época de crisis desesperada en América:

‘Reuníos, hijos de Benjamín, para escapar del interior de Jerusalén... Preparaos para la guerra... ¡en pie y subamos a mediodía! ¡Ay, de nosotros! Que el día va cayendo y se alargan las sombras de la tarde. Levantaos y subamos de noche a destruir sus palacios... Estoy lleno de la furia del Señor y cansado de contenerla. La verteré sobre los niños extranjeros y sobre el grupo de mancebos reunidos. Incluso el marido y la esposa serán apresados, el anciano con el que ha vivido muchos días... Extenderé mi mano sobre los habitantes de esta tierra, dijo el Señor. Porque desde el más pequeño de ellos hasta el más grande, todos se han dado a la codicia; y desde el profeta hasta el sacerdote, todos practican el fraude... diciendo «¡paz, paz!», cuando no hay paz.’

Así habla el Libro sobre la antigüedad... ¡Pero el mensaje también está dirigido a los Estados Unidos de 1936!

¡No hay paz! Durante más de un año, la Liga de los Hombres Olvidados ha advertido a los políticos, a todo el gobierno, de que estamos hartos de ser los desposeídos y de que, por fin, somos más de cincuenta millones; ¡no una horda de quejicas, sino gente con la voluntad, las voces y los votos para hacer valer nuestra soberanía! Hemos informado muy claramente a cada político de que exigimos, ¡exigimos!, determinadas medidas y no toleraremos ningún retraso. Una y otra vez hemos exigido que se quite totalmente a los bancos privados tanto el control de los créditos como la capacidad para emitir dinero; que los soldados no solo reciban la bonificación que se ganaron tan justamente con su sangre y agonía en 1917 y 1918, sino que la cantidad acordada se duplique a partir de ahora; que se limiten con severidad todos los ingresos hinchados y que las herencias se recorten en sumas pequeñas que puedan sustentar a los herederos solo en su juventud y vejez; que los sindicatos laborales y agrarios no solo se reconozcan como instrumentos para las negociaciones conjuntas, sino que, como en Italia, se conviertan en partes oficiales del Gobierno para representar a los trabajadores; y que, con toda la severidad solemne y la inflexibilidad que sea capaz de mostrar esta gran nación, se prohíba toda actividad a las Finanzas Judías Internacionales, así como al Comunismo, el Anarquismo y el Ateísmo Judíos Internacionales. Los que me hayáis escuchado antes sabréis que yo (o más bien, la Liga de los Hombres Olvidados) no tengo nada en contra de los judíos individuales y que estamos orgullosos de contar con varios rabinos entre nuestros directores; pero esas organizaciones internacionales subversivas que, por desgracia, están formadas en gran parte por judíos, deben expulsarse de la faz de la tierra con látigos y escorpiones.

Hemos presentado estas exigencias. Pero, ¿cuánto tiempo?, ¡oh, Señor, cuánto tiempo han fingido escuchar y obedecer los políticos y los sonrientes representantes del Gran Capital! ‘Sí, claro, señores de la Liga de los Hombres Olvidados. ¡Lo entendemos, pero necesitamos un poco más de tiempo!’

¡No queda más tiempo! Su tiempo se ha acabado, ¡al igual que todo su poder impuro!

Los senadores conservadores, la Cámara de Comercio de los Estados Unidos, los grandes banqueros, los monarcas del acero, los motores, la electricidad y el carbón, los agentes de bolsa y los holdings..., todos ellos son como los reyes borbones, de los que se decía que, ‘no olvidaban nada y no aprendían nada’.

¡Pero acabaron muriendo en la guillotina!

Quizá podamos ser más compasivos con nuestros borbones. Quizá, solo quizá, podamos salvarles de la guillotina, la horca o el rápido pelotón de fusilamiento. Quizá, en nuestro nuevo régimen, bajo nuestra nueva Constitución, con nuestro ‘New Deal’, que será realmente un nuevo reparto y no un experimento arrogante..., quizá nos limitemos a obligar a estos peces gordos de las finanzas y la política a que se sienten en sillas duras, en lúgubres oficinas, trabajando sin descanso durante horas interminables armados, con pluma y máquina de escribir, como lo han hecho para ellos, durante demasiados años, tantos esclavos administrativos.

Como afirma el senador Berzelius Windrip, estamos en ‘la hora cero’, ahora, en este mismo segundo. Hemos dejado de bombardear a estos falsos e irresponsables dirigentes con nuestras quejas. Vamos a actuar ‘sin moderación’. Por fin, tras meses y meses de asesoramiento conjunto, los directores de la Liga de los Hombres Olvidados y yo, anunciamos que en la próxima convención nacional del partido demócrata y sin ningún tipo de reserva...”

“¡Escuchad! ¡Escuchad! ¡Se está haciendo historia!”, gritó Doremus a su inconsciente familia.

“... usaremos la tremenda fuerza de los millones de miembros de nuestra Liga para conseguir que la candidatura presidencial del partido demócrata sea para el senador... Berzelius... Windrip. Eso significa, en pocas palabras, que saldrá elegido y que seremos nosotros los que le llevaremos al cargo como presidente de los Estados Unidos.

Su programa y el de la Liga no coinciden en todos los detalles. Pero él se ha comprometido incondicionalmente a dejarse asesorar por nosotros y, al menos hasta las elecciones, le apoyaremos absolutamente..., con nuestro dinero, nuestra lealtad, nuestros votos... y nuestras oraciones. ¡Y que el Señor nos guíe, a él y a nosotros, a través del desierto de la política impía y las finanzas codiciosas y canallas hasta la gloria dorada de la Tierra Prometida! ¡Que Dios os bendiga!”

La Sra. Jessup dijo con alegría: “¡Vaya, Dormouse! Ese obispo no es un fascista para nada; solo el típico radical rojo. Pero, ¿realmente significa algo este anuncio suyo?”

¡Bah!, reflexionó Doremus, había vivido con Emma durante treinta y cuatro años y no había querido asesinarla más de una o dos veces al año, lo cual estaba bastante bien. Contestó suavemente: “Bueno, no mucho. Excepto que en un par de años, bajo el pretexto de protegernos, la dictadura de Buzz Windrip reglamentará todo, desde el lugar donde podemos rezar hasta qué historias de detectives podemos leer.”

“¡No cabe duda! ¡A veces me dan ganas de hacerme comunista! Gracioso, ¿no? ¡Yo, con mis estúpidos antepasados holandeses del valle del río Hudson!”, se sorprendió Julian Falck.

“¡Qué buena idea! ¡Salir de la Guatemala de Windrip y Hitler para meterse en la Guatepeor del Daily Worker neoyorquino, Stalin y los autómatas! Y ese plan quinquenal: ¡supongo que me informarían de que el comisario político ha decidido que cada una de mis yeguas debe dar a luz a seis potros al año!”, gruñó Buck Titus mientras el Dr. Fowler Greenhill se burlaba:

“¡Anda ya, papá! ¡Y tú también, Julian, pequeño paranoico! ¡Estáis los dos obsesionados! ¿Dictadura? Será mejor que vengáis a mi consulta para examinaros la cabeza. ¡Pero si Estados Unidos es la única nación libre de la tierra! Además, este país es demasiado grande para una revolución. ¡No, no! ¡Eso no podría pasar aquí!”

956,63 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
703 стр. 22 иллюстрации
ISBN:
9788491140191
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают