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Escoger la opción escapista como medicina para la mixofobia tiene una secuela insidiosa y perniciosa: una vez adoptado, el supuesto régimen terapéutico cobra vida propia, tiende a perpetuarse y a reforzarse conforme más ineficaz resulta. Sennett explica por qué ocurre esto, por qué ha de ocurrir.25

Las ciudades americanas han crecido durante las dos últimas décadas de modo que las áreas étnicas se han vuelto relativamente homogéneas; no parece accidental que el temor al exterior haya crecido también hasta el punto de que las comunidades étnicas hayan desaparecido.

Una vez ha tenido lugar la separación territorial, y conforme la gente vive en un entorno uniforme –en compañía de otros «como ellos», con los que se puede socializar en seguida sin incurrir en el riesgo de la incomprensión y sin tener que luchar con la vejatoria necesidad de las (siempre arriesgadas) traducciones entre distintos universos de sentido–, es más probable que se desaprenda el arte de negociar significados compartidos y un modus vivendi común.

Las guerras territoriales van de un lado a otro de la barricada que separa el bienestar del malestar, pero no pueden tener otro resultado que la profundización de la incomunicación. Conforme los soldados voluntarios e involuntarios de las permanentes guerras territoriales olviden o descuiden las habilidades necesarias para una vida satisfactoria en la diferencia, resultará menos extraño que los buscadores y practicantes de la terapia escapatoria vean con creciente horror el enfrentamiento con extraños. Los «extraños» (es decir, la gente que está al otro lado de la barricada) tienden a parecer cada vez más amenazadores conforme se van haciendo ajenos, poco familiares e incomprensibles. El diálogo y la interacción, que podrían asimilar circunstancialmente su «otredad» a nuestra vida, se desvanecen o no tienen lugar al principio. El impulso a un entorno homogéneo, territorialmente aislado, es el cinturón de seguridad, el proveedor de la mixofobia, y se convierte en su agente principal.

*

Al final, el desafío ético de la «globalización», o más bien la globalización como desafío ético.

Sea lo que sea lo que signifique «globalización», significa que somos dependientes. Las distancias ya no importan. Lo que sucede en cualquier parte tiene consecuencias globales. Con los recursos, las herramientas técnicas y los procedimientos, los seres humanos han dado a sus acciones un alcance enorme en el espacio y en el tiempo. Por localmente confinados que estén, los agentes harán mal en no tener en cuenta los factores globales, que decidirán el éxito o el fracaso de sus acciones. Lo que hacemos (o dejamos de hacer) influye en las condiciones de vida (o en la muerte) de gente en lugares que no conocemos y de generaciones que no conoceremos.

Ésta es la condición bajo la que, lo sepamos o no, hacemos nuestra historia compartida. Aunque mucho, tal vez todo o casi todo en esa historia depende de las opciones humanas, la condición bajo la que esas opciones se toman no es una opción en sí misma. Al desmantelar la mayoría de límites espaciotemporales que solían confinar el potencial de nuestras acciones al territorio que podíamos examinar, conocer y controlar, ya no podemos encontrar refugio, al llegar al final de nuestras acciones, en la red global de la dependencia mutua. Nada se puede hacer para detener, mucho menos para invertir, la globalización. Podemos estar a favor o en contra de la nueva interdependencia planetaria con el mismo efecto que el de apoyar o condenar el siguiente eclipse solar o lunar. Sin embargo, mucho depende de nuestro consentimiento o resistencia la forma que ha tomado la globalización de las demandas humanas.

Hace medio siglo, Karl Jaspers podía separar con nitidez la «culpa moral» (el remordimiento que sentimos por haber hecho daño a otros seres humanos, por nuestras acciones u omisiones) de la «culpa metafísica» (la culpa que sentimos cuando se daña a un ser humano, aunque el daño no tenga nada que ver con nuestras acciones). Esa distinción ha sido despojada de significado con el proceso de la globalización. Como nunca antes, las palabras de Donne («No preguntes por quién doblan las campanas, doblan por ti») representan la genuina solidaridad de nuestro destino; el asunto es, sin embargo, que la nueva solidaridad de destino no ha sido emulada por la solidaridad de nuestros sentimientos, mucho menos de nuestras acciones.

En un mundo de dependencia global, interconectada, no podemos estar seguros de nuestra inocencia moral mientras haya seres humanos que sufran indignidades, miseria o dolor. No podemos decir que no sabemos, ni estar seguros de que no hay nada que cambiar en nuestra conducta que impida o al menos alivie el destino de los que sufren. Podemos ser impotentes individualmente, pero podemos hacer algo juntos, y estar juntos es algo que tiene que ver con los individuos. El problema es que, como lamenta otro gran filósofo del siglo XX, Hans Jonas, aunque el espacio y el tiempo ya no ponen límite a los efectos de nuestras acciones, nuestra imaginación moral no ha progresado más allá del alcance que tenía con Adán y Eva. Las responsabilidades que estamos dispuestos a asumir no se aventuran tan lejos como la influencia que nuestra conducta diaria ejerce en las vidas de gente aún más distante.

El «proceso de globalización» ha dado lugar a una red de interdependencia que penetra en cada rincón del planeta, pero poco más. Sería groseramente prematuro hablar de una sociedad global o de una cultura global, mucho menos de un curso de acción global o de una ley global. ¿Hay un sistema social global emergente al final del proceso de globalización? Si lo hay, no se parece a los sistemas sociales que hemos aprendido a considerar la norma. Solíamos pensar en los sistemas sociales como totalidades que coordinan y ajustan y adaptan todos los aspectos de la existencia humana, sobre todo los mecanismos económicos, el poder político y las pautas culturales. Sin embargo, en la actualidad lo que solía estar coordinado al mismo nivel y en la misma totalidad ha sido separado y desplazado a niveles radicalmente distintos. El alcance planetario del capital, las finanzas y el comercio, las fuerzas decisivas para el rango de las opciones y la efectividad de la acción humana, para el modo en que viven los seres humanos y para sus sueños y esperanzas, no ha sido emulado por una escala similar de los recursos que la humanidad ha desarrollado para controlar esas fuerzas que controlan a los seres humanos.

Más importante aún, esa dimensión planetaria no ha sido emulada por una escala global similar de control democrático. Podemos decir que el poder «ha huido» de las instituciones desarrolladas históricamente que solían ejercer un control democrático de los usos y abusos del poder en los Estados-nación modernos. La globalización, en su forma actual, significa una progresiva pérdida de poder de los Estados-nación en ausencia de un sustituto efectivo.

Ya se había dado un acto de magia similar de los agentes económicos, aunque obviamente a una escala más modesta que en nuestra época globalizada. Max Weber, uno de los analistas más agudos de la lógica (o falta de lógica) de la historia moderna, advirtió que la partida de nacimiento del capitalismo moderno fue la separación de los negocios de la casa familiar, de la que dependía la densa red de derechos y obligaciones mutuos de las comunidades urbanas, parroquias o gremios de artesanos en la que las familias y los vecinos estaban atrapados. Con esa separación (mejor dicho, de acuerdo con la antigua alegoría de Mennenio Agrippa, «secesión»), los negocios se aventuraron en una genuina tierra fronteriza, una tierra de nadie virtual, libre de concernencias morales y constricciones legales, subordinada sólo al propio código de conducta de los ne gocios. Como sabemos, esa extraterritorialidad moral sin precedentes de las actividades económicas llevó en su momento al espectacular avance del potencial industrial y al crecimiento de la riqueza. Sabemos también, sin embargo, que durante todo el siglo XIX esa extraterritorialidad redundó en la miseria humana, la pobreza y una polarización estremecedora de las pautas y oportunidades de la vida humana. Sabemos que, al cabo, los emergentes Estados modernos reclamaron la tierra de nadie que los negocios consideraban propiedad exclusiva suya. Las agencias normativas del Estado invadieron esa tierra y circunstancialmente, aunque no sin una resistencia feroz, se la apropiaron y colonizaron, colmando así el vacío ético y mitigando las consecuencias menos favorables para la vida de sus súbditos/ciudadanos.

La globalización podría ser descrita como una segunda secesión. Una vez más, los negocios han escapado al confinamiento familiar, aunque esta vez la casa dejada atrás es la «casa imaginada» moderna, circunscrita y protegida por los poderes culturales, militares y económicos del Estado-nación, políticamente soberano. Una vez más, los negocios han adquirido un «territorio extraterritorial», un espacio propio, que puede recorrer libremente apartando los débiles obstáculos locales y eliminando los más difíciles, persiguiendo sus propios fines y relegando otros económicamente irrelevantes y, por tanto, ilegítimos. Una vez más observamos efectos sociales parecidos a los que se suscitaron en la protesta moral con la primera secesión, aunque (como la segunda secesión misma) a una escala global inmensamente mayor.

Hace casi dos siglos, en medio de la primera secesión, Karl Marx imputó el error de la «utopía» a los partidarios de una sociedad más decente, equitativa y justa que esperaban lograr su propósito deteniendo el capitalismo triunfante y volviendo al punto de partida, al mundo premoderno de casas extendidas y talleres familiares. Marx insistía en que no había vuelta atrás, y en este punto al menos la historia le ha dado la razón. Cualquiera que sea la justicia y equidad que arraigue en la realidad social, necesita partir del punto al que las transformaciones irreversibles han llevado a la condición humana. Hay que recordar esto cuando se piensa en las opciones endémicas de la segunda secesión.

Un paso atrás de la globalización de la dependencia mutua entre seres humanos, del alcance global de la tecnología humana y las actividades económicas, es, con toda probabilidad, imposible. Respuestas como formar un círculo con los carros o la vuelta a la tribu (nacional, comunal) no sirven. La cuestión no es cómo remontar el río de la historia, sino cómo combatir su contaminación de miseria humana y encauzar su corriente hacia una distribución más equitativa de los beneficios que depara.

Hay que recordar otra cosa. Cualquiera que sea el control global que se postule sobre las fuerzas globales, no podrá ser una réplica magnificada de las instituciones democráticas desarrolladas en los dos primeros siglos de la historia moderna. Esas instituciones democráticas fueron cortadas a medida del Estado-nación, la «totalidad social» mayor y más comprehensiva de la época, y son inadecuadas al volumen global. El Estado-nación tampoco fue una extensión de los mecanismos comunales. Fue, por el contrario, el producto final de modelos radicalmente nuevos de unión humana y nuevas formas de solidaridad social. Tampoco fue el resultado de la negociación y el consenso logrado mediante pactos de las comunidades locales. El Estado-nación que acabó proporcionando la respuesta a los desafíos de la «primera separación» lo hizo a pesar de los firmes defensores de las tradiciones comunales y de la posterior erosión de las soberanías locales en decadencia.

La respuesta efectiva a la globalización sólo puede ser global. El destino de esa respuesta depende de la emergencia y el atrincheramiento de una arena política global (distinta de la «internacional» o, mejor dicho, interestatal). Esa arena es la que ahora se echa en falta. Los agentes globales son reacios a establecerla. A sus adversarios más conocidos, adiestrados en el antiguo, aunque floreciente, arte de la diplomacia interestatal, parece faltarles la habilidad necesaria y los recursos indispensables. Se necesitan nuevas fuerzas para restablecer y revigorizar un foro verdaderamente global adecuado a la época de la globalización, y ellos mismos sólo pueden afirmarse interpretando ambos papeles.

Parece la única certeza; lo demás es cuestión de inventiva y de la práctica política del acierto y el error. Pocos pensadores, si hay alguno, pudieron prever, en medio de la primera secesión, la forma que la operación de perjuicio y reparación adoptaría. De lo que estaban seguros es de que alguna operación de esa clase era el imperativo supremo de su época. Estamos en deuda con ellos por esa intuición.

Careciendo de los recursos y las instituciones necesarios para el esfuerzo colectivo, y perplejos ante la cuestión de quién será capaz de hacer algo, aunque sepamos qué hay que hacer, sólo podemos obtener un consuelo del consejo de Franz Kafka, que es a la vez advertencia y aliento:

Si no encuentras nada en los pasillos, abre las puertas; si no encuentras nada detrás de las puertas, hay más pisos, y si no encuentras nada en ellos, no te preocupes, sube otro tramo de escaleras. Mientras no dejes de subir, habrá escaleras bajo tus pies siempre hacia arriba.26

Nadie podría decir que ha recogido los dilemas a los que nos enfrentamos al subir esas escaleras mejor que el gran Italo Calvino en las palabras que pone en boca de Marco Polo, en su Città invisibili:

El infierno de los vivos no es algo que será: si existe, ya está aquí, el infierno donde vivimos cada día, el que formamos estando juntos. Hay dos modos de escapar a su sufrimiento. El primero es fácil para muchos: aceptar el infierno y convertirse en una parte de él, de modo que ya no lo veas. El segundo es arriesgado y exige una vigilancia y aprehensión constantes: buscar y aprender a reconocer quién y qué, en medio del infierno, no son el infierno, y hacer que perduren, darles espacio.

Creo que ni Levinas ni Løgstrup habrían rehusado añadir su firma a estas palabras.

* «Levinas and Løgstrup in the globalized world of consumers». Traducción de Antonio Lastra. Añado entre corchetes las referencias bibliográficas en castellano.

1 E. Levinas: The Theory of Intuition in Husserl’s Phenomenology, trad. ing. de A. Orianne, Michigan, Northwestern UP, 1995, p. 36 [La teoría fenomenológica de la intuición, trad. cast. de T. Checchi, Salamanca, Sígueme, 2004].

2 Ibíd., p. liv.

3 H. Ferguson: Phenomenological Sociology: Experience and Insight in Modern Society, Londres, Sage, 2006, p. 73.

4 Véase The Sociology of Georg Simmel, trad. ing. y ed. de Kurt H.Wolff, Glencoe, The Free Press, 1964, pp. 134 y ss.

5 Véase el cap. 4 de mi Postmodernity and Its Discontents, Polity Press, 1997.

6 E. Levinas : «L’Autre, Utopie et Justice», Entre nous, Le Livre de Poche, 1991.

7 F. Poirié: Emmanuel Levinas: Qui êtes-vous?, París, Éditions la Manufacture, 1987.

8 J. Brodsky: «The Condition we call Exile», en On Grief and Reason, Nueva York, Farrar, Straus and Giroux, 1998, p. 34 [Del dolor y la razón, trad. cast. de A. Martí, Barcelona, Destino, 2000].

9 E. Levinas: Ethics and Infinity, trad. ing. de R. A. Cohen, Duquesne UP, 1985, pp. 98-99 [Ética e infinito, trad. cast. de J.-M.ª Ayuso, Madrid, Visor, 1991].

10 Ibíd., p. 80.

11 A. Ehrenberg: La fatigue d’être soi, Odile Jacob, 1998.

12 Adiaphoric, término tomado del lenguaje de la Iglesia, significa originalmente una creencia «neutral» o «indiferente» en cuestiones de fe y de su doctrina. En nuestro uso metafórico, «adiafórico» significa amoral, no estar sujeto al juicio moral, carecer de significado moral.

13 C. Dowling: Cinderella Complex, PocketBook, 1991.

14 Véase A. R. Hochschild: The Commercialization of Intimate Life, University of California Press, 2003, pp. 21 y ss.

15 Véase F. Mort: «Competing Domains: Democratic Subjects and Consuming Subjects in Britain and the United States since 1945», en The Making of the Consumer: Knowledge, Power and Identity in the Modern World, ed. de Frank Trentmann, Berg, 2006, pp. 225 y ss. Mort cita los informes del Henley Centre, Planning for Social Change (1986), Consumer and Leisure Futures (1997) y Planning for Consumer Change (1999).

16 K. E. Løgstrup: Etiske Fordring, citado según la traducción inglesa de Hans Fink y Alisdair MacIntyre (University of Notre Dame Press, 1977).

17 L. Šhestov: «All Things are Perishable», en A Šhestov Anthology, ed. de Bernard Martin, Ohio UP, 1970, p. 70.

18 J. Livingstone: «Modern Subjectivity and Consumer Culture», en S. Strasser, C. McGovern y M. Judt (eds.): Consuming Desires: Consumption, Culture and the Pursuit of Happiness, Cambridge UP, 1998, p. 416, citado en R. W. Belk: «The Human Consequences of Consumer Culture», en Karin M.Ekström y Helen Brembeck (eds.): Elusive Consumption, Berg, 2004, p. 71.

19 C. Campbell: «I shop therefore I Know that I am», en Elusive Consumption, pp. 41-42.

20 A. R. Hochschild: The Commercialization of Intimate Life, pp. 208 y ss.

21 A. R. Hochschild: The Time Bind: When Work Becomes Home and Home Becomes Work, Henry Holt & Co, 1997, pp. xviii-xix.

22 K. E. Løgstrup: After the Ethical Demand, trad. ing. de Susan Dew y van Kooten Niekerk, Aarhus University, 2002, p. 26.

23 E. Levinas: Ethics and Infinity, pp. 10-11.

24 R. Sennett: The Uses of Disorder: Personal Identity and City Life, Faber & Faber, 1996, pp. 39 y 42.

25 Ibíd., p. 194.

26 F. Kafka: «Advocates», en Nahum N. Glatzer (ed.): The Collected Short Stories of Franz Kafka, trad. ing. de Tania y James Stern, Penguin Books, 1988, p. 451.

LA CRÍTICA DE LEVINAS A LA FILOSOFÍA TRASCENDENTAL MODERNA

Antonio Pérez Quintana

Universidad de La Laguna

Auschwitz ha sido perpetrado por la civilización del idealismo trascendental.*

E. LEVINAS

Sostiene el trascendentalismo moderno que el sujeto de conocimiento determina a priori al objeto y constituye la objetividad del mismo. Los conceptos del sujeto, según enseña Kant, son las condiciones de posibilidad del objeto: lo que conocemos de las cosas lo hemos puesto nosotros en ellas.

¿Por qué adquiere un relieve tan singular en la obra de Levinas la crítica de este supuesto de las filosofías trascendentales? La respuesta a este interrogante puede ser adelantada de forma sucinta en lo siguiente: porque la teoría de un sujeto constituyente que convierte a la cosa en objeto, reduciéndola a fenómeno determinado por el sujeto, excluye la posibilidad de un acceso a lo absolutamente otro, al Otro como otro. De acuerdo con los principios del idealismo trascendental, el sujeto que conoce ejerce una actividad constituyente sobre lo conocido, de modo que la manifestación de la cosa no se produce en conformidad con las determinaciones propias de la cosa, sino de acuerdo con las determinaciones que proyectan sobre ella las estructuras a priori del sujeto. El sujeto trascendental, por medio de sus formas a priori y de sus funciones de unidad, conforma a la cosa, la desfigura, adecuándola a su propia constitución. El sujeto trascendental objetiva al Otro, le da sentido, lo hace aparecer como esto o como aquello, no lo deja ser como otro. El pensamiento de Levinas se sostiene sobre la radical afirmación de la absoluta alteridad del Otro, y esto lo enfrenta abiertamente al supuesto de un sujeto constituyente que da sentido al Otro.

Centraré mi exposición en Kant, Hegel, Husserl y Heidegger como referencias destacadas de la crítica levinasiana, sin pasar por alto, no obstante, que la confrontación de Levinas con el trascendentalismo va a producirse en términos de la más extrema radicalidad, haciéndose extensiva a toda la filosofía occidental y a la índole misma del conocimiento en general.

1. DE KANT A HUSSERL: EL SUJETO DA FORMAS, DA UNIDAD, DA LUZ, DA SENTIDO

Según el idealismo trascendental kantiano, el sujeto posee categorías que son formas mediante las cuales conforma a la cosa, reduciéndola a objeto y adecuándola a su propia constitución. Las formas a priori, por otra parte, son funciones sintéticas que llevan a unidad la pluralidad de las impresiones empíricas. Para Kant la unidad del objeto es el producto del hacer del sujeto. No hay unidad del objeto ni objeto si no son puestos por la actividad sintética del entendimiento. Para conocer la cosa, el sujeto tiene que objetivarla y hacerla inteligible ajustándola a las condiciones de su constitución de sujeto. La objetualidad y la inteligibilidad del objeto comportan unidad, la cual remite al hacer sintético del sujeto. Éste pone la objetualidad y hace la inteligibilidad por medio de las categorías. Objetivar es unificar y es el «Yo pienso», la unidad trascendental de la autoconciencia, dice Kant, el fundamento último de toda unidad y de toda síntesis unificadora.1 El objeto no es, en consecuencia, otra cosa que el resultado de la síntesis realizada por el «Yo pienso». Por eso puede ser presentado –la expresión es de Levinas– como un acontecimiento del Yo (TI, p. 283).

Para Levinas, la tendencia a unificar y a totalizar constituye uno de los rasgos esenciales del saber trascendental. El conocimiento, dice, es visión y reúne lo diverso en la totalidad fenoménica, haciendo aparecer al ser como panorama. Siempre la mirada teorética totaliza y es totalitaria, reduce «todo lo que tiene sentido a una totalidad en donde la conciencia abarca al mundo (...) y así llega a ser pensamiento absoluto. La conciencia de sí es al mismo tiempo la conciencia del todo» (EI, p. 69). Por medio de su actividad unificadora, el conocimiento trascendental reduce a la cosa y al Otro a unidad, a su unidad, a la unidad que el sujeto pone y es. El saber trascendental es representación, y representar consiste en hacer presente a la cosa, anulando su trascendencia y reduciéndola a la identidad del Yo pienso. Ser como presencia se vincula al traer a presencia mediante representación y depende de la síntesis lograda por la unidad de la apercepción trascendental, del Yo pienso (DMT, p. 249). Es claro que la alteridad y trascendencia del Otro quedan fuera del espacio que abarcan este saber y representar trascendentales. Por eso en el «Prefacio» a la edición alemana de Totalidad e Infinito dice Levinas lo siguiente: «Este libro cuestiona que la síntesis del saber, la totalidad del ser abarcada por el Yo trascendental, la presencia aprehendida en la representación y en el concepto... sean las instancias últimas del sentido» (EN, p. 266). El Otro no puede ser reducido «a aquello que la actividad sintética del entendimiento establece entre los términos diversos –mutuamente– que se ofrecen a su operación sinóptica» (TI, p. 63). El Otro es lo «inenglobable». No lo alcanza ninguna síntesis, no puede ser el objeto del pensamiento «totalizante y sinóptico».

El saber, asimismo, piensa Levinas, tiende a revestir al objeto con las determinaciones universales que proyecta sobre él el sujeto por medio de sus esquemas y conceptos a priori, disolviendo con ello la unicidad irrepetible del Otro. El sujeto trascendental, en efecto, da unidad y también da universalidad: no puede alcanzar a lo individual más que a través de lo universal y piensa siempre a priori al Otro como esto o como aquello. Tematizándolo mediante conceptos a priori, ve en el Otro un ejemplar de la especie, y esto equivale, según Levinas, a ignorar y violentar al Otro. En lo que tiene de diferencia irreductible, la singularidad del Otro queda fuera de la atención del conocimiento. El sujeto trascendental reduce al Otro y lo asimila mediante el concepto, el cual pertenece a la identidad del sujeto, es universal y universaliza a lo conocido. Con ello el Otro conocido no es tomado en su individualidad, sino en su generalidad, y queda integrado en la identidad del Mismo.

Un aspecto de lo trascendental que deja ver de modo muy claro lo que Levinas denuncia en los trascendentalismos es el que concierne al papel que se atribuye a la luz en el conocimiento. El sujeto trascendental da luz, pero «la luz –elemento del conocimiento– convierte en nuestro todo lo que encontramos» (TI, p. 283). A juicio de Levinas, la «constitución trascendental» no es más que una forma de ver a plena luz (TO, p. 104). Para que sea posible conocer un objeto hay que iluminarlo, y la luz que ilumina es proyectada desde el sujeto sobre el objeto. La luz objetiva a la cosa y la hace aparecer como fenómeno, como algo que se manifiesta, pero, al mismo tiempo, como si esa manifestación procediese del sujeto. Nos topamos aquí con una ambivalencia –del ser del objeto– que es el efecto de la luz con que se acerca a las cosas el sujeto trascendental. De la luz asociada a la razón depende que el aparecer de la cosa sea un hacer aparecer, que la distancia que separa al objeto del sujeto sea inmediatamente absorbida por éste y que lo trascendente acabe siendo integrado en la inmanencia. Levinas lo expresa en estos términos:

La luz es aquello merced a lo cual hay algo que es distinto de mí, pero como si de antemano saliese de mí. El objeto iluminado es al mismo tiempo algo que encontramos y, por el mismo hecho de estar iluminado, que encontramos como si saliese de nosotros. No hay en él extrañeza radical. Su trascendencia está envuelta en la inmanencia (TO, p. 104).

Poner un objeto a la luz es explicarlo a partir de la conciencia. Por eso el conocimiento no encuentra nunca en el mundo algo verdaderamente diferente del sujeto. Levinas dice que la luz de la conciencia es violencia que lo invade todo y que nos convierte en señores del mundo, pero que por eso mismo nos deja sin interlocutor: nos deja solos. Al convertir al Otro en fenómeno, la luz levanta una barrera entre el Yo y el Otro, desfigura y oculta al Otro. Por eso sostiene Levinas que el conocimiento no supera nunca la soledad del Yo. «La razón –dice– no encuentra jamás otra razón con quien hablar» (TO, p. 105). Su estructura es el solipsismo, y su destino el idealismo, que convierte al objeto en algo del sujeto. Para Levinas los trascendentalismos son filosofías de la luz y, en consecuencia, egologías que desconocen la alteridad del Otro.

En la confrontación de Levinas con los trascendentalismos ocupa un lugar destacado la discusión con Husserl, cuya obra identifica nuestro autor con la propuesta de un programa trascendental a la filosofía (EI, p. 36). De este programa forman parte tesis como las de la intencionalidad objetivante y la constitución trascendental del sentido, que cierran el paso a una auténtica comprensión de la alteridad del Otro.

La fenomenología trascendental habla de un sujeto constituyente (EN, pp. 170-171) que contribuye mediante síntesis a la génesis del objeto y de su inteligibilidad. En el conocimiento opera una «energía trascendental» que hace que las cosas se manifiesten. La intencionalidad de la conciencia es condición de posibilidad de la manifestación del ser: no hay fenómeno al margen del a priori de la intencionalidad. En el objetivismo trascendental de Husserl, «ser» es lo mismo que «objeto» o «fenómeno», y la constitución de lo objetivo y de lo fenoménico depende del dar sentido de la conciencia. Para que la cosa aparezca es necesario que la conciencia la haga inteligible dándole un sentido e identificándola como esto o como aquello. La Sinngebung (donación de sentido) es síntesis identificadora que convierte a la experiencia en «constitución del ser» al que recibe, «como si el sentido que él anuncia le fuese conferido por mí» (DEHH, p. 269). Con la Sinngebung, el objeto queda reducido a significación puesta por el sujeto, y el Otro, en tanto se manifiesta al sujeto, acaba siendo rebajado a correlato de la síntesis identificadora realizada por el sujeto. Y, dado que identificar equivale a idealizar (el objeto es identificado como esto o como aquello en tanto le es conferido un sentido ideal), el idealismo trascendental de Husserl se anuncia, advierte Levinas, «en este carácter idealizante de la intencionalidad», merced al cual el ser queda constituido como una identidad ideal (DEHH, p. 212). Idealizar, por otra parte, es universalizar, ver a lo individual mediado por lo universal, y el Otro, por tanto, al ser objeto de identificación, recibe un sentido ideal que lo desfigura y que relega al olvido la singularidad de su ser individual recubriéndola con lo que hace del Otro un miembro de la especie.

La fenomenología trascendental supone que para que el Otro aparezca ante mí tengo que adecuarlo a las estructuras de mi subjetividad. Lo que me aparece ha de tener un sentido y ese sentido se lo doy yo. El Otro que se me manifiesta es, por tanto, el Otro para mí, constituido por mí, no el Otro en sí. Cuando la conciencia convierte al Otro en fenómeno traiciona su alteridad, no accede al Otro como Otro. En la claridad proyectada por el sujeto sobre el objeto, éste se da al sujeto que lo encuentra «como si hubiese sido enteramente determinado por él» (TI, p. 142). La fenomenología es comprensión por iluminación (TI, pp. 53-54), y la luz convierte a la cosa en inteligible a costa de adecuarla al sujeto y de constituir la objetualidad del objeto en consonancia con el modo de ser del sujeto. A pesar de que, en principio, puede ser entendida como movimiento de la conciencia hacia la exterioridad, la intencionalidad determina al ser en función de sus expectativas. Que la conciencia tiende al ser comporta que el ser se manifi esta de acuerdo con la intención de la conciencia. A ésta, nada puede sorprenderla. La intención de la conciencia anticipa la manifestación. «En la actividad englobadora y sintética de la conciencia trascendental –dice Levinas– la racionalidad equivale, para Husserl, a la confirmación de la intencionalidad por parte del dato» (DVI, p. 189). Para la fenomenología trascendental no existen lo desconocido, lo nuevo, la alteridad. El nóema se ajusta siempre a la nóesis y se corresponde con la intención de la conciencia. Nada puede aparecer que no sea a la medida de la intención del pensamiento (Tr. In., p. 26).

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9788437084428
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