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—Estoy bien —repuso Jacob, que trató de taparse la zona con la mano—. Es solo un arañazo.

La mujer hundió las cejas.

—Pues es un arañazo muy grande.

—He dicho que estoy bien —este endureció el tono y clavó los ojos en ella.

—De acuerdo… vale… —bajó la cabeza—. Veo que ahora soy yo la que te he ofendido.

Jacob sintió una punzada de remordimiento… a decir verdad, muy leve. Pero tampoco había pretendido sonar tan rudo.

—No es culpa suya —se disculpó—, padezco de mal humor crónico.

—Bueno, es peor el reuma crónico, te lo aseguro —dijo, obviamente divertida, pero al ver que Jacob no decía nada más quiso llevar la conversación por otra senda—. Quizá… —prosiguió nerviosa—. Quizá te estarás preguntando dónde se encuentra el resto de mi familia…

—Lo cierto es que no —repuso el mercenario, a lo suyo.

¿Es que no iba a irse nunca?

—Me va bien hablar de ello, ¿sabes? Ya no recuerdo el tiempo que hace que no hablo con nadie… —su tono se volvió triste.

Pobre mujer, pesada lo era un rato. Jacob entornó los ojos hacia ella.

—Está bien… —aceptó al fin. ¿Por qué sentía lástima por una completa desconocida? Lo normal hubiese sido que no le importara un pimiento. Pero había algo en ella…—. Como ha dicho, el trayecto es largo —se cruzó de brazos—. Cuéntemelo si se va a sentir mejor.

La anciana se llevó la mascarilla filtrante a la boca y respiró profundo un par de veces al tiempo que asentía. Luego pareció que le costara arrancar, como si sus recuerdos fueran demasiado dolorosos y tuviera que reunir fuerzas para rescatarlos de algún lugar remoto de su memoria.

—Yo tenía marido y tres hijos —pronunció, nostálgica—. Partieron en la nave Arca número ocho, hace ya diecisiete años, cinco meses y veintitrés días. El más pequeño tendrá ahora tu edad —trató de sonreír—. Suponiendo que se haya adaptado bien a la vida en Épsilon...

—¿La dejaron aquí? —Jacob se extrañó—. ¿No se suponía que la familia directa tenía que embarcar siempre junta?

Ella negó con la cabeza.

—El nuestro fue uno de esos extraños casos de familia numerosa. Los módulos de cabina familiar de las primeras Arcas solo disponían de capacidad para cuatro personas, si íbamos cinco tenían que asignarnos dos cabinas, y las plazas eran muy limitadas. Cada palmo de la nave era importante. Así que cuando estábamos a punto de subir a las lanzaderas con nuestro equipaje, nos pararon y nos llevaron a una sala aparte, donde nos dieron a elegir: o bien uno de nosotros se quedaba en la Tierra, o bien los cinco lo haríamos. —Se encogió de hombros—. Amaba a mi familia más que a nada en el mundo, así que, sin pensarlo, di un paso al frente y les ofrecí ser yo.

—Es raro que no le dieran más solución que aquella —observó su pesadumbre—. En aquellos tiempos aún se hacían las cosas con cierta moralidad.

—Me tomaron los datos y me aseguraron que harían todo lo posible para que pudiera partir en la siguiente Arca —respondió, con la mirada perdida—. ¿De qué me sirvió?

—Pero… ¿cómo se lo tomó su esposo y sus tres hijos? —sin darse cuenta, empezó a interesarse.

—¿Que cómo se lo tomaron? —sus ojos se humedecieron—. No me dieron ni las gracias. Mientras me identificaban y me quitaban el pase, mi marido bajó la cabeza. No se despidió. Ni siquiera tuvo el valor de mirarme a los ojos cuando se subió a la cabina de la lanzadera por miedo a que yo cambiara de opinión en el último momento. Si lo desean, las madres tienen preferencia en casos así.

—¿Y por qué no lo hizo? ¿Por qué no ejerció el derecho preferente de ir usted?

La anciana cerró los párpados y exhaló el aire con pesar.

—Si ahora pudiera volver atrás sé que habría actuado de un modo muy distinto. No hay ni un solo día en que no me arrepienta de lo que hice: abandoné a mis hijos… Pero estaba tan enamorada de mi marido… Aunque no fue hasta después de ese día que me di cuenta de que él no lo estaba de mí.

Jacob se quedó meditabundo. Después de una historia así, cualquiera hubiese dicho que sus propios problemas carecían de importancia. Cualquiera menos él.

—Siento lo que le pasó. Es algo triste —eso sí lo admitió—. Es evidente que no pudo partir en las siguientes naves...

—Bueno, cuando mi familia se fue se llevaron con ellos todo el dinero que teníamos. Y yo me convertí en una sintecho, enfermé varias veces, así que mis posibilidades de futuro se desvanecieron. —Con una mano volvió a llevarse la mascarilla a la boca. La otra la mantuvo sobre el cabezal del bastón.

—Su sobrina… —comentó—. ¿Sabe que irá usted a visitarla?

—No… —contestó casi con miedo—. Y espero que me acepte en su apartamento. Hace años que no nos vemos, pero antes nos llevábamos bien.

Jacob echó un vistazo pausado al exterior para reconocer dónde estaban. No faltaba mucho para el fin del trayecto.

—Ya casi hemos llegado —dijo—. Si no tuviera asuntos importantes que no puedo posponer la acompañaría yo mismo a verla. Las calles del distrito este pueden ser muy peligrosas.

La mujer puso una expresión afable.

—No te preocupes, querido, aunque no lo parezca sé defenderme sola. Y ya has hecho mucho escuchando y ayudando a esta pobre vieja parlanchina —se mostró agradecida. Tenía la extraña fijación de deslizar constantemente la mano por el puño del bastón. Jacob se fijó en ese detalle: aunque en un principio le pareció de madera, no lo era, si no de alguna especie de metal pintado para simular dicho aspecto.

—Ya no se ven bastones como este —cambió de tema de pronto—. Apenas queda madera con la que hacerlos —la puso a prueba.

La anciana no esperaba esa súbita observación, aunque tampoco pareció importarle.

—Oh, sí… sin duda es el objeto de más valor que conservo. Sin él estaría perdida. Me lo fabricó un ebanista amigo mío antes de la caída de los últimos árboles. No sé qué habrá sido de ese hombre. Tenía buenas manos… robustas y expertas —rio. Estaba mintiendo. Puso los dedos sobre el cabezal en una determinada posición—. ¿Quieres verlo de cerca?

Fue en ese instante cuando Jacob, de manera disimulada, se llevó una mano al cuchillo que colgaba de su cinturón y se dispuso a desenfundarlo poco a poco.

—¿Por qué querría hacer eso?

—Pues porque siempre resulta interesante contemplar una buena reliquia del pasado —insistió y se lo acercó un poco más.

—Bueno, yo… —dijo Jacob, que de pronto se puso tenso al caer en la cuenta de quién era realmente aquella mujer—. Dime… ¿a cuántos has matado con él, Cuentacuentos?

Al oír ese apodo, la anciana cambió por completo la expresión. Una sonrisa perversa, sin apenas dientes, se dibujó en su rostro vil y arrugado, que ya nada tenía que ver con el de la vagabunda frágil e indefensa de hacía escasos segundos.

—A más de los que te imaginas, Jacob dos Balas —masculló. Rápida, se colocó la mascarilla, apretó el cabezal del bastón y una nube de gas salió disparada por un pequeño orificio en dirección al mercenario.

Este contuvo la respiración y trató de apartarse de la trayectoria del compuesto químico, aunque eso no evitó que una pequeña parte le entrara por las fosas nasales y la boca. La vista se le nubló al instante. La anciana vociferó desde su asiento y blandió de nuevo el bastón humeante para acercárselo más a la cara, pero él ya tenía su cuchillo preparado en la mano, así que, al tiempo que volvía a esquivar la vara, lanzó una estocada y se lo clavó en el pecho, en pleno corazón, dejando a la mujer anclada en el respaldo. Muerte fulminante. Jacob cayó de rodillas y se llevó una mano al cuello enrojecido, cuyas venas se le empezaron a hinchar como cables de acero. No pudo evitar toser de forma virulenta. En un santiamén, todo a su alrededor había quedado envuelto por una espesa nube mortal. No era capaz de pensar, solo de actuar por instinto. Buscó y agarró con una mano temblorosa la mascarilla de la asesina, que se la llevó como pudo a la boca, y aspiró hondo. La cabeza le dio vueltas y tuvo que alejarse de allí a rastras hasta llegar a la otra punta del vagón, donde apoyó la espalda en la pared y se quedó sentado en el suelo, respirando de forma profunda a través del sistema de filtrado. Había estado a punto de sufrir un shock anafiláctico. Fijó la vista en el cadáver cabizbajo de la mujer; su silueta se difuminaba bajo una bruma verdosa y compacta. Un rio de sangre le manchaba la ropa desde el cuchillo clavado en el pecho hasta la falda harapienta. La escena era una estampa de mal gusto, casi surrealista.

Celine Cuentacuentos… pensó jadeante. Los pulmones le ardían. Debí imaginarlo.

Reconocida en el oficio como una de las asesinas más antiguas y mortíferas de todos los tiempos. A lo largo de los años había encandilado a todas sus víctimas con multitud de historias cuya puesta en escena las convertía en tan creíbles como exquisitas. Teatralidad y engaño elevados al máximo nivel. Se había hecho pasar, entre otros roles, por maestra, doctora, vigilante, mutante, amante y prostituta de lujo en su juventud. Nadie sabía a ciencia cierta qué aspecto tenía dada la innumerable cantidad de veces que se había colocado injertos y operado el rostro. Se contaba que nunca buscó la recompensa del dinero, sino que disfrutaba tanto con lo que hacía que jamás quiso retirarse. Una sociópata en toda regla. Debió de encargarse también del vigilante antes de subirse al monorraíl.

Pero este, pedazo de arpía, se dijo Jacob mientras recobraba el aliento, ha sido el último capítulo de tu cuento.

Se levantó tambaleante, sin soltar la máscara, y se acercó hasta el cuerpo de Celine para recuperar el cuchillo, que extrajo sin miramientos de su esternón. Luego caminó hasta la puerta del vagón, donde aporreó con pesadez el interruptor de la parada de emergencia. En el exterior, un jardín de chispas brotó de los raíles, en fricción con la forzosa frenada de aquel tubo de metal de veinte toneladas. Cuando se detuvo por completo tan solo quedaban dos kilómetros de trayecto para llegar a la estación este. Jacob separó la doble puerta con las manos y bajó a la calle de un salto. Se encontraba frente a un paseo marginal con bazares de comida maloliente y tenduchas decrépitas.

Al fin aire libre.

Tiró de mala manera la máscara al suelo. Los transeúntes y comerciantes que deambulaban por la zona dejaron momentáneamente lo que estaban haciendo y lo observaron como si fuera un soldado que volviera de una guerra de la que no habían tenido constancia. Él los desafío a todos con la mirada, pero no vio a nadie conocido o que intuyera que pudiese acarrearle problemas. Echó a andar hacia el este, sucio, sangrando, malhumorado; la gente se apartó a su paso. Se acercaría con cuidado a la estación este a través de callejones y tejados. Supuso que le estarían esperando pero había algo que necesitaba comprobar con urgencia. Alguien había contratado a la Cuentacuentos para matarle, eso era evidente. Y solo una persona sabía dónde iba a estar él.

Su rostro se endureció a medida que la ira empezó a cabalgar con fuerza por sus venas.

Fergus… maldijo ese nombre en sus adentros.

8

La fuente del Goliat Minero se construyó décadas atrás en una plaza originalmente ajardinada en el límite oriental de la ciudad, en honor a los gloriosos tiempos en que los robots destinados a la obra extraían los recursos de la tierra con los que construir las Arcas. Sus servicios fueron muy reconocidos durante el siglo veintiuno. Por eso, tanto los civiles como el ejército, los adoraban. Se hizo publicidad de ellos en todas las ciudades para que las personas se concienciaran de la importantísima labor que realizaban. Allí donde el ser humano era incapaz de llegar; ya fuera a las sofocantes excavaciones en el manto de la Tierra, o a los abismos más fríos y oscuros del océano, lo hacían ellos. Incluso había algunos ciudadanos ricos que, dada la versatilidad de dichas máquinas, las adquirieron para tareas de índole más doméstica. El Goliat era el humanoide sintético de clase obrera perfecto; no necesitaba comer, no necesitaba descansar y por supuesto no necesitaba revisiones de mantenimiento al llevarse a cabo todas sus actualizaciones desde un mismo servidor central. Pero su red de microchips neurales, y eso es algo de lo que se dieron cuenta tarde, resultó ser muy fácil de piratear.

Un buen día, algo se vio modificado en el software interno de esos simpáticos y entregados robots, como si una consciencia colectiva les hubiera ordenado a todos a la vez que se volvieran homicidas. Como consecuencia tuvo lugar una única jornada teñida de sangre, conocida como «Día del Acero», donde las balas llovieron, las personas corrieron y el caos reinó en las zonas de extracción y en las calles de las metrópolis más importantes. Nunca se supo quién o quiénes fueron los hackers responsables de las miles de muertes de ciudadanos inocentes que se produjeron bajo el peso de aquellos robustos puños de hierro. Pero la reacción de las autoridades no se hizo esperar; tomaron la decisión drástica de lanzar un misil a la estratosfera y destruir el satélite que coordinaba y mantenía activos a todos los Goliats. Estos cayeron de repente como marionetas a las que les hubieran cortado los hilos. Una vez convertidos en chatarra inmóvil, fueron retirados de la vía pública, desmontados por piezas y sus materiales fundidos y reaprovechados para otro tipo de tareas. Se rumoreaba que aún quedaban algunos Goliats inactivos e intactos repartidos por el mundo. Había testigos que aseguraban haber visto cuerpos enteros, dormidos, en los oscuros interiores de cuevas lejanas o en ciertos rincones del submundo.

La estatua del Goliat Minero era tan solo el exoesqueleto de dos metros y medio de altura, vacío de entrañas artificiales, de uno de ellos; con un brazo señalaba al cielo y con el otro a la tierra, recordando el verdadero motivo por el que fueron creados. Se erguía con orgullo sobre una fuente circular hecha de cemento que hacía años que ya no funcionaba. El agua que llenaba su base era la de la lluvia que cayó el día anterior, de tono mohoso y estancado.

Jacob la observó desde un callejón cercano, a la sombra de un portal de viviendas húmedo y con cucarachas en el suelo que tuvo que apartar más de una vez con el pie. No había nadie alrededor de la estatua. Tan solo dos cuervos que acostumbraban a posarse siempre sobre ella. No era la primera vez que los veía allí. Cabizbajo, se arriesgó y anduvo hasta la siguiente esquina, donde terminaba el callejón; se detuvo en el último palmo de sombra. Había perdido su sombrero en algún momento de todo aquel ajetreo… y lo peor era que no recordaba dónde. Unos pasos más adelante el calor del sol bañaba la pequeña plaza y la fuente. Aunque pareciera desierta, no debía arriesgarse a exponerse a plena luz. Sabía que podía haber tiradores apuntando desde cualquier ventana oscura y, en apariencia, deshabitada de los edificios colindantes. Asomó la cabeza con cuidado desde el saliente e intentó mirar a lo lejos. Más allá de la plaza quedaban los restos de unas casas bajas calcinadas. Inmediatamente después, se encontraba el apeadero de la estación del este. Y en efecto, allí estaban: Fergus y su séquito de matones, esperando la llegada del monorraíl. El profeta caminaba de un lado para otro del andén, nervioso. Con total seguridad se estaba preguntando por qué el transporte tardaba tanto en llegar; por qué no recibía ninguna noticia de Celine Cuentacuentos… Porque pronto descubrirás que le he dado el pasaporte, maldito traidor. Jacob no se dio cuenta de la fuerza con la que estaba apretando los puños hasta que las uñas se le clavaron en las palmas y le dolieron.

Cogió su transmisor y llamó…

Oyó cómo Fergus descolgaba y desde lejos lo vio llevarse el aparato a la oreja, pero durante unos segundos ninguno de los dos pronunció una sola palabra.

—Tu respiración es profunda, acelerada… —rompió el silencio Jacob—. Y desde aquí casi puedo ver cómo sudas. ¿Estás nervioso o simplemente demasiado obeso?

—¿A qué juegas, Jacob…? —el profeta miró en todas direcciones y les chasqueó los dedos a sus matones para que se dispersaran y buscaran al mercenario en las inmediaciones. Los hombres asintieron en silencio y se abrieron en abanico—. ¿Dónde estás?

—No te molestes en enviar a tus gorilas a por mí. Esta llamada será muy breve y voy a desaparecer con la misma rapidez. Solo tengo una pregunta que hacerte, y dependiendo de tu respuesta sabré si aún queda algo de sinceridad en esa lengua viperina que tienes… ¿Me estás cazando, Fergus? —increpó con una extraña calma.

Vio cómo el profeta sacaba su pañuelo y se limpiaba de forma inquieta el sudor de la frente.

—Será mejor que te entregues, mercenario. Ya es imparable: se va a hacer público. Yo… —Siguió haciendo señas a sus hombres, indicándoles la plaza. Trataba de ganar tiempo—. Todavía puedo ayudarte. Pero si te encuentra cualquier otro no se lo pensará dos veces antes de pegarte un tiro entre ceja y ceja.

—Si me encuentra cualquier otro, reza para que no sea de los tuyos —le advirtió—. Y Fergus… como descubra que estás detrás de todo este engaño, no habrá lugar, persona o dios que pueda protegerte de mí. Te buscaré, te encontraré y entonces te mataré. Aunque sea lo último que haga.

—Jacob… —pronunció el profeta intranquilo, pero este colgó el comunicador y lo dejó con la palabra en la boca.

Los matones ya se estaban acercando a la estatua. Si no se movía pronto descubrirían su posición. Efectuó un paso atrás, dio media vuelta y desapareció entre las sombras del callejón.

La pierna ya no le sangraba, pero la herida, esa venda de fuego palpitante, le quemaba en la piel. Si corría demasiado rápido existía el riesgo de que se le abriese más y dejara un rastro rojo a seguir. Recorrió las calles a un ligero trote, incluso tambaleándose y chocándose de vez en cuando con los muros y esquinas, hasta alejarse lo suficiente de los arrabales del este. Hubiese deseado más que nunca poder volver a su apartamento, aplicarse las curas pertinentes y descansar unas horas. Pero era el último sitio que su sentido común le aconsejaba pisar en aquellos momentos. Lo más seguro era que ya estuviera vigilado por varios cazadores de recompensas, y en breve enviarían a un dron cibernético para que no se moviera de allí hasta el fin de los tiempos si fuera necesario. Maldición, todo su dinero se encontraba en ese lugar. Sin embargo, decidió que no estaba de más asegurarse. Las sirenas de los vigilantes aún no retumbaban por las calles. Su rostro todavía no aparecía en los holopaneles informativos de las fachadas… pese a que no tardaría en hacerlo. Tenía que hacer algo al respecto.

Ya en el distrito central, cruzó una avenida diáfana por la que circulaban algunos vehículos y se metió por una callejuela en la acera opuesta. Había manchas de orina y sangre en el suelo. Un apuñalamiento reciente. Siguió recto hasta llegar a una casa de empeños que tenía carteles de neón centelleando a ambos lados: El Dirigible de Jev, rezaba el nombre del local. Conocía al dueño, se hacía llamar el Jodido Especulador Violento: Jev, para abreviar. Un tipo poco higiénico que perdía los nervios con facilidad y que cada vez que negociaba efectuaba un extraño tic con la nariz.

Tres moteros fumaban alguna clase de hierba tratada químicamente y custodiaban la entrada del establecimiento; pertenecían a la banda de los Espectros. Estos se reconocían con facilidad. Llevaban ropajes desgarrados y el rostro entero tatuado simulando una calavera. Jacob prefirió no prestarles atención al pasar por su lado para acceder al local, aunque ellos se lo quedaron mirando; uno incluso escupió al suelo, a pocos centímetros de su bota derecha. No les tenía miedo; no le infundían respeto, pero la mayoría de esa gente estaba mal de la cabeza, cualquier gesto que no les gustara se lo podían tomar como una provocación y lo último que necesitaba en esos momentos era enfrascarse en una nueva pelea o tiroteo.

—¡Jacob! —Jev, el dueño, extendió los brazos al verle entrar, como si tuviera la intención de abrazarle, pese a que se encontraba tras un mostrador protegido con rejas que dividía la tienda en dos. Llevaba una camisa hawaiana y varias cadenas de plata colgadas del cuello. Arrugó la nariz—. La hostia, estás hecho un verdadero asco.

—Yo también te quiero, Jev —el mercenario se detuvo frente a la reja, tamborileó con los dedos sobre el mostrador y ojeó con brevedad la tienda. Había todo tipo de mercancía: armas, joyas, aparatos electrónicos, la mayoría inservibles, herramientas de mil clases, objetos insólitos, libros y discos de música polvorientos. En una esquina de la repisa, en el lado de la clientela, una pantalla antigua permanecía apagada sobre una especie de teclado. Jacob señaló atrás con el pulgar por encima del hombro—. ¿No crees que tener a esos tres tipos frente a tu puerta puede ser contraproducente para el negocio?

—¿Por qué? —el dueño se extrañó—. ¿No te gustan?

Solo se le veía una mano sobre el tablón. La otra la tenía debajo, agarrando una recortada que apuntaba, a través de un pequeño orificio oculto, a las partes bajas de todo cliente. Por precaución, claro. Desde su ángulo, Jacob no podía verla pero siempre que iba allí se sentía incómodo al imaginarlo. Por lo visto, Jev era bastante resuelto a utilizarla. Los detergentes caseros no habían conseguido eliminar por completo algunas manchas rojas del suelo y las paredes del local.

—¿Acaso les gustan a alguien? —respondió.

Jev se encogió de hombros, restándole importancia.

—Son buenos chicos, les pago para que estén ahí; te diría que casi los tengo como un adorno. Así si alguien quiere venir a joderme se lo pensará diez veces… no, veinte —se corrigió— antes de hacerlo.

—Entonces diles que la próxima vez que uno escupa tan cerca de mí le cortaré la lengua.

Jev extendió la comisura de los labios y terminó soltando una sonora carcajada.

—¿Eso han hecho?

—Solo uno de ellos. Sin duda tiene que ser el más corto de miras.

—La mierda esa que fuman les espesa la saliva, seguro que no ha sido con mala intención; una mera necesidad fisiológica —les excusó y luego le obsequió con su mejor sonrisa—. Bueno, ¿qué puedo hacer por ti, viejo rockero? —De nuevo el tic con la nariz. A Jacob siempre le entraban ganas de estrujársela al verlo.

—Necesito acceder a la cámara espía de mi apartamento en la colmena —hizo un ligero movimiento de cabeza, señalando la pantalla—. ¿Puedes conectarme?

—Por descontado —respondió, como si fuera la cosa más fácil del mundo—. Cuatro créditos y te puenteo dos minutos de imagen en directo.

—Bien… —Jacob fue a meterse la mano en el bolsillo, pero descubrió que lo tenía vacío. Gruñó de mala gana. Le había dado la única ficha de cinco que llevaba encima a esa arpía asesina en el vagón. Tuvo una idea. Se desabrochó el reloj de la muñeca y se lo ofreció—. Acepta esto como pago. Vale más de lo que pides. Me llevo también seis balas de calibre cinético para mi revolver.

Jev se lo quedó mirando primero con desconfianza, pero después agarró el reloj a través de los barrotes, se colocó unas gafas lupa que tenía al lado y estudió el objeto con riguroso interés.

—Veamos… Correa de caucho, marcador de agujas automático, la maquinaria es buena pero la pantalla de plexiglas está muy rayada. Es un modelo muy antiguo. Suizo… —Alzó la vista y volvió arrugar la nariz—. Puedo darte dos minutos de imagen y tres balas cinéticas por él.

—Quiero seis.

—Lo siento, no puedo hacer eso. Cuatro sería una oferta justa. Dudo que pueda revenderlo antes de que todo se vaya al carajo.

—Cinco... O se termina aquí el trato. Sé que el reloj te ha gustado. Y tú eres todo un nostálgico.

Una sucesión de tics, tanto en la nariz como en el ojo izquierdo, indicaron que el Jodido Especulador Violento se lo estaba pensando, o tal vez se empezaba a enojar.

—Eres un puñetero cabronazo sin escrúpulos, ¿lo sabías? —exclamó al fin—. ¿Cómo voy a dar de comer a mis hijos así?

Jacob se lo quedó mirando como si lo tratara de ingenuo.

—Tú no tienes hijos, Jev. Nadie los tiene.

—Está bien —gruñó—. Dos minutos de imagen y cinco balas de calibre cinético. Pero solo porque veo que has tenido un mal día —alzó el dedo índice—. Y siempre, siempre me preocupo por mis clientes.

Se dieron la mano entre los barrotes para sellar el acuerdo.

Tras sacar de unos estantes de la trastienda cinco balas centelleantes con forma oval y dárselas a Jacob, Jev activó con el mando a distancia la pantalla, que se iluminó primero con niebla y luego reflejó un sistema operativo básico.

—Dos minutos —recalcó.

—No necesitaré tanto —el mercenario terminó de guardar las balas en las cavidades de su cinturón y se colocó frente al teclado. Introdujo un código de enlace personal con la micro-cámara de vigilancia de su apartamento. La había instalado tiempo atrás en una brecha del techo, donde quedaba bien disimulada.

Lo que vio cuando finalizó la barra de carga y apareció la imagen isométrica de su vivienda le endureció el rostro.

Todo estaba revuelto: el arcón tumbado y su ropa esparcida por el suelo, los cajones de la pequeña cocina abiertos, el póster de los Texas Rangers roto para comprobar que no había nada oculto detrás; su cama retirada de mala manera y la cavidad donde guardaba la bolsa del dinero, bajo la baldosa falsa… vacía.

—No… —Jacob cerró los ojos y suspiró con fastidio.

No obstante, lo peor aún estaba por llegar. Hizo virar con la consola de mandos la cámara y enfocó la puerta reventada y abierta del apartamento. Vio las siluetas de dos hombres, uno mucho más voluminoso que el otro, que hablaban en la penumbra del pasillo. Jacob achinó los ojos. Tardó unos segundos en reconocerles: eran Cyborg y Lobo Mordedor. El primero no decía nada, con la bolsa de un millón doscientos mil créditos sujeta en la mano, tan solo escuchaba al cachorro, que parecía proponerle algo con su habitual entusiasmo.

En ese instante la pantalla se apagó de golpe.

—Se acabó el tiempo —irrumpió Jev desde el mostrador—. Espero que hayas visto cosas muy interesantes y reveladoras.

Jacob se quedó mirando el reflejo de su propia cara frente a la pantalla apagada. Se topó con una expresión de furia y decepción a partes iguales.

—No te haces a la idea —contestó, frío.

Necesitaba mantener la templanza. Aunque supo que le iba a resultar difícil; en una sola mañana, todo lo que para él tenía algún valor: su trabajo, sus contactos, su dinero… se estaba esfumando igual que la vida en ese apestoso y condenado planeta llamado Tierra.

Fue entonces cuando, desde alguna calle lejana, las primeras sirenas de los vehículos de vigilancia empezaron a sonar.

Jev aguzó el oído:

—Fíjate, parece que alguien ha sido un chico muy malo… —comentó, divertido.

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9788412130799
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