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9

—Que tengas un gran día —se despidió Jacob.

—Y tú mucha suerte —rio Jev mientras este se iba apresuradamente de la tienda.

Jacob pasó junto a los tres Espectros, que, drogados hasta la médula, esta vez le ignoraron, y trató de alejarse lo máximo posible del ruido producido por las sirenas de alarma. Pensó en cuál tendría que ser su próximo movimiento y llegó a la rápida conclusión de que solo existía un lugar del cual podía fiarse de ir. Si ese fallaba… bueno, estaría bien jodido. De todas formas no tenía alternativa: la taberna de la estación del Búfalo parecía ser la mejor opción para esconderse durante al menos unas horas. El viejo Matthew era un amigo leal, le ayudaría… o eso quiso creer. Hacia allí dirigió sus pasos.

Anduvo un buen trecho por calles secundarias y entró en el umbral de algunos edificios abandonados que sabía que atajaban por algún patio trasero, hasta que llegó al corazón del suburbio este. Allí no había vigilantes. Los vapores blanquecinos humeaban por las salidas de las alcantarillas; la basura desparramada crujía bajo sus botas y los vagabundos y enfermos le miraban en silencio, condenados, algunos desde sus literas a la intemperie, llenas de piojos y excrementos, o en el interior de sus chabolas desestructuradas. Oyó llantos y lamentos desde algunas de esas barracas; suplicas de limosna… incluso vio a una chica joven que sangraba por el bajo vientre y bramaba como un animal, tumbada sobre un colchón sucio en el suelo, mientras dos mujeres más y un hombre la sujetaban e intervenían para ayudarla a abortar. Se les veía más interesados que compasivos. A saber lo que harían luego con el embrión, pensó Jacob con desagrado, pero en ningún momento se detuvo. No podía permitirse el lujo de preocuparse por toda esa gente. Ya estaban muertos. Todos los ciudadanos lo estaban.

Mientras se alejaba de la parte más marginal del distrito, en un cruce repentino, se encontró casi de frente con una patrulla de dos vigilantes y un dron que peinaban la zona. Tuvo que reaccionar rápido y esconderse tras una furgoneta oxidada y sin ruedas, aparcada de mala manera en la acera. Cuando la patrulla pasó de largo y Jacob pudo comprobar entre los hierros torcidos del vehículo que ya se habían alejado lo suficiente, se puso en pie y sintió un fuerte y súbito mareo. La visión se le nubló. Se miró la mano; parecía tener doce dedos. Tuvo que apoyar el hombro en el chasis calcinado de la furgoneta para no caer al suelo. La herida de la pierna, que le estaba empezando a supurar, el calor extremo y los efectos del gas químico de la Cuentacuentos, que aún no había eliminado por completo de su organismo, eran una mala combinación. Necesitaba asistencia médica de inmediato. El aire de la ciudad era demasiado impuro, portador de infinidad de bacterias. Un simple corte podía ser mortal si se lo dejaba demasiado tiempo sin curar. Y él ya había tentado su suerte más de lo que podría catalogarse como prudente.

Siguió su camino, tambaleante. Trató de saltar una valla para adentrarse en un cementerio de coches abandonado. Escalarla le costó más de lo habitual y aterrizó rodando por el suelo. Se levantó con una mueca de dolor. El desguace era extenso; ocupaba una isla urbana entera, pero allí era fácil ocultarse y sabía que una vez al otro lado tan solo tendría que cruzar una o dos calles más y llegaría al callejón que conducía a la estación del Búfalo. Montañas de automóviles aplastados y retorcidos, casi inclasificables, se alzaron a su paso como oscuros acantilados erosionados por el viento. El aspecto del lugar era laberíntico, triste y todo olía a metal en corrosión. Incluso, a veces tuvo que subirse a los capós de los coches para seguir avanzando. A medio tramo, sentado entre unas pilas de neumáticos podridos y porquería industrial, se encontró con un hombre de barba mugrienta que llevaba puesta una gorra negra; cocía una alimaña chamuscada en una hoguera hecha con plásticos. El tipo se lo quedó mirando con extraña fijación. Algo hizo que Jacob se detuviera un instante y se preguntara por qué. Pronto lo entendió. Siguió la mirada del hombre, giró la cabeza y echó la vista arriba. Por encima de los montículos de herrumbre, en uno de los edificios cercanos, uno lo bastante alto como para contener un holopanel retroiluminado en sus pisos superiores, su rostro y su perfil aparecían en primer plano con una orden de busca y captura y el emblema esférico del Gobierno.

—No les diré que te he visto, amigo —le juró el vagabundo, tal vez por miedo.

El mareo casi no permitía hablar a Jacob. Sudaba de forma copiosa. Trató de respirar.

—No voy a hacerte daño, tranquilo. Ya me iba.

—Ese holopanel lleva semanas apagado. Lo han encendido ahora, por ti… —Para sorpresa de Jacob, el hombre se quitó la gorra y se la ofreció con pulso tembloroso. Este, extrañado, la tomó entre sus manos—. El Gobierno… —masculló con desdén—. Los muy malnacidos me han destrozado tanto la vida que... Sea lo que sea lo que les has hecho, espero que les haya dolido de verdad.

Jacob no esperaba aquella actitud altruista de un sintecho. Se puso la gorra en la cabeza, apestaba, e intentó cubrirse lo máximo posible el rostro con su visera.

—Gracias —murmuró, y fue a seguir la senda.

—Tal vez no lo veas como la mejor opción, pero en realidad lo es —lo detuvo el hombre.

Jacob se giró.

—¿De qué me hablas? —No estaba para acertijos.

—Del submundo, claro —repuso el sintecho—. Allí no te buscarán.

—Allí me buscarán cosas peores —dijo.

—Es un lugar peligroso, sin duda. Pero si aprendieras a moverte bien por la red de túneles y cavernas te sorprenderías de lo que podrías llegar a encontrar ahí abajo.

—Mutantes, caníbales y toda clase de enfermos mentales.

—No todo es tan malo.

—Lo dices como si hubieras estado allí…

El hombre lo miró con pesadumbre, como si en realidad no quisiera hablar de ello. Las sirenas se oían ya por todo el distrito.

—Será mejor que te des prisa. Registrarán esta zona, me haré el dormido y me despertarán con una patada para preguntarme. Pero yo no he visto a nadie.

—¿Por qué me ayudas? No me conoces de nada —quiso saber antes de irse.

—Porque puede que mi cuerpo se haya corrompido durante todos estos años… pero no mis valores —contestó—. Todavía sé distinguir entre lo que está bien y lo que está mal. Y alguien que se enfrenta al Gobierno corrupto de esta ciudad no puede ser un mal tipo—. El brillo de sus ojos delataba nobleza, en contraste con su aspecto cochambroso.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Antes se me conocía como el Bardo —contestó, con un orgullo ya perdido—. Ahora ya nadie me llama de ningún modo.

—El Bardo… —repitió Jacob, como si quisiera registrarlo en su memoria—. No lo olvidaré —asintió en un gesto de gratitud y echó a andar sin perderle de vista, reflexivo, hasta que la propia senda entre los restos de los vehículos lo ocultó.

Le había parecido un individuo interesante. En otras circunstancias no le hubiese importado mantener una conversación larga con él, tampoco llevar encima algunos créditos que darle…

Tras abandonar el cementerio de coches, avanzó por la acera de una nueva avenida en la que la mala hierba empezaba a crecer por sus grietas y ranuras, sin que los de mantenimiento urbanístico se hubieran preocupado por cortarla. A esas alturas del fin del mundo, ya nadie lo haría. Las personas con las que se cruzó lo miraron, más bien por su ya pronunciada cojera que por su rostro pálido y cabizbajo. Algunos susurraron al verle pasar, puede que alguien incluso le reconociese, pero aunque así fuera, habría resultado extraño que un ciudadano de a pie lo delatara, tampoco ganaban nada. Además, eso era tarea de los cazadores de recompensas, simple y llanamente. No obstante, fueron momentos de especial tensión. Un par de vehículos vigilante aéreos, con sus sirenas y sus luces rotatorias, pasaron a toda prisa en dirección opuesta, barriendo el asfalto de la calzada. Puede que se dirigieran a otros distritos donde buscarle. Por suerte, su lugar de destino ya no estaba lejos. Fue un alivio cuando pudo torcer al fin por el callejón que conducía a la estación del Búfalo y llegar a la entrada de su túnel lúgubre. Se detuvo un instante para recobrar el aire, con las manos sobre las rodillas, su respiración se había vuelto profunda y dificultosa, y se decidió a adentrarse.

Sus pasos retumbaron en la oscuridad, solitarios, con un eco decreciente. La prostituta que había visto el día anterior yacía ahora muerta en el suelo, con la cara cerúlea, llena de llagas y un reguero de espuma blanca y reseca cayéndole por la comisura de la boca. La fiebre roja debió de darle una muerte horrible y agónica durante horas. Jacob trató de pasar lo más alejado de ella posible, tapándose el fuego de la herida con la mano, aunque sabía que ese era un gesto inútil, solo placebo. Si se tenía que infectar lo haría igual, con una mano cubriéndose o sin ella.

Para cuando bajó las escaleras de caracol y aporreó la puerta de la taberna sintió que las piernas le flaqueaban.

La fina rendija superior se deslizó.

—Jacob, ¡cielo santo! —Los ojos de Matthew se abrieron de par en par. Ruido de cerradura. Le abrió la puerta y tuvo que sostenerlo por las axilas para que no cayera al suelo. De fondo se oía el runrún de la radio—. En la Nube no dejan de hablar de ti. No pude creerlo cuando escuché tu nombre, todo el mundo te busca. —Le pasó un brazo por encima del hombro; con la mano libre juntó las dos mesas rudimentarias de su pequeño local y lo ayudó a tumbarse encima. Le palpó la frente—. Jesús, estás ardiendo…

—Ayuda… —Consiguió balbucear Jacob. El fuego de su herida se había extendido ahora por todo su cuerpo; le quemaba por dentro y le hacía tiritar—. Ayúdame.

—Calma, hijo —trató de tranquilizarle. Buscó la posible causa de su mal y dio con el tajo en la pierna. Presentaba mal aspecto.

—Ayúda… me —volvió a articular, demasiado débil como para mantener la cabeza erguida.

—¿Pero qué has hecho, Jacob…? —Preguntó Matthew con cara de preocupación—. ¿Qué ha pasado?

La venda… la venda de fuego, ¡quítamela! Quiso contestarle pero no pudo. Sus ojos se entornaron hasta terminar cerrándose.

Luego, todo se volvió oscuro.

10

Lo sabemos, Olvidado, lamentas que tu nombre no figure en ninguna lista de evacuación. Pero no por eso tienes que esperar a la llegada del Ángel. Es un destino funesto que, evidentemente, no te mereces. Compra ya las pastillas de moral relajada de la marca Bioending, toma dos antes de acostarte y ya no volverás a despertar en un mundo que no te convence. Sé libre: entrégate al fin relajante que te ofrece Bioending.

En el cielo rugían destellos de la última nave Arca al resquebrajarse entre múltiples explosiones consumidas de forma fugaz por el vacío del espacio. Algunos fragmentos pequeños de metal caían a la atmósfera y dejaban un rastro ardiente de fricción en la capa de ozono, pero las partes más espectaculares de su armazón quedaban ahí, rotas y suspendidas por la gravedad casi nula de la órbita terrestre. Abajo, en la superficie, Paradise Route se había convertido en un escenario en guerra donde corría la sangre. Drones cibernéticos y vigilantes se enfrentaban por toda la ciudad contra las bandas y los rebeldes. La avalancha de artillería, gritos y ejecuciones reinaba en las calles pasto de los incendios y las bombas.

Alejado de todo aquello, en la cima de un gran monte situado en los bordes exteriores, Jacob observaba el panorama bélico. Los sonidos de la batalla le llegaban amortiguados y se perdían más allá de las llanuras silenciosas que dominaban el resto del mundo. Por eso pudo oír con claridad las palabras del hombre que le susurró con voz grave a sus espaldas.

—Dime qué ves, Jacob…

El fulgor del conflicto se reflejó en las retinas del mercenario.

—Veo el fin de nuestro planeta. El último día de la raza humana en la Tierra.

—Es una interpretación bastante lógica de los hechos que transcurren ante ti. Pero, ¿y si te dijera que te equivocas… que esto no es el fin, sino el principio?

—¿El principio…? —protestó—. Los Olvidados se están matando entre ellos antes de la llegada del Ángel. Pronto no quedará nadie en la ciudad para contemplar el momento de la extinción.

—Mira al cielo, ¿acaso ves alguna estrella de neutrones acercándose?

Lo hizo. La Luna servía como telón de fondo de la titánica silueta quebrada de la nave. Más allá de eso, el inmenso y detallado cosmos estelar.

—No… Pero siempre dijeron que solo se vería su resplandor unos segundos antes de la desintegración total de nuestro sistema solar.

—Dijeron muchas cosas en el pasado. Los seres humanos tenemos esa asombrosa capacidad para especular. Aún estamos muy lejos de ser perfectos, pero si se nos diera una segunda oportunidad podríamos enmendar algunos errores.

—Ya existe una segunda oportunidad para algunos. Se llama Épsilon.

Se escuchó una risa entre dientes.

—Épsilon tan solo es una quimera. Un paraíso ocupado por los verdaderos demonios. Pero este es nuestro mundo. Cuatro mil quinientos millones de años de historia no se deberían subestimar tan a ligera, y en este preciso día verán un punto de inflexión: el día en que todo va a cambiar.

—Dirás el día en el que todo va a desaparecer en un abrir y cerrar de ojos —Jacob ladeó un poco la cabeza, pero no lo suficiente como para ver el rostro de aquel misterioso individuo que seguía de pie tras él.

—Piensa lo que quieras. Pero yo soy un hombre de fe, Jacob, solo que a mí nadie me dice aquello en lo que tengo que creer.

—¿Y en qué crees?

—En ti —soltó de golpe.

—Tonterías —desestimó—. Solo soy alguien que lo ha perdido todo.

—Al contrario… eres alguien que posee todo lo necesario.

—¿Lo necesario para qué?

—Para encontrar la verdad —contestó—. Pero primero deberás encontrarte a ti mismo.

—Dices cosas muy extrañas. Solo eres un perfecto desconocido en un sueño. Mi sueño. Por qué sigues aquí es algo que aún no me explico.

—Pero aquí estoy al fin y al cabo. Contigo. Tú lo has elegido así. ¿Eso tiene que significar algo, verdad?

—Tss… —chasqueó el paladar—. Ni siquiera sé tu nombre.

—Como bien has dicho, es tu visión; tu sueño. Es evidente que lo sabes, aunque te da cierto reparo pronunciarlo.

—César… —masculló, tras pensarlo—. ¿Ahora resulta que sueño con fantasmas?

—¿Por qué das por sentado que estoy muerto?

—Porque toda la ciudad te vio morir.

—Vieron morir a un hombre con el rostro desollado —le rectificó—. Que luego el pueblo no tuviera constancia de más acciones por mi parte no significa que mi cuerpo se esté pudriendo en una fosa común.

Jacob dedicó unos segundos a imaginar aquello. Tenía cierto sentido dentro de su reino onírico. Vivía en una sociedad de mentiras. Si el propio Gobierno o los altos cargos de la Ilumonología eran capaces de inculparle de manera tan eficaz un crimen que no había cometido, también podían falsear la muerte de alguien tan importante como César. La pregunta era: ¿por qué?

—¿Eres quien se hizo pasar por mí en el CENT? —Quiso saber.

—¿Qué te dice tu instinto? —le retó—. Desde luego es el arma más poderosa que posees, incluso dentro de tu subconsciente. Hasta ahora te ha ido bien haciéndole caso.

Jacob se hartó de aquel juego, se giró y encontró a sus espaldas a un hombre más o menos de su estatura y complexión. Llevaba un saco ensangrentado cubriéndole la cabeza. Adelantó una mano y se lo extrajo de un tirón. El rostro que apareció debajo era el del encapuchado que vio en la pantalla catorce de la sala de control del complejo: el mismo rostro que el suyo.

El hombre dibujó una sonrisa:

—Huye, dirígete al submundo y encuéntrate a ti mismo —volvió a aconsejarle—. Sabes que debes hacerlo; es el único paso que puedes dar a continuación.

—¿Por qué debería hacerte caso? —preguntó desconcertado.

—Porque tú opinas igual. En el fondo, esta no deja de ser una conversación contigo mismo.

De pronto, todo se detuvo a su alrededor: Jacob ya no oyó las balas, ni los gritos en la distancia, ni tampoco los pequeños meteoritos de metal cayendo del cielo. Sintió cómo su corazón latía con fuerza y su pulso se aceleraba. Se llevó las manos a las sienes. Un dolor punzante le hizo caer de rodillas.

Y despertó…

[…] Respiró hondo. Reconoció el olor dulzón a bodega sin ventilación. Cuando entreabrió los párpados vio luces tenues, borrosas, danzando ante sus ojos. Eran las llamas de las velas, que conferían a la taberna el aspecto de un pequeño santuario. Su cabeza daba vueltas ajena a su voluntad. Miró hacia todos los ángulos del habitáculo. Estaba solo, tumbado sobre las dos mesas. Tardó unos instantes en recordar por qué se encontraba allí. ¿Dónde se había metido Matthew? Por otro lado, hacía años que él no soñaba y ese había sido un sueño demasiado extraño. ¿Qué podía significar que una confusa representación de César apareciera en él y le hablara de ese modo? «Haz caso a tu instinto, huye al submundo y rencuéntrate a ti mismo», le dijo. Era tan real que parecía que se hubiese metido en su mente.

Se medio incorporó sobre sus codos y observó la herida de su pierna. Alguien inexperto se la había desinfectado y cosido de la mejor manera que supo. Aquella temible venda ardiente había desaparecido y en su lugar quedaba un picor constante y rebelde. En ese momento escuchó el ruido de unas llaves al otro lado de la puerta. Quiso mover una mano instintiva a su revólver, pero no lo llevaba encima, ni tampoco su cinturón multiusos.

Una gota de sudor le recorrió la espalda. Intranquilo, observó cómo la puerta se abría y una silueta aparecía en la penumbra. Era Matthew, que pasó dentro y la cerró tras de sí. Supuso que podía relajarse, aunque no lo hizo.

—Jacob… Ya has despertado —el tabernero lo miró de forma breve, cansado, antes de dirigir sus pasos al interior de la barra. Llevaba una bolsa agujereada en la mano con algo de peso dentro.

—Por favor, agua… —las palabras salieron casi sin permiso de su boca, que la sentía tan seca como el caluroso desierto del borde exterior.

Era de esperar aquella necesidad por su parte y Matthew ya se encontraba agarrando una de las latas de hojalata vacías que utilizaba como vasos para llenarla con un poco de agua del surtidor. Se la acercó. Jacob la tomó entre sus manos trémulas y quiso beber más rápido de lo que podía.

—Despacio… —le aconsejó el hombre, que tuvo que ayudarlo para que no se le derramara el líquido por encima. Cuando se lo terminó, el mercenario suspiró, aliviado, y volvió a recostarse sobre las mesas—. No parece que te hayas infectado de fiebre roja, pero estuviste a punto de morir, ¿lo sabes? Y yo no soy médico, Jacob. Curarte no me resultó fácil. No vuelvas a hacerme esto nunca más durante el tiempo que nos queda.

—Lo siento —se disculpó—. No tenía otro sitio adonde ir…

—Lo sé. Llevan dos días peinando las calles, buscándote. Han doblado los efectivos.

—¿Tanto tiempo he permanecido inconsciente?

—Así es —asintió—. Delirabas en sueños… —Jacob no se pronunció al respecto, así que Matthew fue directo al grano—. Dicen que has sido tú el responsable del atentado en el Capitolio.

—Pues es falso —aseguró.

—También lo sé —repuso—. Si te he ayudado, a costa de poner en riesgo mi propia seguridad, es porque sé perfectamente que tú no fuiste. Estabas conmigo cuando se produjeron los hechos.

—Por desgracia, tu testimonio no serviría de nada. Hay mucho más detrás de ese atentado. Noticias que no se hacen públicas por miedo a la reacción de los ciudadanos. Todo forma parte de una gran mentira muy bien elaborada. Y a mí me ha tocado ser un simple cabeza de turco.

—Hijo —negó con la cabeza, como si aquello no fuera con él—, no me importa de qué va todo este sinsentido. Por los años que hace que te conozco no podía dejarte morir sin más. Pero entiende que en algún momento mi hospitalidad tiene que acabar. Me he arriesgado a salir a la calle para ir a buscarte medicinas y me han parado ya dos veces. Me han hecho toda clase de preguntas. Un maldito dron ha determinado un cuarenta y ocho por ciento de probabilidades de que estuviera mintiendo porque, joder, estaba tan nervioso que casi sacaba espuma por la boca. Habrán tomado constancia. Tan solo es cuestión de tiempo que quieran registrar mi taberna y te encuentren. Y si eso sucede, nos colgarán a los dos en un juicio público.

—Te entiendo, anciano —intentó levantarse, le costó horrores. Matthew le puso una mano en el pecho.

—No —lo obligó a mantenerse en reposo—. Cielos, no. Así no. ¿A dónde narices vas a ir? A la que pongas un pie ahí fuera te ejecutarán como a un perro —volvió a la barra, sobre la cual había dejado la bolsa agujereada, y sacó un bote cilíndrico de ella.

—Tal vez es lo que merezca por la clase de vida que he llevado —dijo Jacob, autocrítico.

—Eres un mercenario. Tan solo hacías tu trabajo —el interior del frasco contenía una especie de ungüento verde que extrajo con los dedos; se acercó y empezó a aplicárselo sobre la herida.

La pierna de Jacob produjo un pequeño espasmo incontrolado al contacto con aquel gel viscoso. Escocía.

—Mi trabajo me ha convertido en un monstruo. He mentido, he cazado y he matado en nombre de una secta y de un gobierno en los que no creo, y todo por el dinero… Como si fuese a acompañarme a la tumba.

—Lo cierto es que… —terminó de aplicarle el ungüento y se quedó mirando el resultado como si contemplara una obra de arte extraña—. Es curioso cómo los valores que les damos a las cosas van cambiando a medida que el fin se acerca. No te tortures por eso. Lo hecho, hecho está.

—¿Crees que un simple hombre podría cambiar el futuro; erigir un destino diferente para todos nosotros? —preguntó de repente.

—Antes tal vez… si ese hombre hubiese sido el adecuado. Ahora ya es demasiado tarde.

—César lo era.

Matthew dejó el bote a un lado, se cruzó de brazos e hizo una mueca de conformidad.

—Soy de los que opina que hizo cosas buenas, sí… Encabezó multitud de robos de suministros destinados a los Barrios Altos para luego repartirlos por los suburbios, entre muchas otras cosas altruistas y disparatadas. Como una especie de Robin Hood moderno. Pero su propia reputación fue su perdición. Ahora tan solo es una leyenda del pasado que desaparecerá en la oscuridad del cosmos, como tantas otras.

—¿Quién era Robin Hood? —preguntó.

Matthew lo increpó con la mirada.

—No puedo creer que no sepas quién era Robin Hood —dijo.

Jacob negó con la cabeza, ¿acaso suponía un crimen?

—Pues fue uno de los primeros cazadores de recompensas del siglo veintiuno, muy diestro con los revólveres. Al principio ejerció de policía, político y limpiabotas, pero luego se convirtió en todo un rebelde antisistema. Demonios, ¿cómo hemos podido olvidar y deteriorar tanto nuestra historia? —se quejó—. Y hablo en términos generales, no te lo tomes como algo personal.

El mercenario enmudeció un instante.

—Creo que César sigue vivo —volvió a ese tema—. Y que tiene algo que ver con la persona que se ha hecho pasar por mí. Tal vez estén cooperando o incluso puede que... —tragó saliva para aclararse la garganta—. Puede que se trate de él mismo.

—¿De veras? —rio como si aquel comentario le hubiera hecho la misma gracia que un chiste malo—. ¿Y qué te hace pensar eso?

—Es difícil de explicar… Intuición, supongo. Señales que pasan casi desapercibidas… —dijo taciturno—. Estoy decidido a ir a buscarle.

—Mira… —Matthew agarró una silla, se sentó junto a él y se frotó los ojos, paciente. Parecía que llevara días sin dormir—. Jacob, siempre te he considerado un hombre inteligente. Pero por todos los astros que esa es la mayor estupidez que oído en la vida. La fiebre común tiene que haberte frito el cerebro. Tu rostro es el más buscado de la ciudad, has estado a punto de morir, ni siquiera puedes poner un pie en la calle sin que te disparen y ya quieres iniciar la búsqueda más absurda e inútil de la historia. César está muerto. ¡Muerto! ¿Es que te has vuelto loco?

El mercenario hizo un movimiento de cejas.

—Quizá sea eso —reconoció—. Pero estoy atascado. Y tampoco tengo muchas más opciones para tratar de limpiar mi nombre. Por cierto —añadió—, voy a volver a necesitar tu ayuda.

—Y un cuerno —exclamó—. He cuidado de ti para que no murieras y que luego mi conciencia no me diera por el culo por las noches, pero de ahí a que acceda a participar en tus particulares fantasías hay un mundo, amigo. No estoy lo suficientemente aburrido. Me quedan once meses de vida. Once —alzó los dos dedos índice en paralelo—, y pienso pasar en paz cada instante de ellos.

—Lo que necesito de ti tan solo te llevará unos minutos —rebatió.

Matthew iba a seguir sulfurándose, pero se detuvo al oír eso.

—Oh… —frunció el ceño—. ¿De qué se trata?

Jacob se incorporó con lentitud, esbozando una ligera mueca de dolor. Se quedó sentado en la mesa, con las manos apoyadas en ella, y miró con fijación a los ojos del tabernero.

—Quiero que me ayudes a abrir el acceso al submundo que hay en los niveles inferiores de esta estación —dejó caer.

—¡¿Qué?! —Matthew arrugó el rostro. Se levantó de la silla casi por impulso y le dedicó una mirada desorbitada—. Dios, estás peor de lo que pensaba. Estás… —negó con la cabeza de forma ida—. Estás como una puñetera cabra, joder. O eso o tu sentido del humor solo lo puedes entender tú.

—Hablo completamente en serio —su expresión y tono de voz lo reafirmaron.

—Que me aspen… —el tabernero empalideció de golpe. Conocía bien aquella mirada: no se trataba de ninguna broma. Sin que pudieran salirle las palabras, se precipitó hasta la barra, cogió la primera botella de licor que encontró y dio un largo trago. Siseó con la lengua al terminar, pero al parecer no fue suficiente—. Que me aspen, me descuelguen y me vuelvan a aspar —repitió, atónito, y siguió bebiendo. Cuando se bebió la mitad del líquido del interior se secó la boca con el puño de la camisa y lo miró con ojos desencajados.

—Jacob, no lo hagas… —instó—. Estoy seguro de que hay otro modo de salir de Paradise Route. Muévete de noche por los suburbios marginales, escapa por alguna brecha de la frontera sur y constrúyete un refugio aislado más allá de los campos yermos, en las ruinas inhabitadas de alguna antigua ciudad. Vive el resto de tus días en paz y encomiéndate al destino que nos aguarda. Vamos… —parecía más bien una súplica—. Pónmelo fácil. Ni siquiera puedo acercarme a doscientos metros de ese portón sin cagarme de miedo.

—Todo irá bien —le aseguró—. Además, no pretendo escapar de esta ciudad.

—¿Entonces para qué quieres ir a un lugar así? Si existe el infierno, es ese.

—Porque necesito respuestas, y sé que suena extraño, pero mi instinto me aconseja que empiece por allí —fue su explicación.

—¿Tú instinto? —soltó una sonrisa exasperada—. Hay que joderse. Pues ¿sabes qué? Yo te aconsejo que te lo quites de la cabeza de inmediato y que busques un plan B, C, D y así con todo el puto abecedario entero si hace falta.

Jacob respiró hondo y cerró los ojos un instante para escoger bien sus siguientes palabras.

—Ahora tienes que confiar en mí, anciano. Y debes hacerlo porque pienso abrir esa puerta y descender hasta el submundo, ya sea con tu ayuda o sin ella. Pero sin ella, el acceso no podrá volver a cerrarse desde fuera.

Matthew asintió, incrédulo, no era exactamente un gesto de aprobación.

—Tu juego siempre ha sido muy peligroso, pero no sé si en algún momento has llegado a ser consciente de las consecuencias que podías desencadenar para ti o para los demás. Te ayudaré —terminó aceptando—. Pero ten clara una cosa, y es más bien una petición que una premonición: esta será la última vez que nos veamos.

—Es justo… —aceptó sin objeciones—. Gracias… Por todo.

—Sí, ya… —soltó, como si de nada le sirviera su gratitud. Volvió a agarrar la botella y, mirando a otro lado, dio un nuevo trago.

Aguardaron en la taberna hasta el anochecer, lo que le dio tiempo a Jacob para beber un poco de Licor 7 y poder recuperarse mejor. Durante ese tiempo, Matthew intentó disuadirle varias veces para que se olvidara de lo que pensaba hacer, todas ellas sin éxito. Antes de acompañarlo a las profundidades de la estación, ya resignado con su inquebrantable tozudez, le devolvió su cinturón con las armas y le preparó una mochila con unos suministros básicos: dos emparedados con crema de cacahuetes industrial, bebida, el ungüento para su herida, un cubre-bocas con filtro químico y unos planos de la antigua red del metro y cloacas de la ciudad. Aunque era de esperar que a esas alturas el submundo habría sido modificado de tal manera que ese mapa sería el objeto más inútil que llevara encima.

—No es mucho, pero espero que te sirva —dijo al darle la mochila.

—Ya has hecho más de lo que te tocaba —le reconoció, sincero. Se la colocó sobre la espalda y juntos abandonaron la taberna.

Los niveles inferiores de la estación del Búfalo llevaban años sin ser pisados por el ser humano. A medida que descendían, el haz de luz de sus linternas dio forma a las escaleras mecánicas de antaño, a menudo obstaculizadas con carritos de la compra amontonados que tuvieron que ir apartando a su paso con incómodos estruendos. Una humedad maloliente impregnaba los cruces y pasillos por los que avanzaron luego, repletos de carteles devorados por el moho y de azulejos desprendidos. Nada habitaba allí abajo, ni siquiera los enfermos, ni siquiera las ratas… El lugar donde millares de personas transitaban a diario en el pasado, quedaba ahora engullido por un silencio tan absoluto que ni la propia respiración de uno mismo se hacía audible. Tras descender más de lo que Matthew hubiese deseado, llegaron al andén de un túnel tan negro como una noche sin estrellas; uno de sus extremos había sido sellado con cemento. A medio tramo, un vagón de metro se deshacía consumido por el óxido y las telarañas. Jacob enfocó con la linterna las ventanillas rotas al pasar por al lado; en el interior, sobre algo que recordaba de forma vaga a los asientos de los pasajeros, permanecía retorcido un esqueleto humano momificado, tan antiguo como la propia estación. También vio manchas de sangre solidificada por el suelo, muchos cristales y un colchón con tres centímetros de polvo. Nada más de interés. Pasaron de largo el vagón, bajaron a las vías podridas y se adentraron en la oscuridad del otro extremo del túnel. La luz de las linternas no alcanzaba, ni por asomo, a barrer el final.

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