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Las críticas a las políticas con respecto a la guerra, a la administración, pero también al comportamiento de soldados y encomenderos, otorga un carácter más amargo y pesimista a los debates. Surgen polémicas en torno a la esclavitud indígena y a la estrategia de la guerra defensiva respaldada por Luis de Valdivia, y durante todo el siglo XVII «la balanza de la política española se debatirá entre los extremos de la conciliación y la violencia excesiva» (Goicovich, «Entre la conquista y la consolidación fronteriza» 318)16. Estos temas siguen presentes en las crónicas coloniales durante todo el siglo (331), si bien son especialmente relevantes en su primera mitad, durante la cual se reconoce una mayor actividad bélica en comparación al período que sigue al levantamiento de 1655 (Villalobos 1985). Durante este siglo se ha descrito también un cambio en la orientación del discurso sobre el indígena, en relación con el fracaso de un sistema de conquista que se pensó posible hasta el desastre de Curalaba. Así, hacia finales de siglo XVI se reconoce el afianzamiento de un discurso que reaccionaba al hecho de que los españoles fracasaron en el intento por convertir al mapuche en un productor de excedentes, como se hiciera en México o en el área andina: «la convicción de los españoles del siglo XVI que en la Araucanía había abundante oro y que los mapuche debían recogerlo, los obligó a insistir en el control del territorio y de su población», lo que fue un factor que determinó que la conquista «en Chile se revistió de tanta violencia» (Pinto 15). Este fracaso llevó a articular la idea de un indígena bárbaro e incorregible que estorbaba al europeo, «al punto de ponerse en duda la conveniencia de su conservación»; se le califica de demoníaco y bárbaro, lo que justifica su exterminio (16-17).

Otro aspecto relevante de este segundo período es el afianzamiento de un discurso criollo. El primer autor criollo de Chile es Pedro de Oña, a quien le siguen insignes escritores del siglo XVII, como Alonso de Ovalle o Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán, quienes problematizan desde diversas perspectivas su identificación con la patria y la lejanía respecto de la metrópoli. La identidad criolla comenzó a surgir tan pronto apareció la primera generación de nacidos en el Nuevo Mundo17, pero durante el siglo XVII tomó la forma de un «criollismo militante», pues este grupo social comenzó a tomar conciencia «de su originalidad, de su identidad y, por consiguiente, de sus derechos» (Lavallé 105). El ser criollo estaba más ligado «a una adhesión a intereses locales, que al nacimiento en tierra americana» (25), y por cierto, era una categoría que estaba lejos de responder a criterios puramente raciales18. Lo que determinaba al criollo era más que nada la adhesión a una ética colonial criolla (44) y la defensa de ciertos intereses locales que muchas veces chocaban con los peninsulares. David Brading destaca que la identidad criolla surgió de un fuerte ánimo de descontento y de un sentimiento de frustración y resentimiento. Para Brading, los primeros brotes de protesta –que surgieron alrededor de 1590– revelan:

el surgimiento de una identidad criolla, de una conciencia colectiva que separó a los españoles nacidos en el Nuevo Mundo de sus antepasados y primos europeos. Sin embargo, tal fue una identidad que encontró expresión en la angustia, la nostalgia y el resentimiento. Desde el principio, los criollos parecen haberse considerado como herederos desposeídos, robados de su patrimonio por una Corona injusta y por la usurpación de inmigrantes recientes, llegados de la Península (323).

Los autores criollos que hemos nombrado elaboran de diversa forma estas inquietudes, ya sea desde un desplazamiento geográfico, como es el caso de Pedro de Oña y Alonso de Ovalle, o bien configurando un espacio fronterizo en donde la figura del mapuche adquiere un nuevo cariz, como ocurre con Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán.

Finalmente, en el siglo XVIII se incorporan las voces femeninas a través de la narrativa conventual, ya sea en relatos autobiográficos, cartas o poemas; las primeras obras científicas producto de las ideas ilustradas, como la reconocida de Juan Ignacio Molina; así como poesías y obras de teatro de circunstancia asociadas a fiestas y celebraciones, o bien a las formas de sociabilidad de las capas más altas de la sociedad. Durante la primera mitad del siglo se puede observar las consecuencias de una disminución en la intensidad de los enfrentamientos bélicos y el afianzamiento de las relaciones fronterizas (Villalobos 15 y ss.). La abolición de la esclavitud de los indios captados en la guerra, decretada en 1683 (17), es un hito relevante que cambia las relaciones entre indígenas y colonos. El agotamiento de las minas de oro y la disminución de la población indígena, junto al surgimiento de Potosí y su consiguiente demanda por diversos productos, por otra parte, cambiaron el foco del desarrollo de Chile desde el sur hacia la zona central, desde donde se articularon circuitos comerciales que satisfacían los requerimientos del nuevo polo minero (Pinto 21).

Hacia mediados de siglo pueden distinguirse los efectos culturales de los cambios introducidos por las reformas borbónicas de Carlos III, principalmente en la elaboración de obras de carácter científico y en la literatura de viajes, las que muestran un cambio de actitud hacia el conocimiento, el que se seculariza paulatinamente. Sin embargo, hay que notar que este cambio es lento y está morigerado por la vigencia en Hispanoamérica de los dogmas de la Iglesia Católica, la filosofía escolástica y la fidelidad política a la monarquía (Chiaramonte XIV). La particular configuración de esta Ilustración hispanoamericana, en la que conviven rasgos ilustrados con formas tradicionales, explica también la diversidad de los textos que se encuentran en este período, pues las obras de orientación científica, cuyo mayor exponente es Juan Ignacio Molina, se desarrollan en conjunto con una literatura sagrada de gran vitalidad, que puede encontrarse tanto en la colosal obra de Manuel Lacunza como en la poesía y el teatro.

Finalmente, el presente tomo se estructura en tres apartados que siguen una lógica cronológica, aunque no responden a cortes temporales estrictos, sino que más bien al intento por presentar una correlación entre producciones letradas y acontecimientos históricos: «Épica y testimonios de la conquista», «Formación de una sociedad colonial» y «La austral “República de las Letras”». A estas tres secciones se agrega el ya mencionado apartado «Conquista, traducción y políticas de la lengua», que ordena artículos que se refieren a escritos de un vasto período de tiempo en torno a la diversidad lingüística de la colonia. También hay artículos de carácter panorámico o temático, especialmente «Espacio, sociedad, escritos y escritura en el Chile colonial» de Alejandra Araya y Alejandra Vega, «Letras latinas en Chile colonial» de María José Brañes, «Escrituras del yo» de Ximena

Azúa, Luz Ángela Martínez y Bernarda Urrejola y «Producciones estético-verbales mapuche durante la Colonia» de Fernanda Moraga-García. Al final del tomo, a modo de epílogo y de enlace con el siguiente tomo, el artículo de Allison Ramay explora las representaciones de la época colonial en testimonios mapuche del siglo XIX,

cuyas voces, como sabemos, no se encuentran representadas en la producción letrada colonial chilena.

Los tres siglos que corresponden a la época colonial se constituyen en un campo complejo, heterogéneo y en constante cambio. La producción verbal está determinada por condiciones materiales concretas, por un largo conflicto con los pueblos originarios y por la relación con la metrópolis y el resto de los dominios hispanos. También se encuentra en y participa de la encrucijada histórica en la que se desarrolla el capitalismo moderno y la idea de raza como forma de clasificación social de la población mundial, concepto que «tiene carácter colonial» pero que «ha probado ser más duradero y estable que el colonialismo en cuya matriz fue establecido» (Quijano 777). Los estudios coloniales no solamente indagan en las especificidades históricas o culturales del periodo previo a la emancipación, sino que pueden también develar, en su complejidad, de qué modo las representaciones, imaginarios y saberes de ese período construyen asimetrías y jerarquías que se reproducen hasta nuestros días. Como campo de estudios se encuentra en constante desarrollo: hay un vasto espacio inexplorado, autores que no han sido objeto de abordajes críticos, obras que no cuentan con ediciones críticas, y también manuscritos que permanecen en bibliotecas conventuales con un acceso restringido al lector e incluso al investigador. Investigaciones en curso prometen abrir nuevas perspectivas sobre las letras coloniales, las que sin duda enriquecerán el estado actual de los estudios coloniales chilenos que aquí presentamos.

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1 Jean Paul Zúñiga define a Chile como una sociedad con esclavitud (más que una sociedad esclavista, que supondría una economía basada en la mano de obra esclava), lo que finalmente determinó que su visibilidad se atenuara con el pasar del tiempo (82-83). En Chile, la mano de obra esclava no estaba asociada al complejo productivo de la plantación, sino que se utilizaba en una gran variedad de trabajos (84), muchos de ellos domésticos, y estaba muy dispersa. La situación más frecuente en la primera mitad del siglo XVII era la de un amo que tenía dos esclavos (90). «Para mediados de los años 1620, el recurso de la mano de obra africana se había generalizado, lo que concuerda con el testimonio coetáneo del Padre Alonso de Ovalle» (89).

2 En el análisis que realiza Jean Paul Zúñiga de las 720 partidas de bautismo entre 1633 y 1644, provenientes de las parroquias del Sagrario y Santa Ana de Santiago, se encuentra un 33% de bautizos negros y/o esclavos. Si compartimos con Zúñiga que la mayor parte de los que son solo nombrados como esclavos y no explícitamente como negros también lo eran, la población de origen africano durante la primera mitad del siglo XVII era sin duda numerosa. Ver también Ramón, 39, 80.

3 Armando de Ramón también entrega datos interesantes sobre la población de la ciudad de Santiago que permiten apreciar el patrón de conformación de la ciudades latinoamericanas. A comienzos del siglo XVII, según libros de bautizos de la parroquia de El Sagrario en Santiago, se contaba un 67,7% de población indígena. La mayor parte de esta no vivía en la ciudad misma, sino que en rancherías a su alrededor, y no provenía de la zona central sino que era desterrada, la mayor parte, desde los territorios en guerra en el sur, o bien desde Cuyo y Tucumán (Ramón, 39).

4 Los testamentos indígenas publicados hace no tanto constituyen valiosos documentos en este sentido. Dictados por indígenas a escribanos como manifestación de última voluntad, permiten conocer no solo los bienes, el origen, condición, estado civil o descendencia del testador, sino que muchas veces hacen relatos en forma de autobiografía (Retamal Ávila, 16). Ver también Kordić, Raïssa. Testamentos coloniales chilenos. Madrid/Frankfurt am Main: Iberoamericana/Vervuert, 2005. Jorge Cáceres me ha apuntado que otros textos de interés en este ámbito son los documentos que resultan de los Parlamentos. Una publicación relativamente reciente es Los Parlamentos hispano-mapuches, 1593-1803: textos fundamentales editado por José Manuel Zavala Cepeda (Temuco: Ediciones Universidad Católica de Temuco, 2015).

5 El relato más conocido es el de Antonio Pigafetta, pero hay documentos complementarios: las relaciones de Francisco Albo y de Ginés de Mafra, las cartas de Maximiliano de Transilvania, Antonio Brito y Juan Sebastián Elcano (Cabrero, 31-32).

6 Los desplazamientos de los criollos y la pregunta por el lugar de enunciación de sus discursos no solo se relaciona con la idea de un imperio interconectado, sino que también con la de una relación asimétrica entre la metrópoli y las colonias. Este aspecto ha sido puesto en discusión por Jaime Concha a propósito de Pedro de Oña, al notar en su escritura –desde Arauco domado (1596) y El temblor de Lima (1609) hasta sus obras de asuntos españoles: El Vasauro (r. hacia 1635) y San Ignacio de Cantabria (1639)– una «progresiva reorientación temática que lo lleva a alejar la mirada de su contorno inmediato para hundirla en el pasado metropolitano (prestigioso por pasado y por metropolitano) o en los cielos hagiográficos de la dominación espiritual» (112).

7 Esta característica ya había sido notada por Irving A. Leonard, cuando comenta a propósito del contenido de un embarque de libros hecho en 1583 en Lima que «la ausencia de estudios científicos e históricos sobre las Indias indica una desconcertante falta de interés de los limeños por su propio mundo» (187). Dadas así las cosas, no debiera sorprender que durante el Siglo de Oro la presencia de libros sobre temas americanos sea también escasa en las bibliotecas españolas. Es lo que indica el estudio de Trevor J. Dadson, quien estudió las bibliotecas particulares de 90 individuos cuyos inventarios datan desde 1504 hasta 1709. El estudio comprueba la escasez de libros de temas americanos tanto en el siglo XVI como en el XVII, aunque a medida que pasa el tiempo se percibe un aumento de interés por este tipo de obras. Los libros que más veces se encontraron en estas bibliotecas fueron la Historia de las Indias de López de Gómara y la Historia general de las Indias de Fernández de Oviedo, lo que hace pensar que «lo que un español culto del Siglo de Oro podría saber del Nuevo Mundo es probable que lo aprendiera de uno o de ambos de estos dos libros» (Dadson 10).

8 Cruz concluye para el primer período, que ella establece entre 1650 y 1750, que los libros «se mantienen aún dentro de lo que podría llamarse ‘la cultura escrita tradicional’, estrechamente ligada a la primacía de las interpretaciones de la doctrina y de la moral cristianas postridentinas y al ascendiente de la jurisprudencia del período Barroco. Solo a partir de 1750 esta cultura tradicionalista y conservadora comienza a ser penetrada por las nuevas ideas ilustradas provenientes de Europa y de la misma Metrópoli» (Cruz, 108). En el segundo período, entre 1750 y 1820, aumenta la importancia del libro, antes restringida, pues aumentan las bibliotecas privadas y conventuales. También se fundan las primeras bibliotecas públicas, como lo fue la biblioteca del Obispo de Santiago, Miguel de Alday y Aspeé, que contaba con 2.058 volúmenes al momento de su fallecimiento, los que fueron donados a la Catedral de Santiago para su uso público (Cruz 144).

9 Antes del establecimiento de esta Universidad se dictaban cursos en universidades conventuales o menores al alero de las órdenes religiosas, como ocurrió con dominicos y jesuitas. Estas universidades tenían, sin embargo, un estatuto limitado pues solo podían otorgar grados básicos de filosofía o artes y de teología (Ávila Martel, 176).

10 Puede ser muy interesante considerar cuál fue la función de estas imprentas. Teodoro Hampe Martínez explica que las imprentas en México y Lima tuvieron en un comienzo una importante labor en términos de la cristianización de las poblaciones autóctonas, lo que más adelante cambió hacia la función de educar y entretener a los colonos, y cubrir necesidades de la administración. Ello se ve reflejado en el número de impresos en idiomas nativos en Nueva España: desde 1539 a 1600 un 31,3% de los impresos son en idioma nativo, mientras que entre 1600 y 1700 solo lo son un 3% (56).

11 Sonia V. Rose apunta muy bien a esta relación al vincular la aparición de academias en el Virreinato del Perú con el desarrollo de la burocracia, pues esta se nutre de redes clientelares de los nobles que residían en la corte. El puesto burocrático exige un grado de erudición y de cortesanía cuya posesión parece garantizar la pertenencia a una academia (84-85).

12 Siguen siendo muy válidas las características de la situación de enunciación que Lucía Invernizzi («Antecedentes del discurso…») reconoció para el discurso testimonial chileno de los siglos XVI y XVII: la existencia del mandato de informar a la Corona acerca de la realidad del Nuevo Mundo y de los hechos de los que se es testigo o participante (son textos testimoniales); la calidad de súbdito del emisor, que convierte la relación de hechos en «defensa, acusación, reclamo, alegato, protesta, demanda» (58) dirigida al soberano con el fin de obtener premios o de influir en la aplicación de políticas impuestas a América desde España; la conciencia de la distancia geográfica con respecto a España, que los deja en una situación de marginalidad con respecto al centro del poder.

13 Su relato de viajes tuvo varias publicaciones, todas del siglo XX. Las primeras ediciones del texto redactado en 1605 fueron Descripción de Indias (Edición de Carlos A. Romero. Revista del Instituto Histórico del Perú. Lima, 1907) y Descripción breve de toda la tierra del Perú, Tucumán, Río de la Plata y Chile (Edición de Manuel Serrano y Sanz. Historiadores de Indias. Tomo II. Madrid, 1909).

14 El relato de Ocaña se encuentra en forma de manuscrito con el título de Relación del viaje de fray Diego de Ocaña por el Nuevo Mundo (1599-1605) en el Fondo Antiguo de La Universidad de Oviedo. Ha sido publicado fragmentariamente como Relación de un viaje maravilloso por América del sur (Madrid, Studium, 1969), como A través de la América del sur (Madrid, Historia 16, 1987) y Viaje a Chile (Santiago: Universitaria, 1995).

15 De Jerónimo de Quiroga se han publicado Compendio histórico de los sucesos de la conquista del reino de Chile hasta el año 1656, sacado fielmente del manuscrito del maestre de campo Jerónimo de Quiroga (Madrid, Semanario erudito, 1789); y Memorias de los sucesos de la guerra de Chile, redactado h. 1692 (Santiago: Andrés Bello, 1979).

16 Francis Goicovich propone una periodización de los primeros siglos de la colonia chilena que distingue una primera etapa de conquista, entre 1536 y 1598 –teniendo como hitos la entrada de Diego de Almagro a Chile y el desastre de Curalaba–, y una segunda etapa de transición, que comienza en 1598 y termina en 1683, con la prohibición de la esclavitud de indígenas tomados en guerra, lo que significa la revitalización de una política misionera.

17 José Juan Arrom (1959) establece que el uso de la palabra «criollo» para referirse a los españoles nacidos en las Indias se remonta a la segunda mitad del siglo XVI (específicamente, entre 1571 y 1574). Bernard Lavallé (1993) adelanta esta fecha a 1563. En cualquiera de los dos casos, puede observarse el temprano uso del término para diferenciar a los recién llegados de España y a los nacidos en América.

18 Elisabeth Anne Kuznesof (1995) indica que la raza no era el criterio único para ser considerado criollo, pues otros factores influían en ello, como por ejemplo el género, el ser hijo(a) legítimo, el nombre y el origen del cónyuge. De esta manera, existía cierto margen que permitía negociar la categoría social del individuo, de modo que un gran número de mestizos pudo integrarse al mundo hispano. En efecto, según la autora, se calcula que desde un 20 a un 40% de los llamados criollos tenían sangre indígena o africana. Para Stuart B. Schwartz (1995) esta flexibilidad –que se mantuvo durante la primera mitad del siglo XVI– permitió no solo considerar como criollos a mestizos e incluso a mulatos, sino que también empañó la consideración que se profesaba a los españoles nacidos en América. Es decir, si bien la raza no fue en un principio determinante para ser considerado criollo, a principios del siglo XVI tanto los orígenes raciales como la supuesta influencia del ambiente americano y de la lactancia de nodrizas indias o negras sirvieron de argumento a los españoles peninsulares para afirmar la inferioridad y degradación de los criollos.

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