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Índice

  Espacio, sociedad, escritos y escritura en el Chile colonial

  Épica y testimonios de la conquista

  Formación de una sociedad colonial: identidades y fronteras

  La austral «República de las Letras»: cultura y escritura hacia el siglo XVIII

  Conquista, traducción y políticas de la lengua

  Escrituras del yo

  Teatrocracia y teatro en Chile colonial

  La época colonial en relatos mapuche (siglos XIX y XX)

Espacio, sociedad, escritos y escritura en el Chile colonial
Espacio, sociedad, escritos y escritura en el Chile colonial

Alejandra Araya y Alejandra Vega

1. Introducción

Han sido tópicos recurrentes de la historiografía el destacar la guerra de Arauco y la condición marginal y de frontera del espacio colonial de Chile como ejes constitutivos de una experiencia histórica particular19. Enfatizando, según los casos, las especificidades del desarrollo institucional, de las dinámicas y jerarquías sociales o de las modalidades de ocupación del territorio, estos escritos han vuelto una y otra vez sobre la impronta de lo bélico y de la pobreza. Estas marcas se fijaron tempranamente, durante las primeras décadas del dominio hispano en estos territorios, en la propia cultura colonial en formación. Al decir del capitán Alonso González de Nájera (¿?-1614), esta condición se asentaba incluso en la naturaleza misma del territorio. En su Desengaño y reparo de la Guerra del Reino de Chile, escrito hacia 1614, podemos leer:

Si las provincias de Chile fueran llanas, por belicosos que fueran sus defensores, mil Chiles hubieran allanado a Su Magestad sus leales vasallos, a quien tanta sangre y vidas cuesta un solo Chile, por lo que su fortaleza favorece a sus naturales, los cuales son en aquella guerra, por causa de sus montes, como el mar de Flandes, que cuanta tierra le van ganando los industriosos flamencos muchos años a poder de diques, argines o reparos con increíble costa o trabajo, la torna a él a cobrar con mil daños en un día que sale de madre (32).

El diagnóstico de Nájera ponía al centro la ineficacia del ingenio desplegado por los conquistadores ante las características del territorio de Chile. Naturaleza, cultura y devenir histórico quedaban así íntimamente imbricados.

Visto desde este cariz, puede resultar comprensible la reiteración en la bibliografía crítica de otra idea: una que apunta al atraso intelectual y cultural de Chile. Máxima y elocuente expresión de este atraso sería la inexistencia de una imprenta en la gobernación colonial capaz de poner en contacto obras y lectores y de constituir, por esa vía, una opinión pública y una sociedad racional y letrada20.

Tensionando estos planteamientos, hemos abordado el desafío de escribir una introducción histórica al volumen colonial de esta Historia crítica de la literatura chilena a partir de la asunción –ampliamente reconocida en la bibliografía contemporánea que trata sobre textos, lectores y escrituras– de que impreso, ideas y cultura no son sinónimos y que los procesos de producción simbólica que involucran a la letra desbordan y resignifican dichos términos.

En esta introducción hemos propuesto una argumentación que articula espacios, actores y prácticas de escritura y lectura. Los tres ejes señalados permiten establecer un contexto que sitúa las coordenadas de la organización política, económica y social desde los sujetos que las encarnan, representan y ponen en práctica, y que las pone en diálogo con un marco espacial que no solo alude a las tradicionales cuestiones de fronteras político-geográficas o político-armadas, sino que pone el asunto del espacio construido como una clave fundamental de la comprensión de las acciones de los sujetos y como objeto que es sustancial a la conformación misma de eso que hoy llamamos Chile. Específicamente para el caso «chileno», este es un tema crucial en la definición de las relaciones con la metrópoli, los financiamientos y los apoyos por la inestabilidad que impone a la política imperial la llamada Guerra de Arauco. Dicho tópico cruza, como lo ha señalado Lucía Invernizzi, «los trabajos y los días» de los conquistadores y de sus descendientes, en sus experiencias y sus discursos (1990). De esta forma, podemos dar cuenta de la relación existente entre los temas que permiten organizar una lectura del periodo y del lugar, y las llamadas «fuentes», en su doble dimensión de «documentos» y de «textos» que pueden ser objetos de análisis e interpretaciones importantes sobre el periodo y sus actores.

Clave resulta, en tal sentido, una revisión de la inserción de Chile en un contexto mayor. Sometido a las reglas comunes de la cristiandad occidental y del dominio hispano en América, las experiencias históricas que marcan a sus habitantes están a la vez tensionadas por dinámicas mundializadas, regionales y locales que particularizan y otorgan características específicas a dichas experiencias. Chile fue un margen significativo, un borde que resultaba central al dominio colonial hispanoamericano.

En este contexto, la fijación y circulación de saberes, así como las relaciones de poder –incluyendo las que se organizan en torno a la cultura escrita– permiten identificar y situar a los sujetos en la compleja trama de la constitución de sus identidades.

Hemos articulado el argumento de este capítulo en dos grandes periodos que tienen como pivote los años en torno a 1655. Un hito central en este recorte lo constituye, evidentemente, el levantamiento general mapuche iniciado en 1655 durante el criticado gobierno de Antonio de Acuña y Cabrera (que se extendió de 1650 a 1666). Significativos en otros planos del proceso histórico son la ocupación holandesa de Valdivia en 1643 bajo el mando de Elías Herckmans; la publicación en Roma de la Histórica Relación del Reino de Chile del padre Alonso de Ovalle en 1646; el terremoto que destruyó la ciudad de Santiago en 1647; y el terremoto y salida de mar de 1657 que arruinó Concepción. Como se verá en el texto, este punto de inflexión también es desbordado por las dinámicas analizadas.

2. Primera parte: desde los inicios del siglo XVI hasta 1655
2.1. Espacios: el topónimo, la gobernación y el Chile histórico

La llegada de la hueste de Diego de Almagro (1475-1538) al valle de Copiapó en 1536 marca el comienzo del despliegue del dominio hispano en Chile y constituye el primer hito en la conformación de la sociedad colonial en estos territorios. Esta afirmación presenta una secuencia significativa de acontecimientos que puede resultar familiar y, por lo mismo, evidente. Contra esa primera impresión, estas ideas merecen ser revisadas.

Lo anterior por varias razones. Por una parte, porque la hueste que encabezó Almagro para la conquista de la gobernación que le había concedido el rey Carlos I (1500-1558) solo puede entenderse en el marco de dinámicas anteriores. Entre ellas, puede mencionarse la ampliación de los circuitos de navegación y comercio ibéricos a lo largo de todo el siglo XV; el ensayo y establecimiento de las primeras relaciones coloniales con territorios que se reconocerán como distantes y diferentes –que conectaron el Atlántico africano y americano, y luego, América con el Pacífico oriental–; la vertiginosa institucionalización del Imperio hispano y algunas de sus prácticas de conquista y organización espacial y social en contacto con las sociedades mesoamericanas; y el ciclo que conocemos como la conquista del Perú. Con este último nombre se recubre, a su vez, procesos diferentes, como la incorporación del territorio del Tawantinsuyu, y la declaración de la condición de vasallos hispanos de sus habitantes por efecto de acciones militares y de alianza y negociación con las élites gobernantes de dicho Imperio, en el marco de conflictos agudos entre inmigrantes cristianos –a los que con el tiempo conoceremos como españoles– y entre estos y la Corona.

Pero para comprender las características de la invasión hispana a Chile y del espacio y la sociedad colonial en formación hay que tener también en consideración otra dimensión: la de las sociedades indígenas que ocupaban, porque les era propio, el territorio «descubierto» por Almagro. Acá deben considerarse cuestiones claves, tales como el dominio inka que se impuso en estos territorios varias décadas antes del arribo de los españoles y el despliegue de sus prácticas de interacción con las sociedades que caían bajo su dominio. La incorporación al Tawantinsuyu

–organizada en torno a un núcleo central que se estableció en el valle del Mapocho– precedió la incorporación al Imperio hispano, y la concepción de los inkas acerca de las redes de circulación, las formas de asentamiento, las prácticas productivas agrícolas, mineras y de fabricación de bienes para el intercambio, modularon también la temprana organización colonial en la gobernación de Chile. Hacia el sur de la cuenca de Santiago, límite meridional del espacio de acción e influencia del Tawantinsuyu, habitaban sociedades mapuche que compartían una misma lengua con las del valle central, aunque se distinguían de estas por una ocupación dispersa del territorio que les era propio en base a unidades socio-políticas que podían ampliarse o fragmentarse según los contextos, en particular el de guerra, lo que marcó también las formas de la primera conquista y colonización. Al este y al sur de estos espacios habitaban otras sociedades, que quedarían durante varios siglos en las fronteras de la expansión y el dominio colonial, con excepción de unos pocos enclaves.

Algunas palabras sobre el topónimo. Chile, antes de ser Chile, fue la peligrosa y desconocida costa que avistaron en 1519 las naves que acompañaban a Hernando de Magallanes (1480-1521). Sus principales accidentes geográficos fueron bautizados, con evidentes motivaciones taumatúrgicas, como cabo Hermoso, cabo Deseado, cabo las Vírgenes, y puerto de la Concepción. Hoy podemos decir que se trataba de la travesía de un estrecho, posteriormente incorporado a la gobernación de Chile, que permitió cruzar desde el Atlántico al Pacífico y continuar la expedición que sería conocida como la primera circunnavegación del mundo. A la postre, este territorio se incorporó al dominio hispano como parte de la gobernación concedida a Pedro de Valdivia cuando esta se ampliara en 1554.

Entre ambas fechas –1519 y 1554– ha de ubicarse la gestación de la expedición encabezada por Diego de Almagro hacia el sur del Tawantinsuyu o Collasuyu. Al salir del Cuzco, en julio de 1535, Almagro no parte a «Chile», sino «hacia el Estrecho», a la conquista de la gobernación que el año anterior había recibido de parte del monarca al sur de la jurisdicción otorgada a Francisco Pizarro (Medina CDIHCh, Primera Serie, tomo IV).

Habrá que esperar el regreso al Perú de los despojos de la hueste de Almagro para que «Chile» aparezca en el relato hispano de la conquista. Almagro regresa de «Chile», y «Los de Chile» es la expresión que se acuña para referir a los españoles que lo acompañaron en su malograda expedición. «Los de Chile» combaten junto al Adelantado en la batalla de las Salinas, y muchos acompañan a su hijo Diego el Mozo (1522-1542) en su rebelión contra los Pizarro y la lejana monarquía, expresada en el virrey Cristóbal Cabeza de Vaca (1492-1566) (Bernand y Gruzinski 435-460). En la expresión «Los de Chile», «Chile» es antes una experiencia compartida por un grupo de personas que un lugar geográfico. Se trata de la hueste que había recibido el apelativo de «La Flor de las Indias» a su salida del Cuzco (Fernández de Oviedo tomo IV, 258), cuyos infortunios terminaron por traerla de vuelta pobre, harapienta, descorazonada. «Chile», como lugar en el orbe, estaba simplemente «hacia arriba» o «hacia el Estrecho», y era el escenario de los infortunios relatados, en particular en relación con la cordillera21.

Fruto de esa secuencia histórica, las expresiones «Chile» y «las provincias de Chile» se hacen frecuentes entre quienes volvieron a este territorio con Pedro de Valdivia (1497-1553) a partir de 1540. Dos cosas han de decirse al respecto: además de un topónimo que denota, la expresión evoca ideas, experiencias, expectativas, es decir, connota. Por otra parte, aquello que se nombra es cambiante, a veces difuso, a veces contradictorio (Vega 2014).

Un primer modo de acercamiento a este problema es por medio de la secuencia de definiciones abstractas contenidas en las jurisdicciones definidas por el Rey y sus representantes a ambos lados del Atlántico, con el fin de asentar el dominio de la Corona en la América meridional. En 1554 y 1555 se llegó a una delimitación de la Provincia de Chile o Gobernación de Nueva Extremadura, la cual se reconoció como una extensa franja norte-sur cuyo inicio se fijaba en Copiapó y que terminaba en el Estrecho. El límite oriental se definió en 100 leguas medidas desde la costa del mar Pacífico hacia el este. Como antecedente jurisdiccional quedaba la gobernación de Nueva Toledo, concedida por la Corona a Diego de Almagro en 1534, y la cédula concedida a Pizarro en 1537 para la conquista y población de «Nuevo Toledo e las provincias de Chili, de donde había vuelto Almagro», que había sido la base de la organización de la expedición de Valdivia22.

Siendo este el marco jurisdiccional, lo que uno puede reconocer como el espacio de Chile históricamente constituido en el transcurso del siglo XVI es en cambio algo diferente. No solo porque en la década de 1560 se creó la Gobernación de Tucumán que separó al norte una parte de los territorios transandinos, sino porque, a la larga, una constelación de procesos diferentes terminaron por alejar de las dinámicas de la sociedad colonial en formación a importantes territorios de este espacio abstracto. La Guerra de Arauco y el establecimiento de la frontera en el Biobío, las enormes distancias y las dificultades que el Pacífico sur imponía a la navegación, las prácticas que se fueron instituyendo para el cruce de la cordillera de los Andes, y la falta de incentivos para el poblamiento austral en relación con las dinámicas de la conquista americana23, terminaron por dejar en la trastienda del Chile colonial reconocible desde el centro político-administrativo fundado en Santiago los espacios al norte de la ciudad hispana de La Serena, considerada la puerta de Chile; los extensos territorios al sur de la línea de fuertes y presidios que se construyeron en torno al Biobío, con excepción de los asentamientos de Valdivia y Chiloé; y la extensa franja transandina que se proyectaba hacia el sur, desde los asentamientos de Mendoza y San Luis, en Cuyo, territorios prácticamente invisibles para muchos.

A este recorte particular se le ha dado el nombre de «Chile tradicional», apelativo que puede encontrarse tanto en la llamada historia social como en la historiografía de corte conservador24. Se identifica el Chile tradicional con una unidad espacial y social que habría gozado de cierta estabilidad en el tiempo, y que permitiría reconocer rasgos compartidos. Tensionando estas propuestas, importaría reconocer que el Chile tradicional es un proceso más que un resultado; un objeto de negociaciones y modulaciones en función de los interlocutores que interpelan o se reconocen en este territorio.

En continuidad con las prácticas de la cristiandad occidental que cruzan el Atlántico y ordenan el espacio colonial hispanoamericano, el territorio de Chile se fundó, organizó y reconoció a partir de sus asentamientos urbanos. La ciudad era mucho más que la urbs (un trazado, un conjunto de edificaciones civiles, religiosas y de particulares). La ciudad era también, y por sobre todo, la civitas, que expresaba y debía reproducir unos principios articuladores de lo social y político (Kagan 2000). Vivir en policía y cristiandad, de acuerdo a la expresión del periodo, apelaba al mismo tiempo a un discurso que declaraba el carácter universal del cristianismo, y como tal, de la pertenencia común de todos los hombres y mujeres a un mismo rebaño, mientras reconocía diferentes naturalezas o calidades que fijaban jerarquías y decidían el universo de lo posible para cada cual. Tal como ocurre con otras dimensiones de la organización social y política, la ciudad es –a la vez– actualización de viejos principios y producción de nuevas formas de experiencia, acorde con el contexto, colonial y capitalista, en el que se va desarrollando (Bauer 2002).

Para cuando la hueste de Pedro de Valdivia llegó al valle del Mapocho, estas ideas habían tenido tiempo para formalizarse por medio de una serie de prácticas que se ejecutaron tal como se habían ejecutado antes en otros territorios: la toma de posesión en nombre de la Corona hispana; la lectura del Requerimiento a las autoridades indígenas, que declaraba y establecía por efecto de ese acto unilateral su condición de vasallos de Castilla, o la esclavitud para los rebeldes; y la fundación de la ciudad. A comienzos de 1541, se repitió este acto al oeste del cerro Huelén, hoy Santa Lucía, con el nombramiento de vecinos, la asignación de solares, la constitución del Cabildo y la traza de la planta de la ciudad que se ubica sobre el emplazamiento del principal asentamiento inka del valle (De Ramón 17).

Si este primer escenario supuso prácticas de negociación y dominio militar sobre las poblaciones indígenas –lo que redundó en inestabilidad, resistencia y levantamientos–, la consolidación de la gobernación fue también fruto de otras negociaciones: unas que se desarrollaron entre los propios miembros de la hueste, otras que involucraron a las autoridades del Perú, devenido virreinato desde 1544 y otras aún ante el Rey y el Consejo de Indias.

A esta primera fundación, siguieron las de Valparaíso, La Serena, Concepción, las llamadas ciudades de arriba –La Imperial, Valdivia, Villarrica, Los Confines, luego Cañete y Osorno–, Castro y también Tucumán, Mendoza, San Juan y San Luis. No una sino diversas lógicas interrelacionadas movilizaban este despliegue fundacional. Entre ellas, destacamos el impulso hispano por tomar posesión de territorios que habían negociado con la corona portuguesa y el deseo de adelantados, gobernadores y otras autoridades americanas por materializar unas jurisdicciones que solo tenían existencia en el papel. A este grupo lo movilizaba el mandato regio y las prácticas instituidas para la identificación y explotación de metales preciosos y la organización de la población indígena americana en torno al trabajo, el tributo y el imperativo evangelizador. Igualmente importante era la red de obligaciones y derechos que ligaba a la Corona y a sus vasallos ibéricos en América y la expectativa de los integrantes de la hueste de obtener beneficios simbólicos y materiales derivados de su actuar en nombre del rey en estos territorios (ser declarado vecino, recibir un solar urbano, acceder a una encomienda o, más adelante en el tiempo, una merced de tierra). La articulación de bienes y personas tenía como horizonte general el envío de riquezas del llamado Nuevo Mundo a la metrópolis, lo que suponía que los asentamientos debían asimismo asegurar esta comunicación. En la intersección de estas fuerzas, la ciudad funciona como dispositivo, al ser expresión y vehículo del orden que debe regir el tejido social de la América colonial25.

Con principios similares a los que sustentaban la ciudad, el Imperio hispano instauró los llamados pueblos de indios. Estas unidades socio-territoriales debían regular la vida de las poblaciones indígenas, articulando la organización espacial –en particular, la identificación de los límites de sus tierras para permitir la adjudicación de las llamadas tierras vacantes a los inmigrantes cristianos– con las políticas e instituciones evangelizadoras (doctrinas) y aquellas que regulaban el trabajo y el tributo (principalmente, la encomienda). Se trata de una institución hispana que adapta las prácticas indígenas preexistentes para cumplir con nuevos propósitos.

Se ha insistido en la pobreza de las ciudades de la gobernación de Chile durante todo este periodo, en sus precarias condiciones materiales y, sobre todo, en el carácter eminentemente rural de la sociedad en formación26. Al mismo tiempo, se ha llamado la atención acerca del vaciamiento de los pueblos de indios cuya población es trasladada a haciendas y minas; o en su defecto, su nula constitución, al estar la población indígena dispersa en el espacio constreñido que el propio sistema colonial les reconoce como propio. Sin desconocer estos rasgos, conviene recordar que fue desde las ciudades que se organizó y dio sentido a la experiencia colonial de Chile: en ellas se asentaron las instituciones que organizarían la vida social y económica, y se validaron, reprodujeron y negociaron las jerarquías y posiciones entre grupos y personas. Lo mismo puede decirse de los pueblos de indios, espacios de articulación social, de organización política, de defensa de los recursos considerados como propios y los integrantes de dichas comunidades.

Por otra parte, importa destacar el hecho de que a lo largo del siglo XVI y de la primera mitad del siglo XVII, el territorio que se reconoce como gobernación de Chile fue, en realidad, un espacio que corresponde a diferentes territorios vividos según el punto de vista adoptado. En efecto, si la dimensión jurisdiccional apela a los límites establecidos por sucesivas cédulas reales, los procesos efectivos de dominio colonial permiten pensar en el territorio desde otras posiciones. La sociedad colonial en formación, sus prácticas de circulación y asentamiento, no se desplegaron de manera homogénea en el tiempo ni en el espacio. Al norte quedaba el Despoblado de Atacama, nombre de por sí elocuente de la visión que se impuso sobre dichos territorios27. Al este, la gran cordillera nevada, y por medio de unos pocos pasos cordilleranos, la provincia de Cuyo. Al sur, las provincias de Arauco, y más al sur aún, amplios espacios con los que la gobernación mantuvo contactos esporádicos por medio de unos pocos asentamientos hispanos que pretendían asegurar la continuidad del dominio en el litoral Pacífico (Eyzaguirre 1978).

Además, este territorio es expresión de subsistemas, y está integrado, a su vez, a otras redes. Más que un espacio unitario de circulación de bienes y personas, se han identificado tres mercados regionales, que a juicio de Marcelo Carmagnani tendrían características particulares: el de La Serena, el de Santiago, y el de Concepción, los que mantienen flujos específicos con el resto del continente y con la metrópolis (Carmagnani 2001).

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9789560012784
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