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Читать книгу: «Las maletas del olvido», страница 3

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Me pon­go el chán­dal de­pri­sa y, cuan­do sal­go de la ha­bi­ta­ción, me en­cuen­tro a mi ma­dre y a su ami­ga en la co­ci­na co­gi­das de la mano. Te­re­sa, con su in­se­pa­ra­ble fal­da lar­ga de vue­lo, sus de­dos lle­nos de ani­llos y su lar­ga me­le­na ne­gra suel­ta y bri­llan­te, como una cín­ga­ra de las que apa­re­cían en los cuen­tos que mi ma­dre me leía de pe­que­ña.

En cuan­to me ve, se le­van­ta y se acer­ca a abra­zar­me.

—Inés, mi niña, pero qué gua­pa es­tás.

Te­re­sa hue­le a in­cien­so y a li­món, a mis­te­rio y a bue­na per­so­na. Y sé que lo dice de ver­dad, ella ve a la gen­te más o me­nos agra­cia­da en fun­ción de su aura. «El fí­si­co no im­por­ta», dice siem­pre. A lo me­jor es por­que ella es una de las mu­je­res más gua­pas que he vis­to ja­más, la edad no le ha res­ta­do be­lle­za.

—Mu­riel está viva. Ya se lo he di­cho a tu ma­dre. Aho­ra te­ne­mos que ir a bus­car­la, nos ne­ce­si­ta. No po­de­mos per­der tiem­po.

Me que­do pa­ra­li­za­da, por­que ni se me ha­bía pa­sa­do por la ca­be­za que al­guien hu­bie­ra po­di­do ha­cer­le daño a mi so­bri­na. Y aun­que no creo en fan­tas­mas ni au­ras ni adi­vi­nas ni creo que Te­re­sa sea vi­den­te, me obli­go a pen­sar que lo que dice es ver­dad. Sal­go de casa con ellas sin sa­ber a dón­de va­mos y ten­go que vol­ver a en­trar para co­ger las lla­ves del co­che. An­tes de ce­rrar la puer­ta, cojo la foto de Mu­riel que hay en el re­ci­bi­dor y la meto en el bol­so sin de­te­ner­me a sa­car­la del mar­co.

En el co­che, mi ma­dre vuel­ve a con­tar­me lo que ha pa­sa­do, esta vez con más cal­ma. Está hun­di­da, no deja de re­tor­cer­se las ma­nos, como si tu­vie­ra frío, y no se me ocu­rre qué de­cir­le para tran­qui­li­zar­la. Las pa­la­bras se me que­dan atas­ca­das en la gar­gan­ta por­que to­das me pa­re­cen hue­cas y sin sen­ti­do.

La pri­me­ra pa­ra­da es la co­mi­sa­ría, no se nos ha ocu­rri­do otra cosa. El mos­so d’es­qua­dra que nos atien­de es muy jo­ven. Mi ma­dre em­pie­za a ha­blar de­pri­sa sin dar­le op­ción a pre­gun­tar nada, dis­pa­ra las pa­la­bras como ba­las. Cuan­do ter­mi­na, el mos­so nos in­di­ca que es­pe­re­mos, que en­se­gui­da nos avi­sa­rán para que po­da­mos po­ner la de­nun­cia, y nos se­ña­la una sala de es­pe­ra que está de­sier­ta. Nos sen­ta­mos en unas si­llas de plás­ti­co ator­ni­lla­das al sue­lo. Van pa­san­do los mi­nu­tos y no nos lla­man, a pe­sar de que no hay na­die más es­pe­ran­do. Ha­ce­mos cá­ba­las so­bre dón­de pue­de es­tar Mu­riel. En­tro en su Ins­ta­gram por si pue­de dar­nos una pis­ta, pero des­de hace dos días no hay ac­ti­vi­dad en nin­gu­na de sus re­des. La lla­mo y, otra vez, una voz en­la­ta­da me in­for­ma de que el nú­me­ro al que lla­mo está apa­ga­do o fue­ra de ser­vi­cio, y, a pe­sar de que sé que vol­ve­rá a ha­cer­lo, vuel­vo a mar­car con la ab­sur­da es­pe­ran­za de que se haya que­da­do sin ba­te­ría y cuan­do lo pon­ga a car­gar aten­de­rá a mi lla­ma­da. La es­pe­ra se me hace eter­na. Mi ma­dre se acer­ca de nue­vo al po­li­cía, que está den­tro de su cu­bícu­lo, se­pa­ra­do de la gen­te por una mam­pa­ra. El tipo te­clea algo en el or­de­na­dor, pa­re­ce que esté me­ti­do en una pe­ce­ra. Gol­pea el cris­tal con los nu­di­llos y el mos­so le­van­ta la ca­be­za con cara de fas­ti­dio.

—¿Tar­da­rán mu­cho en lla­mar­nos? —pre­gun­ta—. Como no hay na­die más…

—Se­ño­ra, la lla­ma­rán cuan­do pue­dan, ya le he di­cho que se sien­te.

En­ton­ces mi ma­dre pier­de los pa­pe­les.

—¿Que me sien­te? No ten­go tiem­po para sen­tar­me. ¿Es que no ha oído nada de lo que le he di­cho? Mi nie­ta ha des­apa­re­ci­do, hace dos días que no sa­be­mos nada de ella y solo tie­ne quin­ce años. Haga el fa­vor de avi­sar a al­guien y que ven­ga en­se­gui­da si no quie­re que en­tre yo mis­ma —vo­cea, gol­pean­do el cris­tal que nos se­pa­ra del po­li­cía con el bol­so y se­ña­lán­do­lo con el dedo en un ges­to ame­na­zan­te—. ¿Es que está sor­do? ¡Mue­va su puto culo y haga su tra­ba­jo!

Te­re­sa y yo in­ten­ta­mos apar­tar­la del cris­tal y que se cal­me, pero no po­de­mos con ella, está fue­ra de sí. Gol­pea el cris­tal fu­rio­sa una y otra vez y nos apar­ta a em­pu­jo­nes. En­se­gui­da apa­re­cen otros dos po­li­cías. No hace fal­ta que in­ter­ven­gan. Al ver­los, mi ma­dre para de gri­tar y de dar gol­pes, se co­lo­ca bien el abri­go y se arre­gla el pelo.

—Ve­ni­mos a po­ner una de­nun­cia —dice, como si aca­bá­ra­mos de en­trar y no hu­bie­ra pa­sa­do nada.

Nos ha­cen pa­sar a una sala y Te­re­sa se que­da fue­ra, es­pe­ran­do. Su­pon­go que es­ta­rán acos­tum­bra­dos a ver de todo, pero da­mos ver­da­de­ra pena: mi ma­dre con la cara des­en­ca­ja­da de llo­rar y el pelo re­vuel­to des­pués de la ba­ta­lla que ha li­bra­do ahí fue­ra, el abri­go en­ci­ma de la ropa que te­nía pues­ta en casa; yo con un chán­dal vie­jo por­que no me cabe otra cosa y un abri­go lar­go de pun­to con un roto en una man­ga —un agu­je­ro igual que el que ten­go en mi vida y me em­pe­ño en lle­nar de co­mi­da—; y Te­re­sa, que pa­re­ce una gi­ta­na de fe­ria, con sus amu­le­tos col­ga­dos del cue­llo, sus pul­se­ras de bi­su­te­ría ba­ra­ta y esos pen­dien­tes de aro enor­mes.

El po­li­cía que nos atien­de pa­re­ce to­mar­se en se­rio lo que le ex­pli­ca mi ma­dre, por suer­te. Es un hom­bre ma­yor que debe es­tar a pun­to de ju­bi­lar­se, mi ma­dre se di­ri­ge a él como «agen­te». Si no fue­ra por lo dra­má­ti­co de la si­tua­ción, la es­ce­na ten­dría tin­tes có­mi­cos. Des­pués de to­mar­nos de­cla­ra­ción, el «agen­te», como lo ha bau­ti­za­do mi ma­dre, nos da una co­pia de la de­nun­cia y un pa­pel don­de ano­ta su nú­me­ro de mó­vil.

—Aquí tie­ne mi nú­me­ro, no dude en lla­mar­me para cual­quier cosa, a la hora que sea. Ya ten­go sus da­tos, la man­ten­dré in­for­ma­da. No se preo­cu­pe, lo más pro­ba­ble es que se pre­sen­te en casa, como si nada, des­pués de dos no­ches de fies­ta. Aho­ra, vá­yan­se a casa.

Sa­li­mos de la co­mi­sa­ría, no sin que an­tes mi ma­dre le di­ri­ja una mi­ra­da ase­si­na al po­li­cía que nos aten­dió cuan­do lle­ga­mos. Nos mon­ta­mos en el co­che, pero no arran­co, por­que no sé a dón­de ir. A casa no es una op­ción, nos vol­ve­re­mos lo­cas es­pe­ran­do. Se me ocu­rre que Mu­riel po­dría es­tar con su me­jor ami­ga del ins­ti­tu­to, o que igual ella sabe algo, se pa­san ho­ras ha­blan­do por el mó­vil. No ten­go su te­lé­fono, pero sé don­de vive, por­que la he lle­va­do con el co­che al­gu­nas ve­ces.

Al lle­gar, nos abre la puer­ta su ma­dre. Le ex­pli­ca­mos la si­tua­ción y ella lla­ma a su hija, que es una ré­pli­ca exac­ta de Mu­riel: igual de del­ga­da, igual de pá­li­da y va ves­ti­da de ne­gro de la ca­be­za a los pies. Nos dice que no sabe nada, que tam­bién hace dos días que no la ve. Pero yo no sé si creér­me­lo, por­que mira al sue­lo mien­tras ha­bla y lo hace de ma­ne­ra me­cá­ni­ca, como apren­di­da. Se­gún ella, Mu­riel nun­ca ha di­cho nada de irse de casa, no sabe dón­de pue­de es­tar, no co­no­ce a na­die que pue­da sa­ber dón­de está, no sabe dón­de po­de­mos ir a pre­gun­tar, no, no, no...

No nos mo­ve­mos de la puer­ta, como si sos­pe­chá­ra­mos que la niña y la ma­dre mien­ten y la tie­nen se­cues­tra­da. Res­pi­ra­mos sin más. No nos mo­ve­mos ni le da­mos las gra­cias, per­ma­ne­ce­mos ahí, de pie, las tres, con los bra­zos caí­dos y sin atre­ver­nos a re­co­rrer los es­ca­sos diez me­tros que nos se­pa­ran del co­che.

La ma­dre nos dice que lo sien­te y em­pu­ja a su hija ha­cia el in­te­rior de la casa. Debe de ale­grar­se de que no sea ella la que ha des­apa­re­ci­do. Nos va­mos igual que he­mos ve­ni­do, sin sa­ber nada.

De re­pen­te, el in­ci­pien­te chis­peo coge fuer­za y, al ir a sa­car las lla­ves, se me caen al sue­lo. Mier­da. Tan­teo la ace­ra con las ma­nos, no se ve nada y el agua nos em­pa­pa mien­tras mi ma­dre alum­bra con la lin­ter­na del mó­vil. Cuan­do las en­cuen­tro y en­tra­mos al co­che es­ta­mos ca­la­das, pero me da igual; no sien­to el frío y es­toy se­gu­ra de que ellas tam­po­co. Es­ta­mos com­ple­ta­men­te per­di­das, no quie­ro ni ima­gi­nar que Mu­riel no vol­ve­rá y que nun­ca sa­bre­mos lo que pasó, como les ocu­rre a esas fa­mi­lias que sa­len en las no­ti­cias y que lue­go apa­re­cen en esos pro­gra­mas de te­le­vi­sión don­de se apro­ve­chan de su des­gra­cia para con­se­guir au­dien­cia.

—Va­mos a casa de tu her­ma­na.

—Mamá, no creo que sea bue­na idea, la lla­ma­re­mos por te­lé­fono.

—Te he di­cho que va­mos a casa de tu her­ma­na.

Mi ma­dre es una mu­jer fá­cil y de buen ca­rác­ter, pero cuan­do está en­fa­da­da, más que ha­blar, sen­ten­cia.

Arran­co el co­che sa­bien­do que esta no­che se rom­pe­rá algo en­tre no­so­tras tres. Ese hilo que nos man­te­nía uni­das des­de que nos que­da­mos so­las y que, aun­que haya es­ta­do a pun­to de que­brar­se mu­chas ve­ces, he­mos con­se­gui­do man­te­ner in­tac­to.

Cuan­do paro el mo­tor, si­gue llo­vien­do y, a pe­sar de ello, al sa­lir, no co­rre­mos, no te­ne­mos pri­sa y ya es­ta­mos em­pa­pa­das. Te­re­sa dice que nos es­pe­ra en el co­che y mi ma­dre la obli­ga a ve­nir con no­so­tras.

—Mamá…

Ella no me mira, tie­ne la vis­ta fija en la puer­ta del as­cen­sor; quie­ro de­cir­le que no sea muy dura con Ele­na, pero Te­re­sa me aprie­ta el bra­zo y, cuan­do la miro, nie­ga con la ca­be­za pi­dién­do­me que guar­de si­len­cio.

Cuan­do Agus­ti­na abre la puer­ta y nos ve, pone cara de es­pan­to. Mi ma­dre la apar­ta con la mano y en­tra­mos en la casa. Des­de el re­ci­bi­dor se oye el mur­mu­llo de la con­ver­sa­ción que pro­vie­ne del co­me­dor. Va­mos de­jan­do un re­gue­ro de agua a nues­tro paso y, cuan­do en­tra­mos, se hace el si­len­cio más ab­so­lu­to.

—Mamá, qué sor­pre­sa. Pero es­táis em­pa­pa­das, pa­sad a mi ha­bi­ta­ción, os se­cáis y bus­ca­mos algo de ropa.

Ele­na hace ade­mán de le­van­tar­se, su cara es un poe­ma, está aver­gon­za­da y se nota que quie­re que des­apa­rez­ca­mos de la vis­ta de sus in­vi­ta­dos.

—Nos va­mos en­se­gui­da, no te mo­les­tes —dice mi ma­dre lan­zán­do­le la de­nun­cia que ha sa­ca­do del bol­so—. Tu hija lle­va dos días des­apa­re­ci­da y tie­nes la san­gre fría de es­tar ahí sen­ta­da sin im­por­tar­te lo que le haya pa­sa­do. Cla­ro, hay que apa­ren­tar de­lan­te de la gen­te que todo está bien. Pues per­mí­te­me que te diga que nada está bien, que tu hija es una des­gra­cia­da y que eres una egoís­ta por de­jar que su­fra de esa ma­ne­ra y mi­rar para otro lado. El di­ne­ro no pue­de com­prar­lo todo. ¿Ya no te acuer­das de lo fe­liz que fuis­te cuan­do no te­nía­mos nada? Es­tás echan­do tu vida a per­der. No sé qué cla­se de per­so­na he cria­do, des­de lue­go, no pa­re­ces hija mía.

Esto úl­ti­mo, más que en­fa­da­da, lo dice con pena. Se da me­dia vuel­ta y sale del co­me­dor con no­so­tras de­trás. Mien­tras mi ma­dre le es­cu­pía es­tas pa­la­bras, mi cu­ña­do ju­ga­ba con el ta­pón del vino como si la cosa no fue­ra con él y Mu­riel no fue­ra hija suya. Los in­vi­ta­dos se mi­ran en­tre ellos, in­có­mo­dos por lo vio­len­to de la si­tua­ción.

La fies­ta ha ter­mi­na­do por hoy.

Ele­na

Esta niña me va a ma­tar a dis­gus­tos. ¿Dón­de de­mo­nios se ha­brá me­ti­do? Es tan ca­be­zo­ta como mi ma­dre. Se em­pe­ñó en jo­der­me la cena, no se ima­gi­na lo im­por­tan­te que era. Es­ta­mos a pun­to de per­der­lo todo. Si San­tia­go no lle­ga a un acuer­do con su so­cio, es­ta­mos per­di­dos. Ano­che me con­fe­só que es­ta­mos en sus ma­nos, no me dio mu­chas más ex­pli­ca­cio­nes, solo que es­ta­mos jo­di­dos de ver­dad. Me bebo el zumo y dejo las tos­ta­das. Hace días que no voy al gim­na­sio, tam­po­co ten­go ham­bre, des­pués de la es­ce­na de ano­che, ¡qué ver­güen­za! ¿Cómo se le ocu­rrió a mi ma­dre pre­sen­tar­se con mi her­ma­na y con Te­re­sa? Y con esas pin­tas… Pa­re­cían las pro­ta­go­nis­tas de una pe­lí­cu­la de te­rror. Qué dra­má­ti­ca que es. Es­toy con­ven­ci­da de que Mu­riel está en casa de al­gu­na ami­ga.

Es la pri­me­ra vez que veo así a mi ma­dre, es­ta­ba des­en­ca­ja­da. Me pa­re­ce in­creí­ble que siem­pre esté de buen hu­mor, con la mier­da de vida que lle­va. Des­de que mi pa­dre se fue, no ha de­ja­do de tra­ba­jar como una mula. Si echo la vis­ta atrás, la re­cuer­do siem­pre son­rien­do, por muy mal que es­tu­vie­ran las co­sas. A pe­sar de que­dar­se sola tan jo­ven nun­ca tra­jo a otro hom­bre a casa. ¿Ha­brá te­ni­do al­gu­na aven­tu­ra? Yo creo que no. No nos pa­re­ce­mos en nada. Tie­ne ra­zón al de­cir que fui fe­liz. Se em­pe­ñó a toda cos­ta en que sus dos hi­jas lo fué­ra­mos. Quie­ro a mi ma­dre, aun­que ella pien­se que no. Es lo mis­mo que pien­sa mi hija de mí, que yo no la quie­ro. Cla­ro que quie­ro a Mu­riel, a lo me­jor no he sido una ma­dre como lo fue la mía, pero nun­ca le ha fal­ta­do nada. Cada vez que dis­cu­ti­mos me dice que oja­lá fue­ra como las ma­dres de sus ami­gas, así que se­gu­ro que es­ta­rá en casa de al­gu­na de ellas. Cuan­do vuel­va va a es­tar cas­ti­ga­da una bue­na tem­po­ra­da.

He per­di­do la cuen­ta de las lla­ma­das que he he­cho al mó­vil de Mu­riel. Cada vez que oigo el men­sa­je del con­tes­ta­dor sien­to que las pier­nas me flo­jean, como si esa voz se es­tu­vie­ra bur­lan­do de mí y me di­je­ra que ya es de­ma­sia­do tar­de, que de­be­ría ha­ber mos­tra­do in­te­rés por la due­ña de ese te­lé­fono mu­cho tiem­po atrás. Opto por in­ten­tar ave­ri­guar si está con al­gu­na ami­ga. No ten­go mu­chos nú­me­ros, solo los que he in­ter­cam­bia­do con al­gu­nas ma­dres para es­tar más tran­qui­la. A me­di­da que voy ha­cien­do lla­ma­das, me voy po­nien­do ner­vio­sa. Es im­po­si­ble que no esté en casa de al­gu­na de ellas. Nun­ca ha­bía he­cho algo así. Has­ta aho­ra es­ta­ba tran­qui­la, pero me da mie­do ha­cer la úl­ti­ma lla­ma­da, por­que no sé qué haré si no ob­ten­go la res­pues­ta que quie­ro. Cuan­do ter­mino de ha­blar con la úl­ti­ma de sus ami­gas, un su­dor frío me re­co­rre el cuer­po. No pue­de ser, na­die la ha vis­to des­de hace dos días y na­die sabe dón­de pue­de es­tar. La an­gus­tia se apo­de­ra de mí, no sé qué ha­cer. ¿Dón­de pue­de es­tar? Por fa­vor, que no le haya pa­sa­do nada malo. ¿Cómo he po­di­do es­tar tan tran­qui­la sin sa­ber nada de ella? Voy a su ha­bi­ta­ción, abro el ar­ma­rio y cojo una su­da­de­ra, hun­do mi cara en la pren­da para oler­la y llo­ro por­que no sé dón­de está ni si es­ta­rá bien. Lla­mo a su pa­dre, que ano­che se fue con Fer­nan­do a to­mar la úl­ti­ma copa y to­da­vía no ha vuel­to.

—Dime.

—Mu­riel no está con nin­gu­na de sus ami­gas, no la han vis­to des­de hace dos días. No sé qué ha­cer, de­be­ría­mos ir a la po­li­cía. ¿Y si le ha pa­sa­do algo malo? Nun­ca se ha­bía ido de casa. San­tia­go, por Dios, dime algo —le pido al ver que no con­tes­ta.

—Aho­ra no pue­do ha­blar, si le hu­bie­ra pa­sa­do algo malo ya nos hu­bié­ra­mos en­te­ra­do. Y a la po­li­cía ya han ido los Án­ge­les de Char­lie, así que tran­qui­la —dice re­fi­rién­do­se a mi ma­dre, a mi her­ma­na y a Te­re­sa.

—Eres un ser des­pre­cia­ble.

Cuel­go el te­lé­fono y sien­to asco ha­cia mi ma­ri­do —tan­to como ha­cia mí mis­ma—, por no ha­ber­nos preo­cu­pa­do an­tes.

Re­gis­tro los ca­jo­nes ti­ran­do las co­sas al sue­lo, para ver si en­cuen­tro algo que me dé una pis­ta so­bre dón­de pue­de es­tar. En­cuen­tro una bol­sa de plás­ti­co con pas­ti­llas y otra con ma­rihua­na, pero nada que me in­di­que su pa­ra­de­ro. En el ar­ma­rio, de­ba­jo de la ropa, hay un ál­bum del co­le­gio con sus tra­ba­jos de cuan­do era pe­que­ña. Me sien­to cul­pa­ble. Esto de­be­ría te­ner­lo yo guar­da­do, para en­se­ñár­se­lo cuan­do fue­ra ma­yor, como ha­cía mi ma­dre con no­so­tras.

Lo abro y pa­seo la vis­ta por los di­bu­jos in­fan­ti­les y la ca­li­gra­fía gran­de y re­don­da. Al ce­rrar­lo, veo que en la par­te de atrás hay es­cri­ta una fra­se, con ro­tu­la­dor ne­gro, en ma­yús­cu­las, que me gol­pea con fuer­za y me lle­na de pena. No sé cuán­do la ha­brá es­cri­to, pero la le­tra es de aho­ra, nada que ver con la ca­li­gra­fía in­fan­til del ál­bum.

«Mis pa­dres no me quie­ren».

Cin­co pa­la­bras que me par­ten en dos. Voy al sa­lón, lleno un vaso de whisky que me bebo de un tra­go, y lan­zo el vaso con fuer­za con­tra la puer­ta. De­trás va la bo­te­lla, que se hace añi­cos al cho­car con­tra el mar­co. Dos­cien­tos se­ten­ta eu­ros a la mier­da. Da­ría todo lo que ten­go por re­cu­pe­rar a Mu­riel.

«Mis pa­dres no me quie­ren». La fra­se se re­pi­te en mi ca­be­za sin pa­rar. Qué egoís­ta he sido, pero to­da­vía es­toy a tiem­po. Juro por Dios que si no le pasa nada, pa­sa­ré más tiem­po con ella y le diré que la quie­ro, aun­que me dé ver­güen­za por la fal­ta de cos­tum­bre y por­que se hace ma­yor. Nos ire­mos de via­je si ella quie­re, las dos so­las; nun­ca he­mos he­cho nada jun­tas. No po­dría so­por­tar que le hu­bie­ra pa­sa­do algo. Aun­que me gus­te la vida que lle­vo no soy un mons­truo, se­ría ca­paz de re­nun­ciar a todo a cam­bio de que es­tu­vie­ra bien. El sue­lo de la ha­bi­ta­ción está sem­bra­do de ropa, pi­ja­mas, bra­gas, su­je­ta­do­res, ca­mi­se­tas… da la sen­sa­ción de que han en­tra­do a ro­bar. Tiro las pas­ti­llas y la ma­rihua­na al vá­ter, do­blo la ropa con cui­da­do sin de­jar de llo­rar y la re­co­jo para que cuan­do vuel­va lo en­cuen­tre todo bien. Me doy cuen­ta de que lo que es­toy ha­cien­do es ab­sur­do, algo que ha­ría mi ma­dre, no yo, pero no sé qué otra cosa ha­cer.

Inés

Hoy es el pri­mer día, des­de hace mu­chos me­ses, que no ten­go ham­bre. No he co­mi­do nada des­de hace ho­ras. Ade­más de la an­gus­tia de no sa­ber dón­de es­ta­rá Mu­riel y si es­ta­rá bien, sien­to una pena in­men­sa al ver a mi ma­dre com­pro­ban­do, una y otra vez, que todo está como ella cree que de­be­ría. Ha or­de­na­do la com­pra que tra­jo ayer y que ha­bía guar­da­do de cual­quier ma­ne­ra. Lo que más pena me ha dado ha sido ver­la ti­rar la fru­ta que com­pró jus­to ayer: solo ha con­ser­va­do sie­te pie­zas de cada. Se sien­te cul­pa­ble por­que el úni­co día que de­ci­de sal­tar­se to­das esas ab­sur­das nor­mas, la des­gra­cia en­tra por la puer­ta a lo gran­de. Aho­ra está en el sa­lón con Te­re­sa in­vo­can­do no sé a qué san­tos o es­pí­ri­tus, co­gi­das de las ma­nos, con los ojos ce­rra­dos y mon­to­nes de ve­las y amu­le­tos en­ci­ma de la mesa. Pa­re­ce que ha en­ve­je­ci­do de gol­pe, en tan solo unas ho­ras. Su pos­tu­ra es la de una mu­jer ven­ci­da, con los hom­bros caí­dos y la ca­be­za ga­cha. La casa hue­le a in­cien­so, odio ese olor, me re­cuer­da al día del ac­ci­den­te.

Es­tá­ba­mos en casa de Te­re­sa, pre­pa­ran­do una fies­ta sor­pre­sa para Luz, por su no­veno cum­plea­ños. Ella y yo te­nía­mos la mis­ma edad. Éra­mos ami­gas y com­pa­ñe­ras de cla­se, casi her­ma­nas, por­que nos ha­bía­mos cria­do jun­tas. Re­cuer­do los glo­bos, las ser­pen­ti­nas, los pla­tos de­co­ra­dos con per­so­na­jes de Dis­ney, la car­tu­li­na con el «Fe­li­ci­da­des, Luz» y el nú­me­ro nue­ve. Los re­ga­los en­vuel­tos en pa­pel bri­llan­te, amon­to­na­dos en un rin­cón; los bo­ca­di­llos y el pas­tel enor­me de cho­co­la­te, con las ve­las pre­pa­ra­das para ser so­pla­das y con­ce­der el de­seo per­ti­nen­te.

Yo no ha­cía más que aso­mar­me a la ven­ta­na para ver si la veía lle­gar. Su pa­dre las ha­bía lle­va­do a ella y a su her­ma­na a la pis­ci­na para que tu­vié­ra­mos tiem­po de pre­pa­rar la sor­pre­sa. De pron­to, Te­re­sa dejó caer una ban­de­ja con va­sos an­tes de de­po­si­tar­la so­bre la mesa. El sue­lo del co­me­dor se sem­bró de di­mi­nu­tos tro­zos de cris­tal. Pen­sa­mos que ha­bía sido un ac­ci­den­te. «Te­re­sa, co­rre, va­mos a ba­rrer los vi­drios, que Luz está a pun­to de lle­gar», le dije al ver el de­sas­tre. «Luz no ven­drá», me con­tes­tó. No en­ten­dí su res­pues­ta y tam­po­co me gus­tó el tono en que lo dijo. Mi ma­dre —que es­ta­ba re­co­gien­do el es­tro­pi­cio— se le­van­tó y dejó caer los tro­zos de cris­tal que te­nía en la mano. Ja­más ol­vi­da­ré la ex­pre­sión del ros­tro de Te­re­sa. Fue a la co­ci­na y co­gió una caja de ce­ri­llas, en­cen­dió in­cien­so y ve­las y se sen­tó en el sofá a es­pe­rar. Mi ma­dre le pre­gun­ta­ba qué pa­sa­ba, asus­ta­da, y le pe­día por fa­vor que le di­je­ra algo, pero ella no res­pon­día. Yo no en­ten­día lo que es­ta­ba su­ce­dien­do y me daba mie­do Te­re­sa, muda, in­mu­ta­ble, mi­ran­do al va­cío como si no tu­vie­ra ojos.

Aun­que era pe­que­ña me di cuen­ta de que algo no es­ta­ba bien, así que me sen­té y no pre­gun­té nada más. Te­re­sa lo supo, no sé cómo, pero lo supo an­tes de que vi­nie­ran a dar­le la mala no­ti­cia. Cuan­do sonó el tim­bre, me le­van­té co­rrien­do para abrir, ya es­ta­ban aquí, no pa­sa­ba nada, pero mi ma­dre me de­tu­vo y me in­di­có que me sen­ta­ra de nue­vo. Abrió la puer­ta y se en­con­tró con dos po­li­cías pre­gun­tan­do por Te­re­sa. A mi her­ma­na y a mí nos lle­va­ron a una ha­bi­ta­ción y ce­rra­ron la puer­ta. Pero in­clu­so con la puer­ta ce­rra­da po­día­mos es­cu­char el llan­to de Te­re­sa, un llan­to de­ses­pe­ra­do. La muer­te se ha­bía co­la­do en la fies­ta por sor­pre­sa y se ha­bía con­ver­ti­do en la pro­ta­go­nis­ta, como a ella le gus­ta. Un bo­rra­cho se ha­bía sal­ta­do un se­má­fo­ro lle­ván­do­se por de­lan­te el co­che don­de via­ja­ba Luz con su pa­dre y su her­ma­na, ma­tán­do­los a los tres en el acto. En un se­gun­do, Te­re­sa ha­bía per­di­do a toda su fa­mi­lia.

Mi ma­dre no qui­so de­jar­la sola, así que nos que­da­mos a pa­sar la no­che en su casa. Yo tuve que dor­mir en la cama de Luz y fui muy cons­cien­te de que es­ta­ba dur­mien­do en la cama de mi ami­ga muer­ta.

To­dos los en­tie­rros son dra­má­ti­cos, pero los de los ni­ños… De­be­ría es­tar prohi­bi­do que la muer­te vi­nie­ra a bus­car­nos de pe­que­ños. La igle­sia es­ta­ba lle­na a re­bo­sar de com­pa­ñe­ros del co­le­gio, de ve­las, de in­cien­so y de pena.

Des­de ese día aso­cio el olor a in­cien­so con la des­gra­cia. Pero hoy no me atre­vo a de­cir nada, me ca­llo y rezo en si­len­cio pi­dien­do que Mu­riel esté bien y que vuel­va pron­to. Has­ta ayer me daba igual no te­ner nada que ha­cer, pero hoy no so­por­to mi pro­pia apa­tía y tam­po­co ver a mi ma­dre tan quie­ta y tan en si­len­cio —ella que es puro al­bo­ro­to—.

Al es­cu­char el tim­bre mi­ra­mos ha­cia la puer­ta, como si tu­vié­ra­mos vi­sión de ra­yos X y pu­dié­ra­mos ver a tra­vés de ella. ¿Se­rán bue­nas no­ti­cias? ¿O pa­sa­rá lo mis­mo que aquel día de ju­lio de hace ya tan­tos años?

—Voy yo —dice mi ma­dre arras­tran­do la si­lla al le­van­tar­se.

Con­ten­go la res­pi­ra­ción, y solo la dejo es­ca­par cuan­do veo a Ele­na al otro lado de la puer­ta, im­pe­ca­ble­men­te ves­ti­da, como siem­pre, pero con la cara des­en­ca­ja­da por el llan­to. Nin­gu­na de las dos dice nada, se mi­ran un ins­tan­te y lue­go se abra­zan. Ele­na se afe­rra a mi ma­dre como si te­mie­ra que ella tam­bién pu­die­ra des­apa­re­cer si la suel­ta. Te­re­sa se acer­ca a mí y me ro­dea la cin­tu­ra con su bra­zo. Yo sigo con los bra­zos cru­za­dos, no soy ca­paz de co­rres­pon­der a su abra­zo, no quie­ro que me con­sue­len, no sé dón­de está Mu­riel, si es­ta­rá ti­ra­da en al­gún si­tio, o si le ha­brá pa­sa­do al­gu­na cosa peor que ni si­quie­ra me atre­vo a pen­sar del mie­do que me da.

399
562,11 ₽
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0+
Объем:
340 стр.
ISBN:
9788417451080
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
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