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Respecto a la posición de Levinas y Løgstrup, la tarea de reducir la ilimitación sobrehumana de la responsabilidad ética a la capacidad de la sensibilidad humana ordinaria, al poder de juzgar y la habilidad de actuar, tiende también, en todas partes, salvo en algunas áreas selectas, al «subsidio» de hombres y mu jeres individuales. En ausencia de la traducción autorizada de la «demanda silenciosa» a un inventario finito de obligaciones y proscripciones, ahora le toca a cada individuo fijar los límites de su responsabilidad por otros seres humanos y trazar la línea entre lo plausible y lo reprensible en las intervenciones morales, así como decidir hasta qué punto está dispuesto a sacrificar su bienestar por el cumplimiento de su responsabilidad moral con lo otros. Como Alain Ehrenberg11 argumenta de modo convincente, los sufrimientos humanos más comunes tienden a producirse en la actualidad por el exceso de posibilidades antes que por la profusión de prohibiciones, como en el pasado, y si la oposición entre lo posible y lo imposible se ha hecho cargo de la antinomia de lo permitido y lo prohibido como estructura cognitiva y criterio esencial de evaluación y elección de la estrategia vital, sólo hay que esperar que la depresión que surja del terror de la inadecuación reemplace a la neurosis causada por el horror de la culpa (es decir, de la carga de inconformidad que sigue al rompimiento de las normas) como la aflicción psíquica más característica y extendida de los ciudadanos de la sociedad de consumidores.
Una vez encargada (o abandonada) a los individuos, esa tarea se vuelve abrumadora, pues la estratagema de esconder detrás de una autoridad reconocida y aparentemente indomable dedicada a declinar la responsabilidad (o al menos una parte significativa de ella) ya no es una opción viable o segura. Vérselas con una tarea tan intimidante deja a los agentes en un estado de incertidumbre permanente e incurable; con demasiada frecuencia, provoca una reprobación desoladora y degradante de uno mismo.
Sin embargo, el resultado en general de la privatización/subsidiarización de la responsabilidad se demuestra menos incapacitador para el Yo moral y los agentes morales de lo que Levinas, Løgstrup y sus discípulos –entre los que me incluyo– esperaban. Se ha encontrado el modo de mitigar su impacto potencialmente devastador y de limitar sus daños. Hay, al parecer, una profusión de agencias comerciales dispuestas a retomar la tarea abandonada por la «gran sociedad» y ofrecer sus servicios a los consumidores acongojados, ignorantes y confundidos...
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En un régimen desregulado/privatizado, la fórmula de «librarse de la responsabilidad» sigue siendo la misma que en estadios anteriores de la historia moderna: se aplica una medida de claridad genuina o putativa en una situación desesperadamente opaca mediante la sustitución (mejor dicho, el solapamiento) de la intimidante complejidad de la tarea por una serie de reglas francas relativas a lo que se debe y no se debe hacer. Ahora, como entonces, a los agentes individuales se les presiona o se llama su atención o se les adula para que pongan su confianza en autoridades encargadas de decidir y explicar con claridad lo que la demanda silenciosa les pide exactamente que hagan en esta o aquella situación, y hasta qué punto (no más allá) su responsabilidad incondicional les obliga a ponerse en esas situaciones. Sin embargo, aunque la estratagema es la misma, en la actualidad se tiende a emplear distintas herramientas.
Los conceptos de responsabilidad y elección responsable, que antes pertenecían al campo semántico del deber ético y de la concernencia moral por el Otro, han pasado al reino del cumplimiento del Yo y el cálculo de riesgos. En el proceso, «el Otro», como gatillo, diana y criterio de una responsabilidad aceptada, asumida y cumplida, ha desaparecido de la vista, eliminado o ensombrecido por el propio Yo del agente. «Responsabilidad» significa ahora, al principio y al final, responsabilidad con uno mismo («Te debes esto a ti mismo», como los portavoces comerciales del «librarse de la responsabilidad» repiten incansablemente), mientras que las «opciones responsables» sirven, al principio y al final, a los intereses y satisfacen los deseos del Yo e inhiben la necesidad de compromiso.
El resultado no es muy distinto de los efectos «adiaforizantes»12 de la es tratagema practicada por la burocracia sólida moderna, que ha sustituido la «responsabilidad ante» (ante una persona superior, una autoridad, una causa y sus portavoces) con la «responsabilidad de» (del bienestar, la autonomía y la dignidad de otro ser humano). Sobre todo, estos efectos adiaforizantes (es decir, neutralizar éticamente las acciones y eximirlas de la evaluación y la censura éticas) se logran, en la actualidad, al reemplazar la «responsabilidad ante los demás» con la amalgama de la «responsabilidad por uno mismo» y la «responsabilidad con uno mismo». La víctima colateral del salto a la conversión consumista de la libertad es el Otro como objeto de responsabilidad ética y concernencia moral.
Siguiendo fielmente el itinerario del «estado público de ánimo» en su ampliamente leído e influyente libro de hace dos décadas, Colette Dowling manifestaba el deseo de estar segura, cómoda y a salvo de «sentimientos peligrosos».13 Advertía a las Cenicientas del porvenir para que no cayeran en la trampa: en el impulso de preocuparse por los demás y el deseo de ser cuidada por otros acecha el terrible peligro de la dependencia, de la pérdida de la habilidad de escoger la marea más cómoda para deslizarse y pasar de una ola a otra cuando la corriente cambiase. Como cometa Archie Hochschild, «su miedo a depender de otra persona evoca la imagen del vaquero americano, que vaga libre con su caballo (...). De las cenizas de Cenicienta surge una vaquera posmoderna».14 El más popular de los best-sellers enfatiza y aconseja «en un susurro al lector: ten cuidado con la inversión emocional. Dowling aconseja a las mujeres que inviertan en el ego como única empresa».
El espíritu comercial de la vida íntima está hecho de imágenes que allanan el camino a un paradigma de desconfianza (...) al ofrecer como ideal un Yo defendido contra las heridas.
Los actos heroicos que un Yo puede llevar a cabo consisten en sepa rarse, marcharse y depender cada vez menos de los demás y necesitarlos menos.
En muchos rígidos libros modernos, el autor nos dispone a favor de gente que no precisa nuestro alimento y de gente que no puede alimentarnos.
La posibilidad de poblar el mundo con más gente solícita e inducir a las personas a preocuparse no figura en el panorama de la utopía consumista. Las utopías privatizadas de los vaqueros y vaqueras de la época consumista muestran, por el contrario, un vasto «espacio libre» (libre para mí, por supuesto), una especie de espacio vacío que el consumista líquido, propenso a empresas solitarias y sólo a empresas solitarias, necesita cada vez más y del que nunca tiene bastante. El espacio que los modernos consumidores líquidos necesitan y por el que se les aconseja por todas partes que luchen sólo puede conquistarse desalojando a otros seres humanos y, en particular, a los seres humanos solícitos y que más necesidad tienen de cuidados.
El mercado de consumo retoma de la burocracia sólida moderna la tarea de adiaforización: la tarea de exprimir el veneno del «ser para» de la inyección de «ser con»; tal y como Levinas vislumbró, al darse cuenta de que, en lugar de ser (como sugirió Hobbes) un artificio para lograr la unión pacífica y amistosa de los seres humanos, la «sociedad» puede convertirse en una estratagema para conseguir una vida egoísta, centrada en el Yo y referida al Yo, para seres morales innatos despojados de las responsabilidades con los demás intrínsecas a la presencia del rostro del Otro; de hecho, a la unión humana.
Como señala Frank Mort15 –según los informes quincenales del Henley’s Centre (una organización mercantil que proporciona a las industrias de consumo información sobre los cambios de pautas en el ocio de los futuros consumistas británicos)–, los placeres preferidos y más buscados durante las dos últimas décadas fueron
logrados mediante formas de previsión basadas en los mercados: ir de compras, comer fuera de casa, ver películas en vídeo y DVD. Al final de la lista estaba la política; ir a un mitin político estaba a la par que ir al circo como una de las cosas que era improbable que hiciera el público británico.
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En su The Ethical Demand, Løgstrup preconiza una perspectiva optimista de la inclinación natural de los seres humanos. «Es característico de la vida humana que confiemos naturalmente entre nosotros», escribió.
Sólo por alguna circunstancia especial desconfiamos de un extraño por anticipado (...). En circunstancias normales, sin embargo, aceptamos la palabra del extraño y no desconfiamos de él hasta tener un motivo para hacerlo. No sospechamos de la falsedad de nadie hasta que lo cogemos en una mentira.16
En las intenciones del autor, estos juicios no son afirmaciones fenomenológicas, sino generalizaciones empíricas. Aunque la mayoría de las tesis éticas de Levinas disfruta del estatus fenomenológico, no es el caso de Løgstrup, que obtiene sus generalizaciones de las interacciones diarias con sus feligreses.
Løgstrup concibió The Ethical Demand durante los ocho años siguientes a su matrimonio con Rosalie Maria Pauly, que pasó en la pequeña y apacible parroquia de la isla de Funen. Con el debido respeto a los amables y sociables residentes de Aarhus, donde Løgstrup pasaría el resto de su vida enseñando teología en la universidad local, dudo que Løgstrup pudiera gestar esas ideas una vez asentado allí, entre las realidades de un mundo en guerra y bajo la ocupación, como miembro activo de la resistencia danesa. Las personas tienden a tejer sus imágenes del mundo con el hilo de su experiencia. La generación actual puede encontrar la soleada y boyante imagen de un mundo confiado y digno de confianza contrahecha, diversa con lo que aprende todos los días y con lo que las narraciones corrientes de la experiencia humana y las estrategias recomendadas de la vida insinúan. Más bien se reconoce en los hechos y las confesiones de la reciente oleada de programas de televisión, muy vistos y populares, como El Gran Hermano, Superviviente y El lazo más débil, que (a veces de manera explícita, pero siempre de manera implícita) aportan otro mensaje: no hay que fi arse de un extraño. El subtítulo de Superviviente lo dice todo: «No te fíes de nadie», algo a lo que cada emisión de El Gran Hermano proporciona amplias y vívidas ilustraciones. Los fans y adictos de los reality shows (y esto quiere decir una gran parte, tal vez una mayoría sustancial, de nuestros contemporáneos) darían la vuelta al veredicto de Løgstrup y decidirían que «es característico de la vida humana que sospechemos unos de otros». Estos espectáculos televisivos que cogen a millones de espectadores por sorpresa y se apoderan de su imaginación son ensayos públicos de la disponibilidad de los seres humanos. Incluyen en la historia indulgencia y advertencia: siendo su mensaje que nadie es indispensable, nadie tiene derecho a tomar parte en un esfuerzo conjunto porque ha llegado tarde, aunque sea un miembro del equipo. La vida es un juego duro para gente dura. La vida empieza en la línea de salida; los méritos pasados no cuentan: cada uno es digno en función de los resultados del último duelo. Los otros son, ante todo, rivales; intrigan, cavan hoyos, tienden emboscadas, desean que tropecemos y caigamos. Cada jugador se debe a sí mismo y, para avanzar, por no hablar de llegar a la cima, primero hay que cooperar en la exclusión de todos aquellos dispuestos a sobrevivir y tener éxito que se interponen en el camino, pero sólo para apartar, uno tras otro, a todos aquellos con los que se ha colaborado y dejarlos –derrotados e inútiles– atrás.
Las cualidades que ayudan a los vencedores a sobrevivir a la competición y salir victoriosos de la batalla mortal son de muchas clases, desde la autoafirmación vociferante hasta la mansa autoanulación. Cualquiera que sea la estratagema, y cualesquiera que sean las cualidades de los supervivientes y las capacidades de los derrotados, la historia de la supervivencia está condenada a desarrollarse de la misma y monótona manera: en un juego de supervivencia, la confi anza, la compasión y la misericordia (los principales atributos de la «soberana expresión de la vida» de Løgstrup) son suicidas. Si no eres más rudo y menos escrupuloso que los demás, acabarán contigo, con o sin remordimiento. Hemos vuelto a la sombría verdad del mundo darwiniano: el más apto sobrevive invariablemente. La supervivencia, más bien, es la última prueba de la adecuación.
Si los jóvenes de nuestra época fueran también lectores de libros, particularmente de viejos libros que no se encuentran en la lista de los más vendidos, probablemente estarían de acuerdo con la amarga, en modo alguno luminosa imagen del mundo que dio el exiliado ruso y filósofo de la Sorbona, Lev Šhestov: «Homo homini lupus es una de las máximas más firmes de la moralidad eterna. En cada uno de nuestros vecinos tememos a un lobo. ¡Somos tan pobres, tan débiles, tan fáciles de arruinar y destruir! ¿Cómo no vamos a tener miedo? Vemos peligros, sólo vemos peligros».17 Insistirían, como Šhestov sugería y El Gran Hermano ha elevado al rango de sentido común, en que éste es un mundo duro, para referirse a gente dura, un mundo de individuos a los que sólo les queda confiar en su propia astucia, tratando de burlar y superar a los demás. Para tratar con un extraño hace falta primero cautela, después cautela y más cautela. Estar juntos, arrimar el hombro y trabajar en equipo tiene sentido sólo si nos franquea el camino; no hay ningún motivo por el que debiera ser la pauta cuando ya no procura beneficios o procura menos beneficios de los que romper las promesas y cancelar las obligaciones razonable, o posiblemente, procuraría.
De hecho, el mundo parece conspirar contra la confianza. La confianza podrá ser, como sugiere Løgstrup, una efusión natural de la «soberana expresión de la vida», pero una vez conocida busca en vano un lugar donde arraigar. La confianza ha sido condenada a una vida llena de frustración. La gente (en solitario, en grupo o toda), las compañías, los partidos, las comunidades, las grandes causas o las pautas de la vida dotadas de autoridad para guiarnos no logran compensar la devoción. No son ejemplos de coherencia y continuidad. No hay un solo punto de referencia en que fijar la atención con seguridad y que permita descansar a los hechizados buscadores de pautas del molesto deber de estar constantemente alerta o desandar los pasos dados o previstos. Ninguna señal de orientación depara una expectativa más amplia que la propia vida de quienes buscan una orientación, por abominablemente cortas que sean sus vidas corporales. La experiencia individual señala al Yo como el apoyo más probable de la duración y la continuidad anheladas con avidez.
Además, a los patronos no les gustan los empleados que tienen compromisos con los demás, particularmente los que se han comprometido en serio y a largo plazo. La demanda de supervivencia profesional enfrenta a hombres y mujeres a opciones moralmente devastadoras entre los requisitos de la carrera y el cuidado de los demás, incluidos los amigos más queridos. Los jefes prefieren individuos libres, sin cargas, flotantes, dispuestos a romper los lazos en un instante sin pensar dos veces que la «demanda ética» ha de sacrificarse a las «demandas del trabajo».
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Vivimos en una sociedad global de consumidores y las pautas de la conducta consumista afectan a los demás aspectos de nuestra vida, incluyendo el trabajo y la vida familiar. Estamos urgidos a consumir más y a convertirnos, de paso, en mercancías en el mercado de consumo y trabajo.
En palabras de J. Livingstone, «la forma mercancía penetra en, y reforma, dimensiones de la vida social hasta ahora exentas de su lógica hasta el punto de que la subjetividad se convierte en una mercancía llevada y vendida en el mercado como la belleza, la pulcritud, la sinceridad y la autonomía».18 Como Colin Campbell establece, la actividad de consumir
se ha convertido en una pauta del modo en que los ciudadanos de las sociedades occidentales contemporáneas consideran todas sus actividades. Puesto que cada vez más áreas de la sociedad contemporánea se han asimilado al «modelo consumista», no resulta sorprendente que la metafísica subyacente del consumismo se haya convertido en una especie de filosofía por defecto de la vida moderna.19
Arlie Russell Hochschild encierra el «daño colateral» perpetrado en el curso de la invasión consumista en una sucinta y punzante frase: «materialización del amor».20
El consumismo trata de mantener el trastorno emocional del trabajo y la familia. Expuestos a un bombardeo continuo de publicidad durante un promedio diario de tres horas de televisión (la mitad de su tiempo libre), los trabajadores se convencen de que «necesitan» más cosas. Para comprar lo que necesitan, necesitan dinero. Para ganar dinero trabajan más horas. Lejos de casa durante tantas horas, compensan su ausencia del hogar con regalos que cuestan dinero. Materializan el amor. Así el ciclo se perpetúa.
Podríamos añadir que su nuevo desafecto espiritual y su ausencia física del hogar vuelven a los trabajadores o trabajadoras impacientes en los conflictos, grandes o pequeños o triviales, que implica vivir bajo un mismo techo.
Conforme se pierden las habilidades necesarias para conversar y buscar el entendimiento mutuo, lo que solía ser un desafío pacientemente negociado se convierte cada vez más en un pretexto para romper la comunicación, escapar y quemar los puentes. Ocupados en ganar más para cosas que creen necesarias para la felicidad, hombres y mujeres tienen poco tiempo para la empatía mutua y para negociaciones intensas, a veces tortuosas y dolorosas, pero siempre largas y que consumen energía, sobre sus mutuas reservas y desacuerdos, no digamos para las soluciones. Esto traza otro círculo vicioso: cuanto más éxito tienen en «materializar» su relación amorosa (como el continuo flujo de mensajes publicitarios les urge a hacer), menos oportunidades tendrán para el entendimiento y la simpatía que suscita la ambigüedad del amor. Los miembros de la familia tratan de evitar el enfrentamiento y buscar un respiro (o mejor aún, un refugio permanente) para las contiendas domésticas, y entonces la presión para «materializar» el amor y el cuidado amoroso adquiere más ímpetu conforme las alternativas a consumir más tiempo y dinero se hacen menos asequibles cuando más necesarias resultan a causa del creciente número de agravios que hay que aplacar y de los desacuerdos que exigen una solución.
Si los profesionales cualificados, la niña de los ojos de los directores de las compañías, encuentran con frecuencia en el lugar de trabajo un grato sustituto de las cualidades hogareñas perdidas en casa (como Hochschild advierte, la tradicional división de funciones entre el lugar de trabajo y la familia tiende a revertirse), los empleados de rango inferior, menos preparados y fácilmente reemplazables, no encuentran nada similar. Si algunas compañías, en especial Amerco, investigada por Hochschild en profundidad, «ofrecen la vieja utopía socialista a una elite de trabajadores del conocimiento en la cima de un mercado de trabajo crecientemente dividido, otras compañías ofrecen cada vez más lo peor del capitalismo temprano a trabajadores semipreparados o no preparados», a los cuales ni el sistema ni los compañeros de trabajo proporcionan otra cosa que una banda, camaradas de copas en la esquina o grupos de este tipo.
La búsqueda de placeres individuales articulada por las mercancías en curso, una búsqueda guiada y constantemente redirigida y reorientada por las sucesivas campañas de publicidad, proporciona el único sustituto aceptable (aunque innecesario y mal recibido) de la evanescente solidaridad de compañeros de trabajo y de la calidez de cuidar y ser cuidado por los seres queridos y cercanos en el seno del hogar y en la vecindad inmediata.
Quien trate de resucitar los seriamente afectados «valores familiares», y sea firme en lo que estos valores implican, tendrá que empezar por pensar en las raíces consumistas de la desaparición de la solidaridad social en los lugares de trabajo y del impulso a compartir y cuidar en los hogares.
Habiendo pasado varios años observando las cambiantes pautas de empleo (casi participando en ellas) de los sectores más avanzados de la economía americana, Hochschild descubrió y documentó tendencias sorprendentemente parecidas a las de Francia y toda Europa, descritas con detalle por Luc Boltanski y Eve Chapiello como el «nuevo espíritu del capitalismo».21 La preferencia de los patronos por empleados flotantes y libres, sin afecto, flexibles, disponibles y «generalistas» (del tipo chico-para-todo, antes que especializados y sometidos a un entrenamiento estricto) ha sido el más fecundo de los hallazgos. En palabras de Hochschild,
desde 1997, un nuevo término –«sin obstáculos»– circula tranquilamente por Sillicon Valley, el corazón de la revolución informática en América. En su origen se refiere al movimiento sin fricción de un objeto físico como un patín o una bicicleta. Luego se aplicó a los empleados que, sin tener en cuenta incentivos económicos, dejan un trabajo por otro con facilidad. Recientemente ha pasado a significar «desafecto» o «sin obligaciones». Un patrón puede decir elogiosamente de un empleado: «Sin obstáculos», dando a entender que está disponible para un puesto complementario, para responder a una emergencia o ser trasladado. Según P. Bronson, un investigador de la cultura de Sillicon Valley, «sin obstáculos» es algo óptimo. A los solicitantes se les acabará preguntando por su coeficiente de obstáculo.
Vivir lejos de Sillicon Valley, tener mujer o hijos, eleva dicho coeficiente y reduce las posibilidades de empleo del solicitante. Los patronos quieren que sus futuros empleados naden más que andar y que se deslicen más que nadar. El empleado ideal sería alguien sin lazos, compromisos o afectos emocionales previos, que esquive los nuevos, dispuesto a aceptar cualquier tarea y preparado a reciclarse y cambiar de inclinaciones, abrazar otras prioridades y dejar a un lado las que ya tenía. Alguien habituado a que «emplearse a fondo» –en un trabajo, una habilidad o un modo de hacer las cosas– no sea bien visto; alguien que al final deje la compañía, cuando ya no se le necesite, sin quejarse ni emprender litigios. Alguien que considere más preocupantes los proyectos a largo plazo, las carreras solemnes y cualquier tipo de estabilidad que el carecer de ellos.
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En nuestra sociedad supuestamente reflexiva es poco probable que la confianza se refuerce empíricamente. Un escrutinio riguroso de los datos proporcionados por la evidencia de la vida señala en dirección opuesta y revela repetidamente la debilidad de las reglas y la fragilidad de los vínculos. ¿Significa esto, sin embargo, que la decisión de Løgstrup de albergar esperanzas de moralidad en la tendencia espontánea, endémica, a confiar en los otros haya quedado invalidada por la incertidumbre endémica que satura nuestro mundo?
Estaríamos tentados de decirlo si no fuera porque la perspectiva de Løgstrup no era que los impulsos morales surgen de la reflexión. Por el contrario, en su opinión, la esperanza de la moralidad residía precisamente en su espontaneidad prerreflexiva. «La misericordia es espontánea porque la menor interrupción, el menor cálculo, la menor disolución de la misericordia la destruiría o la convertiría en su opuesto, la inmisericordia».22
Sabemos que Levinas insistía en que la pregunta «¿por qué he de ser moral?» (es decir, plantear argumentos del tipo: ¿qué tengo yo que ver con eso?, ¿qué justifica mi preocupación?, ¿por qué habría de preocuparme si los demás no lo hacen?, ¿no podría hacerlo otro en mi lugar?) no es el punto de partida de la conducta moral, sino una señal de su desaparición, igual que la amoralidad empieza con la pregunta de Caín: ¿acaso soy yo el guardián de mi hermano? Løgstrup estaría de acuerdo, con su confianza en la espontaneidad y el impulso a confiar más que a calcular.
Ambos filósofos parecen estar de acuerdo en que «la necesidad de la moralidad» (esta expresión es un oxímoron: lo que hace frente a una «necesidad» es algo más que la moralidad) o la «conveniencia de la moralidad» no se puede establecer discursivamente, mucho menos probar. La moralidad no es sino una manifestación innata de la humanidad; no «sirve» a ningún «propósito» y seguramente no está guiada por expectativas de provecho, comodidad, gloria o enaltecimiento. Es cierto que las acciones objetivamente buenas –solícitas y útiles– han sido una y otra vez fruto del cálculo de ganancias del agente, ya sea la obtención de la gracia divina, de la estima pública o de la absolución de la inmisericordia mostrada en otras ocasiones, pero esto no se puede clasificar entre los hechos genuinamente morales, precisamente por tener motivos.
En las acciones morales, «el motivo ulterior está descartado», insiste Løgstrup. La expresión espontánea de la vida es radical gracias a «la ausencia de motivos ulteriores», morales o amorales. Ésta es una razón de que la demanda ética, la presión «objetiva» para ser moral que emana del solo hecho de estar vivo y compartir el planeta con los demás sea y deba ser silenciosa. Puesto que la «obediencia a la demanda ética» puede convertirse fácilmente (deformarse, distorsionarse) en un motivo de conducta, la demanda ética es suprema cuando se olvida y no se piensa en ella: su radicalidad consiste en su pretensión de resultar superflua. La inmediatez del contacto humano se sostiene en las inmediatas expresiones de la vida y no necesita ni tolera otros apoyos. Levinas estaría completamente de acuerdo: según Philippe Nemo, su atento entrevistador y leal intérprete, la «exigencia ética no es una necesidad ontológica. La prohibición de matar no hace que el asesinato sea imposible. Lo hace malo». El «ser» de la ética sólo consiste en «turbar la complacencia del ser».23
En términos prácticos, esto significa que por mucho que un ser humano se resienta de haberse quedado solo (en última instancia) a expensas de su propio consejo y responsabilidad, es precisamente esa soledad la que alberga una esperanza de una unión moralmente impregnada. Esperanza, no certeza, mucho menos una certeza garantizada.
Las expresiones de espontaneidad y soberanía de la vida no testimonian que la conducta resultante sea la opción éticamente apropiada y laudable entre el bien y el mal. El asunto es que los errores y los aciertos provienen de la misma condición, como esos impulsos tan ansiosos por buscar el refugio que los mandamientos autoritarios proporcionan y la osadía de aceptar la responsabilidad propia. Sin aceptar la posibilidad de equivocarse, poco podría hacerse para perseverar en busca de la opción adecuada. Lejos de ser una amenaza a la moralidad (y una abominación para los filósofos de la ética), la incertidumbre es el hogar de la persona moral y el único terreno en el que la moralidad puede brotar y florecer.
Pero, como Løgstrup señala con acierto, las «inmediatas expresiones de la vida sostienen la inmediatez del contacto humano». Supongo que esta relación y mutuo condicionamiento tiene dos vertientes. «Inmediatez» parece desempeñar en el pensamiento de Løgstrup un papel similar al de la «proximidad» en los escritos de Levinas. La «inmediata expresión de la vida» es suscitada por la proximidad, o por la presencia inmediata de otro ser humano, débil y vulnerable, doliente y necesitado de ayuda. Lo que vemos es un desafío, un desafío para obrar, para ayudar, para defender, para procurar solaz, para curar o salvar.
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Parece que en su acepción corriente, la «expresión espontánea de la vida» suscita desconfianza y mixofobia, antes que confianza y desvelo. «Mixofobia» es una reacción bastante predecible y extendida a la confusión y al nerviosismo de los tipos humanos y los estilos de vida que se encuentran y arquean las cejas o se encogen de hombros en las calles de las ciudades contemporáneas, no sólo en los oficialmente llamados (y por esa razón evitados) «distritos duros» o «barrios bajos», sino en las zonas «ordinarias» (léase no protegidas por «zonas prohibidas»). Conforme avanza la multivocalidad y variedad cultural del entorno urbano de la época de la globalización, para intensificarse probablemente con el tiempo en lugar de mitigarse, las tensiones que surgen de la extrañeza vejatoria, confusa e irritante, llevarán a tomar medidas segregacionistas.
Los factores que precipitan la mixofobia son triviales, en modo alguno difíciles de localizar, sencillos de entender aunque no necesariamente fáciles de olvidar. Como Richard Sennett sugiere, «el sentimiento del nosotros, que expresa un deseo de ser parecidos, es un modo para que hombres [y mujeres] eviten la necesidad de escrutarse entre sí».24 Podríamos decir que promete un consuelo espiritual: la perspectiva de hacer la vida en común más fácil de soportar al cortar el esfuerzo por entender, negociar, comprometerse que requeriría la vida con la diferencia. «Innato al proceso de formar una imagen coherente de la comunidad es el deseo de evitar la participación real. Sentir vínculos comunes sin una experiencia común ocurre, en primer lugar, porque los hombres tienen miedo de la participación, temen los peligros, los desafíos que eso supone y su dolor».
El impulso hacia una «comunidad de similitudes» es una señal de retirada no sólo del exterior de la otredad, sino también de la entrega a la interacción interna, vivaz, turbulenta, vigorizante y suprema. La atracción de la «comunidad de lo mismo» es la de una política de seguridad contra los riesgos de la vida diaria en un mundo polivocal. La inmersión en «lo mismo» no decrece una vez superados los riesgos que la incitaron. Como todos los paliativos, sólo puede prometer una protección ante los efectos más inmediatos y temidos.