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II - Thyrsá
Los primeros recuerdos

Padre llegaba de vez en cuando y nos traía regalos, el verlo venir siempre me causó cierta ansiedad que marcó para siempre mi carácter. Se acercaba risueño y presuntamente feliz. Se le conocía como el cantor de playa Arenas[9] pues según se decía; él estuvo allí. De mi madre verdadera nada supe, ni me atreví a preguntar. Habitaba en mí un sentimiento que me hacía concebir cierta culpabilidad, con respecto al pasado. Yo vine al mundo inmediatamente después de lo de playa Arenas, así me lo contó él. También me dijo que madre falleció al darme a luz, mas yo nunca le creí.

Deseé con todas mis fuerzas ser hija de Latia, la adoré como madre más que como una gran dama de Casalún y me aferré a ella cuando quedé desamparada y sola. Eso sucedió después de la muerte de Mamá la yaya, justo cuando apartaron a mi hermana de mi lado.

Mamá la yaya, mi tía y nodriza, siempre fue bondadosa conmigo, su verdadero nombre era Asanga, pero yo no lo sabía y a decir verdad tampoco me importaba demasiado. Ahora más que nunca evoco su tierna y sufrida imagen, recuperándola. Cierro los ojos y me veo aferrándome a su regazo, en donde buscaba refugio y consuelo. Me enganchaba a esa madre pasajera y fugaz que percibía como si fuese un fantasma, en cada esquina del bosque y en cada rincón de la casa. Los gansos y las ocas fueron los únicos amigos de mi niñez, hasta que inesperadamente aconteciera el nacimiento de Celeste, mi hermana. Fruto sin duda de los fortuitos encuentros entre mi padre y mi tía, la yaya. Entonces mi vida cambió por completo, ya que mi ilusión y complacencia pasó por protegerla y vivir a través de ella. Siendo en ese acto, cuando recuperé sin saberlo los matices para conformar una nueva vida, colmada de esperanzas. Fui para ella una madre más que una hermana, hasta que un aciago día me la quitaron, llevándosela de mi lado. Entonces comencé a cerrarme y mi corazón se ahogó por mucho tiempo…

Jissiel era una aldea no muy grande ni muy pequeña, compuesta principalmente por calles empedradas y casas redondas, levantadas entre muros de adobe y piedra. Nosotros vivíamos a las afueras, algo apartadas de la localidad y al final de un camino sin salida. Nuestra casa era muy coqueta, como de esas que hablan en los cuentos, y a Mamá la yaya, cuando llegaba la primavera, le gustaba teñir sus paredes de cierta tonalidad celeste; por cierto que nunca llegué a preguntarle el porqué de dicha obsesión. Poseía dos plantas más una chimenea, y al contrario de las casas de la aldea, esta era de madera. Se aposentaba sobre un pequeño altozano por encima de las ruinas de una vieja ciudad abandonada. Mamá la yaya se ausentaba a menudo, pues marchaba temprano al bosque que asomaba oscuro y tenebroso a los pies del altozano. Partía en busca de hierbas y raíces, con las que preparaba sus remedios y ungüentos que luego vendíamos todos los jueves, en el mercado ambulante de Jissiel.

Nunca supe mucho de la yaya, en casa se hablaba poco de nosotras. Eran tiempos muy duros donde la oscuridad habitaba en la memoria de los mayores. No podría definirla como una mujer hermosa ni agraciada, aunque sí disponía de cierto talante marcial y de una ignota arrogancia. Era alta de estatura, ancha de hombros y de fuerte constitución. Sin embargo, cuando se trasladaba entre las ruinas saltando sobre sus rocas y canales, la percibía como un ser sobrenatural, colmada de cierta sutileza marina. Ahora que han pasado tantos años, aún me pregunto cómo pudo soportar tanta soledad, y cuánto hubo de sufrir aquella mujer, tan alejada de su naturaleza y ambiente. A pesar de ello, he de declarar que jamás oí pronunciar queja ni reprobación alguna por su parte. Me vienen sus ojos azules como el mar, su cabello desgreñado y blanco, su tremendo y desolador mutismo, capaz de envolver todo el espacio que ocupaba…

Tras el nacimiento de Celeste, a la que llamó como su color favorito, y a mis ocho años de edad, los dolores se instauraron definitivamente en el cuerpo de la yaya. Entonces me tocó cuidarla, al mismo tiempo que lo hacía de mi hermana. Ingeniándomelas para de vez en cuando, poder bajar al bosque y recoger algunos frutos y raíces, tiempo en que aprovechaba para echar un ligero vistazo a los gansos en el estanque. Padre seguía ausente y cuando estaba, no estaba, por lo que aprendí a sobrevivir, desarrollando un sinfín de recursos e ingenios que no es menester recordar. Disponíamos de un pequeño carromato con dos grandes ruedas de madera que guardábamos entre las ruinas, bajo un apañado cobertizo y al amparo de la lluvia y los insectos. Una de mis primeras pasiones era tirar de él, por lo que desde muy pequeña, insistía a Mamá la yaya que me dejase hacerlo. Recuerdo empujarlo con todas mis fuerzas, en esos días que se levantaban claros y despejados, en donde se me permitía llevar a Celeste al mercado, dándonos un pequeño respiro; mientras que la yaya reposaba en casa. Por lo que las dos solas, refugiadas la una en la otra y ceñidas entre viejos sacos que nos servían de abrigo, escapábamos a la búsqueda de venturas y recreo. Yo tiraba del carro como si fuese un animal de carga, mientras que dichosamente mi hermana se aferraba fuertemente a sus paredes, runruneando de felicidad. Reitero que me enfrenté a la vida demasiado pronto, a pesar de ser tan solo una mocosa que no pasaba de varios palmos de altura.

¡Cuán felices éramos las dos, disponiendo de tan poco!

No deseaba más que complacerla, sentía que era mía y que me pertenecía. Ella por su parte, se entregaba sin reserva alguna a mis brazos, contagiándome su gozo y contento. Regordeta de mofletes sonrosados, cabello rojizo y ensortijado, cuerpo de ranita saltarina, reina de las adelfas y los estanques. Cuánto saben los niños de ese mutuo y cómplice sentimiento que a los adultos se les escapa y cuyo disfrute no les está permitido.

La primera herida

Llegó el aciago día de nuestra separación, tiraba del carro con todas mis fuerzas, sobre un embarrado camino y bajo una lluvia intensa. Su carga me sobrepasaba, ocasionándome un hondo desasosiego. Había marchado sola al mercado, debido al mal tiempo. Sin saberlo, me hallaba de regreso a un mundo que se marchaba y no podía retener. En ese camino de vuelta la rueda del destino giró y ese extraño azar que confina nuestras libertades y otorga restricciones; hizo un ligero movimiento y mi vida cambió para siempre.

En casa me esperaba visita, hecho que me produjo una tremenda perplejidad e incertidumbre, ya que salvo padre, no recordaba que nadie de fuera hubiese cruzado la puerta de entrada. Un impresionante caballo negro atado al pequeño manzano, delataba una presencia foránea en el interior de la casa.

El encuentro con un señor de ojos saltones me hizo palidecer, quedándome paralizada ante el umbral de la puerta. Vestía una ancha y larga camisola azulada que le superaba incluso las rodillas, no era demasiado alto y revelaba un cuerpo extremadamente famélico y consumido. Junto a él, permanecía sentada una delicada y encantadora dama de cabello rasurado, muy alta y delgada. Envuelta por una especie de vestido o túnica extraordinaria, ligeramente azafranada; asistiendo a la yaya que se hallaba tendida sobre el lecho. Sabía que andaba enferma, aunque no le diera demasiada importancia al hecho, ya que aún era demasiado pequeña para entender y cuestionarme la realidad. Busqué asustada a Celeste comiéndome los rincones con la mirada. La dama se percató enseguida de mi desespero, señalándome hacia la planta superior. A la vez que me revelaba una dilatada sonrisa, abrigada por unos ojos tan negros como la noche más oscura.

El señor me ofreció su mano cortésmente, acompañándome escaleras arriba y en donde pude comprobar que Celeste dormía plácidamente. Despacio y sin hacer ruido e intentando no despertarla, me acerqué a ella y la besé en la frente. Mientras el hombre permanecía impasible, aposentado junto a la puerta, contemplando la escena. Encendí entonces una pequeña lamparilla de aceite, temblando por los nervios; me hallaba realmente desconcertada. En el exterior arremetía el viento con toda su fuerza y las ramas de los grandes chopos se agitaban, formando imágenes amenazadoras tras la ventana.

Al fin, ya más tranquila y serena, tras comprobar que Celeste se hallaba en perfecto estado, me atreví a enfrentarme con la figura del caballero que permanecía inmune, frente a mí. Su desmarañado cabello, junto con una pequeña y definida barba gris, fue lo primero que me vino de su rostro. Permanecía en pie, como si fuese una estatua de piedra, sin mover un músculo de su cuerpo. Hasta que al fin, el caballero rompió su fría indiferencia, seduciéndome con una limpia y cómica sonrisa, abriéndome sus brazos a la espera de poder acogerme entre ellos. Me acerqué indecisa y temblona, tan solo tenía once años y era una niña desamparada y sola, por lo que muerta de miedo, me entregué a él sin reservas. Así recibí el primer abrazo de mi vida, y en ese acto tan simple y cotidiano, el abuelo unió su corazón con el mío. Nadie se había atrevido a tanto conmigo, y durante los breves instantes que permanecí a su lado; el encanto y autenticidad de ese hombre me cautivaron por completo.

Seguidamente, el abuelo y yo nos sentamos junto a Celeste, entonces me fijé en sus pómulos que le sobresalían sonrosados, mostrando un semblante parecido al de los titiriteros que actuaban los jueves, en el mercado de Jissiel. Gesticuló con el rostro ciertas pantomimas, consiguiendo apartarme del desasosiego y la turbación a la que me hallaba sometida. De ahí, pasó a elaborar ciertos juegos de manos, creando sombras sobre la pared y cuando menos lo esperaba… su semblante se transformó en un ser, colmado de bondad y misericordia.

Descendimos de nuevo hacia el piso inferior, percibiendo cómo a la hermosa dama, le caía sobre su espalda una larga y frondosa trenza oscura que me había pasado inadvertida. Permanecí en pie, petrificada y muda, junto al lecho de Mamá la yaya. Entonces me percaté que ya no estaba. Su semblante frío y su agitada respiración, expresaban atravesar el trance de la muerte. Miré al abuelo desconcertada, no sabía que sucedía, entonces la dama me hizo señas para que me acercase a ella, y hablándome al oído, me susurró palabras inconexas que de una manera u otra, me hicieron comprender la situación.

La muerte de Mamá la yaya

Ella se llamaba Asia y no la olvidaré nunca. Permanecimos los tres, sumidos en la más absoluta de las tristezas, acompañando a la yaya en su proceso de despedida, mientras el cielo comenzaba a tronar, dando la sensación de desplomarse el tejado. Y justo en el instante en que la yaya dio su último suspiro, me di cuenta que se marchaba todo cuanto había conocido. Lloré mucho su muerte, a pesar del consuelo de la señora y de la serenidad del señor de barbas que no paraban de abrazarme y agasajarme con animosas palabras. Arriba, en el piso superior, Celeste continuaba durmiendo, sumida en un mundo ajeno a cuanto sucedía en los bajos de la casa.

De todos esos dramáticos momentos, me quedo con ese primer encuentro entre el abuelo y Asia, con el recuerdo de esa lluvia que nos acompañaba golpeando rabiosamente los cristales de las ventanas y el crujir acompasado de la casa, junto con el sonido del viento queriendo llevarse el tejado y el alma misma de la yaya…

El abuelo y Latia me hicieron subir para que descansara junto a Celeste, quedando rápidamente dormida a su lado y exhausta tras los acontecimientos. Me avisaron una vez hubieron preparado su cuerpo, así que bajé despacio y temerosa, descubriendo el cuerpo de la yaya reposando, sobre una gran mesa de piedra a las afueras de la casa. Entonces me percaté de que la lluvia y el temporal se habían calmado, y el cielo se teñía de un azul tan intenso, como no recuerdo haber visto otro semejante. El viento soplaba sereno, casi agradable podría decir. Las copas de los enormes pinos se peinaban aduladas por una placida brisa que conquistaba las alturas. Entre las nubes negras sobresalían las gaviotas que llegaban graznando desde la lejanía; esas aves que siempre mencionaba la yaya y tanto echaba en falta.

“El día en que al fin lleguen las gaviotas, yo me iré volando con ellas” —me solía decir bromeando.

Revolotearon en círculos sobre el cuerpo de la yaya, seduciéndonos con sus vuelos y graznidos. ¿De dónde vienen las aves, tan lejos de la playa y del mar…?

Asombrada me mantenía junto al hombre, sin atreverme a mover ni decir nada. La dama rezaba con las manos unidas, cuando de repente sonaron baladas y canciones que llegaban desde la lejanía, acompañadas de una sutil llovizna que no mojaba y dando la sensación de introducirse en el cuerpo de Mamá la yaya, que se había transformado, como si fuese una princesa dormida.

Traslado hasta aquí esos dramáticos recuerdos, la mirada intensa y penetrante del abuelo, observando un vacío donde los elementos se confunden y transfieren. La piel suave de la dama que se aferraba sobre mis hombros, traspasándome su perfume y su tremenda seguridad. Tenía por entonces once años de edad y junto a mí se hallaba el que, sin saberlo, sería el segundo hombre de mi vida.

Al amanecer llegó Bhima, mi padre. Volviendo a casa una vez más, y esta vez sí que se quedó un tiempo conmigo. Apareció acompañado de una nueva dama, siendo esta mucho más rústica y corpulenta que la delicada y enternecedora Asia. Llegaban justo a tiempo para dar sepultura al cuerpo de Mamá la yaya. Me pidieron consejo, deseaban saber el lugar predilecto de ella. Les indiqué el estanque verde donde flotaban los nenúfares y nadaban los pececillos plateados, junto al manantial que bañaba las ruinas de la antigua Vania. Ese era sin duda el lugar predilecto de la yaya, donde solía sentarse a menudo, contemplando y viendo pasar el agua.

Al día siguiente del entierro llegaron los caballos, nunca había visto ejemplares tan gallardos e imponentes. Los conducía padre, mientras daba el aviso de que se había inundado el estanque, inexplicablemente. El agua anegó las ruinas y durante tres días, no pudimos descender, por lo que tuvimos que apañarnos con las viandas y alimentos que disponíamos en la despensa.

La dama que acompañaba a papá, resultó ser toda una autoridad en Casalún, el pueblo de las mujeres en el lejano Powa. Simpática y jovial, parecía una niña a pesar de su rolliza corpulencia. La señora jugaba bailando, moviéndose sin parar, enseñándonos a Celeste y a mí, canciones y multitud de acertijos. El clima se mantenía fresco, las nubes hicieron un largo inciso, por lo que nos permitimos hacer vida en el exterior y entonces, junto a aquellas damas, comprendí que algún día podría llegar a ser feliz. Pasamos tres días colmados de paz y sosiego en la casita del altozano, y como ya dijera antes; mi vida daba un vuelco, desconociendo en esos instantes sus consecuencias.

Celeste se marchó con la extraña comitiva, justificando su partida el hecho de que aún era muy pequeña, para poder responsabilizarme de su cuidado. La dama me habló con ternura, prometiéndome que algún día me encontraría con ella en Casalún. Me pidió que la dejase ir y que confiase en ella. Que le diese la oportunidad de formarse y crecer junto a una gran familia, siendo Casalún el lugar más apropiado para ello.

Pasados los tres días, el agua volvió a su cauce, dejando muy embarrado, pero transitable el camino que bajaba del altozano. Así que muy temprano al día siguiente, partió la comitiva a caballo, mientras Asia cabalgaba arropando a Celeste delante de ella, riendo feliz y contenta, pues nunca antes tuviera mi hermana la posibilidad, de montar a caballo…

Duele el recuerdo. Pesa aún esa doble separación, siendo mi vida perfilada y moldeada a través de grandes ausencias. No deseo contar más, ya que el desgarro, aun habiendo transcurrido toda una vida, continúa pinchando como entonces. Quedé tremendamente sola y desamparada, sin más opción que continuar ejerciendo el único modelo conocido hasta entonces, no me quedaba otra. A diario bajaba hasta la fuente donde depositaba flores sobre la tumba de la yaya. Me sentaba sobre su borde y sin ser consciente de lo que hacía, me desahogaba hablándole a las ranas que se aposentaban sobre los nenúfares y a los peces que se balanceaban bajo la corriente del río.

Padre bajaba conmigo casi siempre, hablábamos poco y paseábamos tras el amanecer por los bosques que se daban bajo el altozano, algunas veces me ayudaba en la recolección de plantas, otras se perdía en lo más hondo de la floresta, aportando algún conejo al que daba caza. En la tarde se sumergía en su habitación y apenas se asomaba hasta la hora de la cena, donde solíamos salir los dos de nuevo; como si compartiéramos un secreto, observando el horizonte desde el altozano y despidiéndonos del día. El bosque se abría insoldable, rojizo y ensangrentado, algún milano graznaba en la distancia. Tanta soledad dolía.

[9] La gran batalla de playa Arenas, marcó el principio y nacimiento de la era actual.

III – Ixhian
La Sidonia o el despertar a la luz

El comandador[10] lleva más de una vida en Paradiso, confinado en una granja de la que no puede salir y a la espera de un regreso que cada día se demora más y más. Se encuentra cumpliendo condena, por lo tanto es obvio deducir que algo debió de hacer mal. Es esta una historia extensa, de esas que suenan a locura y definida en un tiempo, en el que se mantiene un ritmo acelerado e inusual para el resto de los mortales. Tan solo los años pasados en la casita de leñadores y en el altozano, se libran de una cadena ininterrumpida de rabia y soberbia que seguro fue la consecuencia de su castigo. La espera se le hace insoportable, ya que cualquier tipo de intento o movimiento se interrumpe; en Paradiso nada sucede ni avanza. Sin duda debe ser este, un lugar ideado para contenerse y tomar conciencia de cuanto sucedió. Toca poner en orden los recuerdos e intentar de una vez por todas, descubrir cuál fue la verdadera causa de su condena.

Ella le espera, se halla en su castillo aguardando que la rescaten, el soldado le dio su palabra. Debe ser ya una anciana, sin embargo, en las granjas apenas han sucedido los años, manteniéndose el comandador tal y como llegó aquí. Y el caso es que él, se la imagina como en los primeros días en que comenzó su aventura, disponiendo de toda una vida por delante. Me toca escribir esta historia, dejar constancia de su paso por Paradiso, como si fuese un registro y para que no quede el alma sin su debido reconocimiento. No soy Thyrsá, ella es una anciana que habita ahora en el castillo de Melodía, en el sur de la isla. A ella le toca relatar su propia historia.

Entonces ¿quién soy yo? Eso es lo que menos importa ahora, tuve un papel secundario en toda esta historia, de esos que son perfectamente prescindibles, y sin embargo, sin mi presencia en ella; creedme que nada tendría sentido. Soy la voz de Ixhian, la voz del comandador. Dejadme comenzar, pues el tiempo apremia y sin embargo… dispongo para ello de todo el tiempo del mundo ¡Qué tremenda ironía!

Tenía quince años recién cumplidos cuando sucedió, fue en Jissiel la aldea vecina, escapó de la oscuridad y de repente se encontró con ella. Salió de una caverna malsana y oscura y ella estaba allí, en medio de la nada. No pudo, ni se atrevió a decir palabra alguna, pues salvo Latia, apenas había tenido posibilidad de entablar conversación con otra mujer, por lo que su timidez le delató. Alargó su mano y aceptó el regalo que esta le ofrecía. La criatura más hermosa de la tierra se encontraba frente a él; fascinado no podía apartar los ojos de ella, contemplándola enmudecido.

Le llegó el amor de repente, como suele suceder, ese primer amor que nunca se olvida y cuyo néctar perdura embriagándonos para siempre. En el gesto tan simple de aceptar el pastelillo, en este sencillo gesto; el niño Ixhian aceptaba su destino. Sin opción, al no poderle responder, se atragantó todo de ella y desde ese día su alma quedó sellada y unida a la niña Thyrsá. En ese acto tan ingenuo, todo el rumbo de su vida cambió inesperadamente. Este sería y no otro, el principio de su historia y nacimiento.

Había vivido en las profundidades de la Sidonia desde que tuvo uso de razón, era pues un refugiado de las Cavernas Amarillas, unas viejas minas de agua en desuso a las afueras de la pequeña aldea de Astry. Era pues un desprotegido, uno de los llamados huérfanos de la Sidonia. Un lugar destinado para los niños sin hogar, aquellos que no poseen casa ni familia, un refugio para niños desahuciados. Todos sus recuerdos le llevan allí, antes no había nada. Ya que jamás pudo recordar detalle alguno que le llevase a un tiempo anterior al de las cavernas.

No fue un niño fuerte y no me refiero con ello a que fuese un niño enfermizo o débil, nada de eso. Nació asustado, con el terror metido entre las venas. El miedo le metía para dentro y los gritos de los otros niños le hacían retorcer de angustia, no podía soportarlo.

Pasaba la mayor parte del día oculto en lo más profundo de la cueva, apartado del gentío y de la luz. Allí aprendió lo poco que sabía, mirándose a sí mismo y observándose a través del reflejo del agua estancada, alimentando su febril imaginación con los pocos recursos que disponía.

Era la Sidonia un mundo laberíntico, forjado de manera natural por el curso del agua y el trascurrir del tiempo, en donde cientos de grutas se comunicaban entre sí ¿Quién decidía el habitáculo de cada niño? Todo era un misterio y enigma, nuestro niño siempre estuvo allí, ocupando el mismo lugar.

El padre Amaro era el encargado y guarda de la comunidad, siendo este un anciano afanoso y de constitución ancha. Según se decía, había pertenecido a una antigua orden en el lejano País de la Roca. Era hombre serio y de rígidos principios, sin embargo era bastante usual el verlo perder la compostura, correr bebido y sin apenas poder mantenerse en pie, intentando interponer su particular modo de entender la paz y el orden entre los niños más traviesos. Siendo obvio de deducir que lo suyo no fue nunca la diplomacia ni la cordura, aunque tampoco se daba lugar para ello en aquel lugar, todo hay que confesarlo. Sin embargo, nuestro niño se mantenía al margen, pasando lo más desapercibido posible. Se le veía poco, tan solo en las horas que en repartían la ración de sopa y el trozo de pan, era cuando este asomaba la cabeza.

Cada cierto tiempo llegaba un grupo de mujeres desde la aldea, que le obligaban a cambiarse de ropa y bañarse en grandes barreños de roble. Pero nuestro niño se escondía en lo más hondo de la cueva, ya que les tenía mucho recelo y desconfianza. Le horrorizaba pensar que le pudiesen sacar de su zona de confort y llevarlo lejos de allí.

Debería ser bastante mayor cuando ocurrió lo de su primera relación, y desde ese momento comenzó un retraído atrevimiento con el otro, muy despacio en principio; hasta que definitivamente se atrevió a cruzar esa frontera, que delimita el contacto del aislamiento. Sin embargo el miedo no se marchó, sino que sencillamente se fue haciendo a la nueva manera de hacer. Era todo muy áspero, una especie de pequeño macizo de albero, conformado por derrumbados riscos amarillentos y profundas perforaciones. Sin duda que el agua debió de correr algún día por allí, hasta que aburrida de hacer siempre lo mismo, desvió su curso, estableciéndose un arenal baldío, salpicado tan solo por una enrevesada y fatigada higuera, cuyas ramas se arrastraban enmarañadas a ras del suelo, junto a varias chumberas torcidas y picoteadas por los insectos.

399
429,96 ₽
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9788417334307
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