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Читать книгу: «Las maletas del olvido», страница 4

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CAPÍTULO 4

Gé­mi­nis: Cues­tio­nes re­la­cio­na­das con tu vida per­so­nal y fa­mi­liar con las que ha­bías te­ni­do di­fi­cul­ta­des van a so­lu­cio­nar­se. Aun­que to­da­vía tie­nes mu­cho tra­ba­jo por de­lan­te.

Cie­rro el pe­rió­di­co y lo dejo en la es­tan­te­ría, Dios quie­ra que el ho­rós­co­po acier­te, da­ría todo lo que ten­go por ver a Mu­riel en­trar por la puer­ta y que es­tu­vie­ra bien. A lo me­jor se fue para cas­ti­gar a su ma­dre y aho­ra le da mie­do vol­ver. No he­mos dor­mi­do nada, toda la no­che en vela, daba la sen­sa­ción de que es­tá­ba­mos ve­lan­do a un di­fun­to. Me nie­go a pen­sar eso, Mu­riel está viva. Te­re­sa me lo ha ase­gu­ra­do, sé que no me en­ga­ña­ría en una cosa así. Esta es la peor no­che que paso des­de hace mu­cho tiem­po, solo es com­pa­ra­ble a la que vi­vi­mos hace ya mu­chos años, cuan­do ocu­rrió la te­rri­ble des­gra­cia que dejó a Te­re­sa huér­fa­na, no de pa­dre y de ma­dre, huér­fa­na de fa­mi­lia, que es mu­cho peor.

Gra­cias a Dios mi hija ha reac­cio­na­do, me dejé la piel in­ten­tan­do in­cul­car­le unos va­lo­res. Ya fra­ca­sé en mi ma­tri­mo­nio, no po­dría so­por­tar ha­ber fra­ca­sa­do tam­bién como ma­dre. Es­ta­mos de­ses­pe­ra­das, no sa­be­mos qué ha­cer, esta si­tua­ción es frus­tran­te.

Cuan­do en­tro en casa veo cómo me mi­ran y me doy cuen­ta de que no lle­vo nada en las ma­nos. Hace un rato dije que iba a com­prar algo para desa­yu­nar —ne­ce­si­ta­ba sa­lir de casa— y he vuel­to sin nada. Leí el ho­rós­co­po en el pe­rió­di­co de la ga­so­li­ne­ra y un pe­que­ño hilo de es­pe­ran­za hizo que me ol­vi­da­ra de todo lo de­más.

Los mi­nu­tos pa­san y se con­vier­ten en ho­ras, Ele­na en­tra y sale de la co­ci­na al co­me­dor con­ti­nua­men­te, solo se oye el gol­pe­teo de los ta­co­nes, eso y el tic­tac del re­loj. Me le­van­to y le qui­to las pi­las, Ele­na se sien­ta, como si se las hu­bie­ra qui­ta­do a ella tam­bién.

El so­ni­do del tim­bre nos saca de la in­mo­vi­li­dad y el mu­tis­mo. No sé si sien­to te­mor o ali­vio al es­cu­char­lo. Nos le­van­ta­mos las cua­tro y sa­li­mos al re­ci­bi­dor. Al abrir, casi me cai­go al ver a la ami­ga de Mu­riel, por un mo­men­to pen­sé que era ella. Van ves­ti­das igual, pa­re­cen clo­nes.

—Hola.

—Hola, pasa por fa­vor —digo echán­do­me a un lado.

—No. Solo que­ría de­cir­le una cosa. —Ha­bla con la ca­be­za baja, sin mi­rar­nos a la cara, como el otro día—. A ve­ces va­mos a la ma­sía aban­do­na­da que hay al lado del ce­men­te­rio, co­no­ce­mos a al­gu­nos de los chi­cos que vi­ven allí. Ten­go que irme o lle­ga­ré tar­de al ins­ti­tu­to.

Sin dar­nos tiem­po a pre­gun­tar­le nada se da la vuel­ta para re­unir­se con un chi­co que la está es­pe­ran­do un poco más aba­jo, mon­ta­do en una moto.

Sin de­cir ni una pa­la­bra, como si hu­bié­ra­mos es­ta­do es­pe­ran­do una or­den, nos po­ne­mos los abri­gos y sa­li­mos dis­pa­ra­das ha­cia el co­che. Me paso todo el tra­yec­to has­ta la ma­sía re­zan­do, pro­me­tien­do co­sas sin pa­rar, co­sas que, un se­gun­do des­pués de ha­ber pen­sa­do en ellas, ya me pa­re­cen ab­sur­das; que más le dará a Dios que deje de ame­na­zar a mi hija de que voy a ir a su casa con bata y za­pa­ti­llas como hago aho­ra para mo­les­tar­la; o que pro­me­ta de­jar de ir a ver a mi ma­ri­do a es­con­di­das, como hago de vez en cuan­do des­de que des­cu­brí que nun­ca se mar­chó de la ciu­dad y que tie­ne otra fa­mi­lia con otras hi­jas y otros nie­tos, que no le mo­les­tan ni le vie­nen gran­des. Tam­po­co me pa­re­ce im­por­tan­te de­cir que voy a de­jar de co­mer­me los dul­ces que trae Inés a casa, a es­con­di­das tam­bién, por­que los ten­go prohi­bi­dos por el mé­di­co. Por más que pien­so, no se me ocu­rre ni un pe­ca­do que ofre­cer a Dios a cam­bio de que me de­vuel­va a Mu­riel, no se me ocu­rre nada que me cues­te un gran sa­cri­fi­cio. En­ton­ces, Inés, que está sen­ta­da a mi lado, me coge la mano y la aprie­ta en un ges­to ca­ri­ño­so. Y sien­to que es tan des­gra­cia­da que le pro­me­to a Dios que me voy a de­jar la vida para que mi hija vuel­va a ser fe­liz, que no voy a des­can­sar ni un día has­ta que vuel­va a ver­la como era an­tes. Le voy a arran­car la pena que tie­ne ins­ta­la­da en el co­ra­zón, cla­ro que, para que eso su­ce­da, te­ne­mos que en­con­trar a Mu­riel, si no es así nin­gu­na de no­so­tras po­dre­mos sa­lir de la os­cu­ri­dad, ni si­quie­ra Ele­na, que apa­ren­ta ser una roca. Cuan­do ter­mino de ha­blar con Dios, sien­to un ali­vio enor­me. Sé que va­mos a en­con­trar a Mu­riel y que esto que ha pa­sa­do ha sido para ha­cer­nos reac­cio­nar.

Nos ba­ja­mos del co­che y nos acer­ca­mos a la casa. Nos re­ci­ben un mon­tón de pe­rros que la­dran pe­ga­dos a la reja de la en­tra­da. Tras ella, ve­mos una es­pe­cie de pa­tio sem­bra­do de bom­bo­nas de bu­tano, si­llas de plás­ti­co vie­jas, mon­ta­ñas de cha­ta­rra y bo­te­llas va­cías ti­ra­das, ade­más de bol­sas de ba­su­ra. El es­pa­cio está com­ple­ta­men­te aban­do­na­do. No po­de­mos en­trar, en la ver­ja hay una ca­de­na con un can­da­do. La za­ran­deo y el rui­do en­lo­que­ce a los pe­rros, que no pa­ran de la­drar. Aun­que rom­pié­ra­mos el can­da­do, cosa im­po­si­ble, los ani­ma­les nos im­pe­di­rían el paso. Gri­ta­mos lla­man­do a Mu­riel para ver si sale al­guien, pero no ob­te­ne­mos res­pues­ta.

—Hay que lla­mar a la po­li­cía.

Bus­co en mi bol­so el nú­me­ro de te­lé­fono que me dio el agen­te, los pe­rros se ca­llan y, cuan­do le­van­to la ca­be­za, veo a un chi­co del­ga­do y des­gar­ba­do. Los pe­rros co­rren ha­cia él. Tie­ne el pelo lleno de ras­tas, un aro en la na­riz y va­rios más en las ore­jas. Lle­va un palo en la mano y se acer­ca a la puer­ta con aire ame­na­zan­te.

—¡Jo­der!, me­nu­do es­cán­da­lo, ¿qué pasa?

—Abre la puer­ta, ve­ni­mos a bus­car a mi nie­ta. Si no abres, lla­mo aho­ra mis­mo a la po­li­cía.

—¿Y se pue­de sa­ber quién es su nie­ta?

—Se lla­ma Mu­riel y no nos ire­mos de aquí sin ella.

—No co­noz­co a nin­gu­na Mu­riel —dice con des­ga­na.

Se da la vuel­ta rién­do­se de no­so­tras y nos hace la pei­ne­ta, me aga­cho y le lan­zo una pie­dra que cojo del sue­lo y que le da en la ca­be­za. Suel­ta el palo y se lle­va las ma­nos a la par­te del crá­neo don­de ha no­ta­do el im­pac­to.

—¡Hi­jas de puta! Jo­der con las pu­tas chi­fla­das, ¿es­táis lo­cas o qué? Os he di­cho que no co­noz­co a nin­gu­na Mu­riel, si no os lar­gáis aho­ra mis­mo suel­to a los pe­rros —dice mien­tras se acer­ca a la puer­ta de en­tra­da, dán­do­le una pa­ta­da con fuer­za. Los pe­rros la­dran sin pa­rar. Inés saca una foto del bol­so y se la en­se­ña.

—Solo tie­ne quin­ce años, si está ahí den­tro ten­drás pro­ble­mas, no nos mo­ve­re­mos de aquí y lla­ma­re­mos a la po­li­cía.

—¿Quin­ce? ¡Vaya mier­da! Pa­re­cía más ma­yor —con­fie­sa mien­tras or­de­na a los pe­rros que se ca­llen y abre la puer­ta. El ali­vio que sien­to es tan gran­de que creo que me voy a des­ma­yar—. Ya os la po­déis lle­var, está con la pá­li­da, no quie­ro líos. Y no to­quéis nada.

En­tra­mos de­trás de él, se de­tie­ne, nos ame­na­za con el dedo y nos re­pi­te que no to­que­mos nada. La casa da ver­da­de­ro asco, hue­le a ba­su­ra y pa­re­ce un ver­te­de­ro, así que no sé qué es lo que no quie­re que to­que­mos. Re­pri­mo una ar­ca­da y me tapo la boca con un pa­ñue­lo, el olor es nau­sea­bun­do. Ten­go que aga­rrar a Te­re­sa para que nos siga, se ha que­da­do pa­ra­li­za­da mi­ran­do al­re­de­dor, asus­ta­da. Nun­ca en mi vida ha­bía vis­to tan­ta ba­su­ra acu­mu­la­da. En un rin­cón hay un par de chi­cos be­bien­do cer­ve­za. Uno de ellos aca­ri­cia una ba­rra de hie­rro al ver­nos apa­re­cer. El que nos ha abier­to la ver­ja le hace un ges­to con la mano y se re­la­ja, ig­no­rán­do­nos. Sue­na una mú­si­ca de fon­do que pa­re­ce sa­li­da del in­fierno y eso me lle­va a pen­sar que si el in­fierno exis­te debe ser algo pa­re­ci­do a esto. Hay col­cho­nes ti­ra­dos en el sue­lo con man­tas vie­jas y su­cias en­ci­ma. Una mu­jer duer­me en uno de ellos y no pue­do de­jar de mi­rar­le los pies, que aso­man por de­ba­jo de la man­ta, tan su­cios que es­tán com­ple­ta­men­te ne­gros, como si los hu­bie­ra me­ti­do en un saco de car­bón. El mu­cha­cho que nos guía se de­tie­ne, apar­ta una sá­ba­na col­ga­da de una cuer­da y se­ña­la un bul­to que hay ti­ra­do en­ci­ma de un sofá, tan vie­jo como todo lo de­más.

—Ahí está. Ya po­déis sa­lir de aquí ca­gan­do le­ches si no que­réis que os eche a los pe­rros.

Nos aba­lan­za­mos so­bre ella, está blan­ca y su­dan­do, tie­ne la ropa man­cha­da de vó­mi­to seco y las oje­ras más pro­nun­cia­das que nun­ca. La le­van­ta­mos, la sa­ca­mos de allí y la me­te­mos como po­de­mos en el co­che. Ele­na la acu­na como si fue­ra un bebé y no deja de llo­rar y ha­blar­le ba­ji­to. Le doy gra­cias a Dios por ha­ber­me es­cu­cha­do. A lo me­jor te­nía­mos que pa­sar por esto para que mi hija re­cu­pe­ra­ra a la suya y yo pue­da sal­var a Inés. Mu­riel no ha di­cho ni una pa­la­bra, tam­po­co creo que pue­da. No es el mo­men­to de pe­dir ex­pli­ca­cio­nes. Te­re­sa tam­bién ha en­mu­de­ci­do, pa­re­ce es­tar en shock.

Al lle­gar a casa me cam­bio de ropa, ne­ce­si­to des­pren­der­me del olor de esa casa. De ca­mino al co­me­dor, al pa­sar por el baño, veo que Mu­riel, sen­ta­da en la taza del vá­ter, es­ti­ra la mano, como si qui­sie­ra aca­ri­ciar a su ma­dre, que está aga­cha­da qui­tán­do­le las bo­tas; sin em­bar­go, la re­ti­ra an­tes de lle­gar a to­car­le la ca­be­za, como si le die­ra mie­do por­que en vez de su ma­dre fue­ra un pe­rro de raza pe­li­gro­sa y no su­pie­ra cómo va a reac­cio­nar. Ele­na no se sien­te có­mo­da con el con­tac­to fí­si­co, abra­zar­la es como abra­zar a un ár­bol, y aun­que por un se­gun­do me dan ga­nas de en­trar para con­so­lar a Mu­riel, no lo hago, no quie­ro qui­tar­le el si­tio a su ma­dre, no aho­ra. Al sa­lir de nue­vo al co­me­dor es­cu­cho un ge­mi­do, es como un mau­lli­do de gato. Bus­co con la mi­ra­da de dón­de pro­vie­ne has­ta que mis ojos se de­tie­nen en Te­re­sa, que está de pie con un bul­to ocul­to bajo el abri­go y la cul­pa es­con­di­da en la mi­ra­da.

—Te­re­sa, ¿no te ha­brás traí­do un gato de esa ma­sía lle­na de mier­da? Es­ta­rá in­fes­ta­do de pul­gas.

Sa­li­mos de allí tan de­pri­sa y tan ali­via­das por ha­ber en­con­tra­do a Mu­riel que no me fijé en nada más. Se abre el abri­go y saca una sá­ba­na su­cia con algo que se mue­ve den­tro, me la tien­de y me quie­ro mo­rir cuan­do veo a un bebé. Es una bebé, ne­gra como una no­che sin luna, qué pe­que­ña y qué del­ga­da.

—Te­re­sa, ¿qué has he­cho?

Cómo pue­den com­pli­car­se las co­sas cuan­do me­nos te lo es­pe­ras. ¿En qué es­ta­ría pen­san­do Te­re­sa cuan­do co­gió a la niña? ¿Qué va­mos a ha­cer aho­ra?, no po­de­mos que­dar­nos con ella.

Inés me mira des­de la puer­ta de la co­ci­na, aun­que no dice nada, sé que se pon­drá de mi par­te, lo que yo de­ci­da le pa­re­ce­rá bien, aun­que no lo esté o aun­que sea un dis­pa­ra­te. Ele­na, como siem­pre, será la que pon­ga el pun­to sen­sa­to. Nada de so­ñar, que des­pués los sue­ños no sa­len bien, lo sabe por ex­pe­rien­cia.

Dejo a la niña en­ci­ma de la mesa y la ob­ser­va­mos para ver si está bien. A pri­me­ra vis­ta no tie­ne mar­cas de gol­pes, solo está su­cia. Oigo los ta­co­nes de Ele­na acer­cán­do­se y pien­so en que ya no te­ne­mos tiem­po de es­con­der­la. Nin­gu­na de las tres nos gi­ra­mos a mi­rar­la, nos da mie­do cómo va a reac­cio­nar, se­gui­mos in­cli­na­das en la mesa mi­ran­do a la niña de es­pal­das a Ele­na.

—Mu­riel está en la cama, no me pue­do creer la suer­te que he­mos te­ni­do, no quie­ro pen­sar qué le po­dría ha­ber pa­sa­do si su ami­ga no… ¿Qué es­táis mi­ran­do? —dice al ver que no le ha­ce­mos caso.

Nos se­pa­ra­mos un poco para de­jar que la vea. Se acer­ca a la mesa, abre mu­cho los ojos, pa­re­ce que se le van a sa­lir de las cuen­cas, y se tapa la boca con las dos ma­nos.

—¿Pero de dón­de ha­béis sa­ca­do a esta niña?

Si­len­cio por res­pues­ta.

—La ha­béis co­gi­do de la casa. Es­táis lo­cas. Nos pue­den de­nun­ciar por se­cues­tro. Lo que me fal­ta­ba. Sa­lir en las no­ti­cias como una de­lin­cuen­te. —No para de an­dar de un lado a otro y ha­bla más para sí mis­ma que para no­so­tras—. Es­ta­mos a pun­to de per­der todo lo que te­ne­mos. Lo úl­ti­mo que ne­ce­si­ta­mos es un es­cán­da­lo. Te­re­sa, dame a la niña, su ma­dre la es­ta­rá bus­can­do. —De re­pen­te, se de­tie­ne, coge el abri­go que está en­ci­ma del sofá, se lo pone y le tien­de las ma­nos a Te­re­sa pi­dién­do­le a la niña, que la aprie­ta con­tra su pe­cho, con fuer­za. La niña em­pie­za a llo­rar, su­pon­go que ten­drá ham­bre.

—Te­re­sa, dá­me­la.

Te­re­sa no con­tes­ta, pero en su mi­ra­da hay de­ter­mi­na­ción, no se la en­tre­ga­rá. No sé qué de­mo­nios le pasa a mi hija, hace solo unos mi­nu­tos es­ta­ba llo­ran­do de ali­vio por ha­ber re­cu­pe­ra­do a Mu­riel y aho­ra pa­re­ce que solo le im­por­ta evi­tar un es­cán­da­lo. Ha es­ta­do a pun­to de per­der lo más va­lio­so que tie­ne y no ha apren­di­do nada. Ya sé que no po­de­mos que­dár­nos­la, pero no es ne­ce­sa­rio lle­var­la allí otra vez. No creo que su ma­dre esté muy preo­cu­pa­da si la dejó sola en un si­tio como ese, con un frío del de­mo­nio y ro­dea­da de bo­rra­chos que po­drían ha­ber­le he­cho cual­quier cosa.

—Mamá, eres in­te­li­gen­te, sa­bes que no po­déis que­dá­ros­la.

—La niña se que­da. —Me pon­go al lado de Te­re­sa e, in­me­dia­ta­men­te, Inés se une a no­so­tras. For­ma­mos un es­cu­do para no de­jar­la pa­sar.

—No sa­bes lo que di­ces, ¡esto es un de­li­to! Ha­béis se­cues­tra­do a un bebé.

—Lo úni­co que te im­por­ta es que na­die se en­te­re de que tu vida es una far­sa. Te da igual que esta niña es­tu­vie­ra ti­ra­da en­tre ra­tas y ba­su­ra.

—No pre­ten­do lle­var­la a aque­lla casa, me ofen­de que pien­ses eso, ha­bla­ba de lle­var­la a la po­li­cía.

Quie­ro creer­la, por­que de lo con­tra­rio no po­dré vol­ver a mi­rar­la a la cara.

—Me voy, no quie­ro ser cóm­pli­ce de esto. Ma­ña­na ven­dré a re­co­ger a Mu­riel, no creo que aho­ra sea el me­jor mo­men­to para que vuel­va a casa, es­pe­ro que se­páis lo que es­táis ha­cien­do.

Coge el bol­so y, an­tes de que sal­ga, la al­can­zo en la puer­ta y la aga­rro del bra­zo.

—Jú­ra­me que no pen­sa­bas lle­var­la allí otra vez.

Sor­pre­sa. En su cara veo sor­pre­sa o qui­zá de­cep­ción y creo que me he equi­vo­ca­do con ella. Pri­me­ro por pen­sar que es la cla­se de per­so­na que ha­ría una cosa así y des­pués por ha­cér­se­lo sa­ber. Su si­len­cio me pesa como una losa y pre­fe­ri­ría que me di­je­ra lo in­jus­ta que soy o cual­quier otra cosa, pero no dice nada y veo tris­te­za en sus ojos. La suel­to y sale de casa de­ján­do­me con un sen­ti­mien­to de cul­pa que no voy a ser ca­paz de sa­cu­dir­me en mu­cho tiem­po. Vuel­vo des­pa­cio al co­me­dor y me acer­co a Te­re­sa, que pa­re­ce una leo­na dis­pues­ta a de­fen­der a su cría.

—Te­re­sa, no pue­des que­dar­te a la niña. Ele­na tie­ne ra­zón, aun­que me dé co­ra­je re­co­no­cer­lo. No pue­des te­ner­la es­con­di­da, ¿y si se pone en­fer­ma?, cuan­do crez­ca ten­drá que ir al co­le­gio…

—Con­tra­ta­ré a un abo­ga­do, la adop­ta­ré. No po­de­mos de­jar­la allí aban­do­na­da, se mo­ri­rá, y si la en­tre­ga­mos a la po­li­cía la lle­va­rán a Ser­vi­cios So­cia­les y no sa­be­mos qué pa­sa­rá con ella.

—Eso no es po­si­ble, no te de­ja­rán que­dár­te­la, sa­bes que ten­go ra­zón.

Me di­ri­jo a Inés, que aún no ha di­cho nada.

—Inés, ve al cen­tro co­mer­cial, com­pra le­che en pol­vo, un bi­be­rón y algo de ropa. —De mo­men­to es lo úni­co que se me ocu­rre, des­pués ya ve­re­mos lo que ha­ce­mos.

Dejo a la niña con Te­re­sa y voy a ver cómo está Mu­riel. Me in­dig­na que Ele­na se haya ido de­ján­do­la aquí. Po­dría ha­ber­se que­da­do ella tam­bién. Es evi­den­te que no está có­mo­da con no­so­tras, pero eso no es ex­cu­sa. Mi nie­ta está des­pier­ta, aun­que cie­rra los ojos al ver­me. Me sien­to en la cama, le paso la mano por el pelo y cojo su mano en­tre las mías, dan­do gra­cias a Dios de nue­vo por ha­bér­me­la de­vuel­to. Tie­ne mala cara, los la­bios mo­ra­dos y un ara­ña­zo en la fren­te, pa­re­ce que está muer­ta de frío y no para de ti­ri­tar. Me meto con ella en la cama y la abra­zo por la es­pal­da, como cuan­do era pe­que­ña, y rom­pe a llo­rar; es un llan­to hon­do y car­ga­do de pena, su cuer­po me­nu­do se sa­cu­de y la aprie­to con fuer­za, como si es­tu­vie­ra he­cha de pie­zas y qui­sie­ra evi­tar que se des­mon­ta­ra. En este mo­men­to de­tes­to a Ele­na con toda mi alma.

Ele­na

Es­toy ra­bio­sa y no sé por qué. De­be­ría es­tar fe­liz, pero hay algo den­tro de mí que me em­pu­ja a no ser­lo. Le doy una pa­ta­da a una lata que hay en el sue­lo y el lí­qui­do que que­da­ba den­tro me man­cha los za­pa­tos de ante como si se ven­ga­ra de mí. El taxi tar­da y vuel­vo a lla­mar para que­jar­me des­car­gan­do toda mi frus­tra­ción con la mu­jer que está al otro lado del te­lé­fono. Cuan­do lle­ga y me subo la­dro la di­rec­ción al con­duc­tor ha­cién­do­le sa­ber que no ten­go ga­nas de con­ver­sa­ción. La pre­gun­ta que me ha he­cho mi ma­dre si­gue ta­la­drán­do­me el ce­re­bro: si ha pen­sa­do que soy ca­paz de ha­cer eso es por­que pien­sa que soy una per­so­na ho­rri­ble. ¿Eso es lo que trans­mi­to? Ten­go ga­nas de llo­rar. Hace ape­nas unos ins­tan­tes pa­re­cía que todo em­pe­za­ba a re­com­po­ner­se, que vol­vía­mos a ser algo pa­re­ci­do a una fa­mi­lia —aun­que to­da­vía que­da­se mu­cho para vol­ver a ser lo que fui­mos— y, de re­pen­te, todo se ha he­cho añi­cos de nue­vo.

No pien­so de­cir­le a San­tia­go que Mu­riel está bien. Ni si­quie­ra ha lla­ma­do para pre­gun­tar­me si sé algo de ella. Qué mier­da de ma­tri­mo­nio, qué mier­da de vida. ¿En qué es­ta­rá pen­san­do mi ma­dre? Te­re­sa siem­pre ha sido rara, mís­ti­ca, es­pi­ri­tual, no sé cómo de­fi­nir­la, pero pen­sa­ba que mi ma­dre era más sen­sa­ta. Esa niña solo nos trae­rá pro­ble­mas. No quie­ro ni pen­sar en la re­per­cu­sión que ten­dría esto si se su­pie­ra. Se­ría el fi­nal. Las ar­pías del club de te­nis ten­drían car­na­za para me­ses.

Nun­ca me han acep­ta­do. ¿Por qué me em­pe­ño y me arras­tro tan­to, con la de des­pre­cios que me han he­cho? Ja­más he en­ca­ja­do en su mun­do de lujo y per­fec­ción. A pe­sar de fre­cuen­tar los mis­mos cen­tros de be­lle­za, las mis­mas tien­das ex­clu­si­vas de ropa, siem­pre se han en­car­ga­do de re­cor­dar­me que yo so­bro, que mi ori­gen es hu­mil­de. Or­ga­ni­zan ce­nas a las que no me in­vi­tan y des­pués se en­car­gan de ha­cer­me sa­ber lo bien que se lo han pa­sa­do. ¿Por qué ten­go la ne­ce­si­dad de agra­dar a esas mu­je­res que no va­len nada? Cla­ro que, aho­ra mis­mo, re­cor­dan­do las ba­je­zas que les he per­do­na­do, creo que yo val­go me­nos que ellas.

Re­cuer­do el úl­ti­mo via­je que or­ga­ni­za­ron, un fin de se­ma­na a unas ca­ba­ñas de lujo en­ci­ma de unos ár­bo­les. «Algo di­fe­ren­te», di­je­ron, en ple­na na­tu­ra­le­za, sin ta­co­nes, sin ropa de fies­ta, so­las, sin ma­ri­dos. Eli­gie­ron el fin de se­ma­na del cum­plea­ños de Mu­riel, por­que pen­sa­ban que no iría, que se li­bra­rían de mí. Aun así me com­pro­me­tí a ir, les dije que Mu­riel ya era ma­yor y que le da­ría igual que yo no es­tu­vie­ra por­que pre­fe­ría ce­le­brar­lo con sus ami­gas. Que­da­mos a las nue­ve, el si­tio al que íba­mos es­ta­ba cer­ca, a tan solo una hora de nues­tra ur­ba­ni­za­ción. Lle­gué un poco an­tes al pun­to de en­cuen­tro y me ex­tra­ñó no en­con­trar­me con na­die. Cada vez que se acer­ca­ba un co­che me le­van­ta­ba del ban­co don­de ha­cía rato que las es­pe­ra­ba por si eran ellas. Cuan­do pa­sa­ban vein­te mi­nu­tos de la hora se­ña­la­da com­pren­dí que se ha­bían ido sin mí. Las lla­mé por te­lé­fono, y solo me di­je­ron que yo me ha­bía con­fun­di­do con la hora, que ha­bía­mos que­da­do a las ocho. No les ex­tra­ñó que no apa­re­cie­ra. Pen­sa­ron que a lo me­jor me lo ha­bía pen­sa­do me­jor y que fi­nal­men­te me que­da­ba en casa para es­tar con mi hija en su cum­plea­ños. «Ven­te si quie­res, tu cama está li­bre», así que, una vez más me arras­tré y fui de­trás de ellas. Las ele­gí a ellas en lu­gar de a Mu­riel. ¿Por qué ten­go la ne­ce­si­dad de ser acep­ta­da en su cír­cu­lo? To­da­vía hoy no lo sé, pero em­pie­zo a no so­por­tar­las.

Ten­go un do­lor de ca­be­za ho­rri­ble y no sé cómo voy a ma­ne­jar la si­tua­ción con Mu­riel. Am­bas ne­ce­si­ta­mos tiem­po. Ma­ña­na iré a casa de mi ma­dre como si no hu­bie­ra pa­sa­do nada. No es el mo­men­to de ha­cer re­pro­ches, ade­más, temo que ella ten­ga más co­sas que re­pro­char­me a mí que yo a ella.

Al lle­gar a casa me en­cuen­tro a San­tia­go en el sofá con el por­tá­til en el re­ga­zo. No le­van­ta la vis­ta cuan­do en­tro, ni pre­gun­ta de dón­de ven­go; ni si­quie­ra pre­gun­ta por su hija. Paso por su lado sin mi­rar­lo para ir a mi ha­bi­ta­ción y lla­mo a Ar­tu­ro.

—Ten­go ga­nas de ver­te.

No ten­go que de­cir nada más.

Me du­cho, me vis­to de puta de lujo y voy a su en­cuen­tro, a ol­vi­dar­me por un rato de San­tia­go, de mi hija, de mi ma­dre, de Te­re­sa, de la niña ne­gra, de las ar­pías y, so­bre todo, de lo que he he­cho con mi vida.

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340 стр.
ISBN:
9788417451080
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Правообладатель:
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