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hagiográfica, porque se mantiene paralelamente la escritura de “vidas edificantes” en un sentido tradicional28.

b) Las “vidas”. Modelos y estructura

Cualquier lector actual de más de una “vida” o una hagiografía va a encontrar entre ellas numerosas similitudes, a tal punto que a partir de una de estas obras puede tener una aproximación bastante cercana de la descripción de la trayectoria de otros de esos prohombres. Así, por lo general, nos encontraremos con relatos que muestran al sujeto señalado desde su niñez por una elección divina, que marcará su vida posterior. A continuación, se hace mención a la juventud como etapa en la que se define el compromiso del protagonista con la fe, que no está exento de dudas y vacilaciones, estimuladas muchas veces por el demonio, pero que es contrarrestado por el auxilio de los seres divinos. Luego, se describe el período en el que la actividad espiritual y apostólica ocupa el centro de su quehacer, con los obstáculos y los logros que se realzan con la relación de hechos extraordinarios y de milagros. Por último, el relato se centra, con bastante detalle, en la muerte del sujeto, y hace alusión al don de profecía de que gozaba y que le permitía predecir, con precisión, el momento de su fallecimiento. La narración de la agonía y las exequias siempre ocupaba un espacio significativo de estos textos, en los que no podían faltar las escenas de milagros que se realizaban en medio de esas circunstancias y la participación multitudinaria de la población de la urbe en la que el Siervo de Dios vivió la última etapa de su vida. Hasta ahí, llegaba la relación cronológica de la trayectoria del personaje. Luego, por lo general, venía una segunda parte, en la que se hacía una presentación temática de las distintas virtudes y los dones de que gozó el protagonista, en la que se incluía, al habérsele iniciado un proceso de canonización, una síntesis del estado del mismo. Esa estructura se mantuvo casi sin variaciones a lo largo del tiempo y la extensión dada a una y otra parte fue bastante disímil, dependiendo de las fuentes de que disponía el autor. Era muy frecuente que la niñez y la juventud del protagonista ocuparan pocas páginas del relato por falta de información. Esto es muy notorio en el caso de las “vidas” escritas en América referentes a personajes nacidos en la península.

Las similitudes que se daban entre las diferentes obras eran posibles, debido a que los autores de esas “vidas” seguían modelos que correspondían a lo que en determinado momento una comunidad entendía por santidad. Las hagiografías de aquellos que llegaban oficialmente a los altares podían transformarse en la fuente de la que se nutrían los autores que trataban de presentar a su protagonista como un santo. En ese sentido, gran influencia tuvieron las tempranas y previamente mencionadas “vidas” escritas por San Atanasio sobre San Antonio Abad y la de Sulpicio Severo sobre Martín de Tours. Se desarrollaron arquetipos que representaban al ideal de santo, los que fueron variando a lo largo del tiempo. Los mártires personificaron el modelo de la primera etapa del cristianismo; después, los ascetas, los obispos, los eremitas, los religiosos de las órdenes mendicantes, los místicos y así hasta llegar a la Época Moderna29. Respecto de cada uno de esos tipos, se generó una literatura hagiográfica que trasmitió esos ideales para que sirvieran de modelo a los fieles en general, en la medida que todos los hombres eran llamados a la santidad y, por lo mismo, cualquier persona podía serlo, independientemente de su condición. La insistencia de los autores en seguir a los modelos era muy importante, pues, de esa manera, al relatar acontecimientos experimentados por el santo reconocido, estaban reafirmando la santidad del protagonista. De hecho, mientras este se ajustaba más al modelo, más creíble era su santidad.

Sin embargo, tal característica resulta contradictoria respecto de lo que se considera la esencia de una biografía, que debe ser el reflejo de una individualidad. Michel de Certeau hacía notar que esta pesaba menos que el personaje30. Por lo mismo, en ese aspecto, se encuentra otra de las diferencias importantes entre ambos géneros. En todo caso, en este tema, otra vez nos encontramos con problemas de lenguaje. Las palabras “subjetividad”, “individuo” y “yo”, no tuvieron en la Edad Media el sentido que se les dio posteriormente. Para los pensadores del siglo xix, el sujeto, en cuanto individualidad, se desarrolla a partir del Renacimiento, aunque en la actualidad tiende a considerarse que aquello ocurriría desde Descartes en adelante31. En todo caso, lo que nos interesa destacar es que, de acuerdo a las ideas dominantes en el mundo medieval, al hombre lo motivaba la prosecución de un ideal y el seguir un modelo que no era otro que Cristo. La imitación de Cristo debía ser el camino de vida para todos. Si bien desde el siglo xii se tendió a una separación entre lo profano y lo sagrado, lo religioso y los religiosos mantuvieron un gran control sobre los comportamientos y la moral de los individuos32 y de la sociedad, al punto que los valores y los principios predominantes estaban en directa relación con aquello. En ese sentido, un aspecto importante y muy valorado era el examen de conciencia o la introspección para conocer las limitaciones y las debilidades y, de ese modo, poder superarlas, teniendo siempre presente el ejemplo de Cristo. En ese proceso de superación de las flaquezas, la persona debía estar dispuesta a renunciar a los placeres de la vida y a su propia voluntad en aras de la obediencia, uno de los votos del estado religioso que trascendía los ámbitos monacales para impregnar las conductas del común de los fieles sometidos a la obediencia de sus confesores y directores espirituales33. Esa forma de subjetividad irá evolucionando desde la Baja Edad Media en adelante en un proceso largo, en el que los aspectos individualizadores tendrán una presencia cada vez mayor. En consonancia con la imitación de Cristo, a la hora de tipificar el ideal de santidad, se comenzará a valorar, a instancias de la Santa Sede, el ejercicio de las virtudes. Esto, que se reflejará en las hagiografías, contribuirá a destacar las singularidades de sus acciones34. Tal fenómeno se acentúa, desde comienzos del siglo xvii, al reforzarse como criterio de santidad, en las causas de canonización, el ejercicio heroico de las virtudes35. Por lo mismo, las “vidas” escritas en la Época Moderna, sin dejar de lado los modelos inspiradores, tienden a presentar más aspectos que individualizan al protagonista36.

2.- Los jesuitas y la palabra escrita

La Compañía de Jesús se caracterizó desde sus tiempos fundacionales por asignarle a la palabra escrita y, por ende, al libro, manuscrito o impreso, una significación especial como medio para transmitir su autoimagen y los mensajes que le interesaban, incluyendo el pastoral, en el marco de una política general de utilización de los instrumentos mediáticos (textos de diverso tipo, imágenes, música, representaciones), como no se dio igual en el campo de las instituciones políticas y religiosas de la Época Moderna37. La coyuntura y las circunstancias en que nace la Compañía explican en buena medida la importancia que adquiere el texto escrito para la Orden. El ambiente religioso en el que se gestó y dio sus primeros pasos no le fue del todo favorable. La misma figura de Ignacio de Loyola fue muy cuestionada, porque debió trasladarse a París para evitar el hostigamiento. Una vez constituida la Orden, abundaron las acusaciones de alumbrados y de prácticas cercanas a los luteranos contra sus miembros. Les fue necesario salir a defenderse de sus enemigos que afloraban en el seno de la Iglesia y, en esa coyuntura, la palabra escrita en forma de memoriales, cartas y libros resultó altamente necesaria. Debió desvirtuar los infundios y exponer la ortodoxia de sus objetivos y planteamientos doctrinarios y espirituales. Sin embargo, al mismo tiempo, Ignacio y la Compañía también se plantearon como portaestandartes de la Contrarreforma, en confrontación con la herejía reformista38. En ese escenario, el libro, para ellos, pasó a ser un útil instrumento de propaganda y un recurso para polemizar39. A todo esto, debe agregarse otro elemento. En la medida que era una institución bastante cuestionada, necesitó afianzarse internamente para resistir mejor los embates. Su peculiar estructura organizacional, con un poder muy centralizado y una gran rigidez disciplinaria responde en parte a esa situación. Sin embargo, en un sentido similar, debe entenderse la persistente búsqueda y la afirmación de su identidad. En ese sentido, la configuración de una memoria histórica se transformó en un aspecto central de su quehacer40.

Desde la muerte de Ignacio, la Compañía trató de crear una determinada imagen de sí misma, comenzando por la figura del fundador, sobre quien se elaboró una biografía oficial, la de Ribadeneira, que respondía a los aspectos de su personalidad que, en ese momento, a las autoridades les interesaba destacar41. De hecho, a partir de esa obra y de su posterior reelaboración, se configuró el mito providencialista sobre la figura del fundador y de su creación42. El paso siguiente fue escribir la historia de la Compañía, cuya primera expresión correspondió a la crónica de José Alfonso de Polanco, pero en tiempos de Ignacio la idea estaba presente y la exigencia de escribir las cartas anuas respondía a ese objetivo43. Durante el generalato de Francisco de Borja, se impusieron obligaciones al respecto44 y, en el de Acquaviva45, se le dio un impulso mayor a esa tarea, que fue complementada con la escritura de biografías de los primeros generales y de otra sobre el propio Ignacio; todo ello en el contexto de la romanización de la Orden. La escritura de una historia general de la Compañía, más allá del autor o de los autores a los que se les encarga, pasa a ser una obra colectiva, expresión

del aporte de los diferentes colegios y provincias46. A todas las autoridades locales se les instruyó para que elaboraran historias particulares de las respectivas casas y provincias47. Sin embargo, el requerimiento del padre general iba todavía más allá, pues daba algunas pautas a los superiores para el cumplimiento de esa tarea e indicaba las materias sobre las que debían aportar información. Allí, se señalaba que debían contener, entre otras cuestiones, las virtudes y los hechos de varones ilustres que habían muerto en la Compañía48. En la configuración de la memoria histórica, la escritura de la historia general era uno de los elementos centrales, pero no el único. Como parte de ella o paralelamente a la misma, se estimula la confección de “vidas” de sujetos ilustres. La mayoría de los padres de la primera generación tendrá su biografía. Además, se elaborarán colecciones de “vidas”, “florilegios” o “menologios” que reúnen las biografías de sujetos destacados. Las fuentes de que se nutrían esas obras eran, por lo general, las denominadas “cartas de edificación”, que debían escribirse en todos los colegios a la muerte de un padre de renombre. Las “vidas”, en cambio, se dejaban solo para aquellos que habían vivido y muerto con fama de santidad. Desde comienzos del siglo xvii, la Compañía genera una abundante producción de escritos de carácter hagiográfico,

en sentido amplio49. Según Adriano Prosperi, las hagiografías constituían el banco de pruebas de la identidad de la Orden. Vendrían a ser la demostración del mito de su origen al que hacíamos alusión más arriba, sobre todo porque permitían mostrar la irrupción de lo divino en la historia, a través de la gracia de Dios concedida a los santos de la Compañía50.

En suma, el conjunto de todos aquellos textos contribuía al mismo tiempo a la conformación de la identidad de la Orden. Las “cartas de edificación” y las “vidas”, por disposición de Acquaviva y a instancias de la Congregación General de 1611, se leían en los refectorios de los colegios y de las casas51 para transmitir modelos, sentimientos de piedad y hacer partícipes a los oyentes de determinados valores e itinerarios comunes52. Sin embargo, las “vidas” o las hagiografías cumplían también un papel importante hacia el exterior. Eran un medio de propaganda, pues a través de la exaltación de estos personajes se valoraba la obra de la Compañía. Una Orden que era capaz de mostrar tantas figuras que vivieron y murieron con fama de santidad en los más diversos y apartados territorios demostraba la fortaleza y los valores de la institución. Por cierto, con esas hagiografías también se transmitían modelos y ejemplos de vida para la sociedad toda. Dada la significación que la Compañía asignaba a las historias generales y locales, y a las hagiografías, colectivas o individuales, cuidaba el contenido de las mismas y las sometía a procesos de revisión y censura antes de autorizar su publicación para tratar de evitar de esa forma las deficiencias formales, los errores doctrinarios y las incoherencias con las políticas oficiales. Un gran número de esas obras quedó inédito y, como indica José Luis Betrán, la mayoría de las historias locales y de colegios pertenecientes al ámbito español permaneció manuscrita, posiblemente porque la autoridad estimó que no cumplían con los requerimientos que la temática y el momento demandaban53, aunque una suerte un poco mejor habrían corrido aquellas que referían la historia de las provincias americanas y la labor misionera desarrollada en ellas, las cuales pudieron llegar a las prensas, en gran medida, en razón a un objetivo propagandista, que buscaba captar vocaciones para tal empresa54. No se puede obviar que Acquaviva consideró a la actividad misionera como elemento central del quehacer de la Compañía55. Sin embargo, todo hace presumir que las hagiografías, a la hora de ser impresas, encontraron obstáculos similares a las historias locales, por lo que los referentes a sujetos americanos, salvo pocas excepciones, quedaron inéditas en la mayoría de casos. Las “vidas” americanas fueron conocidas como parte de los florilegios o las colecciones de vidas ilustres que en Europa publicaron autores que gozaban del reconocimiento de las autoridades de la curia, como Juan Eusebio Nieremberg, Pedro de Ribadeneira, Joseph Cassani, Bartolomé Alcázar o Alonso de Andrade. Y la excepción que significó el Catálogo de algunos varones insignes en santidad de la Provincia del Perú, del padre de Alonso Messía, se imprimió no solo sin contar con la aprobación del general, sino sin conocer una orden expresa que dijera lo contrario56.

3.- Las “vidas” en la provincia jesuita del Perú

La provincia peruana se preocupó por satisfacer las instrucciones de Roma en orden a elaborar crónicas locales y de colegios que sirvieran de insumo a la historia general de la Compañía que se proyectaba. Se escribieron varias, pero ninguna logró la autorización para ser publicada por la curia generalicia, por lo que todas, en su época, quedaron inéditas, con la salvedad que acabamos de indicar57. La primera historia general que se conoce corresponde a la denominada Crónica anónima de 1600, por no figurar en ella el nombre del o de los autores. El padre Mateos, su editor, en 1954, señala que el tomo primero pudo ser obra de José Tiruel, pero el redactor y revisor final del conjunto habría sido el padre Rodrigo de Cabredo58. Corresponde a una historia general de la provincia, y en particular del colegio de Lima, desde la llegada de los padres de la Compañía al Perú en 1575 hasta el año 1600. Esta obra fue utilizada en su tiempo por el historiador oficial de la Orden, el padre Francesco Sacchini, en su Historia de la Compañía de Jesús59. Otra obra referente a la provincia peruana, pero con una orientación diferente, fue la de Anello Oliva60, concluida hacia 1630, y que en su época generó controversia por la decisión del general Muzio Vitelleschi61 de prohibir su impresión. Su título, Historia del reino y las provincias del Perú y vidas de los varones insignes de la Compañía de Jesús, corrresponde a una crónica del Perú, desde el reinado de los incas hasta la conquista española. Incluía, además, información sobre las creencias de los indígenas, el inicio del proceso de evangelización y la llegada y la primera etapa de los jesuitas en dichas tierras. A ello se agregaban las vidas de los superiores de la provincia hasta el padre Gonzalo de Lira, que concluyó su período en 1628, y las de padres, coadjutores y novicios virtuosos62; el conjunto de la obra estaba estructurado en cuatro libros63. Otra crónica sobre la provincia escribió el padre Ignacio Arbieto, posiblemente en la década de 1650, con el título de Historia del Perú y de las fundaciones que ha hecho en él la Compañía de Jesús. Una copia muy deteriorada del manuscrito se conservaba en la Biblioteca Nacional de Lima en el siglo xix. Constaba de dos volúmenes y su texto fue muy utilizado

por el padre Jacinto Barrasa en la elaboración de su crónica64. Esta última obra tiene por título Historia de las fundaciones de los Colegios y casas de la Provincia del Perú de la Compañía de Jesús, con la noticia de las vidas y virtudes religiosas de algunos varones ilustres que en ella trabajaron. El texto tiene más de 1300 páginas y ha sido muy utilizado hasta el presente, debido a que en la Biblioteca Nacional de Lima existe una copia manuscrita y otra dactilográfica65. También, una versión manuscrita del ejemplar que en el siglo xix estaba Lima, en poder de Monseñor Pedro García Sanz, se encuentra en el Archivo de la Provincia de Toledo de la Compañía de Jesús. Abarca la historia de la presencia de la Compañía en el Perú, desde 1568 hasta 1674, y refiere con detalle la fundación y el desarrollo de las casas y los colegios, comenzando por el de San Pablo e intercalando las “vidas” de varios padres ilustres66. Otra crónica conocida es la del padre Diego Francisco Altamirano, que cubre el período que va de 1568 a 1714, aproximadamente67. Hasta el incendio de la Bibliteca Nacional del Perú, de 1943, se conservaban fragmentos muy deteriorados del manuscrito, de los que el padre Rubén Vargas Ugarte había sacado copia con anterioridad68. Esta, actualmente, se encuentra en la Biblioteca de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya69 y en los capítulos existentes no figuran “vidas” intercaladas de padres relevantes de la provincia70. En cuanto a historias de colegios en particular, se conoce la del padre Antonio de Vega sobre el Colegio del Cusco escrita el año 160071.

Respecto de las “vidas” individuales de sujetos virtuosos de la provincia peruana, pocas lograron imprimirse. Solo tenemos noticia de cuatro: la vida de Antonio Ruiz de Montoya que publicó en Zaragoza, en 1662, Francisco Jarque72; la escrita por el padre Joseph Buendía sobre el padre Francisco del Castillo, publicada en Madrid, en 1693; la referente al padre Juan de Alloza, escrita por el padre Fermín de Irisarri y publicada en Madrid, en 1715; y la que publicó en Lima, en 1773, el padre Juan Joseph Salazar sobre Alonso Messía Bedoya. A esas podrían agregarse algunas más, pero que en sentido estricto no se trataría de “vidas”, sino de cartas de edificación. Es el caso de la que escribió el padre Francisco Javier Grijalva sobre el padre Diego de Avendaño, publicada en Lima, en 168973, y también la previamente indicada de Fernando de Aguilar sobre el padre Diego Francisco Altamirano, que se publicó en 1716. Varias “vidas” quedaron inéditas y se perdieron los manuscritos en algunos casos, como ocurrió con la de Diego Álvarez de Paz, que había escrito el padre Pablo Joseph de Arriaga74, o con la del padre Diego Martínez, obra de Juan María Freylín, una de cuyas copias manuscritas en algún momento estuvo en el archivo de la provincia de Toledo75. Otra que quedó inédita fue la que escribió sobre el padre Alloza, Jacinto de León Garabito, la cual fue publicada recientemente por Alexandre Coello de la Rosa76. Las “vidas” de Francisco de Contreras y Nicolás Durán Mastrelli, escritas al parecer entre 1654 y 1659 por Bartolomé Tafur77, también quedaron inéditas, al igual que la elaborada por Alonso de Ovalle sobre Diego Torres Bollo. Una situación similar se dio con la “vida” de Juan Sebastián de la Parra que escribió Francisco de Figueroa, propósito de este trabajo.

Más allá de los objetivos generales que perseguía la Orden con la elaboración de hagiografías de sus más connotados miembros, en el caso particular de la provincia peruana, a sus autoridades y a los respectivos autores les interesaba posicionarla en los centros de influencia y poder de Lima, Madrid y Roma, para mostrar los frutos de la labor realizada en estas tierras, que se expresaba en el florecimiento, en su seno, de estas figuras excepcionales en santidad. El padre Freylín, en la dedicatoria de la “vida” de Diego Martínez al general Muzio Vitelleschi, asimilaba el envío de riquezas de un hijo a su padre desde las Indias, con la virtuosa “vida” de ese fiel vástago de la Compañía, cuyos “bien sazonados frutos y perlas preciosas de su doctrina” le daban a conocer como muestra de los muchos hombres excepcionales que aquí habitaban78. Por su parte, Alonso Messía Venegas, en su dedicatoria a Felipe iv del Catálogo de algunos varones insignes en santidad de la provincia del Perú, equiparaba la riqueza material de esta tierra con la abundancia de varones santos que aquí brotaban en todas las órdenes religiosas, ejemplo de lo cual eran esas breves relaciones que publicaba de “algunas raras y milagrosas vidas” de “verdaderos amigos de Dios” y miembros de la Compañía79. A su vez, el padre Juan Joseph de Salazar dedicaba la “vida” del padre Alonso Messía Bedoya al virrey en ejercicio, el marqués de Castelfuerte que, además, habría financiado la publicación del libro80.

Los autores de las “vidas” de jesuitas de la provincia peruana, además, pretendían destacar las bondades de esta tierra, que no sería conocida solamente por sus riquezas materiales, sino también por estos sujetos virtuosos. Este es un discurso que está presente en toda la producción hagiográfica americana, sin

distinción de órdenes religiosas81. Desde ya, lo encontramos en la mayoría de las crónicas conventuales, que generalmente incluían en sus páginas las “vidas” de religiosos que vivieron y murieron con fama de santidad. En la crónica franciscana de la provincia de los doce apóstoles de Córdoba y Salinas y en la historia de la provincia de San Juan Bautista de Juan Meléndez82, aparece esa exaltación de la tierra, expresada en las santas “vidas” que en ella surgen. A propósito de Juan de Alloza SJ, su hagiógrafo, Fermín de Irizarri, señala que Lima, su ciudad, no es tan esclarecida por sus riquezas, sabios maestros o héroes que ha dado como por la heroica santidad de los hijos que ha producido83. Por lo general, tal declaración iba dirigida hacia el exterior; los autores estaban pensando en los lectores europeos cuando exponían esa idea. El padre Buendía, en el prólogo de la “vida” de Francisco del Castillo, afirma que no lo está dando a conocer al Perú, “pues aún de sus más retiradas provincias fue tan conocido, como hoy implorado”84. Por su parte, Francisco de Figueroa afirma, en el prólogo de la “vida” del padre Juan Sebastián, que su objetivo era tratar de que su ejemplo no solo pudiera correr otra vez por este Nuevo Mundo, sino también por el Antiguo, donde no lo conocían85. Entre los estudios sobre las hagiografías en la América hispana, cabe destacar el papel que estas obras habrían desempeñado como promotoras de la identidad criolla cuando se referían a personajes nacidos en estas tierras86. El caso paradigmático,

en ese aspecto, sería el de Santa Rosa87. Con todo, ese fenómeno no se presenta con claridad cuando se trata de las hagiografías de padres de la Compañía. A lo mejor, las tensiones que se generaron en la provincia entre peninsulares y criollos influyeron en una cierta cautela con que se trató la cuestión88. Es evidente que, en la provincia, en la segunda mitad del siglo xvii, los criollos tuvieron una presencia cada vez mayor, al punto de que varios fueron nombrados provinciales y de que los dos candidatos a la santidad que se presentaron en ese período habían nacido en Lima. En las hagiografías de ambos, la palabra ‘criollo’ no figura. Se destaca, eso sí y bastante, el lugar de nacimiento, y se hacen muchas loas a la ciudad de Lima, la patria de ellos89. El ponderar la calidad de los nacidos en esta tierra se efectúa, por lo tanto, de manera indirecta.

Vinculado a ese afán por destacar las riquezas espirituales que aporta la tierra, se encuentra el significado sacralizador de la misma que se les asigna a estos santos americanos, exaltados por los hagiógrafos90. La tierra de infieles y paganos es sacralizada por estos santos, porque transforma, como afirma uno de los censores de la obra de Córdova y Salinas, un piélago de tierra en un cielo91; o el dominico Juan Meléndez, que describe los tesoros verdaderos del Perú, que no eran otros que los virtuosos varones de la Orden que habían difundido la fe entre los gentiles92. Francisco de Figueroa se refiere al padre Juan Sebastián y señala que regó y fertilizó este Nuevo Mundo93. Los santos locales, es decir americanos, serían expresión del éxito de la labor evangelizadora y de la incorporación de estas tierras y sus pueblos a la fe católica. El triunfo del cristianismo ante la gentilidad era considerado por muchos como parte de un proceso renovador de la Iglesia. América, al decir de un censor de la “vida” del jesuita Francisco del Castillo, era el Cielo Nuevo, la Tierra Nueva considerada por San Juan, cuyos frutos eran los santos que abundaban y que, a su vez, influían en la misma94.

Para todas las órdenes religiosas los escritos históricos y hagiográficos tenían un objetivo propagandístico, que, como hemos señalado, en el caso de los jesuitas, respondía a una política general claramente definida. En la provincia peruana, la producción de ese tipo de textos estaba, por ende, también imbuida de tal propósito. Al dar a conocer la virtuosa vida del sujeto, se estaba enalteciendo a la Orden. En las obras, se insertaba la vida particular en el contexto del desarrollo de la provincia, y se dejaba muy clara la asociación. Uno y otro ámbito se potenciaban. No se entendía la vida de ese hombre virtuoso sin la institución que contribuía a que alcanzase su plenitud, la cual, a su vez, se acrecentaba con la trayectoria de aquel95. Además, las asociaciones con el modelo que representaba Ignacio y algunos de los padres fundadores eran frecuentes, de modo que el protagonista era descrito, en parte, como un hijo fiel y un continuador del legado de aquellos. Así, Francisco de Figueroa señala que sacaría a luz la santa “vida” del padre Juan Sebastián para que toda la Compañía y toda la Iglesia pudiesen conocer los méritos de “este insigne varón, apóstol de este reino, padre de esta provincia, verdadero hijo imitador de N.P. San Ignacio y hombre en que estaba embebido el primitivo espíritu de la Compañía”96. Vinculado a ese objetivo, no puede dejar de considerarse el carácter competitivo que significaba para las órdenes religiosas el fenómeno de la santidad,

como lo destacan Teófanes Egido para el caso peninsular97 y Pedro Guibovich para el peruano98. Para una Orden el poseer santos no solo era cuestión de prestigio, sino también podía generar dividendos económicos y políticos. Por una parte, la generación de más devotos terminaba por incidir en un incremento de los legados, las donaciones y las ofrendas y, por otra, el nuevo santo producía un vínculo con las autoridades políticas del lugar, que buscaban identificarse con él para beneficiarse de su popularidad. Las hagiografías, como explicaremos, contribuían a “fabricar” santos, porque incidían en su oficialización o difundían imágenes o modelos de sujetos que sin tener el reconocimiento oficial merecerían esa condición. El papa Urbano viii, en 1625, como reacción a los abusos que se cometían con la publicación de hagiografías en las que se denominaba santo a quien no tenía esa calidad de manera oficial y se le atribuían milagros y otros hechos extraordinarios, dictó un decreto que prohibía que se publicaran obras que nombraran de ese modo a quien no tuviera reconocimiento de la Santa Sede y que hablaran de visiones, milagros y profecías99. Los autores podían salvar esa restricción si insertaban una protesta que debía incluirse al comienzo y al final de la obra, en la que se indicara que el uso que hacía de la palabra ‘santo’ para referirse al personaje y la atribución de milagros no involucraba a la Iglesia Romana y que respondía a una opinión personal y al uso habitual para designar a una persona virtuosa100. En la práctica, al parecer, el efecto de los decretos pontificios no habría sido muy significativo, aunque pudieron influir en la mengua de los aspectos maravillosos de los relatos e hicieron que, por lo menos los jesuitas, fueran más restrictivos a la hora de autorizar la publicación de las “vidas” manuscritas, sobre todo en el período del general Muzio Vitelleschi101.

En esta relación de factores asociados a la elaboración de esas “vidas”, no podemos omitir la significación que ellas tenían para los autores. Por lo general, estos realizaban su tarea a instancias de las autoridades provinciales y apercibidas por el voto de obediencia102. Sin embargo, también se daba el caso de autores que habían tenido una relación cercana con el protagonista y deseaban poner por escrito su “vida” para lo cual solicitaban autorización a los superiores para proceder, las que terminaban otorgando el consentimiento, al que le daban el carácter de obligación. Una situación de ese tipo ocurre con el padre Francisco de Figueroa y la “vida” de Juan Sebastián103. Los autores, por lo general, tendían a reconocerse poco aptos para transmitir al lector la imagen efectiva de sujetos tan extraordinarios. El padre Buendía expresaba su temor, “porque el desaliño de mis borrones manchase el puro esplendor de sus virtudes”104. Por su parte, Fermín de Irizarri afirma, para explicar por qué no transcribe lo escrito por otro autor sobre el personaje, que no quiere “poner las tinieblas de mi pobre pluma al lado de las ajenas luces”; y todavía más, repite casi de manera textual lo señalado por Buendía en el texto anterior, cuando expresa que las heroicas virtudes de Alloza, si bien saldrán del silencio, perderán su claro “esplendor y belleza en los borrones de mi pluma”105. El padre Francisco de Figueroa, al justificar el atraso en la culminación de la obra, se considera poseedor de un “pobre ingenio”106.

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